Ocho mil kilómetros •Capítulo 2•

2
Castañas asadas

 

Sayu era buena en su trabajo. Ella lo sabía, pero lejos de alardear, prefería mantener una actitud más bien modesta. Si resultaba eficiente, meticulosa y ordenada era principalmente para ponerse a sí misma las cosas más sencillas. Prefería hacer su trabajo perfecto a hacerlo solo bien y tener que perder tiempo después para revisar que no hubiera errores. Por supuesto, parte de esa eficiencia era gracias a su forma de ser y a que, para su suerte y entre otras cualidades innatas, contaba con muy buena memoria.

De no haber sido así tal vez habría olvidado el incidente del chico extranjero que una vez llevó por allí el hijo de su jefe. O quizás habría olvidado sus facciones a pesar de lo reconocibles y llamativas entre el resto de pacientes que, japoneses en su totalidad, pasaban cada día por la clínica. Sin embargo, fue al contrario. Por eso, cuando aquella mujer accedió al vestíbulo, supo de inmediato que algo tenía que ver con Arian, y es que era su viva imagen: pelo rizado y naranja, aunque no de un tono tan intenso y recogido en un tirante moño en lugar de suelto, tez pálida salpicada de pecas, ojos aguamarina, estatura menuda. Aunque no desprendía la misma alegría ni la expresión de su rostro era igual: en vez de curiosa, era severa y altanera.

—Bienvenida.

—Buenos días —saludó ella, con aire despistado, antes de acercarse al mostrador. Hablaba con marcado acento y bastante dificultad—. A lo mejor equivoco… ¿Es clínica Tadaji?

—Sí, es aquí. ¿En qué puedo ayudarla?

Sayu vio como, de inmediato, la mujer abría su bolso de mano y extraía una pequeña cartera de piel de la que, a su vez, sacó una tarjeta de crédito.

—Mi hijo vino: Arian Myhr. Brazo roto. ¿Cuánto?

—¿Es su hijo? —La mujer asintió y Sayu le dedicó una educada sonrisa—. No se preocupe, señora Myhr, Matsubara ya pagó el tratamiento.

—¿Perdón? —se excusó esta, cuya expresión dejaba bastante claro que no había comprendido bien.

—Matsubara, el amigo de su hijo. Es el hijo del doctor Tadaji y pagó él.

—No, pero mi hijo… Esto es error. Amigos, mi hijo no… No tiene, no japoneses. ¿Cuánto?

Ante su insistencia y sin perder la amabilidad ni, mucho menos, la paciencia, Sayu se dispuso a buscar la documentación que necesitaba para dejarla tranquila. Suponía que su básico manejo de la lengua japonesa era la única fuente de su falta de confianza, y lo cierto era que no tenía ninguna ficha ni el historial médico de Arian, pero sí que guardaba un registro de todas las urgencias que trataban sin ese tipo de información. En el documento que rellenó aquella mañana figuraba, al igual que en todos los de esas características, el nombre del paciente, su edad, el tipo de lesión, tratamiento y precio, además de la forma de pago empleada. En aquel caso, al tratarse de algo especial, ella misma había apuntado a bolígrafo la leyenda «pagado por Matsubara».

Hubo de leer en voz alta cada apartado del informe, pues la mujer tenía problemas con el idioma escrito, pero la recién llegada se dio por satisfecha al acabar e incluso relajó su impávido gesto a uno más afable. Al momento siguiente la vio inclinare en una protocolaria reverencia que ni a la misma Sayu le habría quedado tan perfecta.

—Muchas gracias, señorita. Buenos días.

La madre de Arian se dispuso a guardar su tarjeta y la cartera, y ya empezaba a girarse para marcharse cuando de nuevo se dirigió a la administrativa.

—Ustedes japoneses hacen regalos. Como… costumbre, ¿sí? Por agradecer. ¿Dónde puedo enviar?

—Pues… ¿aquí mismo? —respondió Sayu con poca determinación, al no estar segura de por qué habría de agradecerle a ella el que hiciera su trabajo.

—No, no clínica. Ma-Matsubara. ¿Envío aquí?

Al comprenderla, Sayu no pudo sino admirar el esfuerzo que aquella mujer hacía por adaptarse a las costumbres del país. Saltaba a la vista por cómo hablaba, y por cómo lo hacía Arian, que llevaban allí muy poco tiempo. Pero ella ya se había informado de ese tipo de cosas, y estaba segura de que Matsubara apreciaría mucho el detalle.

—Matsubara no viene mucho por aquí; será mejor que lo envíe directamente a su casa. Llévese una tarjeta.

Dicho y hecho, del cajón superior de su escritorio extrajo una de las tarjetas de visita del doctor Tadaji y, antes de entregársela, escribió al dorso la misma dirección que en ella figuraba, pero con alfabeto occidental. Y una vez estuvo la cartulina en manos de la señora Myhr, esta agradeció de nuevo la atención recibida y abandonó al fin el lugar.

Sayu no acostumbraba a darle las señas personales de su jefe a cualquier paciente, y empezó a preguntarse si habría hecho bien. Pero tenía más trabajo pendiente y, de todas formas, se trataba de un amigo de su hijo, de eso no le cabía duda a pesar de haberlo negado la señora Myhr. Estaba segura de que al doctor no le iba a importar. Y con ese pensamiento presente para quitarse los leves remordimientos, se dispuso a llamar al próximo paciente a la consulta.

 

Después de la reprimenda paterna y de la charla con el profesor de psicofarmacología, Matsubara logró una segunda oportunidad. Era buen estudiante, se esforzaba siempre al máximo, mostraba interés y mantenía una buena media en sus notas. Eso ayudó a que su profesor se mostrara cooperativo, así como la charla que, pese a todo, tuvo su padre con él. Gracias a ello, el docente comprendió las circunstancias e incluso no escatimó en palabras de admiración hacia Matsubara y su generosidad al ayudar a un amigo en apuros. Así, mientras que a otros estudiantes les habría tocado repetir sin duda la asignatura completa, él pudo examinarse y obtuvo un noventa sobre cien, una nota para nada desdeñable y que habría sido perfecta de no ser por un par de desafortunadas faltas de ortografía.

Eso fue tres días después de aquella mañana gélida, y durante ese tiempo prestó atención a un punto concreto de su recorrido diario hacia la facultad: el lugar donde Arian tuvo el accidente.

Su moto seguía allí, tal y como la dejaran los dos hombres que la levantaron. Eso le hacía torcer los labios ocultos bajo la bufanda y preguntarse qué habría sido de él y si estaría bien. El pensamiento se repitió a lo largo de los días hasta que, al volver a casa después del examen, se dio cuenta de que la moto ya no estaba. Suponía que, con ella, el recuerdo de Arian empezaría a desaparecer también, pero se equivocó: lo cierto era que le molestaba un poco que no se hubiera vuelto a pasar por la clínica a darle las gracias o simplemente a demostrar que seguía bien. En lugar de eso supo que alguien, no el propio Arian porque aún tendría que llevar la escayola casi dos semanas más, había pasado a recoger el vehículo y que el implicado, tal y como le dijera Kenichi, no había vuelto a dejarse ver por allí.

Ya había dejado de pensar en ello cuando apareció sin más, sin avisar y donde menos esperaba verlo.

Las temperaturas invernales comenzaban a suavizarse, las calles no amanecían congeladas y unos días antes se había aventurado a salir sin envolverse en su bufanda. Era por la tarde y estaba en su cuarto con un par de libros gordísimos sacados de la biblioteca y un buen montón de folios que, poco a poco, llenaba de resúmenes y análisis.

Sus padres aún trabajaban en la clínica familiar y, si bien la noche anterior hicieron patente su intención de hacerle echar una mano esa misma tarde, desistieron nada más ver la cantidad de trabajo que tenía pendiente. Ambos, sobre todo su padre, seguían sin aprobar la carrera que había elegido y seguramente no la aprobarían jamás, pero tampoco les era posible pasar por alto el esfuerzo y la responsabilidad con los que siempre afrontaba sus estudios y las altas notas que traía a casa. Más de una vecina observaba con palpable envidia al hijo de los Tadaji cuando regresaba de la universidad, puesto que su madre no desaprovechaba la oportunidad de airear sus logros académicos henchida de orgullo y con una más que intencionada comparación con los hijos de sus conocidas.

Por tanto, sin hermanos ni otros parientes que ocuparan la vivienda, Matsubara se encontraba a solas, por lo que no tuvo más remedio que ser él mismo quien se encargara de ir a atender a la puerta cuando sonó el timbre. Eso sí: según bajaba las escaleras hacia el piso inferior, profirió un gruñido de descontento hacia quienquiera que lo hubiera interrumpido en su tarea, porque se había cargado su concentración y porque iba fatal de tiempo. Pero al abrir y ver esos ojos grandes mirando con curiosidad, su mal humor se desvaneció de un plumazo.

—¡Hola! —saludó el recién llegado.

Parecía otro. Irradiaba vitalidad por todas partes y su sonrisa, que conoció sincera y luminosa pero frustrada por el dolor de su brazo roto, se mostraba ahora sin traba alguna.

—Oh, hola… ¿Arian? —Ya ni se acordaba con exactitud del nombre, pero el chico asintió con efusividad—. ¿Cómo…?

Parpadeó sin entender nada y miró a un lado y a otro de la calle, como si la explicación a la pregunta no formulada fuera a aparecer flotando en medio de la nada: ¿qué demonios hacía plantado en la puerta de su casa? ¿Cómo había averiguado la dirección y por qué se había presentado allí como si nada, dos meses después de su encontronazo? Pensaba en todo eso, pero la sorpresa no le dejaba traducirlo en palabras.

Vio entonces al muchacho sacar algo del bolsillo y distinguió de inmediato una de las tarjetas de visita de su padre. Arian le mostró enseguida el dorso, donde la misma dirección que figuraba en la parte delantera estaba escrita, esta vez, con caligrafía occidental. No reconoció la letra, pero sabía bien dónde estaban guardadas la mayoría de esas tarjetas. Y dado que su padre negó haber vuelto a ver a Arian en el momento en que le preguntó, Matsubara llegó a la conclusión más lógica: se la había apuntado Sayu casi con toda seguridad. Arian lo confirmó al momento, en un japonés muchísimo más inteligible que el de la primera vez:

—¡Clínica! Me la han dado.

Con esos ojillos y esa sonrisa a Matsubara le resultaba difícil recordar que, en realidad, debería sentirse molesto con él.

—¡Vaya! ¿Has preguntado allí?

—Quería, eh…, decir gracias. Ya estoy curado —explicó tras asentir y levantó el brazo para que viera que podía moverlo a la perfección—. He estudiado y he aprendido, ¿verdad?

Matsubara sonrió. No pudo evitarlo porque ese chico le parecía adorable. Tan vivaz, tan abierto, tan entusiasta… Y acabó asintiendo con cierto deje orgulloso en la mirada.

—Hablas japonés muy bien, has aprendido mucho. ¡Y ya tienes el brazo bien, es genial!

Arian efectuó un enérgico movimiento de cabeza al asentir, tanto que se vio en la necesidad de colocarse mejor el gorro que llevaba puesto al haberse movido un poco por tanta efusividad.

—Fui a médico de mi padre, allí… fuera escayola. Y aquí no quería venir antes. No sabía japonés y quería, eh…, dar las gracias bien.

Al comprenderlo, Matsubara se enterneció más de lo que cabría esperar. Pudo haber enviado un detalle, como todo el mundo hacía, pero no: Arian había preferido agradecerle en persona y, con su muy escaso japonés, no iban a poder entablar ninguna conversación decente. ¿Qué otra cosa podría haber hecho, pues, sino esperarse a ser capaz de comunicarse con más claridad?

—Pero no tenías por qué.

En realidad era una mera formalidad, porque lo último que deseaba en ese momento era que su visitante repentino se fuera por donde había venido. Por suerte el comentario no le molestó.

—¡Sí tenía! ¡Ah, y tengo…!

De repente dio media vuelta y atravesó a la carrera el pequeño jardín que separaba la entrada a la vivienda de la calle. Tenía su moto allí aparcada, la misma Vespa amarilla a la que no le había curado las cicatrices de la caída, así que lucía una buena abolladura y un par de rayones bastante notables. Levantó el sillín y sacó dos cosas de ella: la bufanda que le prestara el día en que se conocieron y una bolsa de papel. Le entregó ambas nada más regresar a la puerta y Matsubara pudo comprobar al momento que la bolsa estaba calentita.

—He traído para ti, castañas. Asadas, son de mi madre, también dice gracias. Y gracias por bufanda, mi madre la lava.

—¡Qué amable! No tenía por qué haberse molestado —dijo Matsubara mientras abría la bolsa y aspiraba el delicioso olor que emitía su contenido. Entonces se le ocurrió algo—: ¿Quieres comértelas conmigo? Puedo hacer té.

Ni siquiera supo el porqué de su invitación. Pudo interpretarse como formalidad, una mera norma de cortesía ya que Arian había tenido el detalle de desplazarse hasta allá. Pero no eran esos sus verdaderos motivos. No lo dijo con la forzada adecuación que la situación requería ni lo había invitado con la esperanza de recibir una negativa igualmente protocolaria. Además, intuía que aquel chico extranjero poco o nada sabía de las férreas normas sociales japonesas, las cuales, por otro lado, esperaba que nunca quisiera aprender. Porque la espontaneidad que destilaba, lejos de parecerle grosera o inadecuada, era encantadora.

Y aunque Arian se mostró en un principio tímido, en cuanto Matsubara aseguró que no era molestia alguna, aceptó sin reservas y sin ocultar su ilusión.

Al cabo de un rato, los dos ya se encontraban en el salón, con sendas tazas de té humeantes y las castañas dispuestas en un plato, deliciosas. Matsubara trataba de recordarse a sí mismo que tenía trabajo que hacer y que ya iba con retraso, pero la compañía de Arian se le antojaba demasiado buena como para no sucumbir a la tentación de trasnochar para recuperar el tiempo perdido. Ese chico era un soplo de aire fresco en su vida regida por unas normas que nunca conseguía romper del todo. Su sonrisa, adornada con el gracioso lunar en el lado izquierdo del labio inferior, se mostraba sin tapujos bajo unos ojos redondos, claros y curiosos que parecían mirar el mundo desde otra perspectiva.

—Oye —comenzó Matsubara tras un rato de banal conversación centrada en el sabor del té y de las castañas—, ¿cómo es que has acabado viviendo aquí?

Esperaba que su repentina curiosidad no generara ningún tipo de molestia en Arian. No fue así, por supuesto, y, de hecho, este respondió de inmediato y sin reservas.

—Uhm, mi padre. Él es director de… de… —gesticuló con los brazos algo de gran tamaño— empresa muy grande, él es director de… de un ¿trozo?

—¿Sucursal?

—¡Sí, eso! Sucursal. Es muy grande en Noruega y está viniendo a Japón. Lo han mandado aquí, hay en Tokio también y en Hiroshima.

—¿Y os habéis venido toda la familia?

Arian asintió.

—Mi madre, mi padre y yo.

—Entonces habéis dejado todo atrás —supuso Matsubara—, ¿no echas de menos a tus amigos?

Arian volvió a asentir y, esta vez sí, la melancolía se dibujó en su rostro con la misma claridad con que había reído minutos atrás; de repente a Matsubara le pareció que destilaba soledad. Sintió la imperiosa necesidad de ayudarlo, de ser el enlace que lo uniera a ese país tan extraño y desconocido para él.

—Y aquí ¿conoces a alguien?

—Pocos compañeros en academia —respondió después de negar con la cabeza—. Son mayores, no me gustan.

—Bueno, me conoces a mí, por algo se empieza. Al menos puedes estar seguro de que si te rompes más huesos te podré ayudar, aunque mejor si no te los rompes.

Los dos se echaron a reír y la conversación avanzó prácticamente centrada en Arian y su cambio de aires, sus inquietudes con la diferencia de culturas o sus actividades en la academia donde asistía para aprender, de forma intensiva, el idioma y las costumbres niponas. Cuando quisieron darse cuenta, las castañas y el té ya habían volado, al igual que el tiempo.

—Oye, Matsu, ¿te puedo ver más? —preguntó cuando ya estaba recogiendo para irse.

No se tenían el grado de confianza que hacía falta como para llamarlo por su nombre de pila, y menos aún por un diminutivo que ni siquiera sus amigos más íntimos usaban con él. Pero Matsubara, lejos de encontrarlo irrespetuoso, estuvo encantado con ello.

—Claro que sí, te puedo enseñar la ciudad si quieres, puedo presentarte a mis amigos para que conozcas más gente. Es importante no sentirse solo.

Arian no pudo sino deshacerse en agradecimientos; intercambiaron números de teléfono y direcciones de e-mail y, cuando ya oscurecía, el ruido del motor de su Vespa rompió el silencio de la tarde al desaparecer, con él encima, por la esquina más cercana.

Esa tarde de charla distendida supuso para Matsubara un punto de inflexión pues, aunque aún no lo sabía, Arian era muchísimo más que solo un chico que se sentía solo al estar tan lejos de casa. Y todo cuanto aún le quedaba por descubrir acerca de él acabaría calando hondo; muy hondo. Más de lo que en un principio llegó a imaginar, porque lo que sí tuvo claro al subir de vuelta a su habitación, fue que esa calidez y la sensación de vértigo que se le formó en el pecho significaban algo.

Aun así, prefirió ignorarlas y centrarse de nuevo en el estudio. Ya seguiría pensando en Arian más adelante, porque sus prioridades eran sus prioridades y no pensaba alterarlas.

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