Fast Food •Capítulo 5•

«No había de mi talla»

 

En muy pocas ocasiones Kei Tsunami recurría a la autocompasión. Era de los que pensaba que lo hecho, hecho está, y que no tenía caso echar la vista atrás y lamentarse. Mejor era mirar al frente, revisar los errores cometidos y subsanarlos si se podía o bien resignarse y seguir adelante.

Esta vez sí se lamentó.

Pronto cumpliría dos semanas como empleado del Mega. En ese tiempo, descubrió que el trabajo allí era imprevisible. Podía pasar horas sin nada que hacer, con el mismo trapo limpio en la mano o barriendo una y otra vez el mismo suelo impoluto y, de repente, tener tanto trabajo acumulado que no lograba hacerle frente.

Los turnos de comidas eran los peores. En ese lapso, sus turnos entre semana habían sido nocturnos, nunca hasta más tarde de las diez, que era la hora a la que se comenzaban a hacer las tareas del cierre; los fines de semana, lo habían puesto a trabajar a mediodía. Sufría horas punta en las que la afluencia de clientes era tal, que sentía ganas de dividirse para poder atender a todas sus obligaciones. Siempre había una mesa sucia, cubos de basura por cambiar, baños que limpiar o comida y papeles que barrer. Y lo peor de todo era que los clientes siempre pedían su asistencia cuando más atareado se encontraba. Parecían esperar a verlo con una escoba en la mano o con una pesada bolsa llena hasta los topes para pedirle que limpiara su mesa, que les llevara la bandeja de comida o cualquier otra estupidez.

En resumidas cuentas: ese trabajo era un fastidio cada vez mayor.

Y si tuviera una buena razón por la cual estar allí, aún lo llevaría bien. Pero su razón se había esfumado sin dejar rastro y no había sabido más de ella en todo el tiempo que llevaba allí como empleado. Preguntó a varios de sus compañeros y nadie conocía a ningún Surette. Al final, tuvo que resignarse a la idea de que ya no trabajaba allí.

Así que ¿qué haría con su vida? Sus padres ya estaban bien establecidos en Osaka; el alquiler de su piso allí, en Tokio, estaba pagado por lo que restaba de mes y, por encima de todo eso, no tenía la más mínima intención de escuchar el «te lo dije» que su madre le espetaría con total seguridad. Odiaba su empleo, pero no podía dejarlo y, para colmo, no entendía ya qué demonios hacía en Tokio a esas alturas.

Por esas cosas, Kei no estaba del todo contento con su vida y su única vía de escape era el arrepentirse de haber tomado una mala decisión que ya no podía remediar. Recurría al «¿y si…?» cada vez que algo malo le pasaba y perdía el tiempo en elucubraciones inútiles acerca de cómo habría sido todo si Surette no hubiese desaparecido o si se hubiera ido con sus padres. Sabía que todo eso no solucionaba sus problemas, pero, al menos, pensar en ello le brindaba un consuelo relativo.

Y al final, como todo lo que le ocurría últimamente, las cosas cambiaron justo en el último momento.

Era viernes. Acababa de disfrutar de sus dos días de descanso semanales, lo cual no le servía de demasiado alivio. Más bien al contrario; no podía evitar contar las horas libres que perdía hasta tener que volver a ponerse ese odioso uniforme que aún le quedaba enorme.

El cansancio hacía mella en él, aunque no era algo físico. Más bien se trataba de un intenso agotamiento mental, un pesado hastío y la sensación de encontrarse perdido en sí mismo. Estaba harto de no hacer otra cosa que limpiar, de que la imagen que le presentaran de un empleo agradable y cómodo de llevar a cabo fuera en realidad una mierda tremenda y de que, cuando solicitaba un nuevo uniforme o algo tan básico como aprender algún puesto nuevo, obtuviera sonrisas forzadas y promesas falsas.

En realidad, no era muy diferente de cualquier otro tipo de trabajo. Él era el recién llegado y nunca se tiene muy en cuenta a los recién llegados, menos aún en una empresa como aquella, en la que cada trabajador formaba parte de un engranaje y ninguno podía dejar de cumplir su función. Él, sin embargo, era la pieza sobrante.

Por eso aquel viernes no tenía muy buena cara. Se lo dijeron nada más llegar; a pesar de todo, Kei siempre mantenía su fachada de chaval feliz y sin problemas, pero esa tarde no tenía ganas de disimular.

—Chico, parece que vengas de un entierro —se burlaba Kaze en el cuarto de empleados.

Kaze era uno de los veteranos. Siempre trabajaba dentro, en la cocina, y mantenía una actitud déspota sobre casi todo el personal. Su ambición era la de ascender a encargado en poco tiempo. Lo que no sabía era que, justo por esa actitud, no pensaban ascenderlo en la vida. Kei, por supuesto, tampoco lo sabía, por lo que, solo por si acaso, siempre prefería no llevarle la contraria. Así que se limitó a encogerse de hombros y meterse en el vestuario para no tener que verle la cara.

No es que se llevara mal con todo el mundo, por supuesto. Había entablado amistad con la chica que entrevistaron el mismo día que a él, Chihiro, por aquello de que eran los dos únicos nuevos. Aunque le tenía un poco de envidia, ya que ella estaba en la caja desde el primer día y el uniforme le quedaba perfecto. La mayoría de los chicos lo trataban con algo de distancia y casi todas las chicas lo trataban como si fuera un crío. Él se dejaba mimar un poco: no había nada de malo en que le preguntaran qué esmalte de uñas usar o en que se dedicaran a hacerle coletitas y otras perrerías en el pelo cuando no estaban trabajando. Eran divertidas, un poco tontas la mayoría, pero se reía mucho con ellas.

Pero claro, en una plantilla de cerca de cuarenta, la diversidad era grande y también había gente desagradable como Kaze o gente que le resultaba indiferente por completo.

Poco después, al comienzo de su turno, el único consuelo que tuvo fue que en solo tres horas volvería a casa. De normal lo ponían a trabajar cuatro o más, así que un turno tan corto fue un alivio dadas las circunstancias y se dispuso a hacerle frente con la mejor filosofía posible. Y ya que era viernes y la afluencia de clientes aumentaba en fin de semana, el tiempo se le pasó bastante rápido.

Ya no le quedaba mucho para terminar. Pasaban unos minutos de las nueve menos cuarto, estaba cansado, tenía calor y solo podía pensar en llegar a casa, darse una ducha, cenar y continuar con su partida de Final Fantasy VII. Además, llevaba un rato sin hacer otra cosa que limpiar una bandeja tras otra, apiladas en la repisa de la planta baja junto a la entrada del restaurante. Centrado como estaba en mantener su cara de naranjas agrias, no llegó a darse cuenta de que, desde hacía un buen rato, tenía un testigo.

No fue hasta que el trapo se le quedó seco y movió la cabeza para coger el recipiente del limpiador, que lo vio allí plantado y sorprendido.

Era él. Surette. Y lo miraba como si tuviera un fantasma delante.

Tanto le sorprendió a Kei su presencia allí que se quedó clavado y sin saber qué decir o qué hacer. El tiempo se detuvo y, por un instante, los dos se miraron sin decir nada. Kei tenía las cejas alzadas y aún sostenía una bandeja y el trapo entre las manos. Surette, por el contrario, fruncía el ceño y alzaba a duras penas el labio superior en un costado, en una expresión de desconcierto creciente. Y según fue pasando el tiempo, el corazón de Kei empezó a latir más y más rápido al darse cuenta de que no apartaba la vista.

Ahí estaban, en una especie de reconocimiento silencioso que fue lo suficientemente largo como para que Kei estudiara bien todas las facciones que tan bien conocía y las que no, ahora que no llevaba la gorra puesta.

Y cuando Kei ya empezaba a plantearse en serio la posibilidad de lanzarse a sus brazos y darle un beso en plan romántico-peliculero, al fin se rompió el silencio y, con ello, se le enfrió hasta el alma.

—¿No te queda un poco grande el uniforme?

—No había de mi talla.

Kei lo siguió con la mirada cuando, tras encogerse de hombros, pasó por su lado y se adentró hasta detrás del mostrador, y solo cuando ya lo había perdido de vista, se dio cuenta de lo que acababa de pasar ahí.

Las primeras palabras que le había dicho no como cliente, sino como un compañero de trabajo, fueron «no había de mi talla». Eso, después de dejarse ver con cara de amargado y esa ropa que lo hacía parecer un payaso.

—Genial, esto es genial.

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