El alquimista eterno (parte VI) •Fantasía a cuatro manos•

París, 23 de enero de 1912

 

Apenas salía el sol y la luz mortecina del amanecer iluminaba con penumbras los restos de una noche más en la mansión Servais. Cuerpos desnudos dormían abrazados entre los cojines del salón mientras, en un pequeño altar oriental, las últimas varillas de incienso humeaban agónicas ocultando con sándalo y musk el acre aroma de la vida y el deseo. Pronto, cuando la luz alcanzara su esplendor y los durmientes regresaran de su sueño, serían conscientes de su desnudez, del cuerpo que abrazaban y llegarían los balbuceos, los recuerdos inconexos, la vergüenza.

«Yo no soy así», repetiría alguien. «Esto ha sido un error», diría otro, y en cada rincón se sucederían las disculpas, las excusas, pero también habría quien se mordería el labio por el deseo reprimido, miraría uno de esos cuerpos desnudos y se sentiría exultante y afortunado bajo el rubor de sus mejillas.

Clauzade, sin más prenda que su batín de raso rojo, contemplaba erguido las ruinas de su reino con la aplastante seguridad de que a la noche siguiente volvería a alzarse. La vergüenza y el pudor eran dominio del día, pero él era amo y señor de la noche. Volverían, claro que sí. Puede que alguno no lo hiciera, pero otros llegarían a ocupar su lugar. Siempre sucedía lo mismo.

Bostezó, más cansado de lo que quería admitir, y con pesados pasos encaminó las escaleras rumbo al dormitorio confiando en que su eficiente asistente ayudaría a los invitados a encontrar su ropa y la puerta de salida. Él necesitaba dormir. En realidad, Clauzade necesitaba muchas cosas, silenciar su conciencia, por ejemplo, pero se conformaría con dormir.

Miró la enorme cama vacía y sintió una punzada de nostalgia. Tan grande y, sin embargo, dormía solo. ¿Cuánto tiempo hacía de la última que vez que durmió abrazado a alguien? Demasiado.

Como respondiendo al deseo que nunca formuló, unas manos menudas surgieron a ambos lado de su rostro y cubrieron sus ojos sin hacer presión.

—¿Quién soy? —susurró una voz desconocida a su oído. Clauzade sonrió y permaneció con los ojos cerrados mientras esas mismas manos ataban una gasa que le dejaba sumido en la oscuridad. Y esas manos, suaves y pequeñas, le guiaron hacia el lecho.

Clauzade se echó en la cama con los ojos vendados y el corazón abierto. Dos cuerpos que se buscaban, dos almas rotas que se necesitaban mutuamente.

—Mi amor —murmuró rozando con los dedos el rostro de su amado. Porque era él, era su Gerard, el mismo muchacho que una vez le había buscado y provocado, el que le había rendido con miradas y sonrisas, el que le había hecho cometer el mayor de los errores. ¿Y todo por qué? Porque no había sido capaz de dejar de amar—. Te quiero —musitó, y tragó saliva en un desesperado intento de aliviar un poco el nudo que ejercía el remordimiento en su garganta, y dio gracias porque la venda que cubría sus ojos ocultaba también las lágrimas que no tenía derecho a derramar.

—Lo sé —dijo aquella voz y le besó con labios de sal y de miel que silenciaron los lamentos de su alma emborrachándolos con el dulce licor del perdón. Porque así era, por mucho que doliera, por mucho tiempo que pasara, Gerard siempre le perdonaba y, durante el pequeño instante que sentía su abrazo, él se sentía merecedor de ese perdón.

Sujetó el rostro del muchacho entre sus manos sin quitarse la venda de los ojos, no necesitaba mirar para reconocer sus facciones, sus ojos verdes, su sonrisa que, incluso por aquel entonces, tenía ese punto doloroso de secreto que no podía ser revelado. Y le besó, le besó porque se lo debía, porque deseaba hacerlo, porque era su amor, su error, su responsabilidad y su condena. Era Gerard, su Gerard.

Y el amor y el deseo fueron fuego, fuego que quemaba el alma y limpiaba el dolor a su paso abriéndose camino hacia el corazón. Fuego que latía bajo la piel, en la yema de los dedos, que crecía en la entrepierna y se avivaba en cada beso, en cada caricia, en cada instante, en cada latido acompasado.

Dejó que unas manos acariciaran su pecho mientras las suyas propias se perdieron en una espalda que no reconocían pero que sabían suya. Y dejó que ese cuerpo lo acogiera y lo arrastrara, lo apretara y lo abrazara, lo empujara hacia un volcán que susurraba olvido y prometía cosas que no podrían ser pero que, por un instante, se atreverían a creer que eran ciertas.

Rozó su mejilla con el nudillo y descubrió una lágrima que sintió como propia. Se incorporó lo suficiente para estrecharle entre sus brazos, una presa fuerte y robusta que buscaba perderse, cerrarse, apartarse de todo, retenerlo a su lado, sentir su alma. Un gemido escapó entre los labios del joven cuando se abrió paso a su interior, con suavidad, con firmeza. Otro gemido escapó de su propia garganta cuando el cuerpo de su amante empezó a moverse con una cadencia sibilina que le hechizaba y le transportaba de regreso al pasado, cuando la carne era joven y el amor también. Y todo el tiempo que pasaban juntos era un tesoro, instantes dorados arrancados a la eternidad, tan valiosos como efímeros.

Clauzade era un vendedor de ilusiones, el mago del humo y los espejismos, pero lo que nadie sabía era que él mismo estaba atrapado por sus mentiras, por sus trucos de humo y espejos. ¿Acaso había mayor ilusión que la esperanza cuando esta era vana? ¿Acaso había mayor espejismo que el perdón cuando este no existía? Y, sin embargo, se abrazó a la esperanza y al perdón, se abrazó a ellos con todas sus fuerzas y convirtió sus lamentos en besos, sus reproches en caricias. Le amaba, siempre había sido así y, aunque no siempre era suficiente, esa noche lo sería.

Clauzade entreabrió los ojos con la sensación de que había dormido demasiado. Hacía mucho tiempo que no dormía así de bien, así de profundo, y sabía a quién debía agradecérselo. Sonrió al notar una presencia en su espalda, se giró, rozó el cuerpo que dormía a su lado y le pasó el brazo por encima disfrutando del calor que emitía. Entonces, la realidad se abalanzó sobre él y se incorporó de golpe.

Escondió el rostro entre las manos y se frotó los ojos para desperezarse. A su lado, el cuerpo de un muchacho delgado de cabello claro y rizado. Apenas podía apreciar nada más desde su perspectiva.

—Shhh, sigue dormido —dijo Gerard. El joven llevaba de nuevo el pantalón oriental como única prenda, pero no había rastro de maquillaje o joyas, no, solo era Gerard. El muchacho se sentaba en la butaca con un gesto descuidado, cruzando las piernas sobre su regazo—. Creo que alguien, cuando se despierte, se va a sentir el hombre más afortunado del mundo— bromeó.

A su pesar, Clauzade se vio obligado a sonreír.

—¿Quién es? —preguntó.

—Se llama Julien, tiene diecisiete años —explicó—. Es el menor de cuatro hermanos. Llegó aquí asustado por sus sentimientos, buscando un sitio donde poder ser él mismo. Pero cada día, se despierta pensando que no es más que un pervertido. Sin embargo, anoche sintió un impulso repentino que no podía explicar y se atrevió a hacer lo que hasta entonces no había sino soñado. Como todos, se había negado la posibilidad de amar. Tú le has devuelto la esperanza.

—Mierda —farfulló Clauzade echando la cabeza para atrás—. Ahora tendré que romperle el corazón. Siempre te las arreglas para que yo quede como un monstruo.

Gerard agachó la cabeza y desvió la mirada.

—Lo siento —murmuró.

—No, no, no, no, no —repitió Clauzade. Se levantó de la cama con cuidado de no despertar al chico desconocido y se arrodilló a los pies de Gerard—. No digas eso —pidió—, no digas que lo sientes porque yo no lo siento. Merece la pena, ¿verdad? ¿Verdad? —insistió de nuevo buscando la mirada de Gerard y no cejó en su empeño hasta que el joven asintió con la cabeza y sonrió—. Puede que… Jules… ¡Julien! —se corrigió—. Puede que Julien no fuera del todo consciente de lo que estaba haciendo, pero… tú no puedes doblegar voluntades y él disfrutó, ¿verdad? Ya estamos condenados, mi amor, pero merece la pena.

—Somos unos monstruos egoístas —murmuró Gerard.

—Lo somos —admitió—, pero… ¿qué es el amor sino egoísmo? Todo esto sucede porque fui incapaz de perderte, sigo sin poder hacerlo.

—Eso no es cierto —replicó Gerard, y la voz se le quebró con un lamento roto que le desgarró el alma. Se tomó su tiempo para recuperar la respiración, pero parecía que algo estrangulaba su garganta y su voz apenas era un hilo—. Siempre te enamoras, Clauzade. Te encanta enamorarte. Me hablas a mí, pero te enamoras de ellos. Llegará el día que preferirás el calor de un cuerpo a mi alma. Lo sé, es solo cuestión de tiempo. Un día, una semana, un mes, un año, un siglo… ¡Eso no importa! Sucederá y tú lo sabes, y yo lo sé. Claro que lo sé.

Clauzade quiso replicar, responder que no sería así, que no permitiría que pasara. Pero se encontró con que no tenía palabras para hacerlo. Porque por doloroso que fuera, Gerard tenía razón, era cuestión de tiempo. Solo faltaba saber cuánto.

Una lágrima silenciosa se escurrió por la mejilla del joven. Clauzade alzó la mano con la intención de detenerla antes de ser consciente de lo que sucedería a continuación. Sus dedos atravesaron la mejilla de Gerard y agitaron el vacío.

—A veces lo olvido —murmuró, y recogió la mano.

—Soy un fantasma, pero no estoy muerto —se lamentó de nuevo el muchacho.

—No estás muerto, no —negó Clauzade. El nudo de remordimientos era más fuerte que nunca y le asfixiaba, apenas le dejaba aire para respirar—. No estás muerto, ¿me oyes?

La base del ritual era sencilla o eso le había parecido en aquella ocasión. Se lo habían hecho a él hacía siglos ya, aunque en su caso no le habían dado elección. Había sido castigado por practicar la alquimia sin permiso, así que ante la disyuntiva de ser entregado a la Inquisición, Gorrión había aceptado convertirse en sujeto experimental para reconstruir lo que llamaban el ritual egipcio. Lo que menos esperaba la Cámara era que el ritual saliera bien.

Por desgracia, cuando Clauzade intentó repetirlo años más tarde, no obtuvo el mismo resultado. «Era la primera vez…». «Había poco tiempo…». «¡El libro estaba equivocado!». «Estaba muy nervioso». «No debía hacerlo, sabía que no debía hacerlo». Miles de excusas acudían a su mente cuando recordaba lo sucedido entonces, pero todas eran vanas. La verdad era que Gerard se moría, su Gerard se moría y él podía hacer algo para evitarlo. O eso creía.

Pero el resultado era peor que la muerte y ahora Gerard era un fantasma vivo, incapaz de percibir más sensaciones que las que podía robar de un cuerpo con poca voluntad.

Por eso el opio era tan importante en las fiestas, por los clientes, sí, ellos lo querían, buscaban el olvido y el placer rápido, lo que necesitaba su joven amante para disfrutar el espejismo de una vida de verdad.

Clauzade alzó la mano y extendió los dedos. Gerard pareció dudar y su mano tembló antes de imitarle y extender los suyos como el reflejo de un espejo. Tan cerca que casi podían sentirse y, sin embargo, tan lejos que parecía irreal.

—Eres mi gran amor —le dijo.

—Soy tu gran error —replicó el joven, pero no apartó la mano.

—No te dejaré nunca, pase lo que pase, no permitiré que estés solo —le prometió mirándole a los ojos—. No voy a abandonarte; eres mi responsabilidad.

—Soy tu condena…

Un rumor en la cama centró la atención de ambos. El muchacho, Julien, había cambiado de postura y se abrazaba a sí mismo.

—Tiene frío —le informó Gerard—. Y no falta mucho para que se despierte. Será mejor que me vaya. Sé amable con él.

—Si deja de tener frío volverá a conciliar el sueño —insistió Clauzade tapando al muchacho con las mantas. Casi como para darle la razón, la expresión de Julien se suavizó y apenas un minuto más tarde, la respiración volvía a ser profunda y pesada.

—He estado pensando —comenzó Gerard—, creo que deberías intentar salvar a ese chico.

—¿A qué viene eso? —se extrañó. Hacía días que no hablaban de Philippe. Todavía conservaba la terra sigillata que había fabricado para él, pero no había tenido el valor de entregársela. ¿Para qué? ¿Con qué fin? Ni siquiera tenía valor para acercarse al hospital porque sabía que en cuanto lo hiciera, le darían la esperada mala noticia.

—Nada —repuso, desvió la mirada y se encogió de hombros—. Cuando hablabas de él parecía que… Creo que ese chico te gusta de verdad y, si puedes hacer algo para salvarle, creo que deberías intentarlo.

—¿Y que acabe como tú? ¡No, gracias! —masculló con un gañido.

—Podría acabar como tú —repuso Gerard, y le sacó la lengua con un gesto infantil que le arrancó una carcajada—. Oye, ahora en serio —dijo—. Cuando llegue el día en el que te canses de tocar el aire y acostarte con desconocidos, harías bien en tener un amigo cerca. Uno que no desaparezca en un manto de vergüenza con la luz del sol. Uno que permanezca contigo con el paso de los años.

—Si Philippe se cura, lo primero que hará será salir corriendo detrás de Didier —replicó restándole importancia.

—Hicimos mucho daño a Didier y no se lo merecía —recordó el joven—. Sería una buena forma de disculparse.

Clauzade no pudo menos que reírse y asentir con la cabeza. Sí, todo lo relacionado con Didier había sido un auténtico lío que había acabado de la peor de las maneras.

—Pero… ¿y si no sale bien? —repitió dejando que el miedo trasparentase en su voz—. ¿Y si muere?

—Clauzade, Philippe ya está muerto —le recordó su amante con voz amable.

—¿Y si…? ¿Y si no lo hago bien? ¿Y si termina…?

—¿Cómo yo? —remató Gerard—. Entonces seré yo quien tenga compañía para la eternidad. ¡Todo son ventajas! —exclamó con una sonrisa triunfal—. Y te olvidas de la mejor de todas ellas: hacer que esos viejos amargados de la Cámara se traguen sus palabras. No son quiénes para decirte lo que debes hacer. Tú eres Clauzade Servais, el único y original alquimista eterno.

A su pesar, Clauzade se encontró fascinado con la idea. La sangre le hervía ante la posibilidad de volver a intentarlo, de repetir lo que en su momento había fallado. De demostrar que había aprendido de sus errores, que ahora sería capaz de hacerlo bien.

—Oye, todo eso suena genial —reconoció—, pero ni tengo piedras, ni medios, ni espíritu potencial, ni… No puedo hacerlo, Gerard. Había creído que podría, pero la verdad es que no puedo. Por muy genial que sea eso de joder a la Cámara, la verdad es que ellos son los que controlan todo el tráfico de sustancias alquímicas. Quizá podría pedírselo al tipo de Barcelona, pero sé que Jules me estará vigilando. Es muy arriesgado.

—El hombre de Barcelona tiene los medios, pero tú tienes los conocimientos. Si tú no puedes conseguir los medios tal vez él pueda…

—¡Conseguir mis conocimientos! —exclamó Clauzade abriendo mucho los ojos—. Eso podría funcionar. Sí, podría funcionar. Podría funcionar, ¿verdad? Así podríamos ayudar a Philippe sin involucrarnos directamente. Necesito hablar con Liu-Xin y… y tengo que ir a verle cuanto antes. Tengo que darle la cápsula, necesitará ese tiempo extra. Y…

—¡Márchate ya! —le alentó Gerard con una carcajada.

Al escuchar su risa Clauzade se detuvo y le contempló, había momentos en que parecía tan vivo, tan real…

—Te quiero —dijo.

—Yo también te quiero —respondió el joven con cálida sencillez.

—Ven conmigo —le pidió en un arrebato, sin detenerse demasiado a meditar sus palabras. Sin embargo, incidió de nuevo en ellas—. Ven conmigo. Ven a conocerle. Apenas pudiste ver nada cuando estuvo aquí. No sabes cómo es.

—Supe que se llamaba Philippe, supe que le llamaban Puck —recordó—, supe que estaba enamorado y que tenía tanta curiosidad como miedo. Y supe ya entonces que se moría.

—¡Pero eso no es nada! —insistió Clauzade—. No estuviste en contacto con su alma más de un minuto. Con eso no puedes hacerte ni una mísera idea. No sabes cómo es. No conoces su fuerza y su valor. Ven conmigo —pidió de nuevo.

—No puede verme ni oírme —dudó Gerard—. Es un poco incómodo.

—Siempre es así —replicó—. Pero la próxima vez podría ser diferente. La próxima vez que le veas, podría ser como nosotros.

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