Ocho mil kilómetros •Capítulo 5•

5
Confesiones con cuarenta de fiebre

 

Observó la diminuta pantalla que acababa de encenderse con la cifra que correspondía a su temperatura corporal. Marcaba treinta y nueve con siete grados, algo para nada desdeñable y que, dado su malestar desde la medianoche pasada, no encontraba extraño en absoluto. Lo extraño, en su caso, habría sido no enfermar tras el chaparrón de la tarde anterior, que le cayó a medio camino entre la piscina y su casa y que no remitió durante los casi veinte minutos que tardó en llegar. Ni todas las vitaminas del mundo —y ya le suministraban en casa las que necesitaba según su edad para mantenerle las defensas bien alerta— podrían haberlo librado de semejante catarro. Menos aún cuando su cuerpo ya se encontraba debilitado desde hacía semanas.

Estaba en plena época de exámenes, estudiaba hasta tarde y dormía poco y mal para comenzar las clases de buena mañana; ayudaba un par de horas diarias en la clínica familiar, asistía a la piscina para nadar algunos largos y aún se las arreglaba para no dejar de lado su vida social, aunque fuera almorzando con sus amigos cuando todos podían coincidir o dando un paseo con aquel chico noruego que había conocido unos meses atrás.

Arian y él se habían cogido una confianza que nunca había tenido hacia nadie más. Lo achacaba a su personalidad abierta, a la cercanía con que lo trataba desde el primer día y a la diferencia palpable de culturas que hacía que el muchacho de cabellos rizados del color del atardecer lo instara a mostrar todo cuanto mantenía oculto al mundo, y era mucho. Pensaba en él a menudo y no era para menos: el chico le gustaba cada día más. Él era todo cuanto no podía encontrar en sí mismo. Cuando estaban juntos, una pequeña parte suya se sentía despojada de todas aquellas losas que portaba encima y que lo ahogaban día tras día. Losas como la de una estricta educación que no dejaba sitio a un comportamiento relajado y sin preocupaciones; como la del deseo que siempre había tenido de apartarse de la rigidez de su vida y que no sabía cómo satisfacer; y, sobre todo, como la de su homosexualidad, que era la losa más grande y pesada de todas y que solo había levantado una vez, aquella en que le confesó a él y solo a él su condición. Había sido el primero y el único en enterarse y lo había aceptado con tal naturalidad que apenas si pudo creerlo, hasta el punto de, en los días sucesivos a aquel suceso, llegar a pensar si acaso no tendría alguna posibilidad.

Pero, la tuviera o no, por el momento Matsubara no tenía intención de levantar esa losa más de lo que ya lo había hecho. Prefería mantener sus sentimientos en secreto, bien enterrados, ya que hacer algo al respecto era más de lo que estaba dispuesto a asumir.

Suspiró para sí con el termómetro aún entre los dedos. No le gustaba especialmente caer enfermo porque todo parecía detenerse en los días que estaba convaleciente, y eso siempre le acarreaba más trabajo acumulado a la hora de volver a la carga. Intentó aprovechar el obligatorio tiempo libre para estudiar un poco, pero el martilleante dolor de cabeza y el mareo que la fiebre causaba le hicieron la tarea imposible, por lo que decidió dejarse vencer durante las próximas horas y meterse en la cama. No había logrado conciliar el sueño aún cuando su teléfono móvil vibró sobre la mesilla de noche. En un principio pensó en ignorarlo, pero una segunda vibración pudo despertar su curiosidad y sacó la mano de debajo del edredón para alcanzar el aparato. Al desbloquear la pantalla observó el icono del programa de mensajería anunciando que tenía nuevos mensajes y el nombre de Arian en cuanto desplegó el menú de las notificaciones.

«¡Matsu!, ¿salimos esta tarde?». Las letras bailaban borrosas ante sus ojos, acompañadas de una graciosa carita sonriente. La invitación no podía apetecerle más, pero dudaba mucho que un sueñecito antes de la hora de comer consiguiera recuperarlo lo suficiente como para poder salir.

«No puedo, lo siento».

«¿Por qué no puedes?». Esta vez el mensaje llegó con el dibujo de una cara triste. Matsubara sonrió débilmente; le hacía gracia que el muchacho fuera expresivo hasta en un medio escrito, en el cual era difícil, por no decir imposible, poder plasmar el estado de ánimo o el tono de voz.

«Pesqué un resfriado, estoy acostado ahora mismo».

«¡¡Pobrecito!! Voy a verte luego, ¡ponte bueno!».

Pensó en rechazar el ofrecimiento, pero enseguida la idea de contar con su agradable compañía durante un rato se le hizo bastante atractiva. Tanto, que terminó buscando un icono adecuado e insertando en la conversación a un muñequito que mostraba un cartel con las letras «OK».

Durmió un par de horas que no le sirvieron de mucho, ya que al levantarse se encontraba peor. Le dolía todo el cuerpo, temblaba de frío y cada vez que tragaba sentía como si un papel de lija estuviera bajándole por la garganta. Su madre le había preparado una sopa de arroz y puerro bien caliente, la cual tomó a solas en la cocina. Luego pasó otro par de horas frente al televisor, arrebujado en una manta hasta que su padre no tuvo más pacientes que atender y decidió volver a casa para poder estar pendiente de él. Le llevó desde la clínica los medicamentos que debía tomar, le tomó la temperatura y le aconsejó que volviera a la cama, ante lo cual Matsubara avisó de la visita que estaba por recibir. Kenichi expresó su desaprobación: según él, su hijo no se encontraba en condiciones físicas de recibir ninguna visita y a nadie en su sano juicio se le ocurriría molestar a una persona enferma. No obstante, Matsubara se excusó en las diferentes costumbres de Arian, al que ya había tenido ocasión de presentar en casa en un par de ocasiones y el cual Kenichi había reconocido como el chico que llevara un buen día a la clínica con el brazo roto. La excusa no lo contentó demasiado, pero pareció valer por el momento.

Arian no tardó en llegar. Se presentó con una cesta llena de mandarinas y saludó animadamente al doctor Tadaji antes de que este lo invitara a pasar y le agradeciera su visita con palabras corteses, haciendo honor a su arraigada costumbre de no decir nunca lo que realmente pensaba.

—Matsubara está en su habitación. Me temo que no se encuentra muy bien, por lo que te pido que no lo entretengas demasiado —advirtió el doctor, en una forma tan sutil como educada de hacerle saber que no era bienvenido. Por supuesto, Arian no captó el doble sentido de sus palabras.

—No se preocupe, doctor, solo le voy a hacer compañía un rato.

Algo más tarde, los dos chicos se encontraban sentados alrededor del kotatsu que Kenichi les dispusiera en la habitación al poco de guiar a Arian hasta ella. Estaban los dos solos en casa, puesto que el mayor les había anunciado que debía volver a la clínica hasta la hora del cierre.

La estancia era amplia; no tanto como la de Arian, pero estaba bien distribuida para aprovechar el espacio al máximo. Tenía el escritorio bajo la ventana, la cama junto a él, con el cabecero pegado a la pared, una mesilla baja a su izquierda y un armario empotrado que ocupaba toda la pared desde la puerta hasta la esquina. Tenía también una amplia estantería a la derecha del escritorio en la cual apenas cabía un solo libro más y aún quedaba el espacio vacío necesario como para que la pequeña mesa con brasero cupiera sin estrecheces.

Matsubara lo había recibido vistiendo un chándal y un chaquetón grueso de andar por casa, y con una mascarilla cubriéndole la nariz y la boca para evitar que se contagiara. Su presencia allí le resultó agradable, aunque no pudo evitar sentirse algo acomplejado, sabiendo que su aspecto no era el mejor. No obstante, Arian no hizo ningún comentario al respecto y se comportó como siempre hacía: brindándole una de sus cálidas sonrisas y comenzando una conversación sin mayor dificultad, acerca de los últimos acontecimientos en sus clases de ciudadanía y de las cosas que había aprendido allí.

Durante más de una hora estuvieron charlando de temas intrascendentes, frente a sendas tazas de té y las mandarinas que llevara Arian, las cuales habían sido un detalle de parte de su madre. Generalmente siempre era así; salvo unos pocos momentos en que tocaban temas más personales, solían compartir opiniones sobre música, moda o literatura. Matsubara le había prestado algunos libros de lectura ligera para que pudiera perfeccionar su japonés y a Arian le encantaba comentar con él más tarde los entresijos de la historia. Pero, en general, su relación solía limitarse a lo superficial.

—Tu madre es muy amable, no es la primera vez que tiene un detalle así. Deberás darle las gracias de mi parte —le dijo Matsubara.

Ya no quedaban mandarinas y volvía a cubrirse la nariz con la mascarilla, que había tenido apartada hasta el momento para poder comer. Sabía muy bien acerca del precio de la fruta, por lo que aquella cesta no debió ser barata.

—Se las daré. Dice que te mejores pronto.

Matsubara asintió y, de nuevo, agradeció el interés de la mujer, a la cual ni siquiera conocía personalmente.

—No hace falta que se tome tantas molestias.

—Aun así quiere hacerlo. Ella te está muy agradecida.

Matsubara levantó las cejas con curiosidad.

—¿Y eso por qué?

—Por ser mi amigo.

Hubo un momento de silencio en el cual Matsubara continuó observándolo desde encima de su mascarilla con la misma expresión. Captó su aire melancólico mientras jugueteaba con algunas cáscaras de mandarina sobre la superficie pulida de la mesa y se revolvió un poco sobre el cojín donde estaba sentado, suponiendo que su incomprensión sería lógica para Arian. A no ser que en Noruega fuera costumbre tener detalles con absolutamente todas las amistades de un hijo —y, por alguna razón, a pesar de no tener la más remota idea de las pautas de comportamiento de allá, lo dudaba—, encontraba cuando menos sorprendente que la señora Myhr se comportara de tal modo.

—Verás, cuando nos conocimos —comenzó Arian más tarde, como si hubiera estado buscando la confianza para sincerarse— me preguntaste si no había sido difícil el cambio de país.

Matsubara asintió al recordar aquella conversación que tuvieron tiempo atrás.

—Sí que fue difícil.

—Lo sé, me lo dijiste.

Arian meneó la cabeza.

—No. Fue muy difícil —insistió, enfatizando sus palabras—. Llegamos en noviembre y no hablaba a mis padres desde el mes anterior, cuando me dieron la noticia. Cuando nos mudamos me negué a aprender nada. Iba a clases, pero no prestaba atención, era grosero con nuestros vecinos y odiaba todo lo que fuera japonés, estaba enfadado con todo y con todos, gritaba a mis padres cada vez que tenía ocasión…

—¿Gritar, tú? —lo interrumpió Matsubara, sonriendo bajo su mascarilla—. Pero si eres un pedazo de pan.

—¿No te dije que tengo mal genio? No me has visto enfadado, Matsu.

Arian emitió una risilla tan inocente que no pudo sino aumentar el escepticismo del otro chico con respecto a sus palabras.

—Yo he sido siempre bueno con ellos, pero cuando vinimos cambié por completo, era rebelde y desobediente, y ellos sabían por qué. Estaba muy triste y transformaba la tristeza en rabia. Tú fuiste la primera persona que no rechacé por ser japonés. Desde que te conocí empecé a aceptarlo todo y a volver a ser como era.

Aquellas palabras no podían calar más hondo en Matsubara. Sus mejillas adquirieron cierto tono rosado, y solo pudo rogar mentalmente porque el sonrojo no le pareciera a Arian más que fruto de la fiebre, ya que no quería admitir la emoción que le habían causado ni hasta qué punto le disparaban los latidos.

—Recuerdo que me dijiste… —murmuró, su voz amortiguada por la pantalla de tela, e hizo una pausa para recordar las palabras con exactitud— que conocerme había hecho que valiera la pena venir aquí.

Arian asintió con la cabeza y mostró una sonrisa sincera.

—Porque me hiciste ver que podía encontrar aquí lo mismo que dejé atrás.

De nuevo el silencio se hizo patente y Matsubara sintió la necesidad imperiosa de abrazarlo. Abrazarlo para que se sintiera querido, para confirmarle que también podía encontrar el calor de una amistad estrecha dentro de aquellas fronteras o tal vez el calor de algo más que una amistad, del sentimiento que no podía evitar que creciera en su interior sin permitirle salir a la superficie. Pero, finalmente, decidió no dar rienda suelta a la idea y se mantuvo en su sitio, encogido bajo el calor del chaquetón.

—¿Qué dejaste atrás? —le preguntó, invitándolo así a sincerarse y a sacar de una vez por todas lo que llevaba dentro, lo que con total seguridad se había guardado para sí.

Ahora se daba cuenta: ese chico tenía en común con él muchísimo más de lo que creía.

—Muy buenos amigos. Gente que me quería y a quien yo quería. Vínculos, Matsu. Era feliz con mi vida. No era perfecta, pero era mía, y a nadie le importó quitármela.

Se aventuró entonces a un leve contacto. Solo una mano posada con cariño en su hombro que no llegaba a transmitir todo el apoyo que le ofrecía. De repente, ahí estaba el mismo chico apenas capaz de chapurrear cuatro palabras en su idioma, desvalido y con el brazo roto. En aquella ocasión había sentido la misma necesidad de ayudarlo que la que sentía esa tarde, con la mente embotada por la fiebre, el delicioso calorcito de la estufa en sus piernas y el aroma a cítricos que aún envolvía la estancia.

—Puedes empezar una nueva. Y yo te ayudaré.

Era una promesa y las promesas han de cumplirse. Tal vez poco más pudiera hacer por esa tarde, menos cuando tras todo ese tiempo hablando su temperatura corporal subía nuevamente y los ojos se le cerraban solos. Pero, tarde o temprano, podría tenderle la mano y ayudarlo a que dejara de sentirse un extranjero en un país lejano. Ojalá, pensó, con él como punto central de esa nueva vida. Pero si no podía ser, se limitaría a sentirse feliz por él el día en que empezara a dejar de echar de menos Noruega.

Arian suspiró un rato después y se estiró, como si se hubiera quitado de encima los últimos retazos de la agobiante verdad que había conseguido confesar al fin, recuperando así su actitud risueña de siempre.

—Ay, Matsu. ¿Sabes qué echo más de menos? ¡El sexo!

El pobre Matsubara, sin haber esperado una confesión de tal calibre, se atragantó con su propia saliva y tosió violentamente. Una suerte que aún llevara mascarilla, o los virus habrían campado a sus anchas por toda la habitación y habrían contagiado hasta a las cortinas.

—¡Era broma, hombre! —exclamó Arian, muerto de risa—. Es que te habías puesto tan serio…

—No me des esos sustos, Arian, que estoy enfermo.

Ni toda la fiebre del mundo podía salvarlo de descubrir su turbación frente a Arian, y es que aquel era un tema demasiado delicado para él.

—Deberías haberte visto; si hubiera aparecido un fantasma por la puerta, no habrías puesto la misma cara.

—Cállate, ¿quieres?

Arian no pudo evitar seguir riendo, divertido ante la reacción desmedida de su amigo. Después del momento melancólico había valido la pena gastar la broma, aunque tuviera parte de verdad.

—En realidad no te digo que no lo eche de menos —dijo al poco, ya no con la intención de seguir incomodándolo sino como un comentario que daba por hecho que sería normal entre chicos de su edad—. Estuve poco tiempo con mi novia pero sí llegamos a…, ya sabes. Mi primera vez fue con ella.

Recordó ese hecho con especial cariño y centró la vista en la expresión de Matsubara, que no perdía el rubor y rehuía su mirada.

—¿Y tú, Matsu? ¿Cuándo lo hiciste?

Arian debió dar en la diana al hacer la pregunta, porque el muchacho se encogió todavía más sobre sí mismo. Y es que la sospecha se había acrecentado ante su reacción y quería confirmarlo, por muy grosero e inadecuado que pudiera resultar.

—Yo no…, nunca.

—¿Nunca? ¿Eres virgen?

—Joder, Arian, esas cosas no se comentan tan a la ligera. Sí, lo soy. Pero los japoneses nunca abordamos temas tan íntimos.

—Perdona si te hago sentir incómodo.

Matsubara negó con la cabeza sin mirarlo y sin sostener su mirada curiosa, aquella que con grandes ojos aguamarina preguntaba sin decir nada.

—Pero eres guapo, ¿no has tenido ocasión?

Negó una vez más.

—¿Ni has tenido novio?

—No.

Su respuesta fue tajante y no pareció querer dar más explicaciones, aunque tal vez sintiéndose apremiado por aquella mirada se decidió a dar algún detalle más.

—Entiende que para mí no es nada fácil aceptar lo que soy.

—¡Pero, Matsu, no es nada malo!

—Lo sé, lo sé. Pero no puedo… no puedo dejarlo salir. Es algo que he tenido siempre bajo llave; aventurarme a salir con alguien o incluso a enamorarme es más de lo que puedo permitirme. No, antes hay muchas barreras que bajar y acabo de empezar a hacerlo. No puedo eliminarlas todas sin más. Ni siquiera he besado nunca a un chico.

—¡Pero un beso no es nada! No tiene por qué significar nada.

—¡Ya, lo sé! Pero, Arian, no puedo. Simplemente no…

No llegó a terminar la frase. Había levantado la vista para poder mirarlo. Sus ojos destilaban incomodidad, desesperación, frustración… Se sentía abrumado porque empezaba a pesarle demasiado el no ser capaz de liberarse de una vez por todas. Todo por su culpa. Arian prácticamente lo había obligado a confesarle sus inclinaciones y, de alguna forma, empezaba a arrancar a jirones las máscaras tras las que se había ocultado toda la vida. Se había convertido, sin lugar a dudas, en su primer amor. Y aun siendo desconocedor de algo tan grave se atrevía a despojarlo de todas las barreras que tan cuidadosamente había erigido a su alrededor. Pero no pudo decirle nada de todo aquello porque, en el mismo momento en que sus ojos volvieron a encontrar los de Arian, este se acercó y le plantó un beso descarado en los labios. O, mejor dicho, sobre la tela blanca que los cubría.

Le sonrió al separarse y lanzó una risilla traviesa mientras Matsubara se cubría con la mano y lo miraba igual que si observara a un extraterrestre.

—Ahora ya has besado a un chico —sentenció, y lo hizo con tal naturalidad que el acuciante enfado que estuvo a punto de explotar en el mayor se evaporó tan rápido como había aparecido, dejando una gran confusión y unas ganas tremendas de preguntar por qué demonios había hecho tal cosa. Y tan aturdido se había quedado, que ni de eso fue capaz.

 

Se despertó con el sonido de la puerta y la voz de la doctora Tadaji anunciando que acababan de llegar a casa. La colcha bajo el kotatsu aún conservaba el calor, aunque la estufa había sido apagada, y descansaba una manta fina sobre sus hombros, la cual había estado pulcramente doblada sobre la cama durante la visita de Arian, de quien no había ni rastro.

Recordó como en un sueño el calor de sus labios a través de la mascarilla, y la apartó para rozarse con los dedos. Recordó cómo la confusión generada por su gesto consiguió quitarle el habla durante al menos diez minutos. Al final, agotado y con más emociones fuertes acumuladas en una sola tarde de las que era capaz de soportar, se había quedado dormido con medio cuerpo echado sobre la mesa.

Se incorporó, no sin cierta molestia, y reparó entonces en que todas las cáscaras de mandarina habían sido recogidas y en que tenía una nota enfrente escrita con la caligrafía trabajosa de Arian:

«¡Qe te mejores pronto!».

Matsubara agitó el trozo de papel frente a sus ojos y rio con suavidad.

—Aún tendré que darte clases de ortografía.

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