El alquimista eterno (parte I) •Fantasía a cuatro manos•

Este relato está directamente relacionado a la novela Fantasía a cuatro manos. No lo leas antes de haber terminado ese antrito porque, para empezar, lo más probable es que no te enteres de nada y, además, te destriparía la historia.

Bry Aizoo

El alquimista eterno

Clauzade

 

París, 15 de enero de 1912

 

«Las cosas no se hacen solas», le había dicho su asistente personal haciendo gala de un mal humor muy poco habitual en ella. Algunas veces, se olvidaba por completo de que Liu-Xin era humana. O algo así.

Clauzade reclinó la cabeza hacia atrás y se hundió aún más entre los cojines de su amplio sillón. Con movimientos lentos y pesados, se llevó la larga pipa a la boca y tomó una enorme bocanada dejando que el vapor cargado de opiáceos llenara bien sus pulmones antes de exhalar de nuevo, proyectando el humo en una serie de perfectos anillos que se desvanecieron lentamente.

Las penumbras de la habitación invitaban al reino onírico y las formas en movimiento que apenas se distinguían invitaban a que ese reino fuera cálido y húmedo. Clauzade cerró los ojos cuando sintió el placentero cosquilleo extendiéndose por todo su cuerpo, comenzando en la punta de los dedos y condensándose en su henchida entrepierna.

—Sí —gimió lánguidamente con la voz adormilada—, sigue así.

Bajó la mano y la hundió entre el cabello oscuro del muchacho que trabajaba su miembro con más entusiasmo que talento. Este, incentivado por sus palabras, puso más empeño en rematar la faena con éxito y el éxtasis no se hizo de rogar.

«Demasiado rápido», pensó Clauzade arqueando la espalda. Empujó la cabeza contra su pelvis y se liberó sin inhibiciones en la boca del joven. La sujetó un rato así, con los dedos enterrados en el pelo, mientras las últimas acometidas del orgasmo se escurrían por aquella garganta.

—Chiquillo impaciente —le regañó con un ronroneo y le permitió apartarse, no sin antes darle un cachete cariñoso en la mejilla. El muchacho le miró con una sonrisa boba y las pupilas dilatadas, ignorando el líquido lechoso que resbalaba por su barbilla—. Toma —dijo, tendiéndole una de las pipas—. ¿Por qué no vas a la alfombra central? Seguro que los otros se mueren por jugar contigo.

El joven absorbió el vapor de la pipa con una fuerte succión, se balanceó antes de abrir los ojos y dejó caer el artilugio con descuidada felicidad, antes de ser devorado por la masa de cuerpos hambrientos que le recibieron como uno más.

Otro cliente satisfecho —dijo Liu-Xin en mandarín.

La mujer le observó con desdeñosa frialdad desde la altura que le conferían sus tacones de aguja y, con un gesto estudiado, se acuclilló sin perder la compostura ni el recato para recoger la pipa que el chaval desconocido había tirado al suelo.

Clauzade entrecerró los ojos y sonrió extasiado tras dar otra calada a la suya.

¿Por fin te has decidido a participar? —preguntó con un tono insinuante utilizando el mismo idioma—. Ahora es un buen momento. Me la han dejado calentita y lubricada.

Liu-Xin le miró con la indiferencia marcada en sus ojos rasgados. Una indiferencia capaz de helar la libido del más ardiente. Clauzade suspiró, se llevó las manos a la cara y se abofeteó con fuerza. El golpe resonó y se apagó en el concierto de viento y percusión del salón. El dolor le arrancó de las garras del opio. No duraría mucho, y Liu-Xin era consciente de eso.

Tu doctorcillo no ha venido hoy tampoco, se nos acaban los suministros. Si se nos acaban, quien tú ya sabes no podrá seguir jugando.

Clauzade se frotó el entrecejo intentando encontrar el hilo de sus pensamientos. Suministros… El opio. El contacto que le suministraba la substancia había desaparecido sin dejar rastro. Eso era un problema. Uno que debía solucionar cuanto antes.

Bien, mañana me ocuparé de eso —decidió levantándose del sofá. La alfombra le llamaba poderosamente, estaba viendo un puesto en el que encajaría a la perfección. Esbozó una sonrisa torcida y su miembro se agitó inquieto, anticipando el encuentro—. Tengo otros contactos, iré a visitar a un viejo amigo. ¿Algo más? —añadió, impaciente por unirse a la orgía.

—Mañana comienza la luna creciente. —Liu-Xin dijo esas palabras sin ninguna entonación especial. Sin embargo, le helaron la sangre como pocas cosas podían hacer.

—¿Y? —preguntó con voz temblorosa a su pesar.

—Nada, no debes preocuparte hasta el mes que viene; quedan dos viales.

Dos viales… Eso no era demasiado. Ese mes no era un problema, pero eso sí que era una acuciante necesidad. Eso sí era una urgencia necesaria.

Compra más —murmuró.

—Hay problemas para recibir los suministros de China —recordó Liu-Xin—, deberíamos localizar un proveedor europeo.

Hazlo —ordenó—. Búscalo donde quieras. Cuantos más proveedores tengamos, mejor. No puedo arriesgarme a que se acabe. ¿Has visto a Gerard? —preguntó con curiosidad. No siempre le buscaba, pero resultaba vagamente tranquilizador saber que estaba cerca.

—La verdad, no me he fijado —replicó con frialdad—. No soy su niñera.

—Ya, ya, ya lo sé —dijo Clauzade haciendo un gesto con la mano que reflejaba perfectamente lo poco que le importaba la opinión de la mujer. Escuchó la sinfonía de jadeos que procedía del salón y sonrió. Seguramente estaría por allí—. Ya está todo, ¿no? Ahora, si me disculpas —comentó mientras se dirigía a la masa de cuerpos cimbreantes que se movían al compás de los jadeos y acometidas—, tengo una eternidad que disfrutar.

Esas nalgas se mostraban lujuriosas y pedían ser exploradas. Clauzade atendió a su ruego y, sin previo aviso, se enterró en sus entrañas arrancando un gemido de sorpresa a su propietario.

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