Lander •Capítulo 5•

Por la mañana, sin embargo, Lander se despertó cabreado consigo mismo cuando empezó a pensar en todos los problemas en los que se podía haber metido la noche anterior. Había robado un coche, había conducido ebrio por toda la ciudad, se había comportado como un estúpido, y se había puesto en evidencia. No podía permitirse errores tan tontos, y le habían bastado un par de copas para creerse intocable. Y es que hubo un tiempo en el que su vida se parecía a la de Ángel y sus amigos, no en los gustos o en su opulencia, pero sí en la complicidad compartida de una amistad, en la despreocupación de aquel ritual de sentarse en torno a una mesa a compartir unas copas y una charla desenfadada sobre nada urgente. Era lo que más echaba en falta, la displicencia, la ociosidad, la tranquilidad de una vida que no estuviera en estado de sitio.

No podía permitirse más errores, y, aun así, le costaba decidirse a marcharse, aunque en el fondo sabía que era lo que debía hacer. Tras dos largos años de vida errante y sin sentido, de alguna forma se había acomodado rápidamente a la estabilidad de compartir piso con el niño pijo. Incluso ahora, y tras la constante insistencia de su anfitrión, se permitía el lujo de quedarse en la casa cuando Ángel se iba por las mañanas, disfrutaba enormemente de esos momentos de soledad en aquel apartamento tan bonito en el que podía fingir que su vida le pertenecía una vez más. Pero era algo más, tomarse unas copas, dejar que la embriaguez se apoderara del tiempo, reírse de tonterías, hablar de cualquier cosa, el hecho sencillo de que hubiese alguien que lo esperara para comer, volver a sentirse persona. Llevaba demasiado tiempo solo, demasiado tiempo fingiendo que no existía, demasiado tiempo olvidando; era agradable dejarse mecer por la plácida mano de la cotidianidad.

Agradable pero peligroso, lo inteligente hubiera sido marcharse…, ¿o no? Dándole vueltas al tema, Lander acabó por convencerse a sí mismo de que estaba mucho más seguro allí que en la calle, donde sería fácil que lo encontraran, lo detuvieran o le pidieran sus papeles. Era un escondite perfecto, se repetía, nadie jamás lo relacionaría con alguien como Ángel, era el último lugar en el mundo en el que Gorka lo buscaría. Decidió que podría quedarse hasta acabar el invierno, ¿por qué no? Tan solo debía recordar que no podía bajar la guardia, que no podía fingir ser quien no era. No volvería a meter la pata, se dijo, no volvería a ser tan tonto.

 

Después de aquella noche loca con sus amigos, Ángel se sentía mucho más relajado con Lander, volvía a ser el mismo que había sido cuando se acababan de conocer, bromeaba y le tomaba el pelo, lo cogía del brazo, le hacía alguna caricia, aunque aún nada de sexo. Lo que de verdad disfrutaba era de cuidar de Lander, cocinar para él, lavarle la ropa y asegurarse de que estuviera cómodo. En la cabeza de Ángel había empezado a crearse un nuevo juego, que consistía en fingir que Lander era su marido y estaban felizmente casados, y bastaba ese pequeño juego privado para que cada gesto cotidiano se cubriera de un halo de romanticismo. Le encantaba que Lander, cada vez que lo veía limpiando, se ofrecía a echarle una mano. A diferencia de Gustavo, que siempre había tenido la actitud de un invitado que se dejaba atender, Lander no parecía estar a gusto dejándole todo el trabajo. Ángel disfrutaba secretamente de esos momentos cotidianos en los que los dos recogían la cocina, acomodaban el salón o vaciaban bolsas de la compra, charlando sobre nada en particular como si fueran una pareja que llevaba años conviviendo. No necesitaba el sexo, se decía una y otra vez, aunque cada vez más se descubría evocando a solas el recuerdo de sus dos encuentros fugaces, el contacto con su piel, su olor, la sensación embriagadora de tenerlo cerca.

Una tarde cuando Ángel volvía de sus clases, encontró a Lander tumbado en el sillón viendo un partido de fútbol, y le encantó verlo allí, de forma tan casual y cotidiana, como si formara parte de su vida. Ángel se quitó los zapatos y se sentó en el sillón a los pies de Lander.

—¿Quién juega? —preguntó.

—La Real contra el Dépor. —Ángel le quitó los calcetines y empezó a hacerle un masaje en los pies, Lander no dijo nada, siguió mirando la televisión.

—¿Quién va ganando?

—Empate a cero, un coñazo de partido. —Ángel alzó un poco una de sus piernas y empezó a lamerle los dedos de los pies, y a envolverlos con su boca—. ¿Justo ahora? ¿No puedes esperar a que termine el partido?

—Tú sigue viendo la tele, no te necesito. —Lander se rio—. En serio, mira tu partido, déjame a mí con lo mío —insistió Ángel.

—Vale.

Mientras Lander intentaba prestar atención al juego, Ángel siguió besando sus pies, luego se arrodilló entre sus piernas y lo interrumpió unos instantes para quitarle a Lander el jersey y la camiseta, dejándolo una vez más tumbado sobre el sillón. Cuando estaba solo con los vaqueros se quedó un rato contemplándolo, dibujando con sus dedos el contorno de los músculos de Lander, sus pectorales, sus bíceps, su línea alba, los abdominales, los oblicuos, los rectos; recordaba todos los nombres de los músculos de un hombre, y pensó que había visto pocas cosas tan hermosas en su vida como a Lander vestido solo con unos vaqueros ajustados.

Lander le echaba alguna mirada de vez en cuando.

—¿Te diviertes?

—Tú sigue con lo tuyo —lo regañó Ángel.

También con el torso desnudo, Ángel se tumbó encima de Lander, haciendo coincidir sus pelvis, quería sentir su piel. Empezó por besarle el cuello, lentamente, sin prisa, quería besar y lamer cada centímetro de su piel. Le mordió suavemente la barbilla, rascando con sus dientes los gruesos pelos que asomaban de su piel como una lija, y desde ahí empezó a bajar, muy despacio, disfrutando de cada curva, cada línea de su cuerpo, a veces besándolo, o deslizándose por su piel con la punta de la lengua, otras lamiendo con avidez como si quisiera traspasarlo. Notó que la piel de Lander se había erizado, y sus pezones se endurecieron. Ángel siguió viajando con su boca por aquel cuerpo glorioso. Cuando llegó al contorno de su pantalón, notó las palpitaciones del pene de Lander. Le desabrochó el pantalón y lo deslizó ligeramente hacia su cadera sin desnudarlo del todo. Ángel también se quedó semidesnudo sin permitirle que apartara los ojos de la televisión, tal vez porque esa pequeña privacidad que se creaba con Lander distraído le permitía disfrutar más de la fantasía de tenerlo.

Ángel volvió a tumbarse encima de Lander, lo abrazó con cada parte de su cuerpo, deleitándose en la sensación asombrosa del contacto de sus pollas juntas rozándose, acariciándose brazos con brazos, piernas con piernas. Rodeó sus glúteos con las manos, estrechándolo hacia su pelvis con fuerza mientras volvía a besar su cuello, su cara, su esternón —nunca su boca—. Era una sensación increíble, magnífica, y era tan fuerte que se dio cuenta de que se iba correr, y no quería, no quería que terminara, aún no, así no, esto no era lo que tenía pensado, pero no pudo contenerse, y con un «¡no, mierda!» su cuerpo se tensó y luego se vino abajo dejando escapar el semen de su orgasmo prematuro entre los dos cuerpos a medio vestir.

—Joder —protestó Ángel—, me pones demasiado. Haces que me comporte como un adolescente. —Y Lander empezó a reírse, y los espasmos provocados por su risa, una vez más, producían una sensación exquisita—. No te rías, no he acabado contigo —amenazó Ángel. Tras lo cual, le robó el mando de la televisión y empezó a jugar con los canales.

—¡Eh! No hagas eso, no ha terminado aún.

—Vale, vale, sigue mirando la tele. —Ángel encontró el canal porno que estaba buscando. Una chica de pelo rubio cortado a capas jadeaba rítmicamente mientras un tipo enorme la penetraba desde atrás, y un tercero se preparaba para unirse a la escena masturbándose delante de la cara de la chica.

—¡Oh, venga! —protestó Lander.

Pero Ángel no le hizo caso; mientras Lander miraba la película porno, Ángel lo limpió suavemente con su camiseta, sin darle tregua empezó a lamerle la entrepierna y Lander notó cómo se endurecía cada vez más. Ángel empezó recorriendo el tronco de su pene con la lengua, luego se entretuvo chupando sus testículos, hasta metérselos por completo en la boca, primero uno, luego el otro, era una sensación extraordinaria. En la pantalla, la chica rubia empezaba a lamer también la polla del tercer participante; Ángel se dirigió hacia su glande, rodeándolo con la punta de la lengua primero, y luego succionando hasta metérselo entero en la boca, deslizándose arriba y abajo, manteniendo el ritmo, aunque cada vez más profundo. El cuerpo de Lander estaba completamente en tensión, entregado por completo a las sensaciones, disfrutando de la profundidad y la ansiedad con las que Ángel lo envolvía, jadeando cada vez con más fuerza, hasta llegar al clímax, sin poder contener un gemido descontrolado de placer cuando al fin estalló en un orgasmo largo, como hacía mucho que no le había ocurrido, demasiado tiempo tal vez.

—Joder, eso ha estado bien —gimió mientras intentaba apaciguar su respiración agitada—. Ha estado muy bien. —Y abrió los ojos para encontrarse con un Ángel que lo miraba con una enorme sonrisa, absolutamente feliz.

 

Aquel sábado por la mañana recibieron una visita inesperada e incómoda. Ángel despertó a Lander a las nueve de la mañana, había trabajado hasta tarde la noche anterior y estaba agotado, hubiera deseado quedarse en la cama hasta mediodía, y Ángel lo sabía, pero no le quedó más remedio.

—Joder, Ángel, qué coño pasa.

—Mi hermana y mi cuñado están subiendo.

Lander miró el reloj de su teléfono y resopló al ver la hora.

—¿Quieres que me vaya?

—Ya saben que estás aquí, pero no saben que vives aquí, creen que has pasado la noche conmigo.

—¿Por qué les has dicho eso?

—Porque ya les han contado que estoy saliendo con alguien, vienen a espiarnos.

—¿Estás de coña? —Lander intentaba espabilarse—. ¿Y qué quieres que haga?

—Les dije que nos dieran diez minutos para vestirnos, así que vete a mi habitación y date una ducha allí, voy a ordenar este cuarto y llevar tus cosas al mío.

Lander lo miraba como si fuese un extraterrestre.

—¿Pero qué mierda le pasa a tu familia?

—Ya sé que es una tontería, pero tú solo hazlo, por favor. Si se enteran de que estás viviendo aquí, no me van a dejar en paz.

Mientras Lander se levantaba y se disponía a seguir las instrucciones de Ángel, le decía: «En serio, tío, tienes que hacer algo con tu vida». Ya casi en el cuarto de baño de Ángel, gritó malhumorado: «No pienso ser simpático, que lo sepas».

—Esa es la menor de mis preocupaciones —musitó Ángel de vuelta mientras ordenaba la habitación apresuradamente y eliminaba todo rastro de la presencia de Lander en ella.

Cuando Lander salió de la habitación de Ángel tras una larga ducha, con sus vaqueros, una camiseta y el pelo aún mojado, los intrusos ya estaban sentados en la barra de la cocina charlando con Ángel y tomando café. Habían traído churros que el cuñado devoraba y la hermana decía que le hinchaban la barriga. Ángel los presentó como Nieves y Rodrigo, ella le dio dos besos, él le estrechó la mano con fuerza, en un alarde de masculinidad, y bromeó sobre que los hubieran pillado in fraganti. Rodrigo era un tipo alto y desgarbado, de mirada esquiva y sonrisa torcida, llevaba un polo rosa y un pantalón caqui. Ella llevaba mechas rubias, pelo alisado, con un moreno falso, camisa clara impecable, pantalones ajustados, accesorios perfectamente conjuntados y desprendía un fuerte olor a maquillaje y perfume. Permanecían juntos, ella sentada, él de pie a su lado, perfectamente colocados como esperando a una foto. Lander no habló mucho, Ángel le preparó un café como ya sabía que le gustaba, y se sentó a escuchar la conversación. La tranquilidad le duró poco, porque enseguida empezaron las preguntas.

—¿Lander? ¿De dónde es ese nombre? —preguntó Rodrigo.

—Vasco —respondió Lander.

—Suena alemán.

—También es una palabra alemana, significa «países», en plural.

—¿Hablas alemán? —Esta vez, fue Nieves la que preguntó.

—No.

Ángel intentaba desviar la atención de Lander, pero su hermana había venido con un objetivo claro.

—¿Así que trabajas de noche? Debe ser un horario muy agotador. —Lander solo se encogió de hombros—. ¿Dónde era? En Cobo Calleja, ¿no? ¿Eso dónde está?

Y fue su marido quien le contestó «en Fuenlabrada», como si ya lo hubiesen ensayado previamente. Lander se dedicó a mojar churros en su café sin seguirles el juego. Rodrigo empezó a hablar de una redada que había habido en Cobo Calleja en la que la policía incautó toneladas de mercancía de contrabando de los negocios chinos, con imitaciones ilegales de productos de marca.

—Parece un lugar peligroso —comentó Nieves.

—Bueno, Lander es periodista en realidad —intervino Ángel, y Lander le clavó la mirada.

—¿Qué tipo de periodismo te interesa? —preguntó ella.

—No soy periodista —la corrigió Lander—, empecé la carrera, pero no la terminé. —Y antes de que pudieran seguir con el interrogatorio, Lander lanzó una pregunta a Rodrigo—. Ángel me ha dicho que trabajas para su padre.

—Sí, le llevo algunos asuntos.

—Ya… ¿Y tú a qué te dedicas, Nieves?

Ella hizo un gesto de desinterés fingido al tiempo que afirmaba:

—Trabajo para una galería de arte, la galería Giacani, ¿te suena?

—Ni idea. ¿Y qué haces?

—Les consigo clientes.

—¿Para que compren cuadros?

—Sí.

—O sea, eres comercial.

—¡No! —saltó ella, ofendida—. No tiene nada que ver.

—Pero vas a comisión, ¿verdad? —Ella hizo un gesto afirmativo casi imperceptible—. Pues eso es lo que hace un comercial, ¿no?

Rodrigo empezó a reírse.

—En cierto modo, no le falta razón. —Pero ella lo cortó inmediatamente con un gesto severo.

—¡Rodrigo! —lanzó de forma cortante, como si el mismo nombre ya tuviese una amenaza implícita, o como si él ya conociera el posible castigo con solo una mirada de su mujer.

El marido entonces continuó con el interrogatorio ensayado:

—¿Tu familia vive en San Sebastián?

—Mi familia no es asunto tuyo —lo cortó Lander.

—Claro, claro, era solo por preguntar.

La conversación era forzada y fría, plagada de silencios incómodos a pesar de los intentos de Ángel por ser un buen anfitrión. Estaba claro que los intrusos no eran bienvenidos, por lo que la visita no duró mucho. En cuanto se marcharon Lander se dirigió a Ángel.

—Oye, si quieres que me vaya solo tienes que decirlo, no tienes ningún compromiso conmigo, en cuanto te canses de esto lo dejamos…

—No quiero que te vayas, estoy muy a gusto con «esto», lo que sea que es…

—Entonces ¿de qué cojones va esta mierda?

—María es amiga de Nieves, le contó que estaba saliendo con alguien y enseguida se pusieron todos tensos.

—Pero ¿qué les importa a quién te estás follando?

—Supongo que solo les preocupa que me hagan daño, o que meta la pata.

—Joder, todo el mundo mete la pata, y a todo el mundo le hacen daño, ese es el riesgo de las relaciones, no es nada nuevo. ¿Es porque tienes pasta? ¿Están vigilando sus intereses?

—No, no es eso, solo se preocupan demasiado, eso es todo…

—No se preocupan, Ángel, te están supervisando. Sabes, no soy tu novio, pero si lo fuera, te juro que hoy te habría dejado. Creo que empiezo a entender que Gustavo se largara.

—No te creas, Gustavo también los engatusó a ellos. Estaba encantado con mi familia, solo me cambió por Rafa porque su familia tiene bufete de abogados, y eso le interesa.

Lander entonces se quedó en silencio observando a Ángel, el enfado parecía esfumarse al fin.

—Joder, vaya mierda de amigos que te buscas —le dijo, casi con lástima.

—Y lo dice el tío que me cambia sexo por una habitación. Sí, desde luego tienes razón, mi vida es bastante patética.

—¿Y por qué no los mandas a todos a la mierda? Incluido a mí. Mándanos a todos a la mierda, no tienes por qué aguantar esto.

—Supongo que porque soy un cobarde. ¿Puedo invitarte a cenar para compensártelo?

—¿Con el dinero de tus padres? Paso. —Y Lander salió de la casa.

 

Hacía mucho que no hablaba con su madre, más de un mes, era demasiado tiempo y necesitaba saber que estaba bien. Ese era su plan para el sábado. Imaginaba que ella podía tener el teléfono pinchado, o al menos que la estarían controlando de alguna forma, así que siempre que la llamaba lo hacía desde alguna otra ciudad, nunca desde Madrid. Ahora que había ahorrado algo de dinero podía volver a hacerlo.

Cogió un autobús hacia Holguera, en Extremadura. Cada vez viajaba a una ciudad diferente, en una región diferente, por lo general se limitaba a coger el primer autobús que saliera de la estación, o el que tuviera como destino la ciudad con el nombre más raro. Tardó unas cinco horas en llegar, compró el billete de vuelta nada más bajarse, tenía un par de horas, no necesitaba más, buscó una cabina en la misma estación y llamó.

—¿Lander? ¿Eres tú, hijo? —Siempre lo reconocía, o lo intuía; en cuanto abría la boca o respiraba al teléfono, ella sabía que era él.

—¿Cómo va todo, ama? —Ella mezclaba el euskera y el castellano cuando le hablaba, él contestaba siempre en castellano, para no llamar la atención. Paranoias suyas.

—¿Dónde estás? Hace mucho que no llamas, estaba preocupada.

—Lo sé, quería llamarte hace días, pero me ha sido imposible. —A veces tenía la sensación de que habían olvidado cómo hablarse, le preguntaba por la casa, por el perro, por una vecina, por su trabajo en el hospital, siempre las mismas preguntas, aunque las respuestas le daban igual, solo quería saber que ella estaba bien—. ¿Cómo va lo de tu espalda?

—Eso no tiene arreglo, el fisioterapeuta dice que es psicológico, será de la tensión. Si os tuviera aquí a los dos conmigo, quizás se me pasaba.

—Ya, eso estaría bien.

—Hablé con tu hermano, él dice que quiere arreglar las cosas contigo, ¿por qué no vuelves, intentas hablar con él?

Ama, esto no es cosa de hacer las paces como cuando éramos niños. Lo sabes.

—Pero ¿qué te crees, que tu hermano de verdad va a hacerte algo? Que es tu hermano, hijo, entre hermanos las cosas son diferentes.

—Pues no parece que él lo entienda así.

—Si no te hubieras ido de la lengua esto no habría pasado.

—Venga, ama, no empieces, que sabes que yo no quería esto, joder, lo sabes.

—Los tres, eh, los tres me habéis dejado sola. Primero tu padre, y como si no hubiera tenido ya bastante os teníais que ir los dos, y no podéis arreglar las cosas, ni siquiera por vuestra madre. Después de todo lo que yo he hecho por vosotros, así me lo pagáis… —Y así terminaban siempre sus conversaciones, en un sinfín de reproches, y no era para menos, porque tenía razón y esto era lo que más le dolía, haberle fallado a ella que no se lo merecía—. Un día de estos me va a pasar algo, verás, y para cuando os enteréis ya estaré en la tumba, bien enterrada, y tendré que morirme yo sola…

—No te pongas trágica…

—Pero si no sé ni cómo localizarte. Y tu abuela que decía que tenía suerte, que tenía a tres hombres para que me cuidaran, pues ya ves, ni un beso le puedo dar a mis hijos…

Ama, tengo que irme. ¿Necesitas algo? ¿Quieres que te envíe dinero?

—Dinero no es lo que me hace falta, hijo, me hacéis falta vosotros.

—Ya lo sé, joder, ya sabes que si fuera por mí…

—Si yo sé que tú eres bueno, Lander, eres bueno y listo, tendrías que estar haciendo tantas cosas con tu vida, y no escondiéndote por ahí como si fueras un criminal, por eso tienes que intentar arreglar esto, yo sé que tú lo puedes arreglar.

—Está bien, te prometo que lo intentaré. Tengo que irme. Agur.

Siempre le hacía la misma promesa, aunque sabía que era imposible. La última vez que vio a su hermano lo amenazaba con una navaja mientras le cortaba la respiración con la otra mano. Aquella vez los amigos de su hermano lo detuvieron, pero no olvidaba el odio y la ira en sus ojos. La próxima vez estarían solos, y no dudaría en matarlo. Mientras se alejaba de su hermano aquella vez, le oía gritar: «¡Lo vais a pagar, te lo juro, tú y esa zorra de Naiara, lo vais a pagar!». Nadie volvió a ver a su hermano desde aquel día.

 

Después de discutir durante una hora con su hermana por teléfono, Ángel salió de casa, quedó con María a comer y le habló de Lander como si fuera un novio que se había enfadado con él. Discutieron ideas para reconquistarlo y luego, mientras compraba ingredientes en el mercado para prepararle una cena romántica, intentó recordarse a sí mismo que era todo mentira. ¿Y qué tenía de malo fingir?, se preguntaba a veces. El único que iba a sufrir era él, no hacía daño a nadie más, y ya contaba con ello, sabía que algún día se iría y lo echaría de menos. ¿Por qué no disfrutar del juego hasta entonces? Uno más de sus juegos.

Lo cierto es que nunca se había sentido tan a gusto con ningún otro chico. Era fácil estar con Lander, solo llevaban tres semanas conviviendo, y sin embargo parecía mucho más. Le gustaba que estuviera allí, con sus cosas, le gustaba hablar con él y la forma en la que lo escuchaba, le gustaba su sentido del humor, sus silencios, la complicidad tranquila que había en su convivencia, en los pequeños rituales del día a día que habían encajado como dos piezas de puzle ensambladas a la perfección. Había sido fácil acostumbrarse a su presencia. Nunca se había llevado tan bien con ninguno de sus novios. Con Rafa se llevaba estupendamente, desde que se conocieron en la universidad habían sido buenos amigos, incluso ahora era incapaz de enfadarse con él, porque Rafa nunca había tenido un novio, y sabía que estar ahora con Gus era justo lo que le hacía falta. El resto de sus amigos siempre habían supuesto que acabarían juntos, más que nada porque eran los únicos dos gais que conocían, pero lo cierto es que entre ellos no había nada de química, Rafa no lo atraía para nada. Cuando vivía con Gustavo siempre estaban discutiendo, criticaba todo lo que hacía Ángel, se ofendía por todo. Ángel se había pasado ocho meses intentando complacerlo, intentando estar a la altura de sus expectativas sin que nada pareciera suficiente. Y, sí, Lander se había enfadado con él, pero incluso en eso era diferente, porque Lander no se había enfadado por lo que Ángel hacía o no hacía, sino por lo que dejaba que le hicieran los demás. En el fondo no le faltaba razón, y había algo protector en su forma de tratarlo que le gustaba.

Así que se pasó la tarde preparando una cena especial. No era una cena romántica, se dijo, era una cena de disculpa. Sabía que a Lander le gustaba su cocina, no escatimaba en elogios cada vez que probaba sus platos y a Ángel le gustaba sorprenderlo, impresionarlo. En fin, le gustaba cocinar para él. A las nueve de la noche tenía listo un quiche de verduras, una merluza rellena al horno y un bavarois de naranja en la nevera. Puso algo de música, abrió una botella de vino y se sirvió una copa mientras terminaba de poner la mesa como había visto en las revistas de decoración. Sabía que los sábados por la noche el polígono estaba cerrado, así que Lander no iría a trabajar. Dos horas más tarde, apuraba la segunda botella de vino, la merluza se estaba secando y Ángel dormitaba en el sofá. Ni rastro de Lander.

—Ángel, eh, Ángel. —Lo despertó la voz de Lander.

—¿Qué hora es? —preguntó algo traspuesto.

—Algo más de las doce. ¿Esperabas a alguien?

—A ti.

Lander guardó silencio un momento.

—Vaya, ¿por qué no me has avisado?

—Era una sorpresa.

—Joder, lo siento. He tenido que salir de Madrid.

—Bueno, no pasa nada. Supongo que ya habrás cenado, puedo guardarlo para mañana.

—Vete a la cama, ya lo guardo yo.

—Creo que estoy un poco borracho —admitió mientras intentaba levantarse. Lander lo acompaño hasta la habitación. Ángel se quitó los zapatos y los pantalones y se metió en la cama dando algún traspié—. No te vayas —le suplicó de pronto—, quédate un rato conmigo, por favor. —Lander dudó un instante, pero luego se quitó los zapatos y se tumbó a su lado, Ángel le cogió el brazo y se rodeó a sí mismo con él, quedando encajado de espaldas a Lander—. ¿Va todo bien? —le preguntó Ángel medio dormido.

—¿A qué te refieres?

—Contigo, dijiste que habías tenido que viajar. ¿Va todo bien? ¿Ha pasado algo?

—No, nada, va todo bien.

—Me alegro. Si pasa algo, sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad?

Lander no contestó, pero le sorprendió la intuición de Ángel, y la generosidad ciega con la que se había ofrecido a ayudarlo sin saber nada sobre él en absoluto. También estaba agotado, el viaje había sido largo y tenso, y no había conseguido dormir en el autobús, nunca se relajaba cuando se sentía expuesto. De golpe toda la tensión del día le caía sobre los ojos, lo venció el sueño, y la merluza terminó por secarse abandonada en la cocina.

 

Estaba teniendo un sueño erótico, ¿era eso? Porque estaba muy excitado, y tenía una sensación increíble y extraña. Se despertó con el sonido de sus propios gemidos. ¿Qué coño estaba pasando? Lo que fuera le estaba gustando, y mucho, pero su cerebro volvía despacio a la realidad. Era Ángel, estaba metido entre las sábanas de la cama, y le estaba lamiendo…, joder, le estaba lamiendo el ano, y era increíble, su lengua entraba y salía, y su mano le acariciaba el pene.

—¡Joder, la hostia, Dios! —exclamó Lander.

Como respuesta, Ángel le separó algo más las piernas para acceder más a fondo e introdujo uno de sus dedos por el orificio de Lander sin dejar de lamerlo con avidez, y así siguió alternando sus dedos y su lengua mientras no dejaba de masturbarlo. Lander estaba abrazado a la almohada, con Ángel enredado entre sus piernas como una culebra, una vez más oculto a su mirada. Nunca había sentido nada así, ligeramente doloroso y enormemente placentero, y ahogó un grito de placer contra la almohada cuando se deshizo en un orgasmo largo e intenso.

Ángel se fue después a prepararle el desayuno, y Lander se quedó solo en su cama, con una extraña sensación de pánico en el estómago. Ángel le hacía preguntas tontas desde la cocina: «¿A dónde fuiste ayer?», «¿tienes algún plan hoy?». Lander contestaba con monosílabos, con la mirada perdida, fijada por inercia en algún rincón innecesario de la habitación. ¿Qué cojones estaba pasando? Estaba preparado para follarse al niño pijo, o lo que fuera, no le había importado hacerlo, hacía algún tiempo que había decidido que el sexo no le interesaba, no para él. No le importaba usarlo, pero los orgasmos, el deseo, el placer habían sido desterrados, sacrificados en pos de una necesidad más urgente: la supervivencia. No quería esto. Había imaginado que, en el futuro, cuando todo se arreglara, tal vez, volver a Euskadi, entonces, puede, se enamoraría de alguna chica, o tal vez no tanto, se conformaría con una chica buena que lo quisiera, se casaría, tendría una casa en el campo, niños, un perro, un trabajo cualquiera, estaría tranquilo. No esperaba mucho de su vida, solo volver, recuperar todo aquello que dejó atrás, la vida que había quedado en pausa desde hacía dos años.

Ángel seguía hablándole animado desde la cocina, algo sobre una exposición de Francis Bacon que quería ver en el Reina Sofía, haciendo planes para los dos como si de verdad compartieran algo más que el espacio físico. Lander de golpe sintió la necesidad de salir de allí. Se vistió rápidamente con la ropa del día anterior, y salió escopetado del piso sin mediar palabra, cruzó el salón y cerró la puerta bruscamente, dejando atrás a un Ángel confundido, que una vez más se quedaba solo, con los platos llenos y el corazón vacío.

Empezó a caminar sin rumbo, pero con urgencia; debió caminar al menos durante dos horas, y cuando se dio cuenta de que estaba en la plaza de Colón al fin se detuvo, se sentó al borde de la larga cascada que creaba una curva perfecta decorando la plaza, con el sonido apaciguador del chorro de agua cayendo a su espalda y observando los coches y transeúntes que pasaban de un lado a otro en la ciudad. Siguió caminando todo el día, dando vueltas por Madrid, se tomó dos cafés con leche, no tenía hambre. Al final de la tarde acabó una vez más en Francisco Silvela, frente a la casa de Naiara, y ese había sido su objetivo desde que salió por la mañana, aunque había intentado convencerse de lo contrario el día entero. Quería verla, necesitaba verla, necesitaba hablar con ella. Se detuvo frente a la misma cafetería en la que ella lo había encontrado una semana antes. Caminaba calle arriba, calle abajo, mirando a las ventanas de su piso, ansioso porque ella lo descubriera y bajara una vez más. Ahora sabía que podía verlo, que ella también lo había observado mientras él vigilaba, y esperaba, deseaba, que lo viera y respondiera a su llamada.

Pasó una hora, dos, tres, se tomó otro café, pensó en comer algo, y desechó la idea. Se plantó justo enfrente de su ventana, ya sin disimulo, mirando directamente a su piso, estuvo a punto de ponerse a gritar su nombre. Cuando la noche empezaba a caer la frustración pudo con él. Golpeaba la pared de ladrillo de su edificio, se golpeaba la cabeza, se encogía en cuclillas, se ponía a caminar, golpeaba el aire, y los ojos se le enrojecían de rabia, sin que le importara ser el centro de las miradas de los viandantes. ¿Por qué no venía?

Se había dejado caer en cuclillas apoyado en la pared con la cabeza enterrada entre las manos, en actitud vencida, cuando al fin escuchó su voz.

—¿Y a ti que hostias te pasa, joder? —Lander levantó la mirada y la vio de pie frente a él con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Y sintió un alivio inmenso solo con verla, como si volviera a casa—. ¿Vas a pasarte aquí la noche entera como un loco? Mi marido está a punto de llamar a la policía, he conseguido convencerlo, por Ibar, pero si no te vas le dejaré hacerlo.

—Espera, solo… quería hablar contigo un momento…

—¿Para qué, Lander?

—Joder, solo deja que hable un momento… —Y ella se quedó en silencio—. Estoy cansado de esto, ya no puedo aguantarlo más… ¿Por qué no puede ser como antes? Joder, ¿por qué no puede ser todo como antes? Tú y yo nos llevábamos bien…

—Te llevabas bien con Ibar.

—… Y contigo. Joder. Lo siento, joder, lo siento. Necesito que me perdones. Yo no quería… —Y la voz se le cortó, y no pudo seguir hablando.

—Yo no te odio, ¿vale? Ya sabes lo que necesito de ti, lo demás me sobra, no lo quiero. Sé muy bien por qué vienes, y no sirve de nada, tienes que dejar de hacerlo, no te hace bien a ti, y no me hace bien a mí.

—Yo… solo…

—No es a mí a quien buscas, Lander. Lo sabes. —Y ella se dio la vuelta y se marchó.

Se quedó allí perdido entre sombras y recuerdos un largo rato, no sabría decir cuánto. Más por ella que por su propia voluntad se puso en marcha una vez más. Caminó como un sonámbulo hasta un bar donde se pasó horas tomando cañas acompañadas de patatas fritas y aceitunas. Era de madrugada cuando, completamente borracho, buscó un rincón en el metro como había hecho tantas otras veces para pasar la noche.

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