Fast Food •Capítulo 1•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de Fast Food, de Ami Mercury; una novela romántica gay que nos enseña que las historias de amor pueden empezar regular y que todos tenemos derecho a equivocarnos y rectificar. Ahora bien, te advertimos dos cosas:

  1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
  2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!


El cajero de los ojos bonitos

 

En algún lugar de Tokio, entre comercios de moda, tiendas de regalos, electrodomésticos, telefonía móvil y alimentación, ubicado discretamente en los bajos de uno de tantos edificios que plagaban una calle peatonal por la que transcurrían a diario miles de caras anónimas, se encontraba una de esas franquicias de comida rápida tan de moda entre los jóvenes.

Mega, ese era su nombre. Un restaurante tipo self-service como cualquier otro, con decoración moderna y una amplia oferta en hamburguesas, sándwiches, complementos fritos, ensaladas y postres. Tenía éxito, de eso no cabía duda. El emplazamiento había sido bien estudiado en su día cuando el lugar abrió las puertas hacía ya años, y es que resultaba cómodo para los que iban de paso, para quienes querían un descanso en su tarde de compras, para aquellos que se conformaban con un café rápido antes de ir a la oficina o para esos noctámbulos a los que, tras un agotador día en Akihabara, se les antojaba una cena tardía.

Pero el muchacho que aquella tarde se parapetaba tras el cristal junto a la puerta de entrada no pertenecía a ninguno de esos grupos. Aún llevaba el uniforme del instituto, aunque las clases habían terminado varias horas atrás. Ese jueves, sin embargo, como todos desde el inicio del curso, se había quedado por allí matando el tiempo en el club de informática solo para poder acercarse al Mega a partir de las seis de la tarde. Y no porque a esa hora comenzara ninguna rebaja especial.

El chico observaba con atención a través del vidrio la actividad que se desarrollaba en el interior del local. Era muy bajito, llevaba el pelo de color castaño, aclarado con decolorante en contra de las normas de su escuela, y vestía el uniforme muy a su modo: la corbata floja sobre una camisa abierta un botón más de la cuenta y por fuera de los pantalones, chaqueta remangada hasta los codos y adornada con algunas chapas de colores (entre ellas la que solía ostentar con más orgullo: una que rezaba «I ♥ boys»), algunas cadenas y colgantes en torno a su cuello, pulseras en las muñecas y anillos plateados en varios de sus dedos. Con aquella particular forma de vestir, debía lidiar con los profesores una media de cuatro veces por semana. Normalmente los contentaba acudiendo al instituto debidamente uniformado los lunes y cuando ya se olvidaban de él, volvía a adoptar su estilo propio. Y es que poca gente era capaz de conseguir frenarle. Su personalidad era tan arrolladora como podía esperarse de un apellido como el suyo: Tsunami. Una ola gigante que pasaba por donde quería sin importarle las barreras que encontrara a su paso.

Esperaba un momento preciso. Era raro encontrar el restaurante vacío y con todas las cajas disponibles, pues siempre había clientes que iban y venían, pero lo que él quería no era entrar cuando pudiera encontrarse a solas. Le bastaba con poder acudir a una caja en concreto. O, mejor dicho, al cajero.

Él era la razón de su visita todos los jueves. De él solo sabía que se llamaba Surette, o al menos eso podía leer en su placa nominal, que tenía unos ojos verdes de escándalo y que bajo la gorra negra del uniforme ocultaba su cabello rubio cenizo. Y que estaba de toma pan y moja. ¿Era amor? Sí, seguramente lo era. Porque, en sus cortos diecisiete años, Kei aún no había experimentado el romance, pero estaba bien seguro de que las mariposas en el estómago, el leve temblor que lo sacudía al estar frente a aquel monumento hecho hombre o el calor en sus mejillas no eran fruto de otra cosa más que de aquella. Y por eso había tomado una decisión.

Una decisión que llevaría a cabo esa misma tarde. Lo tenía bien aprendido; incluso ensayó ante el espejo el discurso que iba a soltarle a aquel rubio que siempre lo atendía con un acento francés que lo hacía sudar bajo los pantalones. Algo así como «ey, no nos conocemos y esto te va a parecer raro, pero ¿sabes? Eres el hombre de mi vida y me gustaría que salieras conmigo». Sí, algo como eso debía funcionar.

En ello pensaba cuando, alerta como estaba, tuvo vía libre. La última clienta se apartó de la caja registradora que él ocupaba y Kei aprovechó esa oportunidad de oro para acceder al local directo hacia esa sonrisa de escándalo.

—¡Buenas tardes, bienvenido! ¿Qué desea tomar hoy?

—Un… menú de pollo, por favor.

—Perfecto, ¿desea acompañarlo con algún postre?

—Sí, por favor, un helado de fresa.

—Serán ochocientos yenes. ¡Gracias por visitarnos y vuelva pronto!

Genial. Simplemente genial. Cuando Kei se alejó, bandeja en mano, casi no era capaz de levantar los pies al caminar. ¿Dónde había ido a parar ese plan fantástico, ese guion infalible cuyo resultado se convertiría en su primera relación amorosa?

Cuando subió las escaleras al piso superior y tomó asiento en una mesa cualquiera suspiró derrotado. Kei, por lo general, era optimista y nunca dejaba de sonreír, pero en ese momento, con una cantidad ingente de comida frente a él y el estómago cerrado por culpa de los últimos acontecimientos, solo tenía ganas de tirarse de un puente. Por suerte desechó la idea rápido y, resignado, empezó a comerse sin ganas sus patatas fritas antes de que se enfriaran.

Llegó a casa con los ánimos casi recuperados. Había resultado ser tímido en los asuntos del corazón, pero ¿qué demonios? ¡Nunca antes se había declarado! Podía permitirse el lujo de ponerse nervioso y fallar en el primer intento, ¿no? Tal vez la atmósfera no había sido la adecuada, tal vez su ensayado discurso no era tan bueno como creía. No importaba, podía empezar de nuevo. Tendría una segunda oportunidad el jueves siguiente, incluso antes, porque siempre lo veía allí trabajando los jueves por la tarde, pero ¿quién decía que no estaría en otro horario? Claro que sí. Sabía su nombre, podía volver al día siguiente y preguntar por él si no lo veía. Si se lo montaba bien incluso podía tratar de conseguir su número de teléfono y, aunque eso rozaba el más puro acoso, estaba segurísimo de que el tal Surette lo entendería cuando conociera la pureza de sus sentimientos.

Sí, definitivamente, mañana sería otro día.

—¡Ya era hora, hermano! ¿Dónde te habías metido? ¿Acosando otra vez al del burger?

Mia era su hermana mayor, una arpía de veinticuatro años que aún vivía con sus padres y que no aguantaba más de medio año en el mismo empleo. La relación de ambos hermanos era, cuando menos, tensa. Y es que la meta en la vida de Mia había sido desde siempre fastidiar a su hermano pequeño. Y lo conseguía, vaya que sí. De las formas más retorcidas posibles, hasta el punto de haberse ganado la admiración secreta de Kei por su originalidad a la hora de idear las jugarretas más rebuscadas.

El menor de los Tsunami, por supuesto, le dirigió un cordial saludo en forma de dedo corazón mientras se descalzaba a la entrada de casa y anunciaba su presencia en voz alta como si su hermana no estuviera presente.

—Bienvenido, cariño. —Su madre asomó la cabeza desde la cocina—. ¿Has cenado? —Kei asintió en respuesta—. De todas formas, siéntate con nosotros; hoy tu padre tiene algo que deciros y es importante.

¿Qué podría ser? Obediente, prometió estar presente en la mesa aunque el atracón en el Mega no le permitiera dar un bocado más, y se fue directo al baño.

La familia ocupaba un apartamento demasiado pequeño para los cuatro en un edificio de seis plantas. Se habían mudado allí de forma provisional y ya llevaban dos años, a esperas de que la empresa de su padre les proporcionara una vivienda más adecuada. Entretanto, no les había quedado más remedio que apretarse un poco. Kei y Mia compartían habitación, por si la relación no era ya lo suficientemente mala. La señora Tsunami se quejaba a diario de la incomodidad de su minúscula cocina y Kei, con su corta estatura, era el único de la familia que disfrutaba verdaderamente de un baño, pues la tina era la mitad de amplia que la que tenían en su antigua residencia. Pero se las apañaban, qué remedio.

Sin embargo, esa noche, mientras Kei se relajaba en el calor del agua pensando en su enamorado de ojos verdes, no escuchó de labios de su madre más que un molesto e irritante canturreo, señal de que estaba más feliz de la cuenta. ¿Tendría que ver con las noticias que en breve iban a compartir? ¿Tal vez había llegado el momento en que la empresa del señor Tsunami se apiadara de ellos y les consiguiera una casa más grande que esa lata de sardinas? ¿Sería otra la causa de su dicha, un nuevo miembro en la familia tal vez? En realidad, la incertidumbre era tanta que sacó al muchacho del agua mucho antes que otros días y, con el pelo aún húmedo y enfundado en un cómodo chándal, se dirigió al fin al comedor con la curiosidad comiéndole por dentro. Esperaba que fuesen buenas noticias.

Pero no lo fueron:

—¡Volvemos a Osaka!

Lo que faltaba. Kei creyó no haber entendido bien la frase por lo que pidió a su madre que la repitiera una vez más. A la segunda ya no le quedó duda.

Dos años atrás, la noticia habría sido de su agrado. En Osaka quedaron todos sus amigos, pero allí, en Tokio, su círculo era más bien escaso por no decir inexistente. El haber llegado a mitad de curso a un instituto público de dudosa reputación y sin ningún complejo con respecto a su identidad sexual fue poco menos que un suicidio social, y lo marcó en lo que quedaba de año y durante el siguiente. Por si eso fuera poco, el dialecto de Kansai, del que no conseguía deshacerse, hacía que la comunicación, en ocasiones, fuera complicada y que sus notas, que nunca fueron una maravilla, se mantuvieran peligrosamente cerca del suspenso. Y así, en su último año de secundaria continuaba siendo el marginado de la clase, el «marica», el «paleto» y algunos apelativos más que por lo general salían por el oído contrario a por el que entraban.

Por eso la noticia debió haberlo alegrado. Pero, en esos momentos, la inminente mudanza a su ciudad natal no pudo caer de forma más amarga. Él ya tenía otros planes, unos que tarde o temprano darían fruto y le asegurarían una vida amorosa plena y satisfactoria con el guapísimo extranjero del Mega. De ningún modo podía volver a Osaka, no podía gastarse los más de trece mil yenes por un billete de ida en tren de alta velocidad una vez a la semana ni podía permitirse el viaje de más de dos horas para treinta minutos de visita. Lo mirara por donde lo mirase, ese cambio suponía su fracaso total en el amor, así que no; no era una buena noticia en absoluto.

—¡No puedo irme a Osaka! —exclamó al fin, cuando consiguió digerir por completo todo el asunto.

Se había levantado de golpe y tenía los puños crispados sobre la mesa ante la sorprendida mirada de sus familiares. Y, sin más explicación que aquella, abandonó a la carrera la mesa y se adentró en la soledad del dormitorio, se ocultó bajo su edredón y luchó por contener las lágrimas sin éxito.

Esa noche tuvo pesadillas. Mia decidió, milagrosamente, dejarlo en paz, y no tardó en quedarse dormido entre sollozos. Cuando se despertó, sobresaltado, recordaba el sueño a la perfección.

En él, el cajero del Mega estaba cerca, tan cerca que podía sentir su aliento en la piel. Le hablaba al oído con aquel delicioso acento y le dedicaba palabras románticas y sensuales. Y cuando sus labios estaban a punto de atraparlo, lo apartaba con brusquedad mientras le dirigía un insulto en el mismo dialecto rudo y fuerte que Kei hablaba. El empujón lo lanzaba directo al suelo y, en ese instante, abrió los ojos, justo a tiempo de oír a su madre desde la cocina insistiéndole para que se levantara.

Llegó tarde al instituto y tuvo que escabullirse a gatas por la puerta trasera de su aula. Después de clases regresó directo a casa, sin ánimo de quedarse en el club de informática ni de otra cosa que no fuera meterse en la cama y dejar que las horas pasaran. Pero ese plan también le salió mal, ya que nada más llegar, la señora Tsunami ya lo esperaba en la entrada, de brazos cruzados y sin quitarse el delantal.

—Jovencito, vamos a tener una charla tú y yo ahora mismo.

Problemas. Cada vez que su madre lo llamaba «jovencito», se avecinaba bronca y de las gordas. Y, por lo general, Mia siempre tenía algo que ver. Maldita hermana liante…

Sentados a la mesa del comedor, a solas, madre e hijo comenzaron un tira y afloja que desde un primer momento pareció inclinarse a favor de ella.

—¿Qué es eso de que no puedes ir a Osaka? —empezó, directa al grano.

—¡Porque no puedo! ¿Qué pasa con el instituto, con el club, con mis amigos…?

—¿Ahora tienes amigos?

De algún sitio debió haber sacado su hermana la mala leche. Cuando su madre quería hurgar en una llaga abierta sabía muy bien cómo hacerlo. Kei le dirigió una mirada cargada de reproche.

—Y ¿qué me ha dicho tu hermana acerca de un camarero?

—¡Será zorra, la tía!

No pudo evitar la exclamación, así como su madre no pudo evitar darle un tortazo en respuesta. Con la mano abierta. Cuando ella daba tortazos los daba con estilo y picaban, vaya que sí.

—Mucho cuidado con esa boca, ¿o te he educado para que insultes así a tu hermana?

—¡Pero…! ¡Mamá, ella lo sabe porque leyó mi diario, no es justo! —se quejó Kei.

—Ya me extrañaba a mí que tú le hubieras contado nada. Después hablaré con ella respecto a meter las narices en la privacidad de los demás, pero lo hecho, hecho está. Así que ya puedes empezar a cantar.

Menuda madre. Kei enterró la cara en la mesa y se cubrió la cabeza con los brazos. ¿Acaso no podía tener una familia normal? Una de esas madres que hacía pasteles de calabaza y buñuelos y salía a saludar a los vecinos mientras se inclinaba una y otra vez. O una hermana cuyas perrerías más extremas no pasaran de hacerle coletas en el pelo y con la que pudiera compartir su extensa colección de mangas yaoi sin sufrir ninguna clase de burla. O un padre con algo de criterio, para variar.

Pero no. Y sabiendo que no tenía otro remedio más que confesar la verdad, Kei empezó a relatar los pormenores de su historia, declaración frustrada incluida, sin levantar el rostro de donde lo había escondido. Cuando terminó, el silencio reinante lo hizo pensar que llevaba rato hablando solo, pero al levantar la cabeza constató que no era así y que su madre no había creído una sola palabra, pues lo observaba con una ceja levantada, escéptica.

—No sé si lo he entendido bien. ¿Me estás diciendo que lo único que te ata a Tokio es un chico al que ni siquiera conoces, que no sabe ni que existes y que trabaja en un restaurante de comida rápida?

Kei asintió a cada afirmación de su madre.

—¿Tú estás chalado? ¿Estás enamorado de él, dices? ¡Tonterías! —exclamó.

Parte de razón tenía; no sabía nada de ese chico, pero ningún argumento de su madre acabaría con su resolución: Kei sabía que lo amaba, punto.

—¡No son tonterías, mamá! ¡Lo quiero! —insistió. A cabezón no le ganaba nadie.

—Tú no quieres a ese chico. Puede que te parezca guapo, pero de ahí a quererlo hay un trecho —lo aleccionó su madre—. No hay más que hablar: volverás con nosotros a Osaka, allí conocerás a una chica perfecta, te casarás y me darás nietos.

Y así, con los argumentos más viejos del mundo, su madre dejó claro que su opinión allí valía menos que un pañuelo usado. Obviamente sabía acerca de las inclinaciones de su hijo: Mia se encargó en su día, cuando Kei no contaba con más de catorce años, de sacarlo del armario delante de todo el mundo nada menos que en una boda familiar. Todo por una indiscreción suya. Por supuesto, después de aquello no le dirigió el saludo a su hermana durante más de cuatro meses y si volvió a hacerlo, fue exclusivamente por insistencia materna.

En casa no causó gran revuelo: a su padre todo le daba igual y su madre lo achacaba a una etapa. Aunque Kei no hiciera ni el esfuerzo por ocultar las ligeras maneras que lo caracterizaban, aunque las fundas de sus almohadas tuvieran dibujos de chicos guapos casi siempre con poca ropa y las revistas guarras que ocultaba bajo la cama y cuya existencia, como buena madre que era, ella conocía, no tuvieran una sola fémina entre sus páginas, seguía con la convicción de que en algún momento su hijo sacaría al heterosexual que llevaba dentro. No podía estar más equivocada.

En cualquier caso, después del veredicto que había dictado, Kei ya sabía que no podría rebatirle ni aunque lo intentara. Así que no tuvo otro remedio que aceptar su derrota ante la señora Tsunami y retirarse con la siempre infalible excusa de los deberes. Ya solo quedaba resignarse a la idea de que, quisiera o no, en unas pocas semanas debería decir adiós a esa ciudad y a la esperanza que albergaba entre sus calles de iniciar su primera historia de amor.

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