En la sangre •Capítulo 5•

Cicatrices bajo la piel

 

Cuando despertó cayó de lleno en una pesadilla.

Una mano sobre su boca le impedía hablar, gritar, pedir auxilio, y los dioses sabían que él lo intentaba, lo intentaba con todas sus fuerzas. Intentó morder, patear, arañar… La mano que lo cubría no aflojó su presa, sus pies golpearon el aire, sus uñas se partieron contra una armadura de acero y cuero.

Quiso rescatar los recuerdos de su entrenamiento, pero a duras penas podía respirar. Esas clases eran tan lejanas… Ejercicios inútiles y movimientos infantiles. Apretó los dientes y, además del miedo, la rabia y la impotencia hicieron mella en él y, cuando cubrieron su rostro con un saco de arpillera, agradeció en silencio que ocultaran sus lágrimas.

No supo cuánto tiempo permaneció así: atado, amordazado y cegado. Tratado como un fardo que tan pronto se arrastraba como se lanzaba. Hasta que un último movimiento hizo que golpeara con sus huesos en el suelo.

Quiso creer que era limo la sustancia fría y pegajosa que cubría el terreno, había impregnado la tela y se adhería a su propia piel. Pero incluso a través del filtro textil que cubría su rostro le llegaban más olores, algunos que prefería no identificar y que eran fruto de la inmundicia y la suciedad.

En un momento dado alguien lo cogió y lo obligó a sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra algo. Lo obligaron a bajar la cabeza y colocaron algo duro alrededor de su cuello. El sonido del metal al ser trabajado selló su destino con dos únicos golpes.

Quiso gritar, eso no podía estar pasándole a él. ¿Por qué? ¿Cómo? ¡Alguien tenía que ayudarlo!

«¡Padre!», llamó a través de la mordaza antes de ser consciente de que nunca podría responder a sus ruegos.

Más movimientos, voces que no podía identificar. De nuevo en el suelo cubierto de limo. Más movimientos, alguien tiraba de… del aro de su cuello.

«¡No! ¡Eso no, quitádmelo!».

Cortaron sus ataduras y él mismo se deshizo del saco de la cabeza y de la mordaza.

Al verse libre, Séptimo saltó como un resorte buscando una salida. El aro del cuello golpeó su nuez arrastrándolo al suelo y dejándolo sin respiración. Una cadena lo ataba a la pared como si fuera un perro.

—¡No! —aulló—. ¡Soltadme! ¡No tenéis idea de quién soy! ¡Soltadme os digo!

Pero el regular lo ignoró sin apenas dedicarle una mirada y cerró la puerta sumiéndolo de nuevo en la oscuridad.

—Séptimo —lo llamó una voz conocida.

¿Se había dormido? ¿Cuándo había sucedido? ¿Tanto tiempo llevaba encerrado?

Se llevó la mano a los ojos para protegerse de la intensa luz que ardía ante él, la antorcha que llevaba uno de los legionarios y que acompañaba a la persona que tenía delante.

—¡Quinto! —exclamó desesperado al reconocer el rostro de su hermano, sacudiéndose toda la modorra de golpe—. ¡No sé qué está pasando! Me han puesto un collar, ¡no soy un esclavo! ¡No lo soy! ¡Díselo, Quinto, diles que me lo quiten!

—Oh, hermano —gimió Quinto con una mueca de dolor—. Lo siento, lo siento tanto…

—Diles que me lo quiten, por favor —le suplicó en un susurro.

—Me temo que no puede ser.

Quinto hizo un gesto con la cabeza al soldado. Este lo comprendió a la perfección, dejó la antorcha en la pared y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí.

—¿Qué significa esto, Quinto? ¡Yo no he hecho nada! ¿Por qué…?

—Shhh —lo tranquilizó su hermano pidiéndole que bajara la voz—. Sé que no has hecho nada, pero, aunque no puedas creerlo, esto es por tu bien. No te han hecho daño, ¿verdad?

Séptimo tragó saliva y negó con la cabeza; si por daño se refería a maltrato físico, no, nadie le había hecho daño.

—Escúchame, Séptimo. Mi madre insistió en que empezáramos a revisar las propiedades de padre. Mientras tú asistías al velo, ella estaba trabajando con sus abogados dispuesta a hacerse con todo lo que fuera posible en mi nombre. Me tocó a mí revisar el listado de sus esclavos, Séptimo, siento decirte que sales en él como hijo de Teuta.

—Teuta era mi madre —respondió él sin entender a qué se refería su hermano.

—Akron, hijo de Teuta, sales en ese listado, Séptimo. Sales como una de las pertenencias de padre.

—¡No! —Séptimo negó con vehemencia—. No, no, nuestro padre liberó a mi madre, lo hizo antes de casarse con ella.

—Ella era liberta, Séptimo, pero tú no. ¿No lo entiendes? Naciste siendo esclavo y a ti no te liberó nunca.

—No es posible. ¡No es cierto! ¡No puede ser! —No quería hacerlo, quizá era la angustia, el cansancio, el miedo… Séptimo rompió a llorar como cuando era niño, como cuando aún creía que servía de algo.

—Lo sé, de verdad. —Quinto sollozó y lo abrazó con fuerza. Séptimo hundió su cabeza en el cuello de su hermano y dejó que las lágrimas impregnaran la blanca toga—. Todo se arreglará, ya lo verás. Todo quedará atrás, como una pesadilla. Yo lo arreglaré.

—Si soy un esclavo, libérame —sollozó con un fuerte hipido.

—Pero entonces lo perderías todo y tú no eres un liberto cualquiera, eres un hijo de la curia, un ciudadano de Roma. Encontraré la forma, ya verás. Estoy seguro de que padre debe guardar algún documento en el que se reconozca tu legitimidad, dame tiempo para que lo encuentre. Hasta entonces… solo tienes que aguantar.

—¡No puedo aguantar! —exclamó desesperado—. ¡No puedes pedirme eso! ¡Quítamelo, Quinto! ¡Quítame el collar, sácame de aquí!

—¡Séptimo!

La bofetada resonó en la habitación. Séptimo se encontró sujetándose la mejilla dolorida y mirando a su hermano, sorprendido y aterrorizado. El gesto de Quinto lo había pillado completamente desprevenido.

—Lo siento —dijo este suavizando la expresión y bajando la mano que mantenía alzada—. No quería hacerte daño, pero… pero no atendías a razones. Cálmate y escúchame, ¿vale? —Séptimo dudó un momento. El labio inferior le temblaba y una lágrima surcaba su mejilla, pero se mordió el labio, se secó la lágrima y asintió—. Mi madre todavía no sabe nada de la lista de esclavos, pero no podré ocultársela mucho tiempo. En cuanto lo sepa, ella te venderá a cualquiera y…, seamos sinceros, mírate. Sabes lo que te sucederá, ¿verdad? ¡Escúchame! Tú lo sabes, yo lo sé. No eres tonto, hermano. Sabes qué van a hacer contigo antes de que nadie te lo diga. Eres muy joven y… y no tienes marcas de golpes o enfermedades.

—No —gimoteó bajando la cabeza—. Eso no, por favor.

—Si mi madre te vende, acabarás en cualquier caupona de mala muerte. Disfrutará humillándote y, cuando pueda solucionarlo todo, no podrás volver porque esgrimirá toda la dureza de la Lex Scantinia[1] sobre ti. Por eso te he sacado así de tu casa, por eso todo se ha hecho a escondidas. Serás vendido, sí, pero lejos de aquí. Donde nadie te conozca. Y cuando todo esto acabe, porque acabará, te lo prometo, lo dejarás todo atrás. Todo.

—¿Me vas a vender? —repitió Séptimo, incapaz de creérselo.

—Escúchame, por favor —le suplicó Quinto—. Es por tu bien. Todo es por tu bien. Allí no te conoce nadie. No llames la atención, no intentes escapar, no… no hagas locuras, ¿vale? Eres Akron, hijo de Teuta, la esclava. No le digas nada a nadie, no digas de dónde vienes. No uses tu nombre auténtico, nunca uses el nombre familiar, nadie debe saber quién eres. No te preocupes, yo te encontraré de todas formas. Solucionaré esto, confía en mí, hermano. Y, cuando lo haya hecho, recuperarás todo lo que te han quitado y nadie sabrá nunca lo que has tenido que pasar, lo que habrás tenido que hacer… Todo quedará atrás con ese nombre y el collar. Solo tienes que aguantar.

—Solo tengo que aguantar —repitió Séptimo.

—Eso es, Akron —dijo, usando el nombre que una vez le pusiera su madre.

—Tengo miedo —confesó rompiendo a llorar de nuevo—. Tengo muchísimo miedo.

Quinto lo abrazó y él ahogó un lamento contra su pecho. Su hermano le besó la coronilla.

—Llora todo lo que quieras, hermanito. Llora por todo lo que has perdido y por todo lo que vendrá. Pero tú eres fuerte, más de lo que crees. Lo sé. La sangre de nuestros ancestros corre por tus venas, más viva que nunca. Llora esta noche por tu pasado y por tu futuro, y luego no llores más. Nunca. No te faltarán los motivos. Lo sé, será difícil. Puede que duela tanto que quieras arrancarte el corazón para no volver a sentir. Y ni entonces deberás llorar.

Quinto le sujetó las mejillas y limpió las lágrimas con sus pulgares. Le dio un beso en la frente.

—Crece, hermano, ya no eres un niño. Nunca más. Iré a buscarte, te prometo que todo se solucionará. Solo tienes que…

 

 

«… aguantar».

Akron se despertó con la respiración entrecortada y el regusto salado de las lágrimas pegado a su paladar. Una cadena de gotas de sudor frío se precipitaba por su espalda trazando el recorrido de la columna vertebral mientras intentaba rescatar los fragmentos de sus recuerdos que se escurrían entre sus dedos con la luz de la mañana.

Se cubrió el rostro con las manos para proteger los ojos del intenso sol que inundaba la estancia y suspiró, escondió los lamentos en su pecho y cerró con llave esos sentimientos. Siempre era igual, le llevaría unos segundos volver a ser él, recuperar el aliento y ubicarse.

—Buenos días.

Akron levantó la cabeza, sobresaltado, se incorporó sobre los codos y se hundió en el colchón de lana. «¡Un colchón! ¡Y cojines!». Miró a su alrededor confundido. ¿Dónde estaba? Ese no era el sótano de la villa, donde dormía con los otros chicos.

Se giró intentando localizar el origen de la voz. La voz provenía de… Akron frunció el ceño y cerró los puños. Todo lo sucedido la noche anterior llegó a él como las olas del mar y, como ellas, lo dejaron agitado y frío.

El bárbaro estaba en el banco, totalmente vestido, aunque las botas permanecían en el suelo y la capa seguía hecha un rebullo a sus pies. Tenía un plato con manzanas y un poco de pan. En ese momento, estaba dando cuenta de una de las piezas de fruta y parecía más interesado en las gotas de zumo que se escurrían por su mano que en él.

—Debe ser media mañana, no sabía si despertarte o no, pero como anoche tardaste tanto en dormirte…

—Tú no —replicó Akron con voz pastosa, antes siquiera de pensar lo que estaba haciendo. Esbozó una breve mueca al darse cuenta de sus palabras y el tono empleado.

El galo había pasado un brazo por encima de su cintura y se había quedado dormido casi al momento. A Akron le había costado conciliar el sueño en esa posición. Y lo había hecho con una respiración superficial y súbitos escalofríos al sentir el aliento cálido en su cuello dando calor al frío metal.

—Bueno, no duró mucho. —Seth se limitó a encogerse de hombros y dio otro mordisco a la manzana—. Me despertabas cada dos por tres —dijo con la boca llena—. Tienes sueños muy inquietos.

—No tenías por qué quedarte —lo interrumpió Akron con sequedad.

—Oh, sí que tenía —replicó—. Te apuesto lo que quieras a que en cuanto abra esa puerta, Pulvio aparecerá con la mano extendida para cobrarme. Si lo hubiera hecho antes tú no habrías podido dormir en una cama de verdad, sobre un colchón, con mantas…

Akron emitió un bufido y escondió la cabeza entre los cojines. El bárbaro tenía razón. En cuanto saliera de allí volvería a ser un esclavo más.

Pero con Seth no, con Seth casi podía ser él. Salía sin proponérselo. Era como si el bárbaro pudiera ver a través de su máscara y, al verse descubierto, Akron decidiera dejar de esconderse. No era mucho, pero era un descanso. Casi tanto como dormir en una cama de verdad.

Seth abandonó su cómoda posición en el banco y se acercó a él, dejó el plato con comida encima de la mesita y se acuclilló a su lado. Akron giró la cabeza para contemplarlo, le gustaban sus ojos. Aunque no podía olvidar que no siempre eran verdes, en ese momento lo eran; ojos verdes como la hierba tras la lluvia.

Pareció que él iba a decir algo, pero, en vez de eso, alargó la mano y le retiró el pelo de la frente, peinándolo con delicadeza. Akron llevaba el cabello bastante corto, así que el gesto no obedecía a ningún motivo práctico. Solo era una caricia, nada más. Y, sin embargo, el roce de sus dedos le provocó un nudo en la garganta.

Fuera lo que fuera lo que el bárbaro quería hacer o decir, se desvaneció tras ese sencillo gesto.

—Tu amigo, Dafnis, asomó la cabeza hace un rato para asegurarse de que no estabas malherido ni nada por el estilo —comentó con tono desenfadado—. Aproveché para pedirle que nos trajera algo de comida. Yo estoy hambriento, ¿y tú? Y eso que no he hecho nada más que dormir… o intentarlo —bromeó.

Akron se incorporó en la cama y su barriga rugió dando la razón al galo. Seth sonrió al escucharlo y le tendió un pedazo de pan. Akron vaciló antes de cogerlo y murmuró un silencioso agradecimiento. El pan estaba seco y un poco rancio. Dafnis debía de haberlo separado de las raciones de los esclavos.

—No está muy bueno —comentó, pero eso no impidió que se metiera otro pedazo en la boca.

—He comido cosas peores —repuso Seth quitándole importancia—. Oye, ¿quién es Quinto?

La sangre desapareció de su rostro y el bocado se atravesó en su garganta al escuchar el nombre de su hermano. Un pánico difícil de controlar amenazó con adueñarse de él. Pero hizo acopio de voluntad y consiguió que su voz no temblara.

—¿Dónde has oído ese nombre? —preguntó.

—Lo llamaste varias veces mientras dormías —le explicó—. También gritabas: «¡Quítamelo! ¡Quítamelo! ¡Quinto, diles que me lo quiten!». Pensé en despertarte, pero… luego pareció que te calmabas.

Sí, las pesadillas… Akron se llevó las manos a la cabeza, pero sonrió aliviado, su secreto seguía a salvo. Contempló al bárbaro, que lo miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Quinto es mi hermano —confesó sin plantearse siquiera por qué lo hacía. Su mirada volvía una vez y otra al pedazo de pan que tenía entre las manos. Se mordió el labio inferior, intentando contener la oleada de sentimientos. Se suponía que estaban ocultos, pero recordar aquel momento lo seguía destrozando como el primer día—. Y… le pido que me quite el collar. No sirve de nada.

—¿Cuánto hace que lo llevas puesto? —Era extraño ver al bárbaro con un semblante tan serio.

Akron se encogió de hombros, prefería no pensar en ello.

—No lo sé, los días me parecen iguales. Dos meses o… puede que cuatro. No lo sé.

—¿Cuatro meses? —Seth frunció el ceño—. Eso es muy poco tiempo. ¿Qué eras antes de ser esclavo?

—¿Libre? —respondió Akron con un gañido—. Prefiero no hablar de eso.

Seth asintió en silencio. Akron se sorprendió de que se resignara tan pronto, de que no intentara sonsacarle más información; pero no, en vez de insistir, el bárbaro le tendió una manzana.

—Tienes razón, el pan está asqueroso. Pero la manzana se deja comer.

—¿Seguro? ¿No me morderá? —bromeó.

Seth parpadeó y esbozó una mueca de exagerada sorpresa abriendo los ojos y la boca.

—¿Has hecho un chiste? ¿Me engañan mis oídos? ¡Has hecho un chiste! —Akron contuvo la risa y agachó la cabeza para disimular—. No hagas eso.

Seth le sujetó la barbilla y lo obligó a alzar la cabeza, a mirarlo a los ojos. Él bajó su mirada solo unos centímetros, hacia su boca. Supuso lo que vendría a continuación y no se apartó cuando lo besó.

 

 

Hacía ya un rato que Seth se había marchado y aún tenía esa extraña sensación de vértigo. Quería creerle, todo su cuerpo quería creerle y, sin embargo, solo tenía que cerrar los ojos para ver al monstruo. Pero eso no sucedía cuando él estaba a su lado. Su expresión cuando le había pedido disculpas por lo sucedido… parecía demasiado auténtica. Casi como si de verdad no hubiera previsto que fuera a ocurrir. Un accidente, lo había llamado. Sí, era demasiado fácil de creer. Pero, incluso aunque fuera cierto, ¿quién le aseguraba que no volvería a pasar?

Y, a pesar de todo, todavía tenía una sonrisa estúpida bailando en sus labios.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Dafnis saliendo a su encuentro—. ¡No escatimes detalles!

Hierón interrumpió sus ejercicios para unirse al joven. También parecía ansioso por saber los pormenores. Mael, en cambio, apenas le dedicó una mirada de soslayo y retomó su tarea de aseo personal.

—Menudas horas de llegar —comentó el muchacho de piel oscura—. No creí que Livio se demorara tanto. No suele hacerlo.

Akron miró a Dafnis sorprendido, este puso una mueca.

—Prefería que lo explicaras tú —se excusó—. Es que es un poco difícil de entender después de lo que te sucedió la última vez.

—¿Qué pasó la última vez? —preguntó Hierón sin comprender.

—Estuviste con Seth, ¿verdad? —Mael apenas levantó la mirada y siguió pasándose el estrigilo con una minuciosidad encomiable.

Akron lo miró y frunció el ceño. Hierón y Dafnis intercambiaron miradas cargadas de interrogantes, pero no dijeron nada.

—Sí —admitió—, estuve con Seth. Me estaba esperando cuando Livio terminó.

—No lo entiendo —reconoció Hierón—. ¿Tú lo sabías? —preguntó a Dafnis.

—Antes, cuando fui a buscarlo, Seth estaba allí, pero yo no sabía nada antes de eso. ¿Tú sí? —preguntó a Mael.

—Sí —suspiró—. Sabía que quería hablar con Akron, y como el querido Jacinto se escapó con el edil antes de que pudiera hacerlo, me dijo que esperaría hasta que terminara. Lo que, para ser sinceros, fue una cabronada porque ninguno de nosotros pudo estar con él. Estaba demasiado ocupado esperándote.

—Yo no le pedí que me esperara —se defendió Akron.

—Eres un maldito crío mimado —gruñó el galo—. Él tiene un sentido del honor que vosotros no comprendéis. Llevaba intentando verte desde que estuvisteis juntos, pero Pulvio no lo dejó. Solo quería disculparse. ¡Disculparse con un esclavo! ¿Entiendes por qué es diferente?

—No quería solo disculparse —replicó. ¿Por qué le molestaba que Mael hablara así? Es más, ¿por qué le molestaba que pudiera tener razón? ¿Cuándo había empezado a importarle?

—Apuesto lo que quieras a que no te tocó —lo retó con soberbia. Akron no pudo responder y Mael se tomó su silencio como lo que era, la forma de demostrarle que tenía razón—. Me lo imaginaba —dijo con desdén—. ¿Y qué tal con Livio?

—¿Cómo que no te tocó? —lo interrumpió Dafnis antes de que Akron pudiera decir nada—. Te vi con él. Se estaba vistiendo cuando entré. Dormisteis juntos. ¿Cómo pudo no tocarte? ¿Qué pasó?

—Nos bañamos, me besó un par de veces, pero cuando llegamos a la habitación me dijo que durmiera —explicó.

En aquel momento no lo había sentido así, entonces le había parecido un regalo, pero ahora… ahora se sentía culpable, como si hubiera hecho algo mal. ¿Lo había hecho? ¿No había sido capaz de darle lo que necesitaba? Recordó la conversación en la piscina… ¡Claro que lo había hecho mal!

Mael no se molestó en disimular sus carcajadas. ¿Para qué? ¿Por qué iba a reprimirse sabiendo que así ahondaba en la herida?

—¡No es como crees! —se defendió. No, no lo era. Pero… ¿por qué le molestaba que lo pensara? ¿Qué demonios le importaba a él lo que opinara un maldito esclavo?

—¿Y cómo fue con Livio? —preguntó Hierón retomando la pregunta que Mael había dejado en el aire—. Seth está muy bien, pero todos sabemos que solo viene para las fiestas y nunca va dos veces seguidas con el mismo. Es divertido, pero no es un cliente práctico —recordó—. Livio viene una vez a la semana como mínimo. Te interesa quedar bien con él. ¿Salió satisfecho, Akron?

Akron se vio obligado a retroceder en la noche y recordar lo que había sucedido. ¿Había quedado satisfecho el edil? No, por supuesto que no. «A nadie le gusta follarse a una estatua», había dicho Mael días atrás y, con diferentes palabras, Livio había dejado claro que tenía razón.

—No, no lo creo —reconoció, y se vio obligado a bajar la cabeza, avergonzado. ¿Avergonzado? ¡No! Él no era la zorra de nadie y ya hacía bastante aguantando todo lo que le venía encima. Aguantar, era la clave. No poner buenas caras y mover el culo—. ¿Qué más da? —escupió—. Me folló tanto como quiso y se corrió todas las veces. ¿Qué coño importa todo lo demás?

Los tres esclavos se miraron entre sí, sorprendidos por su repentina muestra de mal genio.

—Encantador… —Mael fue el primero en hablar y, como siempre, lo hizo para mofarse de él.

—Vete a la mierda, Ganímedes. No sé qué problemas tienes conmigo, pero deberías estar agradecido de que sea como soy, así no llorarás la ausencia de Livio y Seth. Es curioso que ambos me prefirieran a mí, ¿no crees? —Los ojos del color de la miel tostada del galo se clavaron en él, resplandecían con odio. Pero eso, lejos de molestarlo lo que hizo fue crecerlo. Akron sonrió y levantó la barbilla, hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una pequeña victoria—. O puede que precisamente sea por eso por lo que me odias.

—Te preferían —replicó el galo remarcando el pretérito—. Y eso era porque no sabían cómo eras. La novedad. ¿Ahora crees que Livio volverá a llamarte?

—No —admitió—, pero creo que Seth sí lo hará. Y antes de la próxima fiesta.

—No te ilusiones tanto; aunque tuvieras razón, si nadie más pregunta por ti acabarás en la caupona.

El galo parecía muy seguro de lo que acababa de decir. Lo justo para que la duda lo mordiera y el miedo lo envenenara. No mucho, no lo paralizaría, pero sentía la presencia siniestra corriendo en su interior.

—Akron… —Hierón lo cogió por el hombro y se lo llevó a una esquina—. Mael puede ser bastante capullo, pero tiene razón. Sé lo que te dijimos, aquello de relajarse y contar hasta diez, pero eso solo es al principio. Tienes que dar algo más. Esos tipos tienen esclavos propios, ¿vale? Pueden follarse a quien quieran, pero tienen que querer follarte a ti y pagar por ello lo que Pulvio les pide, y no es poco. No puedes limitarte a relajarte y contar hasta diez.

Akron quiso protestar, pero el joven no lo dejó.

—Tienes que conseguir clientes y tienes que hacerlo ya —insistió—. Mira, hoy vendrá Veleyo, ocúpate tú de él. Es fácil de contentar. Solo sonríe, finge, sé sugerente…

—¡Y córrete cuando te follen! —sugirió Mael desde el otro lado de la habitación.

—Sí, eso es importante. Pero eso ya lo has hecho, ¿verdad? —Akron se mordió el labio y desvió la mirada. Hierón esbozó una mueca de dolor—. Joder, Akron…

—¿Veleyo es el buey? —preguntó recordando al obeso comerciante que llevaba el rostro maquillado y una peluca rubia—. ¿Tengo que ser sugerente con eso?

—Akron, no eres consciente de ello, pero de verdad, hazme caso. —Dafnis tenía la mirada vidriosa—. Este es un buen sitio, es un buen trabajo, es una buena vida. De verdad. No quieres conocer la alternativa. No quieres hacerlo.

Un carraspeo seco interrumpió la conversación. Pulvio en persona había bajado al sótano y esperaba allí, a los pies de la escalera. ¿Cuánto había escuchado de la conversación? Akron bajó la mirada y adoptó una postura servil, al igual que sus compañeros. Hasta Mael, que había retomado su aseo, dejó el estrigilo sobre el banco y se colocó en la misma posición que ellos.

—Bendiciones, domine —saludó Dafnis rompiendo el silencio. Los otros lo imitaron casi al instante.

Pulvio mantenía el semblante serio de la noche anterior, casi como si no hubiera pasado el tiempo. Si estaba enfadado lo disimulaba muy bien. Quizá por eso no vio venir el golpe hasta que se vio en el suelo.

El leno alzó la mano y la dejó caer en un gesto brutal que lo cogió desprevenido. Golpeó su mejilla y le cruzó la cara. El gesto lo desequilibró y Akron cayó de costado. El pómulo le latía con un corazón propio, el sabor de la sangre llenó su boca.

—Ponte algo de ropa —dijo sin emoción—, vamos a dar una vuelta.

 

 

Era la primera vez que Akron abandonaba la villa y era la primera vez que veía el mundo exterior a la luz del día. Era noche cerrada y llovía a mares cuando llegó a lo que sería su nuevo hogar. Ahora, el sol brillaba a ratos en un cielo con bastantes nubes pero que no parecían amenazar con tormentas. El aire soplaba frío y arrastraba consigo el olor del mar. A su alrededor, grandes pastos de hierba verde que parecían perderse hasta donde llegaba la vista.

«Verde como los ojos de Seth», pensó. Y esa imagen furtiva le hizo sentirse incómodo.

Le dolía el pómulo y sospechaba que el cardenal debía de ser bien visible. Miró de soslayo a su domine. No había dicho ni una palabra desde ese momento. Tan solo lo había hecho subir al carro junto con Ptolomeo y dos soldados. Otros dos lo seguían a caballo cerrando la comitiva. El propio Pulvio prefería moverse en animal a utilizar una de las literas que empleaban los clientes cuando venían del pueblo. Ese hecho le hizo percatarse de que el destino no era Vorgium.

—¿A dónde vamos? —preguntó en un susurro a Ptolomeo cuando Pulvio no podía oírlo.

El esclavo negó con la cabeza.

—Ya lo verás cuándo lleguemos. Por ahora, mantente calladito, es mejor no empeorar las cosas.

—¿Empeorar? —Akron se alarmó—. ¿Qué va a pasar, Ptolomeo?

—Shhh, el domine está furioso contigo. Es mejor que permanezcas callado.

El esclavo parecía tranquilo, pero Akron no podía estarlo, no después de lo que le había dicho. ¿Pulvio estaba furioso? ¿Cómo lo sabía? El romano no daba ninguna muestra de ello. Contuvo sus nervios y las ganas de sonsacar más información. Sabía que las cosas no estaban bien, pero cómo de mal estaban. ¿Debía temer por su vida?

«No importa, no importa lo que pase, solo tengo que aguantar». Tragó saliva y apretó los puños.

No supo cuánto tardaron hasta que el mar se abrió ante sus ojos. Nunca había visto un océano así, tan oscuro. La costa, negra como el carbón, se precipitaba hacia el mar sin pendientes ni playas. Un mar de aguas negras e inquietas que esbozaban sonrisas siniestras llenas de afilados dientes, parecía que se burlara de él.

Pero no llegaron al mar, ni siquiera se acercaron a la costa. El camino giró y los acantilados quedaron a la espalda, una sutil advertencia de donde terminaba el mundo. Sin embargo, una eternidad más tarde, el pequeño grupo llegó a un puerto.

El océano y el río se encontraban en un amplio estuario y se disputaban su dominio, no se podía saber cuál de los dos mandaba en ese lugar. Con todo, parecía una zona resguardada de la furia desatada que había apreciado en la lejanía, y la gente de la zona lo había usado como caladero.

Era difícil saber qué tenían de romanas esas gentes. Algunos vestían la ropa del Imperio, pero la mayoría mantenían los ropajes habituales de los galos de la zona, largos bigotes, trenzas y barbas. Y aunque abundaran los suesones[2], la fuerte presencia de legionarios era patente, como también lo era la huella que los romanos estaban dejando en sus construcciones, y ya se podían reconocer algunos edificios que hablaban del proceso de civilización a la que estaban sometidos los nuevos territorios.

—Compra lo necesario y luego búscame en la taberna —ordenó Pulvio a Ptolomeo—. Toma —dijo, lanzándole una bolsa que tintineó en el aire—. Tú ven conmigo.

La orden seca estaba dirigida a Akron y, con un gesto poco amable, lo conminó a bajar del carro y acompañarlo. Uno de los hombres armados siguió a Ptolomeo, los otros tres se quedaron con ellos.

Akron siguió a su leno a través de las callejuelas de la pequeña villa. La presencia militar era constante, pero poco tenían que ver esos legionarios con los que veía en Roma o con la guardia de la casa de baños. El tiempo fuera del hogar había hecho mella en su rostro y en su aspecto. Viejos y curtidos por la batalla, pocos eran los que podían permitirse el tiempo de asearse. Había un gran número de ellos en el antro en el que entraron; una caupona.

Nada más entrar, lo recibió el olor del vino rancio, mezclado con vómito y algo que en algún momento había sido pescado. Su estómago se giró sobre sí mismo al poner un pie en aquel lugar. Pulvio no parecía mucho más a gusto que él, pero alzó la cabeza y caminó hasta encontrar una silla vacía en la que sentarse.

El silencio y las miradas se habían dirigido a la figura del leno, que destacaba sobre la mugre como una rosa roja. Su túnica de brillantes colores parecía relucir aún más en la penumbra del establecimiento. Incluso Akron, con su sencillo atuendo de esclavo, parecía brillar con luz propia.

Sintió la mirada de cada uno de esos hombres recorrerlo con curiosidad y con algo más. Deseó poder cubrirse, esconderse y salir de allí. ¿Qué hacían allí? Si Pulvio quería vino podían haber ido a Vorgium, y no gastar un día entero de viaje a caballo para llegar a ese local de mala muerte.

«Acabarás en la caupona». Las palabras del galo acudieron a su memoria y le pusieron los pelos de punta. Ese sitio era peor que cualquier caupona que hubiera visto.

—Vino —pidió Pulvio con un gesto.

—Cuatro sestercios —dijo el tabernero. De un golpe seco que hizo rebosar parte de su contenido, depositó un vaso de loza delante del leno. Y se apoyó con ambas manos en la mesa para indicar que no pensaba moverse de allí hasta ver su dinero.

—Sí, claro —dijo Pulvio, y rebuscó entre los pliegues de su toga antes de poner una expresión de exagerada sorpresa—. Mis monedas… Juno me ampare, se las di todas a mi esclavo para que hiciera las compras. —Su voz expresaba una gran consternación. Agitó la cabeza con pesar y se puso en pie—. ¿Alguno de ustedes, amables caballeros, podría prestarme cuatro monedas para pagar mi vino?

Un coro de risas etílicas fue su respuesta. El tabernero no rio, no parecía encontrar nada divertido en esa situación. Tenía la cabeza rasurada y los brazos tatuados, llenos de cicatrices. Parecía estar acostumbrado a las peleas y sus manos podían aplastar un cráneo con facilidad. Sin embargo, el leno no parecía impresionado y sus regulares tampoco. Sus legionarios se habían quedado cerca de la puerta en un discreto segundo plano y, aunque permanecían atentos, no parecían nerviosos.

—¡Que limpie las letrinas! —sugirió alguien, y más risas se hicieron eco del comentario.

Pulvio esperó con paciencia a que se hiciera un poco de silencio.

—Podríamos llegar a un acuerdo. Un intercambio entre caballeros —dijo—. Alguien me da las cuatro monedas y yo le presto a mi esclavo.

—¿Qué? —Akron se quedó blanco al escuchar sus palabras. Un miedo visceral nació en él al escucharle—. No, do-domine, por favor.

—Venga, seguro que a alguien le apetece probar algo nuevo. El chico está limpio, y viene de la madre Roma. Miradlo. —Pulvio dio un tirón seco a su ropa y el delgado tejido se desgarró mostrando su cuerpo desnudo—. Podría ser el amante de un dios, pero podéis desahogaros por el valor de una copa de vino.

El silencio se extendió como una balsa de aceite, húmedo y pegajoso. Se extendía hasta rozar las paredes, haciéndose cada vez más fino. Una pátina oleosa que amenazaba con romperse en cualquier momento. Akron se abrazó intentando cubrir su cuerpo, pero era difícil, podía sentir una veintena de pares de ojos recorriendo su piel, decidiendo si merecía la pena pagar el precio de un vaso de vino.

—Yo pagaré tu vino —dijo alguien. El tipo podía ser un legionario, parecía romano, pero era difícil de decir. Sus ojos eran grises y se le antojaron fríos como el hielo. Lo miraban, pero no lo veían, solo veían su cuerpo. Cuatro monedas brillaron encima de la mesa—. ¿Qué sabe hacer? —preguntó.

—No hace gran cosa, pero te lo puedes follar como quieras —dijo mientras pagaba las monedas al tabernero con una sonrisa—. No te lo lleves lejos —añadió—, no quiero perderlo de vista.

—Bien —fue lo único que dijo antes de acabar de arrancarle la ropa con un par de gestos. Akron negó con la cabeza e intentó retroceder. Eso no podía estar pasando. ¡No podía estar pasando!—. No corras, pequeño —siseó.

El legionario lo agarró por el collar y golpeó su rostro contra una mesa. Pulvio hizo un gesto rápido para salvar su copa de vino y se apartó un poco. Contemplaba la escena con una sonrisa torcida.

Akron aulló de dolor al sentir cómo el tipo se abrió paso en su interior. Intentó respirar, concentrarse en eso, pero era muy difícil. El dolor le recorría en ráfagas continuas. Relajarse y respirar, contar hasta diez, hasta cien o hasta mil, lo que hiciera falta. Pero cada vez que había una nueva acometida, sentía que algo se desgarraba dentro de él. Cuando, finalmente, el hombre se liberó dentro de su cuerpo y se retiró, ya satisfecho, Akron supo que su semilla no era lo único cálido que se derramaba entre sus muslos.

Cayó sobre sus talones y se quedó en el suelo. Incapaz de sollozar o de decir nada, solo… solo quería hacer como que no había pasado. Eso no había pasado. Solo tenía que borrarlo de su memoria. Ya estaba. Había sido castigado.

—Oiga —dijo alguien—. Por casualidad no querrá más vino, ¿verdad?

Akron alzó la cabeza y buscó con la mirada a su leno.

—Por favor, no —suplicó.

—¡Claro! —respondió Pulvio con una amplia sonrisa—. El viaje ha sido largo y estoy realmente sediento.

 

 

Pulvio salió del establecimiento, necesitaba aire fresco.

—Ocúpate de las monedas —dijo en un susurro a uno de sus hombres que esperaba junto a la puerta—. Asegúrate de que todos paguen. Cuando hayan terminado, dale la mitad de los beneficios al tabernero y recoge al chico.

Dio un paseo por la villa, compró algo de marisco y una empanada que se comió con calma mientras contemplaba las vistas del mar. No le gustaba aquel sitio, pero las empanadas de pescado eran deliciosas. Se encontró con Ptolomeo que lo esperaba a las puertas de la taberna tal y como habían acordado.

—Haz sitio atrás —ordenó al esclavo—. No creo que Jacinto pueda sentarse. Sácalo de allí —se dirigió a su hombre—, yo creo que ya ha aprendido la lección.

Subió a su caballo y esperó con paciencia a que sus hombres cumplieran las órdenes que les había dado. Ptolomeo se las apañó para arrinconar las compras y robar un hueco entre los sacos y los barriles, aunque no era demasiado grande y estaba cerca de la tina de garum.

Uno de los hombres llegó con una bolsa de monedas, los otros dos salieron detrás de él arrastrando al muchacho entre ellos. Un jirón de tela colgaba de su cuello y otro de su cintura, y a eso se reducía toda su vestimenta.

—Ey, cuidado con él —protestó Pulvio al ver como el esclavo era arrastrado por el suelo sin ningún tipo de cuidado—. Sigue siendo mercancía de primera. Un poco tocada, pero nada serio —comentó—. Ni una palabra de esto en Vorgium, ¿entendido?

Lo ayudaron a echarse en el carro; tal y como había vaticinado, el muchacho aulló de dolor al intentar sentarse y, al final, ocupó el hueco que Ptolomeo había habilitado para él. El esclavo subió a su lado e inspeccionó su cuerpo. Akron gimió de nuevo cuando intentó separarle las piernas.

—Tiene algunos golpes, pero no parece que haya heridas serias. Y lo otro… no parece ni tan grave ni tan profundo como la última vez. Se pondrá bien —concluyó—. Solo necesita un baño y… no morirse de frío.

—Déjale tu capa —ordenó al legionario. Este obedeció a regañadientes—. ¿Está consciente? —preguntó.

—Sí, pero puede que no por mucho rato.

Pulvio movió su caballo y lo colocó al lado del carro; desde donde estaba podía ver al muchacho encogido sobre sí mismo y cubierto con la capa que acababan de prestarle.

—¿Me escuchas? —El joven asintió y le pareció ver el resplandor turquesa de sus ojos. Pulvio le mostró la bolsa de monedas que le había dado su hombre. No las había contado, pero eran unas cuantas, y eso que le había dado la mitad de las ganancias al tabernero. Hizo tintinear el contenido—. ¿Ves esto? Calderilla, no es más que calderilla. Un montón de moneditas ridículas. ¿Y a cuántos has tenido que follarte para ganarlas? ¿A diez, a veinte? Y aun así, no se acerca ni remotamente a lo que pagó el edil por ti. Pero según tú es lo mismo, ¿no? Con esto quiero que entiendas algo, Jacinto: te folles a uno o te folles a veinte, pienso ganar lo mismo contigo. Cómo lo haga, depende de ti. No quiero volver a recibir una queja de otro cliente, ¿entiendes? Una vez aclarado este punto, esto no ha sucedido. No quiero volver a hablar de ello. Creo que eres lo suficientemente listo como para apreciar tu suerte.

 

 

—¿Sigue inconsciente? —oyó que alguien decía.

—No sé si está inconsciente o dormido. De cualquier forma, está helado y parece que tiene fiebre. Si sigue así caerá enfermo. —Esa era la voz de Ptolomeo. La otra voz no la reconocía—. Lo mejor es llevarlo a una de las bañeras calientes y lavar sus heridas con cenizas, no con aceites. Ayúdame a transportarlo con cuidado.

—¿Quién se va a ocupar de él? —insistió la voz desconocida—. No pretenderás que yo lo bañe, ¿no?

—Tú solo tienes que llevarlo en brazos. Lo dejas en la bañera y ya está, puedes irte a tu casa. Mi domine no te paga para nada más.

—Recibir órdenes de esclavos, llevar a esclavos en brazos… —gruñó—. No me pagan lo suficiente.

Una ráfaga de dolor lo atravesó y lo arrancó de los brazos de Morfeo. Gimió al sentir cómo sus heridas se abrían de nuevo cuando el tipo en cuestión tiró de una pierna y lo cargó como un fardo.

—¡Serás salvaje! —protestó Ptolomeo—. Te he dicho que con cuidado, está herido.

—La culpa es de tu amo por comprar princesitas.

Akron entreabrió los ojos y le pareció distinguir los dibujos de los mosaicos del suelo. Le pareció que se movían y lo seguían, algunos cuchicheaban a su paso. «Mañana los pisaré bien fuerte», pensó, y sonrió al imaginarse las figuras huyendo asustadas ante el avance de sus pies.

«Creo que estás delirando», dijo una vocecita en su cabeza.

«No me importa —replicó—. Es más divertido así».

«Eso que has dicho es muy estúpido».

«¿Sabes lo que es estúpido? Aguantar, aguantar es estúpido. Confiar es estúpido. Los peores monstruos se esconden tras sonrisas amables».

El contacto con el agua interrumpió la conversación de su subconsciente y lo sacó del sopor febril en el que se había sumido. Quiso salir, respirar, luchó por escapar de esa trampa en la que había caído.

—¡Akron, cálmate! ¡Akron, si no te calmas te harás daño!

Parpadeó confuso y le costó ubicarse. ¿Dónde estaba? Era una bañera, una bañera pequeña separada del resto. No había estado nunca allí, pero no le cabía duda de que estaba en la casa de baños.

—¿Dónde estoy? —preguntó, aterrado. A su lado estaba Ptolomeo, el viejo esclavo que ejercía de secretario de Pulvio parecía preocupado. Se había metido en el agua con él, pero no se había quitado la ropa.

—Estás en la piscina privada del domine —le informó con voz pausada, intentando tranquilizarlo—. No quiere que te vean los clientes de la casa. Aunque a esta hora no hay muchos, la verdad. Voy a lavar tus heridas —dijo, y mostró una esponja.

Akron retrocedió sin pensarlo siquiera. No quería que lo tocaran.

—No —murmuró—, puedo lavarme yo.

—Akron… —El esclavo titubeó, parecía buscar las palabras. Avanzó con cuidado mostrándole la palma de las manos.

—No —insistió el joven—. No quiero que me toques. No quiero que nadie me toque. Nadie más. —Se le hizo un nudo en la garganta, uno que apenas lo dejaba respirar. Se estaba ahogando. Nadie lo veía, pero él se estaba ahogando.

—Tienes algo de fiebre y…

—No me importa.

—Akron, no puedes escoger. El domine lo dejó claro. No puedes…

—Lo sé —lo interrumpió Akron—. Lo sé, de verdad, lo sé. Solo quiero…, solo esta noche, ¿vale? —Esbozó una sonrisa tímida que pretendía ser tranquilizadora pero que resultó una mueca bastante desesperada—. Solo… solo esta noche. Mañana estaré bien. Ya lo verás.

Ptolomeo lo miró con desconfianza.

—¿Quieres que avise a alguien? ¿A Dafnis, tal vez?

—No, no. —Negó con la cabeza—. Estoy bien, de verdad. Solo… solo quiero estar solo. Dame la esponja. —Tendió la mano y esperó a que el viejo esclavo se la diera. Seguía sin estar convencido del todo, pero al final se la cedió—. Me lavaré bien y… y me iré a dormir. Esto… no ha sucedido, ¿no? No ha pasado nada. Y… y soy afortunado. No ha pasado nada —repitió, pero más para convencerse a sí mismo que para convencer al otro—. No ha pasado nada. No ha pasado nada —dijo una vez y otra. Lo diría cien veces, lo diría mil, lo diría todas las que hiciera falta para convencerse de que nunca había sucedido, de que solo había sido una pesadilla.


[1] Ley romana que regulaba el comportamiento sexual. Incluía la pederastia, el adulterio y la práctica pasiva de la homosexualidad, llegando a estipular la pena de muerte para los hombres libres (ciudadanos) que asumieran este papel en las prácticas homosexuales.

[2] Tribu celta predominante en el norte de la Galia.

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