La senda de los abrazos abandonados •Capítulo 1-2•

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Me encerré en mí mismo y apenas me relacionaba con nadie. Todo lo que me pasaba se lo quería contar a Adrián, pero no estaba y, al fin comprendí, tampoco iba a estar. Mis padres, que temían que lo que mostraba fuesen síntomas de una depresión incipiente, me llevaron a un psicólogo. No me importó, y en cierto modo encontré que sería una experiencia interesante.

Durante las sesiones, respondí sin reparos ni medias verdades a sus preguntas y dije lo que sentía sin cortarme en nada, pues no tenía ningún motivo para hacerlo. Aunque en su momento no supe las conclusiones a las que llegó el especialista, un día, cuatro o cinco años después, mi madre me explicó cuáles fueron sus palabras.

—Deja que haga memoria. Dijo que eras un niño completamente normal. Muy listo y espabilado, exigente y seguro de ti mismo. Que sabías muy bien lo que querías y lo que no. Que podía ser que tu actitud no fuese convencional bajo los estándares sociales, pero que eso no significaba que tuvieras un problema. Que siempre te encontrarías con quien te diera por perdido, pero que estabas muy bien encontrado. Que nunca renunciarías a lo que te propusieras, pero que necesitarías que las cosas se hiciesen de manera ordenada. Y que echabas mucho de menos a Adrián, y el recuerdo de tu amigo te había convertido en una personita, además de práctica, melancólica.

Esa personita fue quedando atrás, agazapada bajo el peso de los días que se convertirían en años. En la graduación del instituto, mirado con perspectiva, me sorprendería comprobar cómo todavía encajaba como un guante en la descripción del especialista. Ya no era un niño, pero seguía siendo práctico y melancólico. Si acaso, había dejado atrás la rigurosidad que regía mis ideales infantiles. La llegada de la pubertad supondría un alto en la hibernación, pero los cambios que acarrearía no pasarían a mayores. La roca hormonal que cayó con estrépito en el centro del lago alzó grandes olas que, tan pronto como se alejaron de la novedad, murieron no bien llegaron a la orilla.

Con el paso de los años, había adquirido cierta liviandad vital. Había aprendido muy pronto que la vida podía dar reveses inesperados, y lo que al principio me había puesto a la defensiva, con el tiempo derivó en una tranquilidad de espíritu que era de agradecer. Había cosas que no tenían remedio. No por eso iban a doler menos, y en modo alguno iba a renunciar a sufrir por lo perdido, pero eso no me iba a impedir seguir adelante.

Mientras tanto, Adrián, o su ausencia, me acompañaría en cada clase y cambio de curso, una sombra cálida y etérea que compartía mi vida en silencio. Si disfrutaba de la lectura de un libro, sabía que a él también le gustaría. Lo mismo sucedía con una película o, cómo no, con un enigma detectivesco, de los que tanto nos gustaban y que había comenzado a narrar sobre el papel, inventando aventuras y argumentos que protagonizaríamos juntos, los socios de nuestra propia agencia. Claro que sí.

Los primeros meses intercambiamos correspondencia, pero descubrí con sorpresa que escribirle me ponía muy triste. ¿Cómo transmitir a través de las palabras todo lo que quería decirle, cuando muchas veces lo hacía compartiendo con él el silencio? Por el contrario, me encantaba recibir sus cartas, pero leerlas también comportaba un poso de penuria que, en la balanza, equilibraba los platos con demasiada simetría. Era un quiero, pero no puedo; y como lo quería todo, el sucedáneo epistolar distaba mucho de ser suficiente. ¿Cómo abrazarnos a través del papel?

Cuando tenía quince años cambiamos de domicilio, aunque solo a unas manzanas de donde vivíamos. Era poca distancia, pero resultaría decisiva. Hacía mucho tiempo que no nos escribíamos y, sin saber muy bien por qué, este cambio certificó el silencio con una rúbrica de supuesta indiferencia que en verdad no lo era. Nada había cambiado en mi interior. Pero, si no estaba con Adrián, todo lo demás me daba igual, incluso las maneras a través de las que mi amigo hubiese podido contactar conmigo. Esta sería una de las radicalidades que suavizaría con el tiempo, pero en este caso la calma llegaría tarde. Había perdido toda posibilidad de recuperar la comunicación con él.

Cada vez que salía en el telediario un corresponsal conectando desde París. Cada vez que escuchaba una canción francesa o veía una imagen de la torre Eiffel. Cada vez que el anuncio de un perfume vendía el glamour impostado del país vecino, mi corazón daba un vuelco y sentía que en ese instante nuestras vidas se rozaban con la punta de los dedos a través del puente que el azar tuviese a bien escoger en cada ocasión. No había ni reino ni monarca; solo una sincera pleitesía, incondicional e irrevocable.

Habían pasado ocho años desde la última vez que nos vimos, que se decía pronto. Cada cierto tiempo me asaltaban sueños en los que aparecía un Adrián de mi edad, pero la imposibilidad de reconocer la evolución de su físico se reflejaba en unos mundos oníricos teñidos de una angustia de la que despertaba triste o malhumorado. Adrián y el niño desaparecido habían quedado anclados en una edad de transición que en el caso de ambos había resultado ser eterna. No había sucedido lo mismo conmigo. Era la hora de tomar decisiones.

Quería cursar Periodismo, no tenía ninguna duda al respecto. Si no podía resolver misterios reales en primera persona, al menos escribiría sobre ellos. Y con la narración esforzada de las aventuras sobre investigaciones que protagonizábamos Adrián y yo, malas a rabiar, había descubierto que me encantaba escribir. Desgraciadamente, aunque en el instituto había sido un estudiante constante y aplicado, me abandonaría la motivación allí donde hubiese agradecido conseguir las décimas que me faltaron en la nota de corte para obtener plaza en dicha carrera.

En contra de las recomendaciones de mis padres y consejeros académicos, no me planteé ni por un segundo una carrera alternativa a modo de despecho. Iba a ser Periodismo o nada, y si iba a tener que esperar un año para matricularme en el curso siguiente, así lo haría. Perder el tiempo en otra materia solo porque tocaba estaba fuera de la ecuación, y en casa tuvieron que aceptarlo, tal fue la firmeza con la que expuse mis argumentos.

Eso sí, no me iba a pasar el año sabático de brazos cruzados. Tendría que encontrar un trabajo. Era justo, y contaba con la tranquilidad de que dar con él iba a depender de mi empeño. Lo que para otro quizás hubiese supuesto una presión añadida, para mí fue un aliciente. Todavía no sabía que estaba a las puertas del primero de los giros del destino que lo cambiarían todo, como si mi cometido en esta función se viese relegado a aguardar a que el azar situase las piezas de mi vida en el lugar que él, y no yo, les había asignado.

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