La noche •Capítulo 11•

Yarik salió con discreción del reservado y regresó a su oficina. Sabía demasiado bien lo que estaba a punto de pasar y no tenía ningún interés en verlo. Una vez allí, se dejó caer cansadamente sobre su silla, sacó una botella de vodka y un vaso del cajón de su escritorio y lo llenó hasta el borde para bebérselo casi de un trago. Se sirvió una segunda copa y volvió a vaciarla. Pensaba quedarse a dormir en el pequeño e incómodo sillón reclinable de su despacho durante el día para no tener que ir a casa con Evan, y esperaba que el alcohol lo ayudase a conciliar el sueño. Cuando iba por el tercero, Sergey, uno de sus hombres de confianza, cruzó el umbral corriendo como una exhalación. Parecía acalorado y respiraba de forma agitada por el esfuerzo.

—Han encontrado el camión con la mercancía —anunció—. El conductor apareció degollado, igual que los otros.

—¡Mierda! —maldijo, golpeando el vaso contra la mesa—. Ya es el tercero de los nuestros que cae este mes. Ese jodido Carnicero está tomándose muchas molestias para cazarnos uno por uno.

—Tiene que ser de otra organización.

—¡No digas estupideces! Si fuese de otra organización, se habría llevado la droga. No, esto no tiene nada que ver con los negocios, es personal. Aún no sé qué, pero tiene algo en contra nuestra.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—De momento, aumentar la vigilancia. Quiero hombres en cada esquina de la discoteca, dentro y fuera. El hijo de puta que está haciendo esto nos conoce. Es evidente que ya ha estado aquí antes y puede que vuelva. ¡Así que tened los ojos bien abiertos! Si veis a alguien sospechoso, lo seguís en grupos de dos o tres hombres, ¿está claro?

—Sí, se lo diré al resto. Oye, Yarik, otra cosa más. Tu hermano está aquí e insiste en hablar con Viktor, pero él nos ordenó que esta noche no lo molestásemos bajo ningún concepto y…

—¡Me cago en…! No te preocupes, ya me ocupo yo. Tú vete y haz lo que te he dicho.

Yarik se frotó las sienes, resoplando. En cuanto Sergey salió por la puerta, lanzó el vaso con furia contra la pared, haciéndolo estallar en pedazos y sembrando el suelo de cristales rotos. No les dedicó ni un vistazo mientras se levantaba de la silla de una forma tan brusca que casi la hizo volcar. Estaba furioso y decidido. Iba a sacar a Evan de allí aunque tuviese que llevárselo a rastras. No estaba dispuesto a consentir que su hermano se mezclase en los asuntos de la mafia. Tampoco le importaba qué clase de trato hubiese hecho con Viktor, tendría que romperlo y regresar a Rusia lo antes posible. Si tan solo pudiese hacerle comprender el inmenso peligro que corría… No se trataba solamente del pasado y los problemas que pudiese haber entre ellos. La pura verdad era que si Evan se quedaba en Madrid, acabaría vendiéndole su alma al diablo e hipotecando su libertad para siempre, al igual que él hizo en su día. Estaba metiéndose en una trampa sin salida y ni siquiera era consciente de ello. Yarik no podía permitirlo, debía hacer algo para evitarlo, aunque todavía no tenía muy claro el qué.

Salió disparado de su despacho en busca de su hermano y, tras echar un breve vistazo a su alrededor, lo localizó junto a una de las barras laterales. Este parecía relajado y charlaba animadamente con Noemi, una de las camareras, ajeno al peligro que corría por el mero hecho de presentarse allí, preguntando por uno de los hombres más poderosos y peligrosos del clan Tambovskaya en España. Yarik frunció el ceño y apretó los dientes, rabioso por su insensatez. Cruzó en cuatro zancadas el reducido espacio que los separaba y lo agarró con brusquedad de la muñeca para tirar de él. Al momento, el contacto entre sus cuerpos le produjo malestar y azoramiento. Sin embargo, esa vez decidió ignorarlos porque le urgía llevárselo fuera de la discoteca antes de que Viktor terminase de jugar con su nueva mascota.

—Yarik, ¿qué haces? —le increpó Evan, molesto por la tosquedad con la que era arrastrado.

—Quiero hablar contigo fuera —le gritó al oído para hacerse escuchar por encima de la ruidosa música.

—¿Cómo? ¿Ahora sí que me diriges la palabra? Pensé que no querías tener nada que ver conmigo.

—Evan… ¡No me toques los cojones!

—Está bien, saldré contigo, pero puedo andar solo.

Evan se zafó de la mano que lo atenazaba y, de mala gana, siguió a Yarik hasta el almacén para salir por la puerta de servicio que conducía a la zona del aparcamiento reservado a los empleados de la discoteca. El joven estaba indignado por la actitud tan brusca con la que lo trataba el otro, y esto, unido a la profunda decepción que sentía por el recibimiento tan frío que había tenido al llegar, provocaba que se encontrase arisco y a la defensiva. Desde luego, la cara de pocos amigos que lucía Yarik no parecía augurar nada bueno. Evan tenía el presentimiento de que no le iba a gustar nada lo que estaba a punto de escuchar. Se cruzó de brazos y clavó sus ojos heridos en él antes de espetarle:

—Bueno, ya estamos fuera, dime qué quieres.

—Que te marches a casa, ¡ya!

—¿Qué? ¿Y para eso me traes aquí a la fuerza? Ya te dije que no te metieses. ¡No tienes ningún derecho a…!

Antes de que pudiese acabar la frase, Yarik ya le había cruzado la cara de un fuerte y sonoro bofetón. Evan se cubrió la mejilla dolorida con una mano y, boquiabierto, le dedicó una larga mirada llena de incredulidad y confusión a su agresor. Ni viviendo un millón de años podría haber llegado a imaginarse jamás que Yarik acabaría pegándole, y mucho menos por un motivo tan absurdo. Evan se preguntó quién era realmente ese hombre que tenía delante porque, desde luego, no se parecía en nada al hermano cariñoso y protector de su memoria. Parecía como si se hubiese transformado por completo en otra persona durante los diez años que habían estado separados. Evan comenzó a temer que nunca iba a poder recuperarlo.

—No te salvé la vida hace tantos años para ver como la arruinas ahora de una forma tan estúpida —le increpó Yarik, furibundo—. Tengo todos los derechos sobre ti que a mí me dé la gana.

Al escuchar estas palabras, una pequeña chispa de esperanza se encendió en el interior de Evan. Si su hermano se preocupaba de que él estuviese tomando una mala decisión, tenía que significar que todavía le importaba algo, que los años y la distancia no se habían llevado el profundo amor que sentían el uno por el otro. Sabía que era mucho suponer, pero debía aferrarse a cualquier cosa para mantener su determinación de no darse por vencido, porque la alternativa le parecía terrible. «Quizá todavía haya una posibilidad de salvarlo», pensó. Esbozó una pequeña sonrisa y dio un paso tentativo hacia Yarik. Este no retrocedió como había hecho la última vez, pero clavó la vista en el suelo, incapaz de sostenerle la mirada. Evan lo sujetó por la barbilla con una mano y lo obligó a levantar la cabeza.

—Entonces, ven a casa conmigo —le susurró—. Nunca te los negaría, ¿me oyes? ¡Nunca!

—No puedo —respondió con horror.

—No, di mejor que no quieres.

—Está mal.

Yarik se sorprendió mucho al darse cuenta de que realmente pensaba lo que decía. Los conceptos del bien y el mal no eran algo a lo que él diese demasiada importancia y no dedicaba ni un segundo del día a pensar en ellos o cuestionarse sus acciones. Sin embargo, cuando se trataba de Evan, parecía que eran lo único que le importaba, porque no podía dar ni un solo paso sin recordarse a sí mismo todo el daño que le había hecho a su hermano cuando no eran más que unos críos y el que podría hacerle si cedía a sus pretensiones, que al fin y al cabo coincidían por completo con lo que él mismo quería. Esa encarnizada batalla entre lo que realmente deseaba y los reparos de su recién descubierta conciencia amenazaba con desquiciarlo por completo.

—¿Quién lo dice? —repuso Evan, frunciendo el ceño.

—Él nos hizo esto, ¿no te das cuenta? ¡Nos volvimos así por su culpa!, por lo que me obligó a hacerte.

—Nuestro padre está muerto, Yarik. Solo somos tú y yo ahora.

Evan salvó los últimos centímetros que los separaban con movimientos lentos y pausados, tratando de evitar que Yarik volviese a asustarse y lo rehuyese. Al comprobar que su hermano no se movía de su sitio, se sintió un poco más osado y le rodeó el cuello con los dos brazos, apoyando su frente contra la de él, que tragó saliva y se removió inquieto bajo su agarre, pero aún sin alejarse de aquel contacto que tanto lo turbaba.

Dentro de la cabeza de Yarik estaba teniendo lugar la lucha más grande y cruenta jamás acontecida. Precisamente, aquella situación era lo que había temido desde que se reencontraron esa tarde en la calle después de tanto tiempo y a la que no había querido llegar bajo ningún concepto. Pensaba que tenía que ponerle fin de una vez por todas, detener los avances de Evan y dejarle claro que jamás volvería a existir una relación de esa naturaleza entre ellos, pero no se decidía a hacerlo. Si tan solo pudiese convencerse a sí mismo de que el roce de su piel y su cálido aliento en la cara no lo descontrolaban del modo en que lo hacían; si fuese capaz de negarse el hecho de que sus más bajos instintos estaban ganando terreno y conquistando a su mente racional… Pero ¿a quién pretendía engañar? La pura verdad era que se había convertido en lo que él más odiaba en el mundo: un monstruo degenerado, igual que su padre.

—Te he echado tanto de menos… —le susurró Evan al oído. Luego, lo besó. Fue apenas una leve caricia, un roce, pero pudo sentir cómo su piel se encendía y su corazón se aceleraba al notar los ansiados labios de su hermano contra los suyos. Llevaba tanto tiempo esperando a que llegase aquel momento, soñando con el día en el que ambos se reencontrarían y podrían estar juntos al fin, que ahora que de verdad estaba sucediendo casi no podía ni creérselo.

Yarik todavía no le correspondía, sino que se limitaba a permanecer allí estático, con los ojos muy abiertos e hiperventilando como si estuviese realizando un gran esfuerzo mientras Evan ponía todo de su parte para convertir aquella experiencia tensa en algo especial. A los dos les iba la vida en ello. Sin embargo, no perdía la fe en que reaccionase de una vez por todas y entendiese que nunca debieron separarse. Y reaccionó, pero no como él quería.

—¡No! —exclamó Yarik, encolerizado.

Lo apartó de un rudo empujón y dio un paso hacia atrás para poner distancia entre ellos. Los dos hombres se quedaron mirándose el uno al otro, paralizados y en silencio. El mayor tenía el rostro desencajado por la vergüenza y la rabia, pero en la cara del más joven solo había pesar y una desesperada súplica silenciosa de que no volviese a alejarlo de su vida que al otro se le antojó insoportable. Completamente histérico, Yarik dio vueltas por el aparcamiento de servicio, como si se tratase de un gato enjaulado buscando una salida, mientras iba intercalando juramentos en español y en ruso. No sabía qué hacer. No podía seguir cerca de Evan ni un minuto más, puesto que estaba seguro de que si lo hacía acabaría por ceder a la tentación, pero tampoco podía dejarlo solo porque si este conseguía reunirse con Viktor iba a meterse de cabeza en una trampa. Únicamente le quedaba una opción y tenía muy claro que a su hermano no le iba a gustar, pero se convenció de que era lo mejor para él y de que tendría que aceptarlo, lo quisiera o no. Llamó a Sergey por teléfono para ordenarle que se presentase de inmediato en la entrada de servicio. Este acudió corriendo, igual que un perro bien entrenado.

—Llévalo a mi piso y asegúrate de que no salga hasta que yo vuelva. Tienes mi permiso para usar la fuerza si es necesario —le ordenó Yarik a su hombre de confianza.

—¡Cobarde! —farfulló Evan, triste y decepcionado.

Sergey pareció sorprenderse ante aquella extraña orden, pero asintió sin cuestionarla. Nunca lo hacía, y por esa razón era un empleado tan leal. Sujetó a Evan de un brazo y tiró de él para tratar de conducirlo hacia su coche, pero el joven ruso se resistió con todas sus fuerzas y apenas pudo moverlo unos centímetros de su sitio. Contrariado, se rascó la cabeza y miró a su jefe en busca de indicaciones, pero no las obtuvo. Yarik parecía más interesado en contemplar ensimismado un punto indeterminado de la alambrada que en ayudar a su lacayo con aquel pequeño percance. Lo meditó unos segundos y recordó que le habían dado permiso para usar la fuerza, así que decidió arreglarlo como lo arreglaba todo: sacando su pistola y encañonando al testarudo chico con ella al tiempo que le gruñía un «empieza a andar».

—¡Por favor, Yarik, no hagas esto! —le suplicó Evan.

Yarik cedió a la tentación de girar la cabeza a tiempo de ver como Sergey obligaba a Evan a subirse en su automóvil. Se encontró con sus ojos, rebosantes de dolor, que lograron conmocionarlo de un modo en el que no lo había estado en muchos años. Como no podía hacer otra cosa, apartó la vista con la esperanza de que así se sentiría mejor, pero no dio resultado. Poco después, el vehículo con los dos rusos emprendió su camino y se mezcló entre el escaso tráfico nocturno hasta perderse, dejando solo a Yarik en medio de aquel oscuro aparcamiento, todavía con la mirada de reproche que su hermano le había lanzado bien grabada a fuego en la memoria. Dio varios pasos erráticos, se detuvo en seco y por último descargó toda su furia y frustraciones pateando un contenedor con tanta fuerza que terminó volcándolo y desperdigando todas las bolsas de basura por el suelo. Ni siquiera eso lo disuadió, siguió dándole patadas hasta que se quedó sin aliento.

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