Fast Food •Capítulo 6•

Descubrimientos inesperados

 

Solo tuvo que hablar con él una vez para comprender por qué nadie en todo el Mega lo conocía. O parecía no conocerlo.

Para empezar, la descripción que daba a sus compañeros era totalmente errónea. Por lo general le respondían algo como «me suena, pero no caigo», y es que Kei lo describía como un extranjero muy alto, bronceado, de pelo corto y rubio y ojos color verde claro. Y lo que no sabía era que los focos de la zona del mostrador daban una luz muy diferente a la natural y que la gorra del uniforme ocultaba alguna sorpresa que otra.

El chico que, con expresión de sorpresa, se lo quedó mirando mientras él limpiaba bandejas con cara de amargado, tenía el pelo largo y rizado, con unas preciosas ondas que le llegaban hasta los hombros y un flequillo descuidado que, si no se apartaba, le cubría hasta más abajo de la nariz. No era tan alto, en realidad; de hecho y para la media occidental, era más bien lo contrario. Sus ojos eran de un verde aceituna que, según se vieran, podían pasar por marrones. Y de bronceado, nada; claro que Kei apenas salía de casa y, por tanto, estaba bastante pálido. Así que, si se comparaba a sí mismo con él, sí, Surette estaba bronceado y era alto.

La otra gran incógnita, la de su nombre, la desveló en el mismo momento en que, al fin, pudieron presentarse como era debido.

Aquella noche, a pocos minutos del final de su turno, Kei no tuvo oportunidad de intercambiar una sola palabra más con él, ya que se cruzaron por las escaleras y apenas se dirigieron una sonrisa incómoda. El sábado, no obstante, la cosa cambió.

Aún le duraba la sorpresa. En un mes escaso había pasado por todos los estados anímicos imaginables: desde la euforia hasta la depresión en cuestión de horas, como cuando su hermana estaba en esos días y los usaba como excusa para ser más déspota que de costumbre y para poder atiborrarse a helado de chocolate. Y lo que debió ser para él un nuevo pico en esa montaña rusa de sentimientos se quedó en una agradable y tranquila balsa de agua estancada. Fue una suerte; empezaba a estar agotado por tanto cambio de humor, pero por culpa de eso el primer encuentro entre ellos, que debía ser superintenso y especial, no pasó de una conversación típica de dos desconocidos.

Kei empezaba el turno a las once de la mañana, más temprano que de costumbre. Lo habitual hasta la fecha en fin de semana era comenzar a las doce o a la una, pero como ya había comprobado que allí era normal tener turnos de lo más dispares, ni siquiera hizo preguntas.

Llegó medio dormido. Le habían dado más de las cinco con la misma partida de Final Fantasy VII. A pesar de que era ya la tercera vez que jugaba, no quiso dejar la historia a medias hasta terminar el segundo CD y al final se le pasaron las horas sin que se diera cuenta. Entró al cuarto de empleados profiriendo un sonoro bostezo que se le cortó de raíz al verlo allí sentado, cigarrillo en mano, con expresión de burla.

—¿Te acabas de levantar?

Kei se sonrojó con violencia. Lo supo porque notaba que le ardían las mejillas y las orejas. Si lo de «no había de mi talla» no fue ya lo bastante ridículo para una primera toma de contacto, aparecer mostrando una panorámica de sus dos empastes y la campanilla terminó de rematar la faena.

—Sí, eh… La verdad es que sí.

No supo qué más decir. Si las cosas hubieran sido diferentes, se habría animado a algo más, pero ahora se sentía tan ridículo que le daba apuro hablar, por lo que se metió directo al vestuario.

Dentro oyó como Surette encendía la televisión. Reconoció al instante el tema de apertura de Love Hina e hizo memoria para asegurarse de que había programado el vídeo para grabar el capítulo. Mientras se cambiaba de ropa pudo oírlo reír. Tenía una risa sensual, algo rasgada y desenfadada, que a punto estuvo de causarle un problema bajo aquellos pantalones horrorosos.

Una vez listo, dejó pasar algunos segundos. No quería salir, pero si no lo hacía, el otro pensaría que se había desmayado o algo parecido. Prefería no seguir acumulando puntos negativos: aún pretendía conquistarlo en un futuro, a ser posible cercano. Así que cerró su mochila, se colocó la chapa con el nombre en la camisa, cogió la gorra y abrió la puerta.

El olor a tabaco le hizo arrugar la nariz nada más hacerlo. Kei observó con desagrado cómo su rubio se llevaba el cigarrillo a los labios y exhalaba el humo con distracción.

—Eso te matará, ¿eh? —dijo, sin poder contenerse. El otro se encogió de hombros.

—De algo hay que morirse.

Quedaba casi un cuarto de hora para que dieran las once en punto. Durante los siguientes minutos, se mantuvieron en silencio mientras Surette, como si estuviera allí solo, se dedicaba a cambiar canal tras canal con el mando a distancia.

Kei se sirvió un té, puesto que ni siquiera había desayunado, y empezó a tomárselo a sorbos con la cabeza apoyada sobre una mano. La situación era demasiado extraña; dos semanas atrás estaba decidido a declararse al mismo chico que estaba sentado a escasos centímetros. Era el mismo chico que, sin saberlo, le hacía ir a ese restaurante varias veces por semana solo por poder verlo. El mismo que ahora era responsable directo de su decisión de no mudarse a Osaka. Eso era muy gordo como para ignorarlo, pero él, ahora que podía tocarlo con los dedos si se lo proponía, se veía incapaz de mediar palabra. Y si no era capaz de hacer algo tan básico como presentarse, ¿cómo demonios iba a confesarle que bebía los vientos por él? Porque, eso sí, ahí todo seguía igual. Le latía el corazón con fuerza dentro del pecho y empezaba a sudar bastante. Menos mal que su desodorante era bueno, porque no quería añadir el olor corporal a una lista de defectos que empezaba a alargarse demasiado.

—Bueno, y ¿cómo te llamas?

Tan abstraído estaba en tratar de encontrarle el gusto a ese té, que cuando la voz a su izquierda le llamó la atención, dio un respingo con el que a punto estuvo de derramar la infusión.

Por acto reflejo, se señaló la chapa con su nombre.

—Kei.

—Ah, claro —replicó el otro con cierta indiferencia—. No sabía si sería tu nombre de verdad o si querrías que te llamara de otra forma.

Kei lo miró con las cejas alzadas sin entender el porqué de su comentario. El otro, que pareció captar su confusión, continuó hablando.

—A mí nadie me llama así —dijo, con el dedo índice apuntando a su propia chapa, la que rezaba «Surette»—. Me llamo Michael.

El corazón le dio un vuelco. Michael. Al fin sabía su nombre de pila y al fin comprendía otro de los grandes misterios de por qué nadie allí reconocía el apellido cuando preguntaba por él. Michael. Sonaba tan bien…

—Pues…, eh, encantado, Mi… Michael —tartamudeó.

Acababa de darse cuenta de que su nombre era más difícil de pronunciar que el apellido y no pudo evitar imaginar algunas formas más cómodas de llamarlo. Mike. M-san. M, a secas. La última opción le hizo volver a sentir calor en las mejillas.

—Entonces, ¿cuándo has empezado? —preguntó Michael que, por supuesto, no tenía la más mínima idea de lo que le pasaba por la cabeza.

—Hoy hace dos semanas.

—¡Ah! Claro, entonces entraste cuando yo estaba de vacaciones. Pero, oye, eres muy joven, ¿no?

—No me queda mucho para cumplir dieciocho —puntualizó Kei, de repente con la espalda recta y la barbilla un poco alzada. Lo último que quería era parecer un crío ante él.

—Pues sí que eres jovencito —observó el otro.

Las mejillas de Kei volvieron a coger color. No le gustaba por dónde empezaba a ir la conversación, así que decidió, de una vez por todas, encauzarla él mismo.

—Oye, y ¿de dónde eres? ¿París?

Michael lo observó unos segundos antes de echarse a reír. ¿Qué había dicho? No le gustó nada su reacción; parecía que cada palabra que intercambiaban lo separaba más de él. A Kei no le pasaba desapercibida la actitud condescendiente del otro. Lo trataba igual que muchas de sus compañeras: como si fuera la mascota de la plantilla. No era eso lo que pretendía. Kei quería que lo viera como el hombre adulto que creía ser, aunque en realidad ni se acercara. Quería que algún día Michael lo encontrara atractivo, sexy. Deseable. Había soñado tantas veces con él, con cómo lo hacía sudar en ciertas situaciones que jamás se atrevería a describir en voz alta… Unas situaciones que, desde luego, nunca se harían realidad si solo lo consideraba un crío con el que divertirse.

—No, no soy francés —respondió al fin—. De Quebec, Canadá.

—¿Canadá?

Kei abrió mucho la boca y emitió una expresión de sorpresa. Al fin le encajaban todas las piezas; él había dado por hecho, por el acento, que Michael era francés. Recordó cuando le preguntó a Sachiko, la encargada que lo recibió en su primer día. Ella ya le había dicho que era canadiense, pero en ese momento no tenía ni idea de que hablaban de la misma persona.

Se acababa de dar cuenta, por ese ratito de conversación, de hasta qué punto había sido ridículo. Todos aquellos días con un humor cambiante tan impropio de él, tantas noches de melancolía y remordimientos cuando, en realidad, su supuesto amor perdido solo estaba de vacaciones.

—¿Qué te hace tanta gracia?

La pregunta le hizo darse cuenta de que había empezado a sonreír como un bobo y, tal vez guiado por unos nervios repentinos, la sonrisa se transformó en unas carcajadas tímidas. Meneó la cabeza.

—Nada, que estaba convencido de que eras francés. Y de que tenías el pelo corto.

Michael le dedicó una sonrisa que a punto estuvo de deslumbrarlo —aunque, en realidad, solo había estirado un poco los labios— y, en un momento, se sujetó el pelo con un elástico y lo metió todo bajo la gorra. Kei no pudo sino admirar la maestría con que esa cabellera larga desaparecía como si nunca hubiera estado allí. Como si de verdad tuviera el pelo tan corto como creyó en un principio.

—¿Ves? Es que me hacen llevarlo así, por eso no te diste cuenta.

Kei asintió feliz, sin reparar en el verdadero significado que la sencilla frase ocultaba. El que implicaba, entre líneas, que ese guapísimo canadiense estaba muy al tanto de que su primer encuentro no había sido el día anterior, junto a una pila de bandejas a medio limpiar. El pobre era así de simple para algunas cosas, aunque por entonces ni se daba cuenta. Lo descubrió con el tiempo, mucho más tarde.

Iba a comentar algo más al respecto, pero cerró la boca al ver a Michael levantarse. Un rápido vistazo al reloj le hizo ver que ya era hora de empezar la jornada.

—Bueno, Kei —dijo Michael mientras este se encajaba la gorra—, hoy te quiero pegadito a mí, ¿vale?

El brillo en la mirada y las mariposas en el estómago que aquella frase malinterpretable había provocado en Kei no duraron demasiado. Solo hasta que, al girar la vista, la fijó en el tablón donde se exponían los horarios y otra información útil para los trabajadores. En él había un papel que no había leído al llegar. Un papel que rezaba el título de «entrenamiento» y en el que aparecía su nombre, el de Michael y un dibujito de una caja registradora.

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