En la sangre •Capítulo 3•

Lo que se esconde bajo la piel

 

Negar que estaba aterrado era ridículo.

Podía intentar que los nervios no hicieran mella en él, podía fingir indiferencia, incluso podía fingir cierta desidia, pero no, no podía negar que estaba aterrado, y su mayor proeza era la de no salir corriendo. Y probablemente lo habría hecho si no tuviera un aro en el cuello que le auguraba un destino funesto si lo intentaba.

Contempló al tipo que había pagado una cifra astronómica para tener el cuestionable privilegio de ser su primer amante. Las palabras de Dafnis resonaban en sus oídos y, aunque le pesara, una parte de él se excitaba ante la idea de recrear las sensaciones descritas por el joven. Se atrevió a pensar que podía considerarse afortunado.

El fornice era una habitación grande. Tupidos cortinajes cubrían las ventanas de una pared, el resto de la estancia estaba decorada con minuciosos murales, escenas sacadas de las leyendas que hablaban de dioses y amantes: Zeus y Europa, Apolo y Dafne, Céfiro y Jacinto. Incómodo, desvió la mirada de esta última imagen.

Una cama enorme, con muchos almohadones, ocupaba el centro de la estancia; apenas había otros muebles. En un lateral, un banco de mármol con las patas decoradas salía de la pared. En él su pretendiente había dejado la capa de armiño, encima de un par de cojines cilíndricos. Una pequeña mesa redonda estaba al lado del lecho, encima de ella había una jarra de vino, dos vasos y un plato de dátiles, tal y como había ordenado Pulvio. También había una botella más pequeña con forma de lágrima, en su interior se adivinaba un contenido dorado: aceite de almendras.

Eso no era para comer.

Al contrario que las piscinas de la zona de baños, los fornici sí tenían puertas. O al menos las tenía la estancia que ocupaban en ese momento, ya que dos robustas láminas de madera se cerraron a su espalda recordándole que no tenía escapatoria.

—¿Quieres vino? —preguntó su cliente con tono amable. Su voz era suave y tenía el acento forzado de quien no está acostumbrado a hablar el idioma común. Akron asintió con la cabeza y tomó el vaso que le tendía.

Dio cuenta de su contenido sin pararse a respirar. «Bebe vino, relájate», le había aconsejado Dafnis, y él pensaba hacer caso de su consejo. Se preguntó cuántos vasos de vino serían necesarios para que empezara a relajarse y si su cliente tendría la paciencia necesaria para dejar que el alcohol hiciera mella en él.

Al verle apurar el vaso, el bárbaro se rio y le sirvió otro más.

Akron contempló el contenido carmesí del nuevo vaso. Se sorprendió al descubrir que no le molestaba la risa del extraño. En esos últimos días había podido acaparar burlas y chanzas a su costa y, a su pesar, se estaba acostumbrando al sonido de la risa hiriente. Pero ese no era el caso.

El galo dejó el chaleco sobre el banco de mármol y se estiró en la cama sin quitarse el calzado. Akron apenas se había movido desde que llegara a la habitación y seguía allí, de pie, con la puerta a su espalda y el lecho delante.

—Pulvio decía la verdad —comentó su curioso pretendiente—. ¿En verdad no te ha tocado nadie? ¿Ni hombre ni mujer? Puedes decírmelo, no voy a devolverte por ello.

—Algo positivo de esta noche es que nadie volverá a hacerme esa pregunta nunca más —gruñó. Entonces, un segundo demasiado tarde, fue consciente de sus palabras y del tono que había empleado—. ¡Mil disculpas! —dijo, y se apresuró a agachar la cabeza—. Los nervios me traicionan.

El bárbaro se rio de nuevo, y, de nuevo, su risa tenía algo reconfortante. Akron esbozó una sonrisa tímida que se desvaneció al instante.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Jacinto —dijo, siguiendo las órdenes de su domine.

El extraño chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—¿De verdad?

Akron negó también. ¿Podía decirle su nombre? Ese personaje tenía algo que no alcanzaba a comprender, algo que lo impelía a decir la verdad. Pero aun así se contuvo.

—Mi madre me llamaba Akron, ahora me llaman así —dijo—, cuando no soy Jacinto.

—¿Akron? —repitió con curiosidad—. No es un nombre romano, ¿de dónde es?

—De Illyria. Ella era de allí.

—No tengo ni la menor idea de dónde está Illyria —confesó divertido.

—Hacia el este, más allá de Roma. ¿Puedo preguntarte cuál es tu nombre? No pretendo molestar —dijo, y se apresuró a bajar la cabeza. No tenía intención de ser tan irrespetuoso, pero era difícil conversar con una persona de la que no sabía nada. Dafnis se había referido a él como «uno de los hermanos», pero eso no ayudaba mucho, y no había podido entender nombre alguno en la escueta conversación que había mantenido con su leno—. No necesito saberlo.

—Puedes llamarme Seth —dijo.

—Pero no es tu nombre, ¿verdad?

Seth se rio y sus carcajadas resonaron en la habitación. De nuevo la sonrisa asomó en los labios de Akron y de nuevo se ocupó de hacerla desaparecer.

—No, no lo es, pero es como me llaman. Yo no sabré tu nombre y tú no sabrás el mío. Así que estamos en paz. ¿Piensas quedarte ahí toda la noche? —preguntó. Seth se incorporó y se sentó en el lateral de la cama. Golpeó el colchón a su lado invitándolo a sentarse.

Los nervios se acentuaron con la proximidad. Avanzó despacio y se sentó al lado del bárbaro. Este cogió un dátil de la fuente, se lo acercó y lo apoyó en los labios de Akron.

—Come —dijo con un tono amable que no aceptaba réplica.

Su atención parecía fija en el fruto y en los labios del joven. Akron, sin embargo, no podía apartar la mirada de sus ojos, del verde más profundo que había visto jamás, limpios, como esmeraldas, había algo en ellos que no parecía real. Abrió la boca lentamente y mordió la fruta. Al hacerlo, rozó los dedos que se la ofrecían. Estaba dulce.

—¿Más vino? —ofreció. Akron asintió sin decir nada y su vaso no tardó en estar rebosante.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Akron, frunciendo el ceño. No dejaba de preguntárselo desde su conversación con Dafnis. ¿Por qué?

—¿Por qué hago el qué? —preguntó Seth con inocencia, como si no tuviera idea de a qué se refería.

—Seducirme. —Se sentía tonto al exponer sus pensamientos en voz alta.

—¿Tiene algo de malo? —Parecía sorprendido.

—No, pero… Sí —murmuró—. Sí, no es necesario. ¿Por qué no te limitas a coger lo que has comprado? No… —Akron se sentía muy confuso. Negó con la cabeza— no tiene sentido.

Esta vez no hubo risas y la expresión de su cliente se ensombreció. Akron contuvo la respiración, otra vez había hablado demasiado.

—¿Te molesta que te traten bien? —El tono de Seth seguía siendo amable, pero tenía una seriedad que no había mostrado hasta ese momento. Akron no supo qué contestar. ¿Le molestaba?—. ¿Preferirías que fuera como dices, que me limitara a usarte y pagar?

—Sería lo más fácil —admitió.

—Pero a mí me gusta ser deseado. Y, como tú has dicho, son mis preferencias, es lo que yo quiero. No quiero tu indiferencia, ni tu odio y, por supuesto, no quiero tu miedo. Quiero que me desees.

—¿Quieres que finja?

Seth negó con la cabeza.

—No sirve de nada que finjas, y ni siquiera lo intentes, me daría cuenta. —Cogió otro dátil y se lo acercó como el primero. Akron mordió la fruta cuando rozó sus labios; como la otra vez, los dedos de Seth lo rozaron antes de retirarse—. ¿Por qué te molesta tanto?

Akron agachó la cabeza y desvió la mirada. Seth le cogió la barbilla y, con delicada firmeza, lo obligó a alzar la mirada de nuevo.

—No, no te escondas. Me gustan tus ojos y tu forma de mirar —dijo una voz suave y grave. Un escalofrío recorrió su piel y le puso el vello de punta—. Los otros chicos no miran así —comentó sorprendido—. No eres como ellos.

Akron no respondió. No podía hacerlo sin hablar demasiado. Por suerte, Seth no parecía necesitar una respuesta. Sin soltar su mentón, se acercó, centímetro a centímetro, reduciendo la distancia en cada respiración. Con exasperante lentitud, recorrió con la mirada cada detalle de su rostro. Pasó varias veces por sus ojos, pero acabó en sus labios, justo en el momento en que los suyos lo rozaban.

Y lo besó.

Los labios de Seth eran suaves como el terciopelo. Akron se olvidó de respirar. Primero fue superficial, casi casto. Pero no tardó en sentir la caricia húmeda de una lengua que buscaba abrirse camino. La dejó. Entreabrió los labios y permitió que la escurridiza presencia se internara en su boca, buscara a su compañera y entablara con ella un baile incitante que la invitaba a moverse, a explorar, a jugar a su vez.

Desde que había llegado a la casa de baños lo habían besado varias veces. Mael había sido el primero; sin embargo, sus besos se habían quedado en la superficie, mordiendo los labios, y eran húmedos, casi demasiado para sentirse cómodo. Pero suponía que su intención no era que él se sintiera cómodo, sino que el cliente estuviera satisfecho. Cuando lo había besado Livio, en cambio, había sentido su invasión, su deseo de poseerlo, un simple sustitutivo del sexo.

Un beso suave y profundo, como el que estaba recibiendo ahora, no era lujuria, no era posesión, era algo tierno, demasiado íntimo para ser compartido por extraños.

«Pero es lo que somos; extraños».

Sin embargo, Seth se ocupaba de que lo dudara. Era dulce, era gentil, era… romántico. «¡Ridículo es lo que es!», se increpó mentalmente, aunque no hizo nada por apartarse, y no pensó en seguir discutiendo porque eso sí que no tenía sentido. Seth se lo había dejado muy claro, quería su deseo y haría lo que fuera necesario para conseguirlo. Sería tierno, sería el amante perfecto, todo lo que él habría soñado.

Y pagaría las monedas y desaparecería antes de que saliera el sol.

Una ilusión es lo que era. Una maldita ilusión que podía valer para los otros, pero a él le enfurecía.

Y, sin embargo, cuando sus labios se alejaron, él los siguió prolongando ese beso.

—Échate —le ordenó con un ronroneo, cediéndole el sitio en el cabecero de la cama. Akron obedeció en silencio, sin dejar de mirarlo ni un solo momento. Seth parecía encontrar fascinantes sus ojos porque tampoco dejaba de mirarlos y solo desviaba la mirada a sus labios cuando se disponía a besarlos.

Los almohadones lo recibieron con un abrazo y Akron no pudo reprimir una exclamación de placer al notar la suave caricia de una cama auténtica. ¿Cuánto hacía que no dormía en una? ¿Cuánto hacía que no dormía de verdad? Apartó de su mente esos pensamientos, ahora no podía pensar en ello. No debía hacerlo.

«Todo quedará atrás con ese nombre y el collar».

Eso era lo que de verdad importaba. Todo quedaría atrás.

Las palabras de su hermano fueron el detonante que su cuerpo necesitaba para reaccionar ante los estímulos de Seth. Si Seth quería su deseo se lo daría, era fácil, era demasiado fácil.

—¿Has dejado de resistirte? —susurró a su oído. Aprovechó la ocasión para mordisquear el lóbulo de su oreja y despertar al reguero de hormigas que corría bajo su piel.

—Cállate —ordenó él. Le obligó a girar el rostro y ahogó cualquier réplica con un nuevo beso—. Calla —jadeó contra su boca.

Seth parecía sorprendido y divertido al mismo tiempo.

—Sí, domine —se burló sin saber el dolor que causaban sus palabras. Pero Akron no se dejó hundir por un chiste. Sabía que estaba perdiendo su lugar, que debía ser dócil y comportarse como un buen esclavo, aunque no quería, no quería hacerlo y sabía que a Seth no le importaba. Se lo había demostrado desde que se cerró la puerta a su espalda. Antes incluso, cuando lo había mirado a los ojos y, lejos de reprenderlo, le había sonreído.

Sin abandonar una sonrisa burlona, Seth cubrió de besos la línea de su esternón. Akron arqueó la espalda al notar la cálida lengua del bárbaro trazar el descenso por su vientre mientras unas manos diestras deshacían las correas de su subligatum[1] y apartaban las telas de la prenda con un par de gestos.

El joven jadeó, avergonzado, al verse desnudo y completamente expuesto. Pero Seth parecía satisfecho, y trazó toda su longitud dibujando la silueta con la lengua. Akron se cubrió el rostro con las manos y reprimió un gemido al percibir la cálida humedad bañando su miembro y el frío que estremeció su cuerpo cuando su amante se apartó.

Seth no tardó más de unos segundos en librarse de la ropa, que dejó caer al suelo sin darle más importancia. Ahora estaban los dos desnudos.

Akron desvió la mirada. Había visto muchos hombres desnudos desde su llegada, pero ninguna de aquellas veces había estado tan turbado. ¿Por qué enrojecía como una doncella?

Seth se recostó a su lado y le apartó el cabello de la frente. Akron tembló como una hoja de papel.

—Te has ruborizado —observó el bárbaro, con un mohín burlón.

—Es… es el vino —se excusó el joven. Después de todo, podría ser. Había perdido la cuenta de los vasos que llevaba, pero debían ser bastantes, solo así se explicaría la enajenación que sufría en ese momento y ese estúpido nerviosismo.

—Seguro —susurró su extraño pretendiente besándolo de nuevo.

Seth se colocó encima de él, apoyándose con los codos. Akron aguantó la respiración al sentir la dura presencia rozando su entrepierna, poniendo a prueba su propia dureza. Cerró los ojos y se concentró en recuperar la respiración, que se había convertido en algo superficial que a duras penas llevaba aire a sus pulmones. Seth se movía, movía las caderas arrastrando su vientre, forzando el roce, incentivando el contacto. Un contacto suave y enérgico al mismo tiempo, podía notar los latidos de su miembro al crecer acompasando los suyos propios. Y esos sonidos resonaban en sus oídos, llenando de tambores la quietud de la noche.

—Si tuviera tiempo —le susurró sin dejar de moverse—, te dedicaría mil atenciones. Te enseñaría mil formas de tocar el cielo. Y llegaría el día en el que tú me suplicarías que te follara. Por desgracia, no tenemos ese tiempo, ¿verdad?

Akron negó con la cabeza, aunque no prestaba demasiada atención a sus palabras. Sus sentidos volvían una vez y otra a lo que estaba sucediendo en su bajo vientre. Casi sin darse cuenta, había unido sus caderas al movimiento y ahora era un baile de dos.

Akron frunció el ceño y no se molestó en disimular un bufido de frustración cuando Seth se apartó de él. El bárbaro se rio divertido y lo besó en los labios.

—Impaciente —le riñó burlón—. No te preocupes, antes de que llegue el alba te habré dado eso que quieres… muchas veces. —Un nuevo beso y se apartó de su lado. Akron se incorporó para ver como el bárbaro rebuscaba entre sus cosas y sacaba una pequeña daga.

«Te hace un corte y lame tu sangre. Solo es un corte superficial. No duele y no deja señal. Desaparece en un par de días». Las palabras de Dafnis volvieron a su mente al ver el filo del acero.

—No te asustes —le explicó—. No te haré daño. Solo es…

—Un pequeño corte, lo sé —dijo Akron—. Me lo explicó Dafnis.

—Dafnis habla demasiado.

—Me lo dijo porque sabía que acabaría aquí, si no era esta noche, sería otra, pero acabaría aquí. ¿Verdad? —dijo, defendiendo a su amigo de su propio desliz. El muchacho le había advertido que no debían hablar de ello—. Solo pretendía tranquilizarme.

—¿Y ha funcionado? —preguntó acercándose a él—. ¿No tienes miedo?

Había algo felino en su forma de moverse, en su forma de hablar, como un cazador al acecho. Pero Akron no se amilanó; negó con la cabeza, pero no desvió la mirada. No tenía miedo.

—¿Por qué lo haces? —preguntó sin molestarse en disimular su curiosidad.

Seth se rio de nuevo.

—¿Sabes? En todo este tiempo eres el primero que me lo pregunta —comentó—. Podríamos decir que es algo… espiritual. Sangre y deseo son los ingredientes de los que nace la vida.

—Entonces… ¿es algo religioso? —preguntó de nuevo sin comprender—. ¿Una especie de ofrenda ritual de tu pueblo?

—No y sí —suspiró—. No puedo explicarte más.

Con una mano lo obligó a recostarse de nuevo. Akron se echó sin ofrecer resistencia. Seth dibujó con su daga una serie de símbolos, casi caricias. El filo arañaba la superficie de la piel rozándola apenas, como una pluma de metal. Los labios del bárbaro se movían entonando una silenciosa letanía mientras sus ojos seguían el recorrido del acero. En el último trazo, encima de su pezón izquierdo, la presión se incrementó un poco, lo justo para rasgar la superficie y permitir que afloraran unas gotas de líquido carmesí.

Akron dio un respingo involuntario cuando sucedió, aunque en verdad no le había hecho daño. Las gotas resbalaron por su pecho desde la delgada hendidura y Seth las atrapó con su lengua, limpiando todo rastro, y prosiguió el recorrido de la cicatriz con su boca. Sentía que su piel ardía al contacto de la saliva del galo de una forma que no podía entender. Había algo más, algo que lo incendiaba por dentro como ninguna caricia había hecho. Contuvo la respiración mientras sentía que su cordura desaparecía por momentos arrastrada por un cúmulo de sensaciones y los hilos de telaraña de la mirada del bárbaro. Una mirada que no se había apartado de la suya en ningún momento.

La visión de esos labios recorriendo su cuerpo, saboreándolo, despertaban cosas en él que no había creído posibles. Se sorprendió al descubrir que lo deseaba. En verdad deseaba que pasara.

Y no le importó.

No quería apartar la mirada, no podía hacerlo, esos ojos verdes lo tenían completamente atrapado. Ni siquiera podía parpadear. Quizá por eso pudo ver el instante exacto en el que sucedió, el instante en el que todo cambió.

Los ojos de Seth ya no brillaban verdes; ahora eran rojos.

 

 

Akron retrocedió asustado y se golpeó contra el cabezal de la cama. Seth se levantó con una expresión extraña en su rostro, apenas podía reconocer en él a la persona que tenía delante hace un momento.

Algo no iba bien.

—Tu sangre… —balbuceó el bárbaro. Se llevó un dedo a los labios, todavía manchados por el líquido carmesí. Se contempló los dedos, parecía tan sorprendido como él—. ¿Qué eres? —inquirió.

Akron negó con la cabeza, no sabía a qué se refería.

—Tu sangre es diferente —exclamó.

Akron quiso escapar. Se escurrió por el lateral, pero Seth lo sujetó del brazo y, con una fuerza que parecía imposible, lo lanzó de nuevo al lecho.

—¡Suéltame! —pidió el joven e hizo todo lo que pudo para liberarse de la presa, pero unos dedos, que parecían garras de acero, se habían afianzado a su antebrazo.

—Tu sangre es diferente a la de los otros, nunca hasta ahora había probado nada igual —murmuró. Parecía poseído por una fuerza extraña, ya no le cabía la menor duda de que lo que tenía frente a él ya no era el mismo Seth. El desconocido cogió la daga de nuevo, pero esta vez no se limitó a hacer un corte superficial, en esta ocasión cogió su muñeca e hizo un tajo profundo.

Akron aulló de dolor cuando la sangre empezó a manar a borbotones, pero ni una gota cayó en el suelo. Seth borró con la lengua el sendero que se escurría hacia su codo y acopló los labios a la herida abierta. Y tragó, y tragó con un ansia voraz.

«¡No! ¡Es demasiada!», quiso protestar, pero fue incapaz de decir nada con sentido al ver la transformación que estaba sufriendo su amante.

Su melena, que había sido oscura como el azabache, se tornaba del color de las llamas. Sus ojos acentuaban el tono rojizo. Las manos que atrapaban su brazo se habían transformado en garras de largas uñas de color negro. Y de su frente… de su frente habían salido dos cuernos que se dirigían hacia atrás y se enroscaban sobre sí mismos en una espiral.

«¡Es la sangre! —pensó Akron, dudando que Dafnis se hubiera olvidado de revelarle algo así—. ¡Es por mi sangre!».

Pero no era lo único que había cambiado en él. Toda la mitad inferior de su cuerpo estaba cubierta de un pelo negro y tupido como el de un animal y sus pies terminaban en pezuñas.

—¿P-pan? —balbuceó. La semejanza con el dios griego resultaba evidente.

Seth lo ignoró; siguió a lo suyo, solo que lo suyo era la vida de Akron. El joven empezaba a encontrarse mareado, las fuerzas le fallaban.

—Basta —murmuró. Pero si Seth lo escuchó lo ignoró de nuevo. Golpeó con todas sus fuerzas el rostro del dios. En esa ocasión recibió un gruñido y la mirada colérica de unos ojos ciegos.

—Necesito tu sangre —gruñó con ira contenida—. He esperado algo así durante años. No puedo dejarlo escapar ahora. Es todo lo que necesito.

—Pero… me matarás —balbuceó.

Era una petición absurda. Qué importaba la vida de un esclavo. Su domine le haría pagar el precio, puede que tuviera alguna consecuencia menor, pero a nadie le importaría realmente.

—Lo siento —le pareció distinguir que decía en un tono tan bajo que no fue capaz de discernir si había sido fruto de su imaginación.

«¡Aguanta!». La voz de su hermano acudió desde sus recuerdos. Aguantar, sí, pero cómo.

«Sangre y deseo son los ingredientes de los que nace la vida», había dicho el bárbaro justo antes de comenzar con la locura. «Tu sangre es todo lo que necesito», acababa de decir.

Y si…

Una idea se formó en su mente, una idea absurda, ridícula, temeraria, una idea que podría terminar con la peor de las muertes.

«No sirve de nada que finjas, ni siquiera lo intentes, me daría cuenta».

Así que decidió no fingir. Intentó rescatar todas las sensaciones: el regusto especiado y dulce de sus besos, la suavidad de sus labios de terciopelo, la áspera rudeza de su barba contra la piel. Recordó sus promesas.

«Si tuviera tiempo, te enseñaría mil formas de tocar el cielo».

Recordó las estudiadas miradas de Mael y las hizo suyas en el momento en que sujetó el rostro que se aplicaba contra su muñeca. Se perdió en esos ojos del color de las brasas, hipnóticos como llamas danzarinas. Akron temblaba cuando besó esos labios y saboreó su propia sangre.

Seth quiso retroceder, sorprendido, pero Akron no lo dejó. Lo besó de nuevo, pero no con la suavidad comedida que había empleado hasta ese momento. Recordó los besos de Mael, buscando, mordiendo. Recordó los movimientos sinuosos de su cuerpo y los imitó.

«¡Aprende!», le había dicho, y vaya si lo había hecho.

—¿Qué haces? —gruñó el extraño ser, e intentó apartarlo. Pero Akron sabía que no iba en serio, había sentido su fuerza y si en ese momento no la usaba era porque no quería apartarlo, solo quería asegurarse de sus intenciones.

—¿Qué crees que hago? —preguntó juguetón, y buscó su boca de nuevo.

El ser que había sido Seth se rio a carcajadas. Otra diferencia más entre ellos; donde antes había una risa tranquilizadora, ahora había una risa hiriente como la que más. Pero Akron no se dejó amedrentar.

—Fóllame —le pidió con un jadeo quedo.

Más risas hirientes.

—¡Mira a la mosquita muerta! —se burló—. Antes no eras así.

—No creo que tú seas el más apropiado para recriminarme eso —respondió con desdén—. Me dijiste que te suplicaría que me follaras. Lo estoy haciendo. ¿Piensas ignorarme?

—No sabes lo que me estás pidiendo, crío.

—Dijiste que necesitabas sangre y deseo. Sigue bebiendo y solo encontrarás deseo si te gusta follarte a un cadáver.

—No he visto a muchos esclavos emplear un tonito como el tuyo —rio—. Bien, es algo que odio en vosotros, siempre tan… complacientes. Sangre diluida. Tú no.

Akron tragó saliva, estaba aterrado, el corazón iba a partir su pecho en cualquier momento y tenía que concentrarse por escuchar algo más que sus latidos.

—Hablas demasiado —jadeó.

—Sí, lo hago, ¿verdad? —Más risas que se ahogaron contra sus labios. Introdujo la lengua tan adentro que apenas pudo respirar—. Sabes bien —murmuró cuando se separó—. Todo tú sabes bien. Me muero por entrar dentro de ti. Llevo pensando en ello desde que nuestras miradas se cruzaron en el atrio. Tus ojos, tus labios, tu cuerpo…, quiero escuchar el sonido de tu voz mientras me corro dentro de ti. Aunque antes habría buscado tus gemidos, ahora me tendré que conformar con tus gritos.

—¡No! —exclamó Akron cuando Seth lo giró para ponerlo de espaldas a él. Su rostro golpeó el colchón—. ¡Espera! ¡Podemos hacerlo bien! Allí hay aceites y…

—No tengo ganas de esperar —siseó contra su oreja—. ¿Cómo era? Me limitaré a coger lo que he comprado. Tranquilo, chico, relájate y cuenta hasta diez.

 

 

Una gran noche, sí señor, y dos damas satisfechas. Cuando Oz salió del fornice apenas quedaban invitados. Los restos de la fiesta estaban siendo recogidos por los esclavos del servicio. Miró a su alrededor, pero no vio rastro de su hermano. Oz sonrió, cogió un puñado de uvas y se sentó en uno de los triclinios que estaban algo alejados.

—Maese —lo llamó una voz ansiosa.

—Maese Pulvio. —Oz no se molestó en levantarse. Rebuscó en su cinturón y sacó una bolsita con monedas. La arrojó al pecho del leno—. El precio pactado. Confío en que lo encontrará todo en orden.

El romano abrió la bolsa y la volvió a cerrar. Se veía a leguas que quería pedirle algo, pero parecía tener ciertos reparos al hacerlo.

—¿Sucede algo?

—Vuestro hermano me ha prometido treinta denarios por mi chico —respondió Pulvio sin rodeos.

—¡Treinta denarios! —Oz se sorprendió al escuchar la cifra y se incorporó del asiento. «Joder, hermanito, espero que el polvo haya valido la pena porque te voy a matar».

—Yo no pretendo meterle prisa —se disculpó—, pero ha sido una noche muy larga y me gustaría recibir el dinero antes de irme a dormir. Si pudiera hacer que saliera un momento, por favor, después puede quedarse con el chico hasta el mediodía, si así lo desea.

—Sí, no se preocupe —asintió Oz rugiendo para sus adentros—. Hablaré con mi hermano.

Esperó a que el leno se hubiera alejado antes de dirigirse al fornice principal.

—¡Seth! ¡Abre! —dijo golpeando la puerta con los nudillos—. Sé que estás ahí.

—Entra.

Oz frunció el ceño, era la voz de su hermano, no le cabía duda, pero había algo en ella que no podía identificar… o no quería hacerlo.

—¿Seth? —Abrió la puerta con cuidado y asomó la cabeza. Casi todas las luces de la estancia estaban apagadas y solo permanecía encendida una pequeña lámpara de aceite cerca del cabecero de la cama. Había alguien en ella, pero los reflejos dorados de aquella cabeza semioculta por las sábanas le indicaban que no era él el durmiente—. ¿Seth? —llamó de nuevo. Cerró la puerta a su espalda y avanzó con pasos vacilantes y los nervios a flor de piel.

Se acercó al durmiente; no lo reconoció, pero debía de ser uno de los muchachos de Pulvio. Lo cogió por el hombro y lo sacudió sin violencia.

—Chico, despierta —dijo, pero no obtuvo reacción—. Chico, despierta —insistió, acentuando las sacudidas. Pero tampoco hubo una respuesta. Oz frunció el ceño y giró con cuidado la cabeza del joven. Su piel era blanca como el arroz, hasta sus labios parecían los de una estatua de mármol

—Déjalo dormir —dijo la voz de su hermano desde un rincón de la habitación, cubierto de sombras. Permanecía oculto y Oz ya se imaginaba el motivo. Apretó las mandíbulas, sentía la ira crecer en su interior.

—Maldito irresponsable… —masculló masticando cada palabra—. ¡No está dormido! Sería un milagro si todavía respirase.

—Respira —replicó con seguridad.

Los ojos se iban acostumbrando poco a poco a la penumbra, lo justo para distinguir la silueta de su hermano cómodamente sentado en el banco de la pared con los pies en alto. Oz negó con la cabeza y se arrodilló al lado del muchacho. Colocó la muñeca junto a sus labios y no la retiró hasta que se aseguró de que el joven emitía un débil aliento.

—Respira —se vio obligado a admitir—. ¿Qué ha pasado, Seth? ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has podido recuperar tu forma?

Era inútil negarlo, ese ser que tenía delante era su hermano, sí, pero uno que hacía siglos que no veía. El ser se encogió de hombros y, con pereza, se levantó y se acercó a la luz. Los cuernos, los ojos, hasta las pezuñas, todo era dolorosamente familiar, un recuerdo de algo que habían creído que no era posible recuperar.

—¿Cómo ha sucedido? —repitió.

—El chico —dijo Seth señalando al muchacho dormido—. Está en su sangre. No sé qué es, pero… es… es mucho. ¡Tienes que probarla, Oz! No se parece a ninguna que hayas probado antes. Lo notas. Algo antiguo chisporrotea en ella. Es como… —A Seth le faltaban las palabras—. ¡Chispas! Y cuando empiezas no puedes parar. Te arde por dentro, te… transforma. ¡Mírame! He vuelto a ser yo.

—No tienes tus alas —observó Oz, pero no pudo evitar que la envidia tiñera sus palabras. ¿Qué eran unas alas a cambio de volver a ser? Tomó aire y lo expulsó lentamente, necesitaba centrarse y no dejarse arrastrar por el maremágnum que estaba provocando su hermano—. ¿No pudiste parar? ¿Eso fue lo que le pasó a él?

—Está vivo, ¿no? —replicó—. Es evidente que paré.

—Ya… —Oz tragó saliva—. ¿Por qué no has recuperado la piel?

—Me gusta estar así —afirmó el ser—. Hace mucho tiempo que no puedo pasearme en esta forma, resulta refrescante.

—Y absurdo. ¿Sabes por qué creo que sigues en esa forma?

—Ilumíname —gruñó con desdén.

—Sigues en esa forma porque sabes que, en cuanto recuperes la piel, volverás a sentir como un humano y no quieres sentir porque sabes que sufrirás.

Su hermano gruñó y negó con la cabeza.

—No sabes lo que dices. ¿Cuánto tiempo llevamos atrapados? He perdido la cuenta de los años, robando tragos de sangre y orgasmos desesperados, y todo para qué. Para mantener viva la puta piel, la maldita ilusión. Ese chico es la primera cosa que encontramos que nos acerca un poquito a casa. ¡Su sangre tiene poder, Oz! ¡Poder de verdad!

—¡Y tú casi lo matas! —lo interrumpió Oz—. Sí, es una pista y, sí, podría ser lo que llevamos buscando tanto tiempo. Y eso significa que debemos ser cautos. Ha visto demasiado.

—¿Quién lo creerá? —rio—. No sería inteligente por su parte decir nada, y el chico no es tonto. Sabe que no es más que un esclavo que ha bebido demasiado vino y que ha sufrido un encuentro… no del todo agradable.

Oz palideció al escuchar sus palabras. Negó con la cabeza y tragó saliva. Ya se imaginaba lo que había sucedido, pero, aun así, levantó las sábanas y las echó a los pies de la cama. El lecho estaba bañado en sangre. Un rastro carmesí, todavía fresco, se deslizaba por las piernas del muchacho.

—¡Mierda, Seth! —murmuró cubriéndose el rostro con las manos. Vio otro detalle que todavía lo preocupó más, el chico llevaba un vendaje en la muñeca. Un vendaje cuidadoso hecho con el pañuelo de su hermano—. Tienes que ponerte la piel, Seth.

—¿Por qué? No hay prisa, déjame un rato más. No pongas esa cara —le advirtió—, el chico se me ofreció. Inteligente por su parte, supongo.

—¿Inteligente? —Oz no comprendía. No sabía lo que había pasado en esa habitación y no quería saberlo. Quizá fuera porque él llevaba puesta la piel, y lo que eso implicaba: vivir como un humano, sentir como un humano, morir como un humano. Era una condena lenta que habían conseguido suavizar con el paso de los años. Después de todo, no dejaba de ser un disfraz sujeto a las reglas de la magia.

Quizá era porque él sí llevaba puesta la piel y Seth no, pero… no podía ser permanente.

—Seth, tienes que ponerte la piel, de verdad. Estás malgastando la magia así.

—Eres un aguafiestas, hermano.

—Es mi deber, por eso soy el mayor.

Poco a poco, como a cámara lenta, los cuernos se encogieron hasta desaparecer, las facciones de su rostro se suavizaron y sus ojos recuperaron el color verde. Después, como quien se pone una túnica, el resto del cuerpo también fue volviendo a la normalidad. Aunque eso de normalidad no era más que un decir, ya que, después de todo, era el disfraz lo que no era normal.

Volvía a ser el mismo Seth que había entrado en la habitación, aunque parecía diez años más joven. Las arrugas de sus ojos habían desaparecido y no quedaba ni rastro de las canas que salpicaban su cabello. En ese momento, cualquiera podría echarle menos de treinta años.

La pizca de envidia que sintió Oz al ver a su hermano rejuvenecido, se desvaneció por completo al ver su rostro desfigurado por una mueca de dolor.

—No, no, no, no —murmuró y, con dos largos pasos, se acercó al muchacho que permanecía inconsciente—. Akron… Akron, abre los ojos, por favor.

Pero el chico no reaccionó.

Su hermano ahogó un lamento. Oz no podía ver su rostro, pero podía imaginarse lo que estaba pasando. Le dejó un momento. Esperó hasta que su respiración pareció normalizarse.

—¿Cuándo sucedió esto? —preguntó con voz vacilante—. ¿Cuándo nos convertimos en monstruos? No recuerdo que fuéramos tan crueles.

—No lo sé. —También él se lo había planteado—. Quizá es porque hemos estado demasiado tiempo atrapados. Viste la posibilidad de escapar y saliste hacia delante sin importar lo que dejabas detrás.

—Si tú lo dices… —Seth no parecía convencido.

—¿Qué pasó? —preguntó con suavidad.

—No… no lo sé. —Su voz aún temblaba—. Todo iba bien. Como siempre. Puede que… incluso mejor. Le hice el corte, como siempre, y saboreé unas gotas, como siempre. Y tenía que haber sido suficiente pero no lo fue. No podía parar, Oz. Nunca me había pasado nada así. Y cuando quise darme cuenta ya no importaba nada, ya no importaba Akron, solo importaba su sangre.

Oz asintió, era más o menos lo mismo que le había dicho antes.

—¿Y qué sabes del chico? —le preguntó.

—Nada —murmuró—. Salvo que su madre era de un sitio llamado Illyria y que Akron no es su nombre real. Y que… nunca antes había estado con nadie. ¿Crees que es por eso? —inquirió—. ¿Sangre de virgen?

—No —negó Oz—. O por lo menos a mí no me ha pasado con ninguna. Mejor que no sea eso, ¿no? Porque no tendría mucha solución.

Los puños de Seth se crisparon alrededor de las sábanas. Cada uno de los músculos de su cuerpo estaba en tensión. Su hermano sufría, eso era evidente.

—Me gustaba, ¿sabes? —Su voz apenas era un murmullo—. Quería hacerlo bien. Siempre quiero hacerlo bien, pero esta vez quería que fuera mejor que nunca. Es… distinto. No sé qué es. Quizá es lo mismo que hace que su sangre sea diferente.

—Entonces deberás averiguarlo. —Por primera vez Seth se giró para mirarlo. Sus ojos brillaban con el resplandor de la llama—. Lo dijiste antes, hermano. Ese chico, Akron, es lo primero que encontramos que nos puede dar el poder necesario para llegar a casa. Tantos años aquí y por fin tenemos algo.

Seth negó con la cabeza.

—No puedes pedirme eso, después de lo que le he hecho no podré acercarme a él.

—A Pulvio le importan las monedas, no sus chicos. Págale lo suficiente y te lo servirá en bandeja. Haz lo que mejor sabes hacer: conquístalo, sedúcelo, haz que te abra su corazón y que te lo cuente todo. Averigua lo que esconde y lo que lo hace especial.

—¿Y si no quiero? —replicó Seth.

Oz esbozó una mueca torcida. Se acercó a Akron y levantó el brazo que llevaba el vendaje improvisado.

—Incluso en tu forma original, sin capacidad para sentir como los mortales, te preocupaste por él y vendaste sus heridas. Si te pido que lo veas de nuevo, ¿vas a decirme que no quieres?

No, Seth no se lo dijo.

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