Montañas y tacones lejanos •Capítulo 7•

Para la semana de la exposición de Ramiro, Iván lo tenía todo previsto. Solicitó un permiso aquel viernes para renovar documentación que estaba próxima a caducar; como no tenía ninguna baja previa, no le costó demasiado que se lo dieran. Tenía el billete de autobús hasta Bilbao y de ahí un AVE hasta Madrid el jueves por la noche; el viernes por la mañana, efectivamente, había solicitado una cita para renovar un pasaporte que casi no había utilizado. Tendría toda la tarde libre para ver a Ramiro, a sus amigos y llegar sin problema a la galería a tiempo de la inauguración. Pero aquella semana ocurrió algo inesperado.

Un grupo de excursionistas se habían perdido en los Picos de Europa. A algunos de sus comandantes les pareció una buena oportunidad para que el grupo de entrenamiento cogiera un poco de experiencia real y de paso echaran una mano. Los trasladaron en helicóptero el miércoles a primera hora de la mañana, los veinte aspirantes, Pedro, su instructor de espeleología, el capitán y Yogui, el cámara. Cuando llegaron había ya un equipo de rescate con tres efectivos, y los distribuyeron en grupos liderados por uno de los altos cargos para desplegarse por las diferentes zonas de la montaña en busca de los extraviados, un grupo de tres hombres jóvenes que al parecer tenían experiencia como escaladores, pero de los que no se tenían noticias desde hacía más de veinticuatro horas.

El miércoles fue una jornada agotadora, y al final del día seguían sin tener pistas sobre el paradero de los tres montañeros. Pasaron la noche en tiendas de campaña, a Yogui e Iván no les quedó más remedio que hacer el resumen de la jornada casi a oscuras. El cámara luego se quedó hasta bien entrada la noche editando, trabajando en su ordenador para conseguir cinco minutos de vídeo que tuviesen acción e intensidad, añadió música y combinó las tomas de la búsqueda con breves explicaciones de Iván sobre lo ocurrido. «La cámara te adora», solía decirle Yogui. «Da igual desde dónde te enfoque, siempre sales bien». Al realizador se le daba bien su trabajo, conseguía darle mucho dinamismo a las escenas que filmaban, como si se tratase de una película de acción, incluso sabía cómo sacar partido de las tomas torpes y caseras que filmaba a veces Iván. Siempre hacía una edición cuidada, pero aquella noche se esmeró más de lo habitual, quizás fuese su intuición como contador de historias. El caso es que al día siguiente aquel vídeo había triplicado el número de visitas que tenía el canal de YouTube de Iván. Hasta ese momento los vídeos que subían tenían un seguimiento casi anecdótico, pero esa nueva historia había subido con diferencia la audiencia del canal, sobre todo porque otros canales y algún programa de televisión local habían creado enlaces.

Yogui estaba eufórico aquel jueves por la mañana, fue el primero en saber que esa historia podía ser decisiva. Durante la jornada no dejaba de interrumpir o detener al grupo para conseguir mejores tomas, hasta que Pedro, el instructor, se hartó de él:

—Tenemos que buscar a esos chavales, ¿te enteras? No podemos estar ocupándonos de tu dichosa película.

Intentó convencer a Iván.

—Tío, lo podemos petar con esta historia.

—Yogui, puede que esos chicos estén muertos, contrólate un poco…

—Perdona, tío, tienes razón…

La mañana transcurrió en la misma dinámica, pero hacia las tres de la tarde consiguieron localizar a los excursionistas, gracias a la señal de uno de sus teléfonos móviles. Se encontraban atrapados en una cueva; la gruta había quedado inundada en alguna parte del recorrido, bloqueando la salida.

Se dio orden de que todos los equipos se reunieran a la entrada de la cueva. Yogui aprovechó para hacer algunas tomas de Iván informando de primera mano de las últimas novedades de la operación de rescate, que envió casi de inmediato al canal de televisión local. Mientras, en lo único en que pensaba Iván era en que, si aquello seguía a ese ritmo, no iba a llegar a tiempo para coger su tren a Madrid. Viendo que los equipos de rescate oficiales tomaban el control de la situación, y que ellos solo estaban de espectadores, se ocupó con su móvil en buscar alternativas para viajar el viernes por la mañana; aunque ya la excusa de su cita administrativa no se sostuviera, seguía teniendo el permiso, por lo que no había motivo para que no se tomara el día para llegar a tiempo a la inauguración.

Hacia las cinco de la tarde decidieron que lo mejor era llevarles comida, agua y ropa de abrigo para aguantar en la cueva, pues el nivel del agua estaba bajando y seguramente podrían salir por su propio pie en algún momento. Yogui parecía muy motivado rodando, e Iván sospechaba que los llevarían de vuelta a Candanchú en cualquier momento, ya no tenía sentido que permanecieran por allí.

Entonces todo se estropeó. Una orden de arriba imponía: «Que entre el cachorro». Ese era el mote que usaban los generales para referirse a Iván y el pequeño proyecto en las redes que aquella tarde había vuelto a triplicar su audiencia y empezaba a convertirse en un pequeño fenómeno.

—No podemos mandar al chaval —protestó Pedro poco convencido—. ¿Ahora nos dedicamos a jugarnos la vida de los aprendices?

—Ya sabes que esto viene de arriba —replicó el capitán con calma, antes de dirigirse al «cachorro», que aún no se había enterado de los planes—. Escudero. —El capitán lo llamó por su apellido como solía hacer, le explicó la situación e Iván no tardó en entrar en modo rescate. Ese era su trabajo, después de todo, y sabía que si lo necesitaban estaría entregado al cien por cien—. ¿Te ves capaz?

—Sí, capitán, ya he hecho esto antes. —Y no les cabía duda de que Iván era un espeleólogo experto, y que no debería tener problemas para entrar en la gruta.

—Vamos. Bajo yo con el cachorro —ordenó el capitán, y todo el mundo se puso en marcha para hacer los preparativos.

Le hubiese gustado enviarle un mensaje a Ramiro, puede que tardara en salir de aquella cueva, pero todos los ojos de sus compañeros estaban puestos en él, una vez más quedaba clara su condición de favorito y eso le incomodaba. Por no hablar de Yogui, que intentaba sacarle algunas frases para el canal antes de que se esfumara mientras lo filmaba todo, incluido el proceso de colocarle una cámara acuática en el traje. No había forma de que pudiese sacar su teléfono para mandar mensajes en ese momento, se sentía demasiado observado, demasiado juzgado. Y allí estaba otra vez, el Iván que tenía que demostrar que se lo merecía, mostrarse mejor ante los ojos inquisitivos de sus compañeros.

Faltaban unas horas para la inauguración. Richi había venido a echarle una mano, al estilista le encantaban los detalles; había hecho tarjetas de visita que había colocado en varios puntos de la galería, había traído un libro de firmas de tapa blanca del que Ramiro planeaba librarse antes de que empezara el evento, y ahora andaba afanado colocando las copas de champán formando un triángulo sobre la mesa. Ramiro no se hubiese preocupado por tantos detalles, se empeñaba en no darle importancia a aquello. La galería Quorum era una nave de techos altísimos, cerca del barrio de Lavapiés en Madrid, de ladrillo visto, con las tuberías pasando por el techo, todo pintado de blanco por completo para convertir el espacio en un lienzo virgen en el que pudiesen lucir las obras de arte. Tenía un aspecto bohemio y desenfadado que le gustaba a Ramiro y que Richi estaba estropeando con ornamentos más propios de una boda.

—Nada de flores, Richi.

—Son blancas, como el espacio, le dan un toque…

—No pegan con las fotos. Y nada de canapés, no es un cóctel. Se supone que vienen a mirar fotos, no a inflarse a comer.

—La cita es a las ocho, no queremos que la gente se largue demasiado pronto porque se mueren de hambre, deja al menos que ponga un poco de queso y unas almendras, lo vi en una exposición a la que fui en Málaga, quedaba muy sobrio y elegante…

—Está bien…, pero solo un poco, ¿vale? No te pases.

—Lucas —Richi se dirigió ahora al joven sordomudo que se había convertido en su perrito faldero las últimas semanas—, necesito que vayas a comprar queso y almendras, pero no cualquier queso… —Richi le hablaba constantemente y el joven pelirrojo se veía obligado a recordarle una y otra vez que no lo escuchaba para que finalmente Richi se resignara molesto a enviarle un mensaje por el teléfono, aunque sin dejar de hablarle.

—¿Por qué te empeñas en hablarle?

—Es lo que más me gusta de él…, puedo hablarle durante horas de cualquier cosa y se limita a sonreír y a decirme que sí. —Y entonces miró a su interlocutor sonriendo—. ¿A que sí? —Y el pelirrojo le respondió con una sonrisa y un gesto de incomprensión—. Es genial, puedo contarle lo mucho que me gusta comerme una gran polla por la mañana, lamerla de arriba abajo lentamente…, y no se entera de nada…

Lucas lo miró con una sonrisa traviesa y le escribió un mensaje que Richi leyó en voz alta:

—«¿Estás hablando de sexo? Me apunto». ¡Serás descarado! —exclamó Richi lanzándole una mirada de censura—. Anda, vete a comprar el queso —lo regañó señalando la salida, y el chico con un gesto le indicó que estaba loco antes de alejarse de ellos para hacerle el recado al diseñador.

—¿En serio aún no te has acostado con él?

—¡No voy a acostarme con el hermano pequeño de Christian!, ¿vale? —Ramiro volvió a recorrer la galería con la mirada por enésima vez, como si intentase descubrir algo que se le escapaba—. ¿Nervioso? —preguntó su amigo.

—No, ¿por qué iba a estarlo?

Llevaba meses fingiendo que la exposición no le importaba. Hablaba de ello como si fuese únicamente un pasatiempo, algo que empezó porque estuvo varado en Cuenca sin nada que hacer durante unos meses. No se había animado a reconocer que aquella exposición significaba mucho más para él. Era la primera vez que hacía un trabajo artístico y no quería admitir el miedo que le daba el fracaso. Hubiera preferido hacer algo pequeño, que pasara inadvertido, pero sus amigos no lo habían dejado. Conocían a mucha gente del mundo del arte, artistas, galeristas, críticos de arte, directores de museos, y particularmente Tony se había dedicado a invitar a todo el que conocía que tuviese vinculación con el mundo del arte y la moda. Hubiese preferido que no lo hiciera.

Llevaba casi una década trabajando como fotógrafo de moda, había hecho catálogos, portadas de revistas, había viajado por las capitales de la moda con un pase vip para todas las pasarelas, consiguiendo trabajos para las revistas más emblemáticas, unas veces porque su trabajo lo valía, otras —y eso lo sabía— porque se follaba a la persona adecuada. Pero en todo su trabajo anterior se había sentido siempre un farsante, era algo que podía hacer sin arriesgar demasiado. Ese puñado de fotos en blanco y negro que ahora interrumpían las paredes blancas de la galería era lo más personal que había hecho en su vida. Ahí estaba plasmado el Ramiro de verdad. No había hecho esas fotos para contentar a nadie, las había hecho para él, solo por explorar, solo porque se lo pedía el cuerpo. Mirándolas ahora colgadas de los muros pálidos con toda su dimensión, y su potencia, sabía que era lo mejor que había hecho en toda su vida. Y precisamente por lo mismo daba tanto miedo.

Había pasado años criticando con soberbia la fotografía comercial, como si fuese una elección por conveniencia, una de la que podía librarse el día que se lo propusiera para convertirse en un verdadero artista. Pero tal vez solo fuera eso: un alarde de arrogancia. Puede que no tuviese lo que hacía falta. Ahora que había dado el paso, si fracasaba, todo su anhelo por una vida de artista quedaría convertido en una pose fingida de rebeldía vacía.

—Oh, vaya… —la voz de Richi lo devolvió a la realidad—, no creo que Iván llegue a tiempo…

—Dijo que vendría…

—¿No has visto su canal?

—Procuro no ver su canal… —mintió.

—Está metido en una cueva rescatando a alguien…

—¡¿Qué?!

—Ha pasado allí la noche…, tienes que verlo… —dijo mostrándole las imágenes en el teléfono.

«Mierda», pensó Ramiro, «otra vez no».

Eran más de las seis de la tarde del viernes cuando al fin consiguieron salir de la cueva. No había sido especialmente complicado. Tal y como habían pronosticado, el nivel del agua en las grutas había bajado lo suficiente durante la mañana como para que consiguieran salir caminando sin necesidad de bucear entre las rocas de las grutas; algo que sí habían tenido que hacer el día anterior para localizar a los tres espeleólogos atrapados.

Se encontraban en la base aérea de Zaragoza, a la espera de un medio de transporte de vuelta a Candanchú. Acababan de volar hasta allí en helicóptero con los tres excursionistas. El resto de sus compañeros habían vuelto a la escuela el día anterior, seguramente ya estaban celebrando el fin de semana. Yogui también se había marchado; aprovechando que estaban cerca de una ciudad, había decidido irse de fiesta. Pero Iván y el capitán aún tenían que esperar a que los recogiera algún vehículo. Estaban hechos un asco, llenos de barro, sudados —bueno, el capitán no tanto— y con la mochila a cuestas, sobre la pista de asfalto a oscuras dejándose mojar por una llovizna leve, casi imperceptible. El capitán charlaba con unos oficiales del ejército como si el tiempo no pasara. Iván miraba su teléfono muerto fijamente, como si pudiese reanimarlo con los ojos, sabiendo que no había forma de que llegara a Madrid para la inauguración y que ni siquiera podía enviarle un mensaje a Ramiro, o llamarlo, porque su móvil se había quedado sin batería hacía horas.

El capitán se acercó y se quedó a su lado con esa quietud tan suya que llenaba el espacio.

—Lo has hecho bien hoy, soldado.

—Gracias, capitán.

—¿Cansado?

—No…, bueno, sí, un poco…

El capitán lo observó detenidamente como si intentara descifrarlo.

—Tenías un permiso hoy, ¿verdad? No te habremos fastidiado algo importante…

Hay una camaradería que surge de forma espontánea e inevitable cuando te juegas la vida junto a otra persona escalando, o sumergiéndote en las entrañas de la tierra. Quizás fuera por eso, o solo porque se sentía abatido y cansado, el caso es que en ese momento no tenía ganas de seguir fingiendo.

—Mi novio inauguraba una exposición esta noche…, era importante para él y no voy a llegar…

—¿Novio? —Un ligero gesto de sorpresa acompañó la pregunta, pero no había reproche.

—Bueno, espero que siga siéndolo… Últimamente no hago más que decepcionarlo…

—Vaya… —El capitán se quedó pensativo un momento y luego sacó su teléfono—. No podemos dejar que eso ocurra. —Hizo un par de llamadas antes de dar con la persona adecuada—. Sí, necesito efectuar un traslado a Madrid… Esta noche…, sí… ¿Hay algo que salga antes?… Vale, que esperen… —Dio algunas instrucciones más, en esa jerga militar que le otorgaba cierto aire de grandeza, antes de colgar y dirigirse a Iván con el mismo semblante impasible de siempre—. Hay un helicóptero que sale de los almacenes hacia Getafe esta noche, estaba a punto de despegar, pero les he pedido que te esperen… —Sin haber terminado de darle la información, hizo parar a un jeep que pasaba a unos diez metros de donde estaban, con sus grandes brazos le indicó al cabo que lo conducía que se acercara—. Cabo, lleve al guardia al ala 31, lo están esperando. —Y así, con una llamada y un par de gestos del brazo, su capitán acababa de salvar la noche.

—No sé cómo agradecérselo, capitán…

—Soldado —dijo con familiaridad—, cójase ese permiso el lunes y arregle sus asuntos.

Iván sonrió.

—Eso haré…, gracias… —Y subió al jeep de un salto, con su mochila llena de mierda y las botas asquerosas, oliendo a cloaca, y, aun así, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.

La noche se le había jodido desde el momento en que Richi le contó que Iván no vendría. Había mirado su teléfono por lo menos un millón de veces: ni siquiera un puto mensaje. Sabía que estaba a salvo, el vídeo de su salida de la cueva con los montañeros daba vueltas por las redes, su móvil estaba plagado de mensajes; «¿Ese no es Iván?», querían confirmar la noticia quienes los conocían como pareja. Los mensajes se le acumulaban, pero ninguno de él.

La galería estaba llena desde hacía veinte minutos, y Gema, la galerista —que firmaba Xema para otorgarse cierto exotismo—, una mujer alta y morena, con un cuerpo desproporcionado a ratos, sonrisa plástica, que hablaba como si le hubiese dado un derrame cerebral… no dejaba de presentarle gente, posibles compradores, personalidades o alguna cara famosa que deseaba conocer al artista. Estaba descubriendo cuánto odiaba esto: tener que lamerle el culo a la gente con pasta que entiende el arte solo como una inversión económica. Había besado muchos culos en su vida, pero esta noche no podía hacerlo, no con esas fotos; le ponía enfermo que alguno de esos gilipollas se llevara uno de sus retratos. ¿Para qué los querían? Seguramente para meterlos en un armario, por si el fotógrafo de turno cobraba fama en el futuro y su trabajo se revalorizaba. Luego estaban los «artistas», o más bien los entendidos en arte, que le daban la murga analizando su obra: la luz, bla, bla, bla, la fuerza, bla, bla, bla, que si la metáfora o la poesía, bla, bla, bla… ¿De qué cojones hablaban? Puede que solo estuviese jodido porque a un estúpido escalador se le había ocurrido desaparecer por completo aquella noche. Justo esa, de todas las noches posibles.

El tiempo seguía pasando, la galería estaba tan llena que costaba ver las fotos, el ruido de las conversaciones se desvanecía en los altos techos, entre el laberinto de cañerías de épocas pasadas. Ramiro tuvo la impresión de que a los espectadores les importaba más su copa de vino y la charla que las fotografías, y por un momento se le ocurrió sacar la cámara y fotografiar la contradicción de aquel espectáculo de postureo. Sus fotografías captaban la verdad de personas cuya realidad estaba muy lejos de aquellos que ahora deambulaban fingiendo entender algo. Incluso el mismo hecho de que él hubiese hecho esas fotos para exponerlas en una galería le parecía irrelevante, pretencioso. ¿En qué cambiaba la vida de aquellas personas de las imágenes? Solo era un circo de vanidades. Justo cuando llegaba a esa conclusión, Richi se le acercó.

—Es Iván, está aquí.

—¿Iván? ¿Dónde?

—Fuera, me ha enviado un mensaje para que salga.

—¿Por qué a ti?

—¿No lo sé?

Se encaminaron hacia la entrada de la galería, y allí, apoyado entre coches aparcados, como si llevara ahí toda la noche, estaba él. Casi parecía un espejismo. Se acercó un poco, sus ojos se cruzaron por casualidad y encallaron el uno en el otro, y entonces, el tiempo se detuvo. El mundo se interrumpió en su trajinar grotesco y quedó concentrado en solo dos pares de ojos que se encontraban.

—¿Llamas a Richi y no me llamas a mí?

Iván sonrió, confirmando que las palabras eran irrelevantes.

—Es que… quería cambiarme antes de entrar. ¿Puedes dejarme algo de ropa, Richi?

—¿Qué soy? ¿Un puto armario ambulante? —protestó el estilista.

—Lo que sea…, solo quiero estar limpio.

—Vale, vale, veré qué tengo en el coche… —añadió como si fuese un fastidio.

Quedaron solos, y casi sin quererlo, de forma automática, o por inercia de los cuerpos acostumbrados a buscarse, como si hallaran su lugar natural y no pudiesen evitar dirigirse hacia él, se fueron acercando.

—Parece que hubieras salido de una cueva…

Iván le rio la gracia.

—Lo siento —susurró.

—No lo sientas…, estás aquí… —Y los labios habían quedado para entonces a tan solo unos centímetros, pero un centímetro era un abismo para su anhelo. Las frentes se unieron, Ramiro cerró los ojos y una de sus manos fue a su encuentro, solo para cerciorarse de que estaba allí, le sujetó el rostro en una caricia y quedaron los dos tan en silencio que juraría que escuchaba su corazón latiendo.

Iván fue en busca de su boca, y al fin los labios se besaron, pero un beso no era suficiente para apagar su sed. ¿Estaba esto bien?, se preguntó Ramiro, ¿debía detenerlo o dejarse llevar? Era la pregunta que no había dejado de hacerse todo ese tiempo, y las dudas aún amenazaban su conciencia. Él era su tormenta… y a la vez quien tenía el poder de apaciguar la tormenta. Bastaba que lo besara para que las nubes desaparecieran y la madeja en su cabeza buscara pretextos para quedarse a su lado, y desistir de todo lo demás. ¿Cómo podía una persona tener tanto poder sobre sus emociones?

—Vale, dejadlo para luego, no montéis un numerito en la calle… —Richi volvió cargado de perchas y bolsas con prendas de ropa, parecía a punto de irse de viaje. En el fondo le encantaba el reto—. Vamos al baño a cambiarte, no queremos que te arresten por exhibicionista… Y tú vuelve a tu exposición, ya me encargo yo de Iván.

Al diseñador no le bastó con traerle ropa limpia, si lo iba a vestir, debía tener su sello. Le puso una americana azul marino que tuvo que remangar con un par de vueltas para disimular que le quedaba pequeña, con una camiseta blanca debajo, unos pantalones a cuadros que sabía que en otras circunstancias Iván jamás se pondría, y se pasó un rato decidiendo qué zapatos le iban mejor e intentando domar el enjambre en el que se había convertido su pelo embarrado. Para cuando salió del servicio de caballeros, Iván estaba listo para subir a una pasarela, y Richi estaba sofocado y henchido de orgullo.

Ramiro lo vio entrar a la amplia sala donde se exhibían las fotos, pero no se acercó a él, estaba aún enfrascado en conversaciones intrascendentes con unos y otros, clientes de la galería que llegaban a última hora. Iván le sonrió y le guiñó un ojo desde la distancia. De golpe ya no le importaba tener que fingirse amable y hablar de banalidades. Le seguía el rollo a Xema con su pose artificial sin perder de vista a Iván, que empezó a recorrer la sala deteniéndose en cada una de las imágenes, observándolas con ojo meticuloso; las ampliadas que ocupaban casi una pared entera, las pequeñas que se agrupaban en tríos o cuartetos. Le gustaba la forma en la que observaba sin prisa, aislándose del resto, sin interesarse por lo que pensaran los demás, sin alardes, como todo lo que hacía. Y le pareció curioso que un detalle tan insignificante como que él hubiese llegado a tiempo pudiese transformarlo todo; pues ahora los artificios carecían de importancia, los canapés y los lameculos, el éxito o el fracaso, podía sonreír sin reparos porque se sentía feliz.

—¿Qué te parece? —Había pasado casi una hora, ya solo quedaban algunos rezagados y amigos cercanos en la sala cuando Ramiro se acercó por detrás y rodeó a Iván con los brazos, encajando su barbilla sobre su hombro—. ¿Algún veredicto?

—¡Esto es una pasada! —dijo él agarrándose a las manos que lo rodeaban—. Ha venido mucha gente, ¿verdad? ¿Eso es bueno?

—Ya se verá… Pero quiero tu opinión…

—Me encanta verlas así, tan grandes… Parece que lo hubieras planeado todo desde el principio para que quedara precisamente así, es… es coherente. Me gusta el contraste de las fotos del campo y la ciudad…, consigues que no parezca tan distinto… Me gusta cómo has agrupado las fotos, aunque me intriga que hayas puesto a las prostitutas junto a los concejales del pueblo…

Ramiro soltó una carcajada.

—Te has fijado…

—¿Qué intentas decir con eso?

—No estoy seguro…

—Ya tengo mis favoritas… Esa de los niños, no la vendas, me gustaría ponerla en casa… —Y entonces guardó silencio—. ¿Puedo decir eso? —La conversación había tomado un nuevo rumbo…—. ¿Aún puedo pensar que hay una casa a la que volver?

Ramiro no contestó, hundió la cara en el cuello de Iván, evitando su mirada interrogante, y el aroma de su piel, esa mezcla potente de olor masculino y las prendas perfumadas de Richi, se le clavó en el pecho…

—¿Lo hablamos luego?

El gesto de Iván se apagó al instante.

— Vale… —dijo, dolido—, pero hablémoslo, me estoy volviendo loco… Te echo de menos…

—Yo a ti más… —Volvieron a perderse en miradas, y Ramiro le besó discretamente el cuello.

—¿Richi se ha echado novio? —cambió de tema fijándose en el diseñador y aquel joven de pelo cobrizo que no se despegaba de su lado.

—Ese es Lucas. Creo que aún no ha decidido si quiere follárselo o adoptarlo…

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