La noche •Capítulo 2•

Situado en el sureste de la Comunidad de Madrid, en un valle circundado por tres cerros rocosos que formaban una angosta garganta, se encontraba el pequeño municipio de Pelayos de la Presa, con apenas siete coma sesenta y dos kilómetros cuadrados de extensión y poco más de dos mil quinientos habitantes. Al otro lado del cerro del Cubo, en el este, una cuenca más profunda daba cabida al embalse de San Juan, el único pantano de la comunidad en el que se permitían el baño y los deportes náuticos. Por eso este municipio era popularmente conocido como la «playa de Madrid». Y, durante los meses de verano, la gran afluencia turística llegaba a duplicar su población.

En pleno polígono de Pelayos, se erguía la emblemática Sala Inferno, una antigua nave industrial reconvertida en discoteca desde hacía ya más de dos décadas que abría sus puertas de jueves a domingo durante los meses de julio, agosto y septiembre, y solo una noche a la semana el resto del año. Tras la última remodelación, apenas un par de años atrás, su exterior austero y de líneas rectas, con la apariencia de un tosco y rectangular bloque de hormigón, contrastaba en gran medida con la moderna y desenfadada decoración interior.

En el exterior, la enorme construcción hacía esquina con dos calles transversales. La calle horizontal transcurría paralela a la fachada, donde se encontraban un amplio aparcamiento para los clientes y la entrada principal. Sobre esta última, había atornillado un gigantesco cartel con el nombre de la sala de fiestas, escrito con letras gruesas de color negro sobre un fondo púrpura metalizado. Lo más llamativo de todo era que la «o» de «Inferno» se representaba con un pentagrama invertido, símbolo de magia pagana y satanismo, en una evidente alusión al propio nombre del local.

La calle vertical pasaba junto al lateral derecho de la nave, y por ella se accedía a una pequeña parcela de terreno situada detrás del edificio. Esta hacía a la vez de entrada de servicio para descargar mercancías y de aparcamiento reservado únicamente para algunos miembros del personal de la discoteca. Por esa razón habían cerrado ese espacio con una alambrada y un robusto portal, los cuales fueron luego recubiertos con finas láminas de seto artificial para guardarse de miradas indiscretas.

El interior de la discoteca contaba con dos plantas en las que imperaban el púrpura metalizado y el negro, así como diversos espejos, láseres de colores y lámparas que simulaban serpenteantes lenguas de fuego. En el piso inferior había dos zonas, diferenciadas por distintos niveles de profundidad. Por un lado, la pista de baile, que estaba situada en el centro, y por otro, el espacio que la rodeaba. Para acceder a la pista era necesario descender un escalón. En ella se erguían cinco tarimas de un metro cuadrado de ancho por uno y medio de alto, con sendas jaulas encima y unas escalerillas adosadas por las que accedían los gogós. Las habían colocado de tal manera que al unir sus puntos se podía formar otro pentagrama invertido. No era muy difícil darse cuenta, ya que también lo habían dibujado en el suelo y ocupaba toda la pista de baile.

En el espacio que rodeaba la pista se encontraban el guardarropa, cerca de la puerta principal, una barra grande, en el extremo opuesto a la entrada, y dos barras laterales más pequeñas. Al fondo estaban las dos escaleras para acceder al piso superior, los aseos y la puerta del almacén, que aún conservaba el cartel de «prohibido el paso» a pesar de que siempre estaba cerrada con llave. A su vez, habían dividido aquella estancia en un espacio para guardar la mercancía, un cuarto minúsculo que servía como vestuario a los gogós y otra habitación un poco más amplia, donde se encontraba la oficina del gerente. Ninguna tenía ventanas.

Dentro del almacén, junto a la puerta de servicio que daba al aparcamiento del personal, había unas escaleras estrechas que constituían el único acceso existente a un pequeño apartamento, situado en la planta superior e independiente del resto de la discoteca, el cual abarcaba las mismas dimensiones que el almacén y los aseos del primer piso.

En la planta superior había un gran balcón que rodeaba la pista de baile y desde el que se podía observar todo lo que ocurría debajo. En los dos laterales, se ubicaban las zonas de descanso, con pufs y pequeñas mesas redondas. Al fondo estaba la cabina del disc-jockey, que sobresalía un poco sobre la pista. Y justo enfrente, sobre la entrada principal, había un reservado con un enorme ventanal en lugar de balcón, donde el propietario de la discoteca acostumbraba a realizar sus reuniones.

Era martes y estaban a principios de septiembre de aquel convulso 2015. Álex había respondido a un anuncio de trabajo que solicitaba camareros para la Sala Inferno y ahora se encontraba sentado en una austera oficina sin ventanas, frente a un hombre que le hablaba con un marcado acento ruso. En contraste con el resto de la discoteca, las paredes de aquella estancia parecían desnudas, ya que las habían pintado de blanco y no tenían cuadros ni otros elementos decorativos colgados. El despacho estaba escasamente amueblado con nada más que un escritorio, dos sillas, un archivador y un sillón reclinable, todo ello de color negro.

El gerente, quien se había presentado como Yarik, le estaba explicando que los puestos de camarero ya habían sido ocupados, pero que iba a hacerle la entrevista de todos modos por si quedaba algún lugar vacante en los próximos días. Álex asintió, conforme, y comenzó a detallarle su escaso currículo. Después de un rato de charla intranscendente, Yarik se interesó mucho por la situación personal de Álex. Este terminó contándole que atravesaban un momento muy delicado en casa porque su padre acababa de morir y, para colmo, le habían denegado la beca de estudios. También le dijo que necesitaba el dinero con urgencia para pagar los gastos de la universidad del próximo curso, pero que le estaba costando mucho encontrar trabajo.

—Ya estoy aburrido de enviar currículos y acudir a entrevistas para que luego nunca me llamen —le explicó el español.

—Sí, la verdad es que las cosas se están poniendo muy negras en este país —dijo el ruso—. Cuando yo me vine, esto no era así.

—Pues ojalá me equivoque, pero creo que solamente va a ir a peor.

—Pienso igual. —Hizo un gesto de resignación y continuó hablando—: Escucha, Álex, tenemos una plaza vacante como gogó. Sé que no es lo que buscabas, pero si no tienes reparos en bailar casi desnudo dentro de una jaula, podrías trabajar menos y cobrar más que de camarero. ¿Qué me dices?

—No soy una persona vergonzosa, pero ¿tú crees que yo doy el tipo para eso?

Yarik curvó levemente las comisuras de sus labios en una cínica sonrisa. El chico poseía el atractivo casi pueril del adolescente que acaba de cruzar a la etapa adulta, con un rostro aniñado y un cuerpo delgado, pero tonificado por el ejercicio diario. Le había dicho que tenía veintidós años; sin embargo, no aparentaba más de dieciocho. No era muy alto, apenas rozaría el metro setenta. Su pelo rubio ceniza, lleno de bucles perfectos, enmarcaba una cara ovalada con ojos almendrados de color miel, nariz pequeña y unos labios finos. A todo lo anterior, se sumaba su sonrisa tímida y dulce que ayudaba a otorgarle un aspecto delicado y angelical, solo mancillado por el piercing negro que atravesaba su ceja derecha.

—A simple vista parece que sí —respondió Yarik—, pero necesito verte sin ropa para confirmarlo.

—¿Ahora?

A pesar de que Álex le había asegurado que no era nada recatado, al ruso le pareció que estaba totalmente cohibido en ese momento ante la idea de tener que desnudarse frente a un desconocido. No pudo reprimir una pequeña carcajada, que acompañó con una mirada llena de malicia. «Este crío es delicioso. A Viktor le va a encantar», pensó, cada vez más satisfecho con su elección.

—¡Pues claro! Si te acobardas por desnudarte delante de mí, ¿cómo esperas hacerlo frente a cientos de personas cada fin de semana? —apuntó, irónico.

—Vale.

Tras ponerse de pie, Álex se sacó la camiseta y la dejó caer de forma descuidada sobre la silla. Tuvo que reprimir el fuerte impulso que sentía de doblarla antes, puesto que no soportaba el desorden, pero dudaba mucho de que Yarik compartiese su preocupación por las arrugas en la ropa. Después se agachó para desatarse los cordones de las zapatillas y quitárselas, dejándolas abandonadas en un rincón de la pequeña oficina. Volvió a incorporarse y siguió con la pretina de sus ajustados vaqueros. Levantó la cabeza para dedicarle una fugaz mirada al gerente de la Sala Inferno, quien lo observaba con atención desde su asiento detrás del escritorio, pero sin expresión alguna en el rostro. Y, tras unos segundos en los que pareció dudar, se los bajó hasta los tobillos y terminó de quitárselos con los pies. Mientras tanto, Yarik estudiaba su cuerpo desnudo con ojos fríos e ilegibles, como si estuviese valorando la calidad de la carne expuesta y no mirando a otro ser humano.

—¿Los calzoncillos también? —preguntó Álex con timidez.

—No, eso no es necesario.

El español asintió, aliviado. Aquella no era la primera vez que estaba desnudo frente a un desconocido. Si lo pensaba con frialdad, había hecho cosas mucho peores, en parques o baños públicos, con hombres con los que apenas si llegó a intercambiar un breve y escueto saludo. Pero nunca había tenido que quitarse la ropa en una entrevista de trabajo hasta aquel día. Ese era un terreno nuevo e inexplorado para él.

Mientras tanto, Yarik no dejaba de felicitarse a sí mismo por el buen ojo que había tenido. Estaba seguro de que Viktor iba a sentirse muy complacido con él por su nueva adquisición. El chico era por completo del gusto de su jefe y había llegado como caído del cielo tras el prematuro suicidio de su última mascota. Aunque esperaba que este les durase más que el anterior, no apostaba nada por ello. En su opinión, los españoles eran demasiado blandos, como patéticos animales domésticos que habían perdido el instinto de supervivencia ante los depredadores más feroces.

—Bien. Nos vales. Puedes vestirte —anunció Yarik, satisfecho. Y Álex soltó el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta—. ¿Te supone algún inconveniente empezar este jueves? —El otro negó con la cabeza—. Entonces, preséntate aquí a las once y media. Nosotros os proporcionamos la ropa y un vestuario para cambiaros. Es la puerta que está al lado de mi oficina, no tiene pérdida. Si encuentras el almacén cerrado y todavía no han llegado los demás, pídele la llave a alguna de las camareras de la barra central.

—Muchas gracias, de verdad —murmuró el chico, irradiando felicidad, mientras se ponía la ropa.

«¡No me des las gracias, idiota! Te estoy enviando al matadero. ¿Por qué tenéis que ser todos tan estúpidos?», pensó Yarik. Por un segundo fugaz, le vino a la cabeza el trágico final que había sufrido el antecesor de Álex, pero el ruso lo empujó fuera y el recuerdo se fue tan rápido como había llegado. Yarik llevaba años sin preocuparse por nadie y tenía muy claro que no iba a empezar aquel día. Se despidió del que ya había apodado interiormente como «el ingenuo estudiante», tratando de forzar una sonrisa, pero se quedó a medio camino en una mueca torcida. Cuando este hubo abandonado su despacho, consultó su reloj de pulsera, resoplando con fastidio porque ya se le había hecho un poco tarde y todavía tenía que entrevistar al resto de candidatos para contratar a dos camareros.

Álex salió del almacén y cruzó la desierta pista de baile de la Sala Inferno. En un par de días, aquel lugar estaría lleno a rebosar, repleto de cuerpos sudorosos tropezando y frotándose entre sí mientras se movían al ritmo de la música enlatada que pinchaba el disc-jockey. Sin embargo, en ese momento no era más que un amplio espacio vacío.

Localizó a Joseph, el hombre de color que lo había conducido al despacho de Yarik a su llegada, apoyado en una barra lateral, con la mirada perdida y un vaso en la mano lleno de un líquido indescifrable. Álex no podía apartar la vista de aquel dios negro. Le parecía un hombre imponente, con su metro ochenta de estatura, el cuerpo ancho y musculoso, una piel tan negra como el ébano, ojos oscuros e intensos, labios carnosos y apetecibles, nariz grande y la cabeza totalmente afeitada. Por su aspecto, cualquiera supondría que era uno de los porteros de la discoteca, y Álex pensó que no le importaría nada armar un altercado si era ese monumento a la masculinidad quien venía a reducirlo y clavaba su pollón negro en él por accidente. Sonrió por su ocurrencia y se dijo a sí mismo que era un jodido vicioso sin remedio. Entonces, una pequeña punzada de tristeza lo golpeó en la boca del estómago. Quizá Julio, su expareja, tenía razón cuando rompió con él y le dijo: «Todos deberíamos tener algún límite, una línea que no estemos dispuestos a cruzar…, y tú, Álex, ni siquiera sabes lo que es eso».

Los ojos del africano se clavaron en los suyos e interrumpieron su hilo de pensamientos. Álex le sonrió con picardía, dejándole muy claro lo que pensaba de él. Joseph le devolvió el gesto un segundo para luego dedicarle una mirada de preocupación que, acompañada de su tenso lenguaje corporal, casi parecía una seria advertencia de peligro. Durante un instante, el tiempo se congeló a su alrededor y todo el universo dejó de girar mientras los dos hombres se observaban el uno al otro en silencio, manteniendo una íntima conversación sin necesidad de palabras. Álex y Joseph todavía no lo sabían, pero aquel excepcional y fugaz momento que acababan de compartir ya había entrelazado y sellado sus destinos para siempre.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó el nigeriano, poniendo fin a esa comunicación silenciosa que comenzaba a confundirlo e incomodarlo.

—Bien, me ha contratado.

—Felicidades —dijo, tratando de mantener un tono de voz neutro, pero sin lograrlo del todo.

—Gracias. Nos vemos el jueves —se despidió, alegre.

Joseph observó la estrecha espalda del chico español mientras cruzaba la puerta principal y abandonaba la discoteca. «Es muy joven y atractivo —pensó—, este vivirá poco». No es que eso le importase. No era asunto suyo. Hacía años que había aprendido una enseñanza tan dura como necesaria para su propia supervivencia: «Los hombres pobres no pueden permitirse el lujo de tener remordimientos», y menos por un mocoso blanco. La suerte de Álex ya se había decidido y no sería él quien se interpusiese en los planes de sus jefes.

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