Malos deseos, dulces mentiras •Capítulo 4•

—Entonces ¿a quién han enterrado esta tarde?

Sentados utilitariamente en su cocina, Miki, tan hambriento como siempre, devoraba unos espaguetis recalentados.

—Creo que era Karim… Estaba en mi casa cuando llegaron esos hombres, por eso me marché…

—¿Qué hombres? ¿Alguien entró en tu casa?

—Supongo que lo siguieron, porque solo llevaba unas horas en casa y yo salí solo un momento para comprar algo de comer, y cuando volví ya estaban ahí. ¡Oooh…!, tendría que haber llamado a la policía, pero no sabía qué hacer… Me dio tanto miedo que pudiera pasarle algo a Gael…

Miki estaba muy afectado y mezclaba la información sin coherencia alguna. Tras una tila, dos valerianas y una buena llantina, Víctor consiguió que se calmara lo suficiente para que explicara quién era Karim y qué era lo que estaba pasando.

—¿De qué lo conocías?

—No lo conocía, solo hablé con él unas horas. Gael le dio mi número de teléfono, le dijo que viniera a casa… Lo ayudó a escapar la noche que lo arrestaron.

—¿A escapar? ¿De qué?

—Me contó que había llegado hace dos meses, en patera, y había acabado con una especie de mafia que lo obligaba a prostituirse, pero solo era un niño. —Víctor recordó el comentario de la cabo Lara sobre las muelas del juicio—. Dijo que había otro chico, también de su edad…, quince o así, pero no sabía qué había pasado con él.

—¿Y por qué creen que eres tú?

—¡No lo sé! Por eso he vuelto. Estaba ya de camino a Francia y un amigo me llamó para decirme que alguien le había contado que yo estaba muerto, y seguro que Gael cree que me han matado. Necesito que hables con él y le digas que estoy bien…

—Vale, espera…. Y ¿quiénes son los que se lo llevaron?

—No lo sé…, yo tampoco entiendo nada de esto. No he podido hablar con Gael, seguro que él lo sabe todo… —Y una vez más saltaba al final de la historia sin los pasos previos y Víctor lo forzaba a explicarse—. Vale, Karim se presentó en casa, me contó lo de Gael y eso, y nos íbamos a ir a Francia con el dinero que me prestaste. Yo solo salí a comprar algo de comer. Cuando volvía a casa, vi a esos hombres que le estaban dando una paliza…, y yo… me fui y ya no volví a casa.

—Y ¿por qué tenía tu cartera?

—¿Mi cartera? Yo no tengo cartera.

—Encontraron el cuerpo de ese chico con tu documentación encima.

—Yo no tengo documentación.

—¿No tienes una tarjeta de la Seguridad Social?

—Ah, eso sí… —Miki buscó en sus bolsillos entre papeles, recibos de alguna compra y envoltorios de chicle—. Debo haberla dejado en casa…

Así que alguien la había puesto en el bolsillo de aquel chico, y seguramente no fue una casualidad que se hiciera una inspección en el depósito de agua ese día.

Habían querido que se encontrara el cadáver y que se identificase como Miki. Y se habían dado prisa en eliminar las pruebas después.

—Es justo lo que me dijo Gael, que debía marcharme… Llevo una semana dando vueltas sin saber qué hacer. No me atrevo a ir a casa ni a llamar a nadie… Lo siento de verdad, Víctor, no quería molestarte otra vez, solo necesito que hables con él y, te juro, te juro que luego me voy y te dejo en paz…

—Tranquilo, Miki, iré a hablar con Gael mañana, pero no quiero que te muevas de mi casa hasta que averigüe qué está pasando. —Se acercó y le dio un abrazo—. Necesito que tu chico deje que sea su abogado, así podré tener acceso a los informes del caso…

—¿Vas a ayudarnos? Eres tan buena persona…

—Joder, Miki, vengo de poner una lápida con tu nombre en el cementerio. Creía que te habían matado…

—¿Has pagado mi entierro? Oh, dios mío, eso es tan bonito… Debe haberte costado una fortuna, no tenías que haberlo hecho… —Y Miki, en un despliegue de emoción, se lanzó a besarlo en los labios—. Gracias, gracias, no me puedo creer que hayas hecho eso por mí.

Víctor tuvo que sonreír, le gustó volver a sentir el calor de su cuerpo entre sus brazos y sus labios suaves sobre la boca. Y, como de costumbre, Miki no tardó en convertir el afecto en sexo e, incluso estando tan alterado por los sucesos recientes, comenzó a restregarse para saciar su deseo. Le hubiese gustado besarlo de verdad y sentir su cuerpo desnudo contra el suyo, pero se recordó a sí mismo que no era suyo, y que las condiciones de su relación habían cambiado.

—Para, Miki, mañana tengo que ir a hablar con tu novio, no me lo pongas más difícil, ¿vale?

El chico se separó un poco, algo cortado por el cambio de dinámica.

—Claro, perdona… Siempre se lo dije a Gael, que eres un tío legal.

—Para eso están los amigos, ¿no? —Miki sonrió, esa sonrisa ingenua y deliciosa, y tuvo ganas de besarlo otra vez. ¡Joder! ¡Iba a ser difícil!

 

Un día más se acercó al centro penitenciario de Alcalá Meco, esta vez con la idea firme de esclarecer el asunto. Tenía una segunda oportunidad con Miki y estaba decidido a no fallarle. Ya sabía a quién se iba a enfrentar y no pensaba dejar que el joven de mirada intensa volviera a intimidarlo. A pesar de su determinación, cuando lo vio entrar por la puerta sintió cómo el aire le faltaba por unos segundos. Cuanto más lo veía, más le impactaban esa belleza salvaje y esa virilidad que emanaba sin esfuerzo.

Se sentó en una de las sillas metálicas en silencio, sin dirigirle la mirada. Víctor lo observaba, todavía de pie; llevaba el pelo sucio y le caía a mechones por el rostro, aún tenía los ojos enrojecidos por la congoja, la barba incipiente realzaba, si cabía, ese aire rebelde que llevaba como un escudo. Víctor se concentró en lo que había venido a hacer. Se sentó en la silla opuesta y recitó el discurso que había memorizado.

—La tía Pochi está bien, dice que el perro de la lagarta se ha comido la torta. —Víctor no entendía de qué iba ese mensaje absurdo, pero estaba claro que Gael comprendió al instante de quién venía, pues sus ojos se dilataron en un gesto de asombro que intentaba controlar, demasiado desconcertado como para evidenciar una reacción más clara. Era algo que había hablado con Miki la noche anterior. Si todos lo daban por muerto en ese momento, tal vez era mejor dejar que siguieran creyendo que lo estaba. Tampoco sabía de quién podía fiarse, así que debía avisar a Gael sin que nadie pudiese advertir lo que pasaba. Él aún no era su abogado, por lo que no sería extraño que estuviesen grabando la conversación. Se apoyó en la mesa y se acercó a un Gael que seguía mirándolo confundido—. Entiendes lo que te quiero decir, ¿verdad?

—¿Cómo…? —Quería preguntar, pero adivinaba que no debía.

—Ya te lo explicaré, ahora tienes que confiar en mí, Gael. Quiero ser tu abogado y sacarte de aquí.

—Dijiste que no era tu especialidad…

—De eso me ocupo yo —aseguró, y en ese momento sacó la instancia ya rellenada que debía firmar Gael para autorizarlo como su representante legal. Gael tomó los papeles y comenzó a leerlos, volviendo una y otra vez la mirada a Víctor, como si esperase un cambio repentino que le dijera que todo eso era un error o una broma de mal gusto. Por un instante le pareció que quería decir algo más, pero cambió de opinión, buscó la última página sin terminar de leer y firmó.

 

No perdió más tiempo, y esa misma tarde solicitó las pruebas en el juzgado y se hizo con el informe policial. Tres muertos. Una mujer, presumiblemente una prostituta, de cuarenta y dos años había muerto por una sobredosis; en su sangre y sobre su piel se habían encontrado cantidades letales de cocaína, heroína y fentanilo, un opiáceo que podía usarse como anestésico. El juez Varela era uno de los otros dos muertos, con siete puñaladas en el pecho y un corte mortal en el cuello que seccionaba la carótida, un crimen que mostraba ensañamiento. Su sangre y su cuerpo también presentaban restos de cocaína. El otro muerto era Paco Martín, organizador de la fiesta y conocido proxeneta, que dirigía varios clubs de alterne por el país y tenía una larga ficha de delitos menores, desde la posesión de armas al tráfico de drogas. También había sido apuñalado, una sola vez en los riñones desde la espalda; había muerto desangrado. El único sospechoso del crimen era Gael Álvarez, inmigrante ilegal de origen colombiano, que había sido acusado de dos cargos de asesinato con alevosía, pues la muerte de la mujer, de momento, se consideraba accidental.

Leyó minuciosamente la declaración de los siete testigos que había interrogado la policía, cinco de los cuales eran prostitutas; los otros dos eran los vigilantes de la fiesta que habían retenido a Gael encerrado en un aseo hasta que se presentó la guardia civil. Las mujeres declararon no haber visto nada, excepto a los vigilantes pegando y encerrando al joven escort. Los dos hombres, en su testimonio, aseguraban haber encontrado al chico encima del juez, apuñalándolo; Varela tumbado sobre la cama doble, el chico sentado a horcajadas sobre él, puñal en mano. Lo habían detenido, Paco Martín había intentado reanimar a la mujer, que estaba convulsionando en el suelo, y el acusado, liberándose de los dos guardaespaldas, se había lanzado sobre Martín y le había clavado también la navaja por la espalda. Fue en ese momento, según la declaración de los testigos, cuando finalmente consiguieron reducirlo y encerrarlo en el aseo para llamar a la policía. Había fotografías de los cadáveres, del arma ensangrentada, también una camisa de Gael cubierta de sangre, sus huellas se habían encontrado en el puñal y por toda la habitación en la que ocurrieron los hechos. Un análisis al presunto asesino había revelado que este también había consumido grandes cantidades de cocaína.

Tras analizar el informe durante casi dos horas, Víctor cerró la carpeta y se recostó en el sillón giratorio de su despacho. Las pruebas señalaban de forma contundente a Gael, y, sin embargo, había un detalle obvio e inquietante. Siete putas en una fiesta, tres vigilantes y un solo cliente; era ridículo no darse cuenta de que faltaba información, y se preguntó a quién, o a quiénes, intentaban proteger que tuviera el poder para desaparecer por completo de una investigación policial.

 

Otro viaje de cuarenta minutos para acercarse a Alcalá Meco; necesitaba escuchar la versión de Gael. Esta vez se reunieron en una sala privada, una prevista para los abogados y sus representados en la que no podían ser grabados o vigilados de ninguna forma para preservar el secreto profesional entre abogado y cliente.

Cuando Gael entró tenía el labio partido y un ojo hinchado y algo amoratado, alguien le había dado una paliza.

—¿Qué ha pasado?

—No es nada…, se me hace que no les ha gustado que cambie de abogado. Debería andarse con cuidado, no creo que les caiga muy bien.

—¿A quiénes?

Él se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Gael, necesito que confíes en mí. Tienes que contarme todo lo que sabes para poder ayudarte. —El chico miró a su alrededor, como si buscara algo en las esquinas, tal vez una cámara o un micrófono—. Ahora soy tu abogado, nadie puede grabar o escuchar nuestra conversación, y aun en el caso de que lo hicieran, no podría usarse en un juicio. Ni siquiera yo podría usar lo que me cuentes en tu contra, la ley no lo permite.

—A la gente con poder la ley le importa un carajo.

—Pues hagamos que les importe.

—Entonces… —volvió a mirar a su alrededor, volvió a dudar— ¿él… está bien?

—Sí, está bien. Y está a salvo.

Gael bajó la mirada y soltó el aire en un suspiro largo, como si llevara un siglo reteniéndolo en los pulmones. Su gesto era una mezcla de alivio y preocupación.

—No, no está a salvo… Debería preocuparse por él y no por mí… —Cerró los ojos un instante y se pasó la mano por su rostro maltrecho.

—¿Qué ocurrió esa noche, Gael? ¿A quién están protegiendo?

Se recostó en la silla y observó a Víctor unos instantes antes de empezar a hablar.

—Yo no vi nada en realidad. Solo cometí el error de tratar de ayudar a Hellena.

—¿Intentaste reanimarla? —El chico asintió—. Y ¿cómo acabaste con la ropa manchada de sangre de los otros dos cuerpos?

—No sé, el cuarto estaba lleno de sangre por todos lados, al principio creí que también la habían acuchillado a ella…

—¿Por qué estaban tus huellas en el puñal?

—¿No me cree?

—Intento buscar la forma de justificar las pruebas que tienen.

—¡Yo no agarré ese puto puñal! —gritó—. No conozco a esa gente de nada, ¿por qué iba a matarlos? Pero ella sí, ella era una amiga y ellos la mataron.

—¿Te enfadaste con esos hombres cuando la viste muerta?

Gael le clavó la mirada.

—¡Ya te dije que yo no vi nada! Ni siquiera estaba en ese puto cuarto.

—¿Dónde estabas cuando ocurrió?

—En otro cuarto con Harry Styles —anunció con sorna.

Víctor lo miró sin comprender.

—¿El cantante?

—Claro que no, joder. Nadie usa su nombre real en esas fiestas… —Luego echó la cabeza ligeramente hacia atrás y añadió insinuante—: ¿Quieres que te cuente lo que hacíamos…? —Y Víctor, a su pesar, se descubrió pensando que sí, que quería saber con detalle cómo se lo follaba aquel desconocido, cómo le había arrancado la ropa o atado a la cama, cómo era ese cuerpo glorioso que podía adivinar a través de su camiseta blanca…, pero tenía que controlarse, porque no debía pensar en esas cosas.

—¿Por qué no… —y carraspeó— por qué no empezamos por el principio? ¿Cómo llegaste a esa fiesta?

Y merodeando entre palabras, con monosílabos y de manera escueta, el colombiano fue desentrañando aquella noche. Gael trabajaba ocasionalmente para una agencia de escorts, la forma elegante de decir prostitución. Aquella noche lo llamaron para una fiesta que daba una empresa.

—No era nada sexual, en realidad; en esas fiestas solo buscan chicas y chicos guapos que flirteen y se dejen meter mano, pero no suele ir a más.

Aunque a veces, como siguió contando, sí pasaba. Aquella noche le ofrecieron ir a otra fiesta, una en un piso clandestino.

—Una fiesta blanca —la llamó.

—¿Una qué?

—Coca y sexo.

Esas eran fiestas que se organizaban en pisos que se alquilaban solo por unos pocos días para no dejar registro.

—Allí el sexo es como una barra libre —dijo—. Tienes que estar completamente desnudo y dejarte hacer con quien quiera… Pagan muy bien —añadió sin un ápice de remordimiento. Las drogas también corrían en abundancia, drogas caras, por lo que dijo. Hacia las dos de la madrugada escuchó los gritos de dos hombres.

»Al principio creí que se trataba de algún juego sexual, pero luego todo el mundo se puso a gritar y salí a ver qué onda. Cuando me acerqué al cuarto, un chico muy joven, casi un adolescente, estaba encima del juez con el cuchillo. Hellena estaba tirada en el piso, pero no me paré a ver qué le pasaba, me lancé sobre el chico y le quité el arma. Entonces al fin llegaron los otros, los vigilantes. No sé a dónde estarían porque tardaron mucho en aparecer, seguramente sirviéndose a alguna de las chicas. Uno de ellos, ese tal Martín, intentó reanimarla, pero no respondía; y entonces el chico, el niño, me quitó el cuchillo. Yo estaba distraído y no reaccioné a tiempo, y se lo clavó al tipo por la espalda. Para entonces ya estaban todos los matones por ahí, agarraron al chico y a mí también. No sé qué harían con el otro, a mí me encerraron en el baño y me tuvieron ahí, no sé, unas horas por lo menos. Cuando al fin me sacaron, eso estaba hasta arriba de canas, y a mí me llevaron esposado.

—¿Era el chico que fue a ver a Miki?

Dudó un momento antes de hablar.

—Quizá…, puede que consiguiera escapar. No sé.

—Y ¿por qué tenía el teléfono de Miki?

Se recostó en la silla, algo irritado con la pregunta.

—Es posible que se lo diera yo…

—¿En qué momento?

—¿Es que no me crees? —gritó—. Acabo de contarte que el puto juez estaba violando a un niño y que esos cabrones van a meterme en la cárcel para que nadie sepa nunca lo que hacen y ¿solo te preocupa cómo consiguió mi puto número de teléfono?

—No dudo de ti, estoy aquí para ayudarte. Intento adelantarme a las preguntas que te harán, debes tener clara tu versión, si dudas o te enfadas pareces culpable.

—¿Te parezco culpable, abogado?

—Ahora mismo sí. Porque mientes y me ocultas información.

—¿En qué te mentí?

—Me habías dicho que no habías cogido el puñal. Pero acabas de contarme que se lo quitaste a ese chico y lo tuviste en la mano. —El gesto de Gael se endureció—. ¿Ves esta camisa? —añadió al tiempo que colocaba sobre la mesa una foto en la que se veía a Gael con una camisa a rayas azules y blancas completamente manchada de sangre—. Tiene manchas de salpicadura, ¿sabes lo que quiere decir eso? Que la única forma de que se hicieran es que tú tuvieses el puñal en la mano y se lo estuvieras clavando a alguien. —Gael soltó una risa desganada, alejando la mirada—. Así que deja de tomarme por tonto, Gael, y empieza a hablarme para que pueda ayudarte a salir de esta.

—Puedes hacer muchas cosas, abogado, pero eso no puedes hacerlo.

—No si tú no me ayudas. Todas las pruebas te señalan, así que, si no fuiste tú, necesito saber todos los detalles.

—El chino está muerto, y nadie sabrá nunca que estuvo en esa fiesta.

—¿Cómo sabes que está muerto?

—No lo sé, lo imagino. No querrían que se supiera…, por eso necesitan otro culpable.

—¿Quién te dijo que está muerto? —Pero Gael no contestó—. ¿Cuándo le diste tu número? —insistió con calma.

Gael observó a Víctor un momento y finalmente se resignó a contestar.

—Estaba asustado y quería irse de ahí, le dije que se fuera y le di el número de Miki, le dije que él lo ayudaría. Solo era un niño…, pero luego llegaron los matarifes esos y ya no sé qué pasó con él.

—¿Dónde estabas tú cuando empezó todo?

Se recostó en la mesa con un comienzo de sonrisa, acercándose a Víctor todo lo posible.

—Ya te conté, estaba en el otro cuarto con un tipo mayor, como de tu edad. Creo que era militar.

—¿Militar? ¿Por qué?

—Se les nota. Era un tipo grande, estaba en forma, como quien entrena, aunque tenía la piel blanda y fofa… Quería que lo amarrara, que lo amordazara, que le diera cachetadas en el culo y le metiera cosas por el ano. —Y eso último lo dijo mirando a Víctor fijamente a los ojos, y por unos segundos el abogado se quedó pegado a esos ojos ocres que lo atravesaban—. ¿Te gustaría que te hiciera eso a ti, abogado?… —Y se dibujó una sonrisa de comprensión en su gesto—. No, no eres de esos… —aseguró, bajando la voz a un tono sensual que acariciaba las palabras—, a ti te gustaría hacérmelo a mí, ¿no es cierto? ¿Te gustaría atarme y golpearme y meterme algo grande y duro por el ano…?

Su forma de hablar, su cercanía y su mirada eran intoxicantes, y corría el riesgo de dejarse arrastrar por la fantasía que creaban sus palabras. Pero Víctor no se dejó manipular y volvió como pudo al tema que los ocupaba.

—¿Lo reconocerías si lo vieras en una foto?

—Claro, lo reconocería hasta de espaldas. Tenía un tatuaje por toda la espalda…, un águila con una espada. Pero ese tipo no tuvo nada que ver, estuvo atado al cabecero de la cama todo el tiempo.

—Pero puede situarte en otra parte, lejos de la habitación en la que ocurrieron los asesinatos.

Gael se rio.

—Me haces gracia, abogado. ¿De veras crees que ese tipo va a admitir que estuvo en esa fiesta?

—Y eso ¿te hace gracia?

Gael se inclinó hacia él mirándolo fijamente, acercándose tanto que le llegó un atisbo de su olor, que le recordó a una noche de alcohol en el asiento de atrás de un coche.

—Simplemente no me hago ilusiones, abogado. Sé que estoy jodido.

 

Salió de la reunión completamente intoxicado de la presencia de Gael. Hizo el trayecto de salida de la penitenciaría como si estuviera huyendo, sorteando los obstáculos de seguridad con la inquietud galopándole en el pecho. Cuando al fin pudo sentarse a solas en su coche, necesitó permanecer allí quieto un momento recuperando el control sobre sí mismo, los ojos cerrados, aferrado al volante con fuerza, obligándose a respirar con calma. Estaba jugando con él, lo sabía, y lo conseguía sin esfuerzo. No podía escapar de sus ojos, de su mirada fría e hipnótica, de su boca de labios gruesos, del movimiento de su mandíbula, que marcaba sus músculos al hablar, de sus manos; también sus manos eran preciosas, masculinas, largas y huesudas, y daban paso a sus antebrazos, que ya presagiaban un cuerpo fibroso y joven, y perfecto. En cuanto cerraba los ojos se imaginaba acercándose, tocándolo, besándolo, quitándole la ropa… ¡Dios! Necesitaba tocarlo. Saber cómo se sentía su piel, recorrer sus brazos, su torso duro y fuerte con las manos. Pero tenía que sobreponerse porque no era nada suyo y no lo sería jamás. Y porque tenía que volver a su casa, donde aguardaba quien sí tenía derecho a tocarlo, quien sabía cómo se sentía abrazarlo y besarlo…

Pasó el resto de la tarde en su oficina, adelantando el trabajo que se le había acumulado en los últimos días e intentando despejar la cabeza. Regresó a su casa pasadas las diez de la noche y se encontró con la estampa de Miki hecho un mar de lágrimas en el sofá. En cuanto vio a Víctor entrar por la puerta se lanzó a sus brazos y lo rodeó por el cuello con fuerza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el abogado preocupado.

—A mí nada, creía que te había pasado algo a ti. —Y comenzó una verborrea de preguntas, reflejo de la angustia acumulada durante todo el día—. ¿Gael está bien? ¿Ha pasado algo?… —Y como Víctor le aseguraba que todo iba bien, las preguntas dieron paso a las recriminaciones—. ¿Por qué has tardado tanto? Llevo todo el día esperando a que vuelvas… —Miki había hecho la comida, pero Víctor no había vuelto a casa después de su visita a la cárcel, tampoco había llamado ni había dado señales de vida, como hace la gente que no responde ante nadie. Y el joven moreno se había convertido de pronto en un marido despechado—. No puedo salir de casa ni llamar a nadie, tengo que hacerme el muerto todo el día, podías al menos haberme mandado un mensaje…

—Lo siento, Miki, no me di cuenta. Tienes razón, debería haberte avisado. Siento haberte preocupado.

Y bastó un poco de arrepentimiento para que la actitud del chico, que no era rencoroso, y posiblemente tampoco era lo suficientemente inteligente para ser vengativo, cambiara, olvidando su malestar para recuperar su entusiasmo habitual. Le sirvió la cena a Víctor y se sentó a su lado para verlo comer. Preguntó por Gael antes que nada; Víctor le informó obviando la pelea y las señas de agresión en el rostro del colombiano. Preguntó también si había alguna novedad esperanzadora en el caso.

—Aún es pronto —aseguró Víctor sin mencionar que nada había cambiado, como tampoco habían variado sus dudas acerca de la sinceridad de Gael.

Y hablando de todo, aunque de nada en realidad, acabaron sentados juntos en el sofá de chenilla gris. Entonces Miki se deslizó hacia el suelo, sobre la alfombra peluda y cálida que tanto le gustaba, para acomodarse entre sus piernas. Desde ahí comenzó a acariciarlo, y no tardó en dirigirse a su bragueta para intentar desabrocharle el pantalón. Y sabía que debía frenarlo, pero no podía hacer otra cosa que observarlo y dejarle hacer. Miki liberó su dureza, llevaba el día entero luchando contra el deseo, y la necesidad podía más que su voluntad. El joven, con una sonrisa traviesa en la boca, se lanzó a devorarlo, lamiendo y succionando con su boca experta. Víctor cerró los ojos y se concentró en el orgasmo, pero las imágenes no tardaron: la fantasía de Gael atado, Gael amordazado mientras alguien se lo follaba salvajemente.

—¡No! ¡Para! Para, Miki —lo detuvo—. No podemos seguir haciendo esto, no está bien.

—¿Es por Gael?

—Claro que es por Gael. —Víctor volvió a vestirse, rechazando las caricias del chico.

—A él no le importa.

Víctor tuvo que reír.

—Creo que te equivocas en eso…

—¿Se ha puesto chulito? No le hagas caso, se pone así cuando está nervioso…

—Ahora soy su abogado, necesito que confíe en mí, no puedo pedirle confianza mientras me acuesto con su novio, ¿lo entiendes? —Miki, de rodillas sobre la alfombra, aún lo observaba decepcionado; estaba claro que no acababa de comprenderlo—. Será mejor que me vaya a dormir. Es tarde.

—¿Puedo dormir contigo? Llevo todo el día solo, no quiero dormir solo también —protestó el chico mientras Víctor se alejaba de él en dirección a su dormitorio.

—Lo siento, Miki, no puede ser.

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