Fast Food •Capítulo 3•

La entrevista

 

La vida independiente parecía bonita y agradable vista desde fuera. Sí, eso de gozar de total libertad, de no tener a nadie que le echara la bronca por estar pegado al ordenador hasta las tantas, de no tener que esperar su turno para darse un baño ni de que el pestillo echado en el dormitorio delatara sus momentos de romance con la mano izquierda estaba muy bien. Pero para alguien cuya única experiencia en la cocina se limitaba a mezclar leche y cereales o a hacer explotar huevos en el microondas, la vida independiente perdía parte de su atractivo.

Los primeros días sobrevivió a base de ramen instantáneo y arroz cocido y eso no estaba mal. Claro que, habituado como estaba a la dieta equilibrada y estudiada de su madre, no tardó en experimentar ciertas y desagradables consecuencias. Y no supo qué fue peor, si pasarse toda una mañana anclado al cuarto de aseo o la bronca monumental que le cayó por teléfono cuando llamó a mamá en busca de consejo.

A punto estuvo la señora Tsunami de coger el primer tren hacia Tokio y llevárselo con ella de la oreja. Fue una suerte que Kei consiguiera convencerla de lo contrario; eso sí, a partir de entonces sufrió del inflexible control materno. No contenta con imponerle una estricta dieta y mandarlo a la farmacia más cercana, en cuanto se hubo recuperado de su gastroenteritis empezó a recibir llamadas suyas dos veces al día, con la intención de asegurarse de que su hijo comía en condiciones.

Y como le daba más miedo su madre que volver a tener el estómago y las tripas del revés, Kei no tuvo otra que aprender a cocinar sin quemar nada en el intento. Una semana después de quedarse solo, aún tenía la sensación de continuar bajo el ala de mamá gallina y es que, previa instrucción telefónica, comía lo que ella decía y a la hora que ella decía, daba informes periódicos de sus avances en el instituto, de su aseo personal y hasta de otros asuntos más escatológicos. A veces, incluso, tenía la sensación de que, de algún modo, su madre lo vigilaba por un agujerito. Eso, o es que era muy mal mentiroso, porque las pocas veces que intentara engañarla, se vio descubierto en cuestión de segundos.

Temas de alimentación aparte, descubrió que el cuidado del hogar tampoco era su fuerte.

Su madre, perfecta ama de casa japonesa, se dedicaba en cuerpo y alma a tener aquel apartamento menudo como los chorros del oro. Día y noche, la señora Tsunami llevaba un delantal que, de manera inexplicable, tenía siempre impoluto. Mantenía el pelo canoso sujeto en una coleta que no molestara a la hora de realizar sus quehaceres y soltaba zapatillazos de campeonato cada vez que a algún miembro incauto de la familia se le ocurría pisarle lo fregao. No se deslomaba ella ni se dejaba las rodillas para mantener la madera del suelo limpia y cuidada, para que luego le echaran por tierra todo el esfuerzo a los cinco minutos.

Y ¡ay! Pobre de él si mantenía su lado de la habitación hecho un desastre. Mia era caso aparte. Era la mayor y podía tener su escritorio lleno de potingues, barras de labios y revistas para las que ya era demasiado mayor. Pero él, Kei, no podía permitirse el lujo de dejar un bolígrafo fuera de su sitio si no quería sufrir la ira de su progenitora. Y a base de palos tuvo que aprenderlo mientras, sin remedio y antes de que pudiera protestar, sus cosas acababan una y otra vez en el cubo de la basura.

Así que hasta ahí llegaba su conocimiento en la materia: a tener sus cosas guardaditas y organizadas por temor a quedarse sin ellas. El día en que se le ocurrió abrir el armario de la limpieza para buscar algo que echarle a la lavadora, casi se desmayó de la impresión.

Se puede decir, por tanto, que la vida independiente se convirtió para Kei en un pequeño infierno del que no podía escapar sin reconocer su derrota y volver a Osaka.

No fue hasta transcurridas dos semanas, que empezó a acostumbrarse y a distinguir entre el limpiacristales y el quitagrasas, entre el detergente para la ropa y el líquido desatascador, y entre la cera del suelo y el desinfectante para el baño.

Durante su período de adaptación tuvo tiempo, además y por descontado, de ir a clases, asistir a las actividades extraescolares y, cómo no, visitar al chico de sus sueños con regularidad. Aunque solo fuera para pedir y pagar.

Con todo, los días se sucedieron de manera frenética sin que Kei pudiera hacer nada para evitarlo. El tiempo pasaba rápido, el plazo que su madre le había impuesto para encontrar trabajo llegaba a su fin y la tan ansiada llamada de teléfono no llegaba.

Se resignó, incluso, a no trabajar junto al tal Surette y empleó varias tardes en enviar solicitudes de empleo a través de Internet a otros restaurantes del estilo, cadenas de cafeterías, tiendas de mangas, supermercados y hasta a algún que otro host club,[1] por supuesto mintiendo acerca de su edad. Le daba igual, el caso era trabajar.

La tarde en que, al fin, el teléfono anunció buenas noticias, ya casi había perdido la esperanza.

Su móvil era un Sony Ericsson T200, con pantalla en cuatro tonos de gris, pequeño y cómodo de usar, con melodías personalizables y luz azul. No era de los modelos más nuevos; Kei ansiaba uno de aquellos terminales con pantalla a todo color y cámara de fotos que inundaban el mercado, pero eran aún demasiado caros y su madre no se lo permitió.

Estaba tirado en el sofá, muerto de calor, con unos pantalones de chándal desastrosos y sin camiseta. Jugaba a dar vueltas al móvil entre los dedos, un pasatiempo al que recurría por mero hábito, mientras perdía la otra mano bajo la ropa sin demasiadas pretensiones. Solo porque se aburría y porque bah.

El agudo timbre que él mismo había programado con la melodía del tema de Gackt, ~Seki-Ray~, al sonar en el momento más inoportuno, lo sobresaltó de tal modo que el teléfono salió volando por los aires. Era un cacharro resistente, de eso no había duda: en más de una ocasión había acabado estampado contra el suelo, con la batería por un lado y la tapa por el otro pero sin un solo rasguño. Esta vez tuvo reflejos suficientes para evitarlo, por lo que no perdió la llamada. Pero lo que tienen los reflejos es que son, como su nombre indica, involuntarios, y desde luego no fue por voluntad propia que Kei agarrara el móvil y pulsara la tecla para responder con la misma mano que se acababa de sacar de dentro de los pantalones, toda pegajosa.

Si eso no era un mal presagio…

Había concertado la entrevista para el día siguiente a primera hora de la mañana, y allá que se presentó ataviado con sus mejores galas. Que, por cierto, dejaban bastante que desear.

Kei estaba convencido de que unos pantalones anchísimos y llenos de bolsillos, una camiseta negra muy ajustada, el pelo todo engominado hacia atrás y un buen montón de anillos y pulseras era equivalente a ir elegante. Por suerte, el Mega era una empresa joven y desenfadada, por lo que su atuendo de macarra poligonero no le restó puntos. De hecho, no era de los peores vestidos esa mañana.

Al llegar a la puerta del restaurante que tan bien conocía, se encontró con que no iba a ser el único entrevistado. Allí esperaban ya un par de personas: una muchacha que parecía muy nerviosa y un hombre mayor, de unos treinta y tantos, que fumaba en cuclillas y tenía cara de no querer estar ahí, con sombra de barba, vaqueros y camisa arrugada.

—¡Hola! —saludó Kei a la chica, pues el hombre le daba algo de aprensión.

—Hola, ¿qué tal?

El breve intercambio de palabras le dio suficiente confianza para situarse a su lado. Con respecto al hombre, no dio señales ni de advertir su presencia, por lo que él decidió responder en consecuencia.

—¿También estás aquí para la entrevista?

Ella asintió y volvió a morderse las uñas, tarea incansable a la que se dedicaba justo antes de saludarlo.

—¿Nerviosa?

—Un poco, sería mi primer empleo.

—El mío también.

Por supuesto, obvió las circunstancias que lo habían llevado a encontrarse allí en ese preciso momento y se limitó a hablar con ella del tiempo mientras la hora se acercaba.

Al fin, un encargado asomó la cabeza desde la puerta, que a esas horas aún se encontraba cerrada, y llamó primero al hombre mayor. Este ni siquiera se molestó en apagar el cigarro antes de entrar detrás de él.

Durante diez minutos, Kei y la chica retomaron su interesantísima conversación acerca de las precipitaciones del mes hasta que, de nuevo, la puerta se abrió y salió el entrevistado, con la misma cara con la que había entrado.

—¿Tsunami Kei? ¿Eres tú?

El encargado, delgado, desgarbado, con unas pronunciadas entradas y gafas de montura fina lo miró de arriba abajo como si no esperara gran cosa de él. Eso lo pinchó en el orgullo, por lo que irguió la espalda tanto como pudo y trató de adoptar su expresión más profesional.

—Sí, señor.

—Vale, ven conmigo.

Kei le fue a la zaga justo después de que la chica le deseara suerte y esperó a que el hombre echara de nuevo el cerrojo antes de seguirlo hasta la planta superior del restaurante.

Allí los esperaba otro hombre, de aspecto mucho más respetable, con pelo entrecano y traje de chaqueta, que lo invitó a tomar asiento frente a él en una de las mesas cercanas a la escalera.

—Buenos días. Tsunami, ¿no?

Kei asintió. Preferiría su nombre de pila; el apellido le había hecho ser objetivo de burlas en más de una ocasión. Pero no dijo nada al respecto por el momento.

—Así que… quieres trabajar aquí, ¿eh? —comenzó el hombre de traje, que se presentó como Andou y era el gerente del local—. ¿Por qué?

La pregunta no lo pilló por sorpresa. Inexperto como era en asuntos laborales, tuvo el tino de buscar consejos en la red acerca de cómo comportarse en una entrevista y esa, además de otras, era una pregunta que ya había ensayado ante el espejo la noche anterior.

—Bueno, soy cliente y veo a los trabajadores. Creo que la dinámica que llevan pega mucho conmigo. Además, estoy estudiando y me viene bien la flexibilidad.

—Hmm, hmm —murmuró Andou—. No sé si eres consciente de que no es muy recomendable venir a un proceso de selección ya con impedimentos horarios.

Kei se puso blanco. La solicitud que entregara lo decía claro: podía compaginar ese trabajo con sus estudios. ¿Es que no era verdad?

—Uh, bueno… Eh, no, claro, quería decir… —tartamudeó, sin saber a dónde mirar ni en qué agujero meterse—. Quiero trabajar, si el horario no me viene bien ya me las ingeniaría con el instituto.

De repente, el hombre se echó a reír. Perfecto, le había tomado el pelo. Ahora sí que tenía ganas de esfumarse.

—¡Relájate, hombre! No me gustan las respuestas ensayadas. Este es un trabajo que casi cualquiera puede hacer, sin aptitudes previas. Todo lo enseñamos aquí, solo hay que traer de casa las ganas de trabajar, la agilidad y la capacidad de reacción, ¿tú las traes?

—¡S-sí, claro que sí! —replicó Kei, en cierto modo más aliviado.

—Estupendo. Bueno, pues, Tsunami, ¿qué te gusta más de Mega? Como cliente que eres.

«Mi rubio», pensó él. Pero, por supuesto, eso no iba a decírselo.

—Me gusta que puedo venir aquí y estar un par de horas leyendo tranquilo.

—Ajá. ¿Y la comida?

—La comida también, claro. Hum, soy fan del Mega-Pollo y de los helados de fresa.

—Fan, ¿eh? —repitió Andou con humor—. ¿Qué estudias?

—Estoy en bachillerato.

—Último curso, espero.

—Sí, claro.

—¿Cuánto te falta para los dieciocho?

—Poco, los cumplo este agosto.

—Perfecto, perfecto.

—Hm, ¿por qué? —se aventuró a preguntar Kei, a quien le había extrañado la pregunta.

—Verás, tenemos un problema con los estudiantes menores de dieciocho —explicó Andou y, al ver la expresión desolada que puso Kei, alzó una mano para que le dejara continuar—. La ley impide que podáis hacer trabajos pesados o peligrosos. En Mega nos tomamos muy en serio la seguridad en el trabajo, pero hay riesgos, claro. Las tareas del cierre y de la apertura son las más delicadas, sobre todo las del cierre porque implican manipular maquinaria, limpiar superficies muy calientes, utilizar productos químicos agresivos y cargar bastante peso. Por supuesto, tenemos toda clase de equipos de protección individual y, concretamente, nuestro restaurante lleva más de dos años sin que nadie sufra ningún accidente laboral. Pero la ley es la ley. Comprenderás que en una empresa como esta, que ya de por sí ofrece compatibilidad de horarios para estudiantes, contar, además, con el hándicap de la edad no resulte muy conveniente. Por eso está bien que te quede poco para cumplir dieciocho años, porque sería poco más de un mes y luego ya no habría problema. Claro que, una vez los cumplas, no solo te tocará cumplir esas tareas de vez en cuando, sino que puede que salgas de madrugada.

—¡Vale! —aceptó Kei. Lo cierto era que no había entendido una palabra de lo que Andou decía, pero si se trataba de cargar peso y salir tarde él no tenía problema, y quería asegurarse de transmitirle seguridad—. ¡Claro, yo no tengo problemas con eso!

Hubo unos minutos de deliberación en los que Kei no supo qué hacer. Andou y el encargado se retiraron para hablar entre ellos. Intentó agudizar el oído, pero no consiguió captar nada y para cuando regresaron a la mesa, la mirada que le lanzó el gerente no le pasó desapercibida. Un poco ambigua y cargada de curiosidad. ¿Le estaba tirando los tejos? Porque, de ser así, no tenía la más mínima oportunidad: él le era fiel a Surette, aunque Surette no supiera ni que existía.

—En realidad, estamos más interesados en contratar chicas —soltó Andou de pronto—. Para la caja, ya sabes. Pero tú eres… —Otra mirada de arriba abajo. Empezaba a pensar que había algo raro con su ropa—. Dejémoslo en que encajas.

¿Encajaba? ¿Eso qué quería decir? Kei frunció el ceño; solo esperaba que ese hombre no insinuara que podía pasar por una chica. O que lo hiciera vestir como tal, ya puestos. Era muy consciente de que no destilaba virilidad por todos los poros de la piel, pero él era un hombre, un tío, un macho de pies a cabeza a pesar de su fijación por otros machos de pies a cabeza y, en concreto, por el rubio de ojos verdes que trabajaba ahí.

—No te ofendas, ¿eh? —continuó el gerente. Ya era tarde para eso; aun así, Kei mantuvo el tipo tanto como le fue posible.

—No, claro que no —dijo, con toda la simpatía que pudo.

—Bueno, me has gustado, Tsunami. —Sí, definitivamente ese tío flirteaba con él—. Empiezas el sábado que viene.

Kei casi dio un salto en la silla. Necesitó que se lo repitiera de nuevo porque no daba crédito, y aún pensó que había sido demasiado fácil. ¿Qué fue del «ya te llamaremos», de los test psicológicos y de los role-play? ¿Se había acostado casi a las cuatro ensayando y practicando para que lo contrataran por haberle parecido bonito al jefe? ¡Indignante!

A punto estuvo su naturaleza impulsiva de cargarse lo que acababa de lograr. Fue una suerte acordarse de su enamorado en ese preciso instante, porque fue eso y no otra cosa lo que hizo que Kei Tsunami estrechara la mano del gerente y le diera las gracias, en lugar de amenazarlo con plantarle una denuncia por acosar a un menor.

Y, de todas formas, el incidente cayó en el olvido poco rato después de despedirse. En concreto, seis minutos y nueve segundos después, que fue el momento exacto en que Kei se dio cuenta de que el primer episodio de su sueño romántico se acababa de realizar y, arrastrado por la felicidad, dio un salto de júbilo en mitad de la calle que a punto estuvo de llevarse por delante a una anciana que nada tenía que ver.

[1] Negocios cuyo principal reclamo son los hosts, chicos atractivos que acompañan y entretienen a mujeres. No son prostitutos.

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