La noche •Capítulo 6•

Joseph resopló con fastidio. Hasta ese instante, la noche había sido tranquila y sin más incidencias que alguna adolescente con exceso de hormonas o algún que otro idiota al que se le había ido la mano con las rayas de cocaína, las pastillas… o lo que fuese que se metieran en el cuerpo aquella pandilla de jóvenes descerebrados. No le parecía mucho pedir que, por un mísero día, las cosas siguiesen igual en la Sala Inferno, pero por lo visto sí que lo era cuando se trataba de los rusos.

Esa misma semana, la organización Tambovskaya había introducido cien kilos de drogas de diseño en España, camufladas dentro de pollos de granja desplumados, a través de una empresa de transporte con sede en el Val do Salnés, una zona de Pontevedra que tenía una larga historia con el contrabando y posteriormente con el narcotráfico. A pesar de haber perdido su hegemonía como el principal punto de entrada de la cocaína colombiana en Europa, los traficantes locales habían sabido adaptarse bastante bien a los nuevos tiempos y a la globalización que imperaba también en el mundo criminal.

Desde ahí, el producto comenzaría a distribuirse por todo el país con la complicidad de dicha compañía. En principio, la operación parecía haber sido un éxito rotundo cuando el camión cruzó los Pirineos sin sufrir imprevistos. Sin embargo, no tardaron demasiado en darse cuenta de que alguien la había pifiado, y mucho, porque el vehículo ya llevaba desaparecido dos días y su conductor no daba señales de vida.

Como era lógico, Viktor estaba muy nervioso. Sospechaba que sus socios españoles querían jugársela, por lo que envió a un grupo de hombres al pueblo gallego para que buscasen al dueño de la empresa de transporte y lo llevasen ante él a dar explicaciones. Cuando Viktor mandó llamar a Joseph al almacén de la discoteca, también conocido como la «sala de torturas», el nigeriano no tuvo ninguna duda de que ya habían encontrado al pobre infeliz, lo habían metido en el almacén a través de la puerta de servicio y ahora se disponían a torturarlo hasta que hablase para finalmente matarlo. Nadie les robaba y vivía para contarlo, había que dar ejemplo. Joseph conocía a la perfección cuál sería su papel en aquella salvajada porque ya lo había hecho más veces de las que le gustaba recordar, así que no, no estaba nada contento.

Al cruzar la puerta del almacén, vio a Yarik y a su jefe de pie junto a un hombre atado con cinchas a una robusta silla de hierro oxidado. El pobre infeliz estaba medio desnudo y tenía los ojos vendados con un trozo de tela negra. Alguien lo había golpeado en la cabeza con alguna clase de objeto contundente, y un grueso hilo de sangre, ya medio cuajada, teñía su frente y su mejilla derecha. No se movía, por lo que Joseph supuso que seguía inconsciente. El nigeriano giró la llave en la cerradura para evitar interrupciones indeseadas. Los demás empleados tenían prohibido entrar allí una vez que se abría la discoteca al público, pero más valía ser precavidos y no arriesgarse a situaciones desagradables que desembocarían en consecuencias nefastas para el entrometido en cuestión.

—¡Qué bien, ya estamos todos! —exclamó Viktor, dedicándole esa sonrisa desquiciada que siempre le provocaba escalofríos—. Despierta a nuestro invitado para que se una a la fiesta.

Joseph no necesitó más indicaciones. Llenó un cubo de agua, añadió varias paladas de la máquina del hielo y, sin más ceremonias, se la arrojó por la cabeza al prisionero, quien despertó sobresaltado en medio de un alarido. Después le sacó la venda de los ojos y se hizo a un lado. Viktor se sentó justo enfrente, sobre uno de los escalones de las estrechas escaleras, aún con la sonrisa dibujada en los labios. Yarik se quedó de pie en el mismo sitio. Los roles estaban bien definidos: Yarik hablaba y Joseph actuaba, mientras que Viktor observaba y dirigía sin necesidad de abrir la boca. A los otros dos les bastaba con leer su lenguaje corporal para saber lo que quería en cada momento.

Nada era casual, todos sus movimientos estaban pensados para inspirar miedo y obtener rápidamente cualquier información que necesitasen. Desde su apariencia a sus movimientos, pasando por la posición que adoptaba cada uno con respecto a su víctima y que acentuaba la sensación de claustrofobia: el nigeriano a su espalda, apoyando las manos en sus hombros y casi respirándole en la nuca, y el ruso frente a él, dedicándole una gélida mirada que lograba inspirar tanto miedo como cualquier arma de fuego con la que pudiese apuntarle.

Ambos se empleaban a fondo en interpretar bien sus papeles en aquella tétrica función para un único espectador. Si resultaban lo bastante convincentes, ni siquiera necesitarían causarle demasiado daño para obtener lo que buscaban. Bastaría con insinuarlo y el temor haría el resto. Lo único que querían era terminar con ese desagradable asunto y salir de allí lo más rápido posible. Aunque a veces la intimidación no funcionaba y se veían obligados a recurrir a otros métodos más contundentes. Ninguno de los dos era especialmente sádico. No obstante, con el tiempo, habían aprendido a ver la tortura como un medio para un fin e incluso se habían convertido en unos auténticos expertos en la materia. El empresario no llegaría a saberlo nunca, pero, en realidad, estaba siendo muy afortunado de que fuesen ellos y no su jefe los que se encargasen de hacer el trabajo sucio. Pues, al contrario que sus hombres, este no tenía ningún interés en acabar pronto.

—Por favor, no —masculló dedicándoles una indescriptible mirada de terror.

—Ahórrate las súplicas, Xurxo —repuso Yarik de forma mecánica, sin ninguna emoción perceptible, como si aquella macabra escena fuese su pan de cada día. Y, de hecho, lo era—. No soy una persona compasiva y, por desgracia para ti, tampoco soy nada paciente. Has intentado engañarnos y no estamos contentos contigo.

—No, no lo he hecho, ¡lo juro!

Sin mediar palabra, Joseph estrelló con saña un pesado martillo contra la rodilla derecha de su rehén. El sonoro crac de una rótula fracturada precedió a los aullidos de dolor de aquel infeliz. De sus ojos, llenos de un inconmensurable pánico, brotaron lágrimas en abundancia que nublaron su visión. El corazón se le desbocó dentro del pecho y su respiración se volvió agitada e irregular, provocando que no llegase aire suficiente a sus pulmones y experimentase una agobiante sensación de ahogo. Xurxo estaba al tanto de la fama de sanguinarios y despiadados que tenían los rusos, sabía que ellos no conocían el significado de la palabra piedad y tenía la descorazonadora certeza de que, dijese lo que dijese, su destino iba a ser la muerte. Pero no podía evitar aferrarse a una pequeña chispa de esperanza porque, como a cualquier otro ser humano, su instinto de preservación lo instaba a pelear por mantenerse con vida. En su situación, lo único que podía hacer era decirles la verdad y rezar para que lo creyesen.

—Esto solo ha sido una pequeña advertencia. —Yarik se agachó y, apoyando todo su peso sobre la rodilla herida, acercó su cara a la del español para darle más énfasis a sus amenazas—. Si no me dices ahora mismo dónde está la mercancía, empezaré a hacerte daño de verdad.

Xurxo volvió a berrear de dolor cuando notó la presión sobre su maltrecha pierna y más lágrimas se derramaron de sus ojos. Un rictus tenso le afeaba el rostro y le contraía los labios. Trató de hablar, pero de su boca únicamente salió un lastimero gemido. Inspiró hondo y volvió a intentarlo hasta que al fin fue capaz de susurrar, entre sollozos, una explicación:

—No… no sé dónde está. Lo he llamado un centenar de veces y no me responde al teléfono. ¡Por Dios santo, yo no tengo nada que ver con su desaparición!

Viktor comenzó a removerse en su sitio con exasperación. La sonrisa enfermiza se había esfumado de su cara para dar paso a una expresión de irritación casi homicida. Yarik comprendió al instante que su jefe estaba impacientándose, y cualquiera que lo conociese un poco sabría que eso no era nada recomendable. Por desgracia, el tiempo de la charla había terminado. «¡Maldito idiota, no digas que no te dimos una oportunidad!», pensó el ruso con rabia, porque todo apuntaba a que aquel molesto trámite iba a alargarse más de lo que deseaba. Después asintió hacia Joseph, quien comenzó a arremeter a martillazos de forma implacable contra la rodilla herida, una y otra vez, sin descanso, hasta que los huesos se volvieron papilla y su pierna quedó colgando por un fino hilo de tendones sobre un viscoso charco de sangre. Xurxo chilló, suplicó y lloró antes de desmayarse, pero no hubo tregua. Otro cubo de agua con hielo fue derramado sobre su cabeza, devolviéndole la consciencia como un sopapo.

—No me hagas perder el tiempo, gallego. Puede que me falte paciencia, pero me sobra imaginación para la tortura. Acabarás suplicándome que te mate para terminar con tu dolor, ¿y sabes qué? No lo haré. Voy a alargar tu sufrimiento durante horas hasta que me digas lo que quiero saber. Para cuando termine contigo, ni tu puta madre podrá reconocerte.

—¡Por el amor de Dios! No sé dónde está. Lo juro por mi hija, que es lo que más quiero en este mundo —gimoteó, desesperado, justo antes de que el martillo impactase de nuevo en su rodilla sana.

Joseph dio un paso hacia atrás y se limpió el sudor de la frente con el brazo mientras trataba de recuperar el aliento, exhausto por el agotador esfuerzo físico y psicológico que estaba haciendo. El hecho de que, a esas alturas, aquel idiota no hubiese confesado todavía solo podía significar dos cosas: o era el hombre con los cojones más gordos que había conocido en su vida, o en realidad decía la verdad y no sabía nada. El nigeriano se decantaba más por la segunda opción, lo que significaba que estaba torturando a una persona inocente. La buena noticia era que no duraría lo bastante como para quedarse postrado en una silla de ruedas de por vida; la mala, que sería él quién tendría que matarlo. No, definitivamente aquella no estaba siendo una buena noche. Ya podía sentir cómo su determinación se tambaleaba y su conciencia encerrada pugnaba por liberarse. Entonces pensó en Nigeria y recuperó la compostura al momento. «Los hombres pobres no pueden permitirse el lujo de tener remordimientos», se dijo al tiempo que volvía a acometer contra la maltrecha rótula del empresario.

 

Joseph había crecido en una pequeña aldea en el norte de Nigeria, una zona islámica y extremadamente conservadora, controlada por la secta radical Boko Haram. Allí, su orientación sexual era una constante amenaza para su vida, ya que las leyes de su país consideraban ilegal la homosexualidad y la castigaban con penas de prisión, con cien latigazos e incluso con la muerte por lapidación. Pasó la mayor parte de su adolescencia y juventud escondiéndose, aterrorizado ante la posibilidad de que alguien descubriese su secreto y lo delatase, obsesionado con que la policía vendría para castigarlo por lo que en su entorno se consideraba una pervertida desviación.

Poco después de cumplir los veintitrés años, su amigo Jacob, alentado por las historias fantásticas que los traficantes de personas hacían circular sobre el paraíso europeo, se presentó muy emocionado en su casa para tratar de convencerlo de que emigrase con él a España en busca de un futuro mejor. Fue en aquel preciso momento cuando Joseph comprendió que abandonar Nigeria era su única posibilidad de sobrevivir y, sin pensarlo demasiado, aceptó.

Durante las dos semanas que precedieron a la partida de los dos amigos, Jacob no dejó de parlotear ni un solo día sobre lo fantástico que sería vivir en aquel país europeo donde la gente ganaba mucho dinero y todo era color de rosa. Solamente tenían que llegar hasta la frontera y saltar una valla. Fácil. Una vez allí, podrían conseguir los papeles y encontrar un buen trabajo. Simple. Sin embargo, Joseph no tenía nada claro que todas esas historias que se contaban fuesen ciertas. Le parecía demasiado bueno para ser verdad. Pero se convenció a sí mismo de que nada podría resultar peor que vivir con aquel miedo día tras día. Estaba equivocado.

Al igual que otros miles de nigerianos, Jacob y Joseph emprendieron una brutal travesía de cientos de kilómetros a través del desierto. A veces, conseguían que algún vehículo los llevase durante unos pocos kilómetros, pero la mayor parte del tiempo tenían que andar. Se gastaron sus ahorros en pagar dos plazas en el remolque de un destartalado camión, con docenas de hombres y mujeres amontonados como animales, para recorrer parte del Sáhara. Cuando se les terminó el dinero, no les quedó más remedio que seguir a pie, soportando el clima extremo del desierto, bebiendo su propia orina para no morir deshidratados y huyendo de las bandas de criminales que se dedicaban a robarles a los infelices emigrantes sus escasas pertenencias.

Nadie les advirtió nunca de que el Sáhara era un gran cementerio salpicado de centenares de tumbas improvisadas, excavadas con las manos en la arena y coronadas por una piedra para tratar de evitar que el viento se llevase la foto o el pasaporte del fallecido, los cuales eran dejados allí con la esperanza de que alguien los reconociese e informase a sus familias. Cada una de aquellas sepulturas parecía una advertencia de que la realidad no era tan bonita como se la habían contado. No obstante, a esas alturas, ya no podían volverse atrás. Tan solo les quedaba avanzar.

Al llegar a Marruecos, escucharon los primeros relatos de otros emigrantes africanos que habían conseguido alcanzar Europa en el pasado, pero fueron detenidos por las autoridades españolas y repatriados a sus países de origen. También les explicaron que la valla que tenían que saltar no era el final del camino, ya que después debían atravesar el mar para llegar al continente europeo, y el precio por cruzar en patera rondaba los mil euros. Jacob y Joseph se sintieron descorazonados porque ya no les quedaba nada más que la ropa que llevaban puesta. No podían volver atrás ni tampoco ir hacia delante. Estaban atrapados. Para poder pagar sus billetes, los dos amigos pasaron muchos meses haciendo todo tipo de trabajos pesados y esclavizantes.

Por fin, casi un año después de haber partido de su aldea, los dos nigerianos reunieron el dinero suficiente para comprar sus plazas en un cayuco y atravesaron la frontera de Marruecos. Sin embargo, aquel no sería ni mucho menos el final de su calvario. Las pateras eran embarcaciones paupérrimas, que iban completamente atestadas de personas y sin los sistemas de navegación ni comunicaciones apropiados para recorrer los catorce kilómetros que separaban el continente africano del europeo en su punto más corto.

La mafia que organizó el viaje metió a casi cien personas en el mismo cayuco. Ni siquiera podían moverse debido a que no quedaba ningún espacio libre. De modo que se pasaron cuatro días en la misma posición, con los músculos entumecidos. El agua y la comida se terminaron a los dos días porque no les habían dado suficiente para todos. Algunos estaban tan desesperados que empezaron a beber el agua del mar y después vomitaron hasta acabar tan débiles que ni siquiera podían separar los párpados. Las noches eran muy frías y durante el día el sol no les daba tregua, mareándolos y desorientándolos. Los más débiles murieron por el camino.

Tras resistir la insolación, el hambre y la sed en la brutal travesía por mar, el motor se averió cuando estaban a unos pocos metros de la costa española. Los que sabían nadar se tiraron al agua con el propósito de hacer el resto del trayecto a nado. A los demás no les quedó más remedio que quedarse esperando a que Salvamento Marítimo los rescatase, para luego ser repatriados a sus países de origen. El viaje había terminado para ellos.

Joseph tragó mucha agua y se quemó los pulmones con el salitre, pero siguió braceando. No había llegado hasta allí para rendirse cuando estaba tan cerca. Entre la bandada humana de africanos que también luchaban por alcanzar la playa, el nigeriano perdió de vista a su amigo y, al pisar la arena de Algeciras, lo esperó todo lo que pudo, pero este nunca llegó. El mar lo había engullido.

Cuando vio a los agentes de la Guardia Civil persiguiendo y atrapando a algunos de sus compañeros, tuvo que echar a correr. No había tiempo para llorar a Jacob. Le faltaba el aire y le dolía todo el cuerpo. La ropa mojada se le pegaba a la piel, dificultando sus movimientos, y casi no le quedaban energías después de aquel viaje extremo. Pero, aun así, corrió con toda su alma hasta perder de vista a los guardias.

España no era el paraíso que le habían contado y las cosas todavía tendrían que empeorar mucho antes de mejorar un poco. Joseph lo descubriría muy pronto. No obstante, a pesar de todo, estaba obcecado en cumplir la promesa que le había hecho a su amigo Jacob, el joven nigeriano que soñaba con el nirvana europeo, con la vista fija en su vasta tumba de agua: sobreviviría, costase lo que costase.

 

Un carraspeo devolvió a Joseph a la realidad. Por unos segundos, se había perdido tanto en sus pensamientos que incluso había olvidado dónde se encontraba y lo que estaba haciendo. Sobresaltado, levantó la vista y se tropezó con la exasperada mirada de Yarik. Después, reparó en que el empresario había vuelto a perder el conocimiento y, sin necesidad de que el ruso tuviese que decirle nada, fue a por más agua con hielo para despertarlo. Se la arrojó por encima de forma mecánica, como había hecho tantas veces con muchos otros, y volvió a retroceder para aguardar a que Yarik realizase su papel. El nigeriano ya empezaba a hartarse de aquella sesión de tortura inútil e interminable porque, según su opinión, resultaba muy evidente que Xurxo no sabía nada, y no entendía la razón de que Viktor continuase alargando la agonía del pobre desgraciado. No sentía ningún deseo de matarlo, lo haría porque era su trabajo, pero a decir verdad la alternativa le parecía incluso peor.

Joseph no era el único que estaba hastiado con la innecesaria prolongación de esa situación tan desagradable. Yarik ya había llegado a la misma conclusión que el africano y aguardaba con impaciencia a que su jefe le diese la orden de liquidar al empresario. No le importaba lo más mínimo si este sufría o no, si vivía o moría. Todo eso le traía sin cuidado, pero le apetecía mucho tomarse unas copas y pasar unas horas tranquilo en su oficina, y no podría hacerlo mientras tuviese que seguir interrogando a Xurxo. Resopló con molestia e hizo unas cuantas preguntas más, que fueron contestadas con las mismas súplicas y juramentos que había estado escuchando desde que entró en el almacén. Con cada respuesta insatisfactoria, hacía un casi imperceptible movimiento con la cabeza para que el negro continuase propinándole martillazos.

—¡Ya basta! —rugió Viktor, colérico.

Yarik y Joseph se detuvieron al momento. Los dos sabían perfectamente lo que significaban esas palabras y ambos se sintieron aliviados al escucharlas. El ruso sacó su pistola de la cinturilla del pantalón, donde la llevaba camuflada bajo la camisa, y se la tendió al africano por la culata. Este la cogió de una forma algo más vacilante de lo que pretendía. No era la primera vez que tenía un arma en la mano o que la usaba con alguien; sin embargo, todavía no se había acostumbrado a la desagradable sensación de quitar una vida y no creía que pudiese hacerlo nunca. Él no era una persona violenta ni sanguinaria, sino más bien todo lo contrario. Siempre había sido un hombre tranquilo y pacífico que rehuía el conflicto, pero la necesidad lo empujó por caminos que jamás creyó que iba a recorrer. A veces, todavía experimentaba una sensación de irrealidad al despertarse por las mañanas y recordar el mundo en el que estaba metido. Inspiró hondo y apoyó el cañón de la pistola contra la sien de su víctima.

—¡No, por favor!, mi hija me necesita —suplicó Xurxo con una expresión de profundo terror en el rostro—. Sé que puedo arreglarlo, puedo…

Sus ruegos fueron interrumpidos de forma abrupta cuando Joseph apretó el gatillo y una bala le atravesó el cráneo, salpicando de sangre y sesos el suelo del almacén. El negro apartó la mirada al instante para no tener que contemplar su cruel obra. Un puño invisible le oprimió el corazón, rompiendo algo valioso en su interior, y la garganta se le secó de repente. Enfadado consigo mismo por su reacción, se dijo que era un idiota por sentirse tan afectado y que ya debería estar acostumbrado después de llevar tanto tiempo con los rusos. No obstante, la más pura y descorazonadora verdad era que asesinar nunca le había resultado fácil y, con cada nueva muerte a sus espaldas, se le iba haciendo más y más difícil. En ocasiones, incluso envidiaba a Yarik por ser un monstruo imperturbable; en otras, se sentía infinitamente aliviado de no parecerse ni un poco a él porque de ese modo aún podía aferrarse a los últimos vestigios de su humanidad.

—Limpiad esa porquería —les ordenó Viktor segundos antes de abandonar la estancia dando un portazo.

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