La senda de los abrazos abandonados •Capítulo 1•

PRIMERA PARTE

Atrapados en las luces cegadoras


1

Tendemos a pensar que los presentes pasados son menos importantes que los actuales, en tanto que su influencia ya dejó de ser. No es así; cada día contó cuando amaneció, igual que influyen los de ahora, que también se evaporarán sin remedio para dar paso a futuros presentes que, cuando llegue su momento, no se librarán de parecer más importantes para quienes los vivan.

Teníamos diez años cuando los padres de Adrián (nunca Adri) anunciaron que se iban a trasladar a París. Habíamos sido inseparables desde que teníamos uso de razón y no resultaba del todo comprensible lo que estaba por venir, pero se nos comunicó la noticia cuando la decisión ya era irrevocable, y como tal tuvimos que aceptarla, muy a nuestro pesar.

Las postrimerías de los años ochenta y la inauguración de la siguiente década, una época mitificada con artificiosidad como rebosante de ilusiones y extravagancias, de sueños nunca del todo imposibles, para nosotros había sido así. Corría el año 1991 y las series de detectives agotaban sus últimos cartuchos catódicos. Cada semana Adrián y yo no veíamos el momento de encontrarnos para comentar el capítulo de la noche anterior. Era la única excepción de la programación nocturna que nuestros padres nos concedían, una ventana consentida al mundo de los adultos que nos hacía sentir tan mayores como no éramos.

Por norma, las tramas giraban en torno a parejas convencionales que reproducían patrones de sofisticación y pragmatismo en las protagonistas, cánones que contrastaban con el humor desacomplejado y la bravuconería de sus partenaires masculinos. Nosotros iniciamos nuestra propia agencia de investigación, aunque no encajáramos en ninguno de los dos parámetros establecidos. Adrián y Toni, Toni y Adrián. Éramos dos amigos que no entendíamos la vida sin la compañía del otro, que nos complementábamos a la perfección, que compartíamos lecturas de tebeos y pensábamos en voz alta tanto como hablábamos en silencio, a través de miradas de complicidad cargadas de reconocimiento.

Adrián tenía las ideas más descabelladas, como cuando se descalzaba los días de lluvia para sentir el pavimento mojado de las calles bajo sus pies. Yo no lo acompañaba en sus arrebatos, pero envidiaba y admiraba ese ímpetu impredecible, y me sentía feliz de poder ser un testigo privilegiado de los dislates que se le ocurrían.

Mi papel en el binomio era el de canalizar de manera racional esta energía desbocada, encontrando el mejor modo de llevar sus propuestas alocadas a la práctica. Cuando decidió profesionalizar la agencia, propuse que confeccionásemos tarjetas de visita y carteles publicitarios no menos rudimentarios a través de los que nos anunciaríamos. «¿Se le ha perdido su gato? Llámenos».

Los hacíamos a mano, tan minuciosos como podíamos serlo dos chavales con ganas de resolver los problemas del mundo, así que no había dos panfletos iguales. Insistí en llamarnos «Detectives del lago», por mi apellido, Delago, pero la idea no prosperó. Nuestros padres, como era lógico, nos prohibieron escribir en ellos ninguno de los teléfonos particulares de nuestras respectivas casas, así que indicábamos lugares de encuentro donde, a modo de oficina, podrían contactar con nosotros para contratar nuestros servicios: el tercer banco del parque. La estatua de la plaza. La esquina del colmado.

Cada semana actualizábamos el día y la hora, y en el lugar convenido nos presentábamos con el entusiasmo de estar a las puertas de nuestro primer caso. Nos subíamos las capuchas de las chaquetas, adquiriendo así el papel de sabuesos por arte de magia. Cada vez que se acercaba alguien, nuestro corazón daba un brinco. Pero nunca, jamás, acudió un futuro cliente a nuestro encuentro. No importaba. Aquellas esperas eran fascinantes. La excitación de todo lo que estaba por venir igualaba, si no superaba en tanto que era un terreno ilimitado, la realidad de lo que acababa sucediendo: nada.

En aquellos meses desapareció un niño del barrio. Tenía nuestra edad, pero nunca habíamos coincidido con él. Sin embargo, los carteles con su fotografía empapelaron la ciudad, y nos familiarizamos tanto con su imagen que acabamos teniendo la sensación de que era un amigo que nos acompañaba allá donde fuéramos, sin alterar ni un ápice la expresión hierática de su rostro impreso en blanco y negro.

Era inevitable que nos propusiésemos resolver el misterio de su desvanecimiento, y seguro que tomaríamos alguna decisión a modo de pesquisa infantil y absurda, por mucho que bajo nuestro prisma nos resultaría impactante y vertiginosa. Mientras las calles se sumían en una psicosis de miedos y falsas denuncias, nosotros nos centramos en encontrar al niño desdichado y, en el fondo, teníamos la intuición de que acabaríamos devolviéndolo sano y salvo a esos padres desconsolados que lloraban su ausencia en los informativos.

Pero ni conseguimos nada ni el niño apareció. Todo lo contrario: a las pocas semanas, la familia de Adrián haría las maletas y mi amigo se uniría a la angustia de su ausencia. Iba a ser un vacío que no llenaría la ciudad con pasquines y llamadas de auxilio, pero que me dejaría triste y solo, desprovisto de una mitad que me habían arrancado de cuajo antes de que me diese cuenta de que había estado formando parte de mí todo este tiempo, tan imbricados que estábamos.

Éramos hijos únicos, y nos volcamos el uno en el otro. Nos abrazábamos mucho, la mayoría de las veces sin ningún motivo concreto. Porque habíamos acabado una partida. Porque se nos había ocurrido una idea brillante para la agencia de investigación. Por aburrimiento. Porque sí. Porque no. Nos abrazábamos en silencio, relajados en lo que resultaba ser más hogar que todas las casas del mundo. Y lo hacíamos cuando estábamos solos, o delante de nuestros padres, que eran amigos, o de otros compañeros de colegio, con la misma naturalidad con la que vivíamos las ganas de sentirnos cerca. No había más, todo era muy sencillo cuando estábamos juntos.

Su padre era dirigente de una multinacional y había sido ascendido, promoción que fue celebrada por mis padres en lo que supuso un incomprensible acto de traición. Esto suponía que la familia tendría que instalarse en la sede central de la empresa, que estaba ubicada en la capital francesa. Todo esto no significaba nada para ninguno de los dos, que no podíamos ver más allá de los kilómetros que nos iban a distanciar.

El último día no nos abrazamos. No se trató de que uno de los dos hiciera el amago y el otro se cohibiera, embargado por la tristeza del momento. Lo cierto fue que ninguno de los dos quisimos hacerlo, puede que como protesta por lo que estaba pasando y no podíamos controlar, como si con nuestra cerrazón no estuviésemos castigándonos a nosotros mismos. El único gesto, ajeno a la supervisión adulta, lo haría Adrián, cogiendo mi mano y posándola sobre su pecho, por encima de la chaqueta, a la altura del corazón. No pude sentir su latido, pero sí el mío, acelerado. Mensaje recibido.

Nuestros padres desdramatizaron la situación. Permitirían llamadas en ocasiones especiales, y luego estaba que podíamos escribirnos. Durante las vacaciones ya surgiría la ocasión de venir a vernos, propusieron, o incluso la de realizar nosotros una visita a París, por qué no. Pero nada de lo que decían aliviaba la situación, y cuanto más insistían en la comunicación que mantendríamos, más parecía difuminarse la posibilidad de seguir en contacto.

Así, un cuatro de septiembre se fue con sus padres y yo me quedé solo, llorando en mi cuarto, mis brazos vencidos que ya no se iban a volver a extender para refugiar y proteger en ellos a nadie. Ni en este momento tan doloroso, ni antes ni después, tendría necesidad de poner nombre a lo que me pasaba. Los términos universales eran conceptos comunes que otros habían creado para definir situaciones que ellos o terceros habían vivido. No necesitaba su ayuda para definir la pena de este vacío. Acababa de establecer los cimientos de mi silencio, y cada año que pasaría sin saber nada de Adrián afianzaría en mi boca sellada sus raíces de granito.

2 replies on “La senda de los abrazos abandonados •Capítulo 1•

  • Emilio

    ¡Cómo me gusta el relato en primera persona!, le da a la historia un tono más intenso…más dramático. Me recuerda a Corazón de Edmundo Damici y El camino de Delibes, las dos novelas que más me impactaron en mi adolescencia.
    Gran comienzo, ahora viene lo más difícil, mantenerlo.

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    • Ediciones el Antro

      Hola, Emilio. La narración en primera persona nos permite tener una perspectiva muy muy personal de la historia. En el caso de Toni, está en esa edad en la que ya no eres un niño, pero tampoco un adulto del todo. La edad de las primeras veces y del primer amor (o desamor). Es una historia profunda, sí, y a veces un poco intensita (como el protagonista) y un poco inocentona (como lo somos todos en alguna ocasión). Esperamos que la disfrutes mucho.

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