Ocho mil kilómetros •Capítulo 3•

3
Paseo en moto

 

Hacía ya un par de semanas que el frío empezaba a remitir. Según las previsiones, esa primavera sería algo más cálida y temprana de lo habitual, y todo apuntaba a que eran correctas: las primeras flores ya empezaban a salir y, en muchas terrazas y balcones, podían verse edredones tendidos, listos para guardarse hasta después del verano.

Arian estaba contento de poder andar más ligero de ropa. No es que el invierno le hubiese resultado especialmente duro: un año antes aún vivía en Noruega, donde el frío era casi insoportable. Pero la comodidad de poder salir de casa con apenas una chaqueta de punto o una sudadera finita siempre era mejor que el tener que preocuparse de coger capas y capas de ropa y tener que ir quitándoselas y poniéndoselas cada vez que pasaba de exteriores a interiores y viceversa. Además, menos ropa le suponía más libertad de movimiento, y es que Arian era, como se suele decir, «de culo inquieto» y no le resultaba nada cómodo andar ocupando el doble de espacio.

Llevaba en Japón algo más de cuatro meses y, en ese tiempo, había podido recorrer gran parte de Kioto, la ciudad donde se había establecido con su familia. Había tenido tiempo de romperse un brazo, aprender japonés a marchas forzadas y hacer un amigo. Uno solo, ya que por el momento su única actividad fuera del ámbito familiar eran las clases en una academia privada para extranjeros donde le enseñaban el idioma y recibía lecciones de una convivencia, costumbres y cultura considerablemente distintas a las de su país natal. Allí, por extraño que pudiera parecer y a pesar de tener en común con todos sus compañeros el ser inmigrantes y encontrarse a su suerte o casi en una tierra tan lejana y hermética, no congeniaba del todo con nadie. No en vano era el más joven y el único que no quería realmente estar ahí. Al único al que su familia había arrastrado en lugar de ser ese cambio drástico de residencia una necesidad o una decisión propia.

Muchas lágrimas había derramado y muchas más se había tragado, ocasionadas por demasiada rabia, demasiada frustración e impotencia porque a él nadie le había preguntado si quería mudarse. Nadie se lo había planteado como una opción y no tuvieron en cuenta sus sentimientos el día en que le dieron la noticia de su inminente cambio de vida, adornada con júbilo y orgullo porque «es una oportunidad que solo llega una vez en la vida» y porque «tu padre ha trabajado duro toda la vida para llegar hasta aquí». Sí, en efecto: su padre, Lars Myhr, se había dejado el pellejo desde que entrara a trabajar como chico de los recados para costearse su carrera de empresariales. Y continuaba en la misma empresa como uno de los integrantes más veteranos y mejor considerados, aun después de la absorción de la misma por parte de Izumi Pharmaceuticals. Arian no podía negarlo, así como no podía negar que el ascenso había sido más que merecido y que suponía ya no solo un orgullo para la familia Myhr, sino también un importante empujón económico. Pero en lo personal sentía que todo aquello no era tan importante. No lo era en absoluto porque él tenía su vida, tenía sus amigos, sus estudios, un futuro que se estaba labrando y hasta una relación que solo había durado algunas semanas pero que empezaba a cimentarse y que despuntaba alto. Y todo le fue arrebatado sin dar opción a otra alternativa; como si su propia vida, amigos, estudios, novia y futuro no valieran más que el prestigio de su apellido.

Y si Arian hubiese sido un ejemplo de buen hijo y de buen comportamiento, tal vez se habría resignado a aceptar el destino que sus padres querían imponerle, pero el chico era rebelde, independiente y tenía un genio capaz de aplacar al más pintado. Con un gran corazón, eso sí, pero cabezota y terco hasta términos insospechados. Por eso, desde antes incluso de llegar a tierras niponas el primer día de noviembre, se había negado a dirigirles la palabra a sus progenitores más de lo estrictamente necesario y solo para dejar patente a gritos su disconformidad con toda la situación. En tres meses apenas había aprendido lo más básico del idioma a fuerza de que su subconsciente lo captara mientras trataba de no prestar atención en clase, y había ignorado deliberada y conscientemente todas y cada una de las normas de convivencia autóctonas solo por el mero hecho de seguir expresando su rechazo a todo aquel entorno.

Pero hasta él debía admitir que no podía mantener toda la vida esa fachada de inadaptado social. Lo primero fue aceptar que ya no volvería a su tierra, no al menos en un futuro próximo; lo segundo, empezar a tragarse la rabia con la que, debía admitir, solo se perjudicaba a sí mismo.

En ello andaba cuando, en el momento en que la furia empezaba a dejar paso a la pena y a la resignación, encontró a la primera persona en la que no volcó el más absoluto desprecio: Matsubara. O Matsu, como él lo llamaba a pesar de haber aprendido a regañadientes que los japoneses no solían tomarse la libertad de llamar a un conocido por el nombre de pila, menos aún por un diminutivo. Al interesado no parecía molestarle y Arian no quería perder su forma de ser, generalmente abierta y cariñosa, por unas normas culturales que no eran tan rígidas como querían hacerle ver y que, a pesar de todo, seguía negándose en redondo a aceptar.

Matsubara le enseñaba a hablar un japonés más de todos los días, le enseñaba a decir palabrotas entre risas y le enseñaba canciones absurdas que solía cantar cuando salía con sus compañeros de facultad. A Matsubara le gustaba el mismo tipo de música que a él y le había descubierto algunos grupos y cantantes muy pegadizos. Siempre mostraba una sonrisa en los labios y tenía algo gracioso que comentar o alguna anécdota que relatar. Con él pasaba el tiempo el doble de rápido que con los demás y cada vez que se decían «¡hasta otra!» le hacía tener ganas de volver a salir con él, ávido de descubrir cosas nuevas o de reír con nuevos chistes.

En general, Arian podía asegurar que ese chico empezaba a hacerle ver las cosas con menos aversión y más curiosidad, y hasta había conseguido que quisiera aprender el idioma solo para poder comunicarse con él decentemente. Lo consideró, como quien busca con desesperación un salvavidas después de casi ahogarse, un enlace, un punto de partida desde el que comenzar a reinventar la vida que perdiera por obligación.

—¿Cómo es que te has adaptado tan rápido? —asaltó su amigo una tarde, completamente desconocedor de cuál había sido la opuesta realidad.

Estaban comiendo helado cerca del centro de la ciudad. Si había algo que ambos compartían más que sus demás aficiones, era la pasión por la ropa. Se podían pasar horas de tienda en tienda sin aburrirse, dejándose la paga semanal antes de que terminara el día. Arian se había agenciado varias prendas y complementos, que ahora descansaban en bolsas bajo la mesa que ocupaban. Matsubara, por su parte, tampoco había dudado a la hora de agregar otros dos pares de zapatillas de lona a su ya extensa colección.

—Quiero decir que en poco tiempo te veo muy desenvuelto —prosiguió—, ¿no debería ser difícil venir de fuera y empezar de cero como tú?

Arian se encogió de hombros y saboreó otra cucharada de su delicioso helado de pastel de queso y chocolate: le encantaban esas mezclas de sabores extrañas.

—Es difícil, claro —respondió entonces con su marcado acento y sin ánimos de confesar hasta qué punto había sido así—, pero tú me ayudas mucho. No me llevo bien con la gente de mi clase, son aburridos.

—¿Aburridos? ¿Así que yo no lo soy? —preguntó Matsubara riéndose.

—¡No! Tú eres divertido, me lo paso muy bien. ¡Y me gustas mucho!

En ese momento, Matsubara, estudiante de segundo en Psicología, temió no llegar a conseguir su título y, a la vez, se sorprendió de que una cucharada de helado llegara a suponer un peligro casi mortal cuando se atragantó con ella. Tanto fue así, que antes de que ninguno de los dos dijera nada una camarera se le acercó con un vaso de agua y hasta le dio unas palmaditas en la espalda.

—¿Está bien, señor? ¿Quiere que llamemos a alguien? —preguntó la preocupada muchacha mientras Matsubara conservaba el color grana en toda la cara.

Arian, por su parte, no sabía si morirse de risa o preocuparse en serio; optó por lo primero cuando la cara de su amigo empezó a volver a su color original mientras declinaba amablemente el ofrecimiento de la empleada y le daba las gracias.

—¡Matsu, te has puesto rojo! —Reía, aguantándose la barriga—. ¿Qué te ha pasado?

—¿Que qué me ha pasado, maldito? ¡Tú tienes la culpa!

Lo cierto era que la situación se le antojó tan sumamente ridícula que al final Matsubara acabó riéndose igual de fuerte. Tuvo que calmarse y beber un poco más de agua antes de seguir hablando.

—Deja de decir esas cosas, lo de «me gustas». ¿No sabes lo que eso significa?

—Sí…, claro —respondió Arian, aunque a juzgar por su expresión de desconcierto se podía decir que no estaba tan seguro de ello—, que me gusta estar contigo, me divierto y eso.

—Pues procura decir «me caes bien» o algo así. Lo que tú has dicho…, bueno, es más bien algo, ya sabes, para parejas. Algo más romántico.

—¿Romántico? —Arian repitió la última palabra; Matsubara la había dicho en inglés y eso le había chocado—. Bueno, en Noruega también se dice «me gustas» para ser romántico, pero no solo eso. ¿Aquí sí?

Matsubara recapituló y tuvo que acabar asintiendo. En realidad, tenía razón: no eran unas palabras que se usaran exclusivamente en el ámbito romántico, pero que salieran de labios del mismo chico que le aceleraba el corazón una media de cien veces al día, impactaba. Tendría que hacerse a la idea de que situaciones como esa podían repetirse de nuevo, más sabiendo lo abierto de su personalidad, porque, si se permitía tener más sustos como aquel, un día no habría ninguna camarera que lo ayudara a no ahogarse.

—Aquí sí, pero no tanto —acabó diciendo para salirse por la tangente, y Arian se dio por satisfecho con esa explicación.

Más tarde, terminaban con sus helados y reemprendían la caminata en busca de más tiendas hasta que casi anochecía y los pies dolían de recorrer una tras otra. Ya tocaba despedirse y la idea era que Arian acompañara a Matsubara a la parada del autobús para luego ir a recuperar su Vespa y volver a casa. Pero a última hora se le ocurrió dar una vuelta, ofrecimiento que hizo a su amigo y que este no pudo rechazar.

—¿No has ido nunca en moto? —preguntó, levantando la voz para que Matsubara lo oyera por encima del ruido del motor y del tráfico.

—¡No, nunca, así que no corras tanto!

La sensación era casi vertiginosa. En realidad, no iban tan rápido, pero el viento dándole en la cara y la velocidad con que veía pasar todo a su alrededor, sin ningún casco que lo protegiera, le hacían mantenerse firmemente agarrado a su cintura. No podía decir que no lo disfrutase. No el viaje, sino el agarre. Encontró la cintura de Arian bastante estrecha y sus músculos poco desarrollados. Parecía mentira que él fuera el occidental, porque según estaba comprobando en esos momentos el chico no solo era pequeño a lo alto, sino también a lo ancho. Un saco de huesos con el pelo naranja y muchas pecas. Por si no era ya lo suficientemente adorable.

Y después de haberse reído un rato de él y de recorrer varias calles por el simple hecho de hacerlo, Arian decidió que ya estaba bien de atemorizar a su amigo, o acabaría agarrándolo tan fuerte que lo dejaría sin respiración.

Tuvo el detalle de parar cerca de un parque e invitarlo a un refresco para que pasara el mal trago.

—Con lo grande que eres y te dan miedo las motos, ¡eres muy gracioso, Matsu! —se burlaba, sabiendo de antemano que esos comentarios no le ofendían lo más mínimo.

—¡No me dan miedo! Eres tú, que eres un temerario y vas como loco por la carretera —se quejó él—. ¡No me extraña que te partieras el brazo aquella vez, lo que me extraña es que no te hayas partido la crisma!

Arian rio con fuerza de nuevo con ese gesto tan característico suyo, estirando las piernas y la espalda y con las manos sobre la barriga.

Habían ocupado un par de columpios ahora que no había niños jugando en ellos. Ya era noche cerrada, pero era sábado y ninguno de los dos tenía la obligación de estar pronto en casa, así que lo mismo les daba regresar ya que entretenerse charlando un rato más.

Entonces pararon de reír y Arian volvió a mostrar una faceta típica suya: cambió de tema drásticamente. Lo hacía con asiduidad: de repente se le pasaba por la cabeza cualquier cosa interesante y guiaba la conversación hacia ella sin más, por lo que solía despertar desconcierto en bastantes ocasiones.

—Matsu, ¿tienes novia?

De repente un montón de zumo fue escupido cual aspersor. Su cara era todo un poema en esos momentos

—No, no, yo… no tengo novia, no —alcanzó a decir, tan descolocado que ni fue capaz de preguntarle a qué había venido eso.

—Yo tenía —confesó Arian, y levantó los talones del suelo para balancearse ligeramente sobre el columpio—. En Noruega, antes de venir a vivir aquí.

Había captado poderosamente la atención de Matsubara, que había perdido todo rastro de sorpresa en su expresión para centrarse en lo que el otro chico le contaba.

—Cuando nos mudamos ella no quiso, eh…, seguir conmigo. Dijo que estaríamos demasiado lejos.

—Oh, vaya. Debiste sentirte muy mal —supuso Matsubara.

Era la primera vez que veía esa expresión en él: se lo veía melancólico y lo cierto era que muchas veces se había preguntado por qué no parecía echar de menos su vida anterior, sin saber que lo hacía a cada minuto.

—Nunca me has hablado sobre eso, ¿no te dio pena tener que irte?

—Claro que sí —asintió—. Me enfadé, les dije a mis padres que me escaparía, les grité…

—No te imagino gritando, ¡pero si eres un buenazo!

—¡No creas! —contradijo Arian después de una risotada—. Tengo mucho genio cuando me enfado, así que no me hagas enfadar —amenazó—. En realidad, antes estaba muy triste, cuando llegamos aquí. Echaba de menos a todos, quería volver a casa.

—¿La querías mucho? A tu novia.

—No sé —respondió encogiéndose de hombros—, me gustaba mucho, nos llevábamos bien, hacía poco tiempo que estábamos juntos y por eso me dio rabia. A lo mejor podríamos haber seguido mucho tiempo.

Ese aspecto suyo era nuevo para Matsubara. Descubría otra faceta de Arian: no la espontánea y alegre de siempre, sino una más íntima, más seria y más desamparada. Y empezaba a plantearse el llevar la cuenta de las cosas que hacían que el chico le gustara cada vez más, porque eran tantas que empezaban a requerir estar registradas en algún sitio además de en su cabeza. No pudo evitar alargar la mano y revolverle cariñosamente el pelo, que quedó aún más despeinado de lo que ya estaba por culpa del casco.

—Pero ¿sabes qué? —continuó—. Ahora estoy mejor. Gracias a ti.

—¿A mí? ¿Por… por qué? —preguntó sorprendido Matsubara.

Arian se había sonrojado y se miraba los pies, que movía dibujando pequeños círculos sobre el empedrado del parque. Le respondió despacio, hablando lento porque le resultaba complicado encontrar las palabras en un idioma que aún no dominaba.

—Porque haces que no eche nada de menos.

Le cortó el aliento. Literalmente. Tanto tiempo que bien podría haber superado al récord Guinness de aguantar la respiración, si es que existía. Maldito gaijin[1] descerebrado, debería pensar las cosas antes de soltarlas de ese modo, sin avisar y sin anestesia.

Matsubara rozó incluso la rabia. A punto estuvo de enfadarse irracionalmente porque Arian dijera esas cosas y le pusiera el corazón en carne viva sin tener la menor idea acerca de sus sentimientos. Pero no tenía sentido enfadarse con él cuando Arian no sabía lo que le provocaba. Aunque sí podía cobrarse su venganza y, de paso, ¿por qué no? Tantear un poco el terreno.

—Eh, Arian. Lo que me has preguntado antes de si tengo novia.

Este alzó las cejas y lo miró para darle pie a continuar. Matsubara lo hizo tras un leve titubeo.

—Lo cierto es que a mí… me gustan los chicos.

Salió así, sin más, y se dio cuenta después de ya haberlo dicho, de que era la primera vez que se lo confesaba a alguien. Ni sus amigos más íntimos lo sabían y, por alguna razón, sintió como si acabara de quitarse un peso de encima, aun sin obtener la reacción de su interlocutor, que ahora lo escudriñaba como si esperara una explicación más amplia.

—¿Te gustan… quieres decir que eres…? —Dejó la frase sin terminar y Matsubara asintió antes de que lo hiciera—. Pues… no lo sabía.

Se instaló un silencio un tanto incómodo entre ambos, aunque en realidad era el japonés quien se sentía peor. Se empezó a morder ligeramente el labio inferior y apartó la mirada, ya preguntándose si había hecho bien en abrirse así. Entonces Arian rompió ese silencio muy a su manera.

—Oh… ¡Oh! Y yo diciéndote esas cosas antes, que me gustas y eso. ¡Qué mal! —Se había empezado a reír, y no se le notaba incómodo ni cortado en absoluto—. Habérmelo dicho antes y sería más…, esto, ¿discreto, se dice así? —Matsubara asintió.

—Pero ¿ya está? Es decir, ¿no te importa?

—No, ¿debería? —Matsubara agitó la cabeza—. Pero si te ha molestado algo…

—¡No, no, nada! —se apresuró a aclarar—. Es solo que…, no sé, quería decírtelo. Tú me has contado lo de tu novia y quería, no sé…, creo que lo llevabas muy dentro igual que yo lo mío.

—Es verdad.

Con esa aceptación, Arian le regaló una abierta sonrisa. Volvieron a callarse durante unos segundos hasta que este abrió la boca una vez más:

—¡Uuufff! ¿No alivia? Contar algunos secretos, deberíamos poder hacerlo más a menudo.

En ese momento se impulsó, saltó del columpio y cayó de pie a una buena distancia.

—¡Matsu, hay que liberarse! ¡Ven, corre! —Este le hizo caso por pura inercia y al segundo siguiente quería que se lo tragase la tierra cuando Arian levantó la cabeza y dijo a voz en grito—: ¡Nunca más voy a estar triste!

—¿Qué haces, hombre? ¡Shh, te oirá alguien! —Aunque ya era tarde y no había un alma por allí cerca.

—¡Hazlo tú también! ¡Venga, grita! —lo animó Arian, cogiéndolo por los hombros y zarandeándolo un poco— ¡Ánimo, Matsu!

Él lo miró, tan nervioso que le había entrado la risa floja. Pensaba que estaría loco de remate si hacía caso de lo que le decía y, aun así, se lo estaba empezando a plantear. Tomó aire un par de veces y desistió porque seguía riendo sin parar y el otro seguía insistiéndole, tan divertido como emocionado.

—¡Soy gay!

Lo había hecho. Lo había gritado con todo el aire de sus pulmones y desde lo más hondo del estómago y se quedó esperando a que alguien llegara y lo señalara con el dedo, pero solo le respondió el silencio de la noche. Y la tremenda sensación de liberación que vino después le devolvió la risa, esta vez abierta en vez de nerviosa. Ambos acabaron revolcándose por la gravilla del parque y pataleando para tirar las piedrecillas fuera de su límite.

Era lo más intenso que había hecho nunca y también lo más gratificante.

Más tarde, cuando ya estaba a punto de quedarse dormido en la comodidad de su cama, Arian sacó la mano de debajo del grueso edredón para recoger su teléfono móvil, que acababa de vibrar. El nombre de Matsubara aparecía en la aplicación de mensajería instantánea seguido de un «Gracias por lo de hoy».

Y entonces supo que su traslado a Japón acababa de cobrar sentido.

 

 

[1] Extranjero (en sentido despectivo).

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