Ya sabes que te quiero (parte I) •La otra versión del Trío•

Este relato es un regalo de Corintia a todos sus lectores y es posterior a la novela La otra versión del Trío. No lo leas antes de haber terminado ese antrito si no quieres tragarte un pedazo de spoiler.

Corintia

Ya sabes que te quiero

Tras un rodaje de tres meses en el sur de España, con visitas meteóricas de un Kei inmerso en una gira de conciertos, Nathan regresó a la casa que habían comprado a orillas del río, a una milla del apartamento de Leonardo. El jardín era minúsculo y el tamaño limitado de las habitaciones había obligado al músico a montar su estudio en la buhardilla, pero las vistas al puente compensaban todo lo demás. Por las noches solía quedarse a oscuras, asomarse al mirador y asistir al espectáculo ofrecido por la imponente estructura iluminada, con la ocasional embarcación de recreo cuajada de luces cruzando bajo sus arcos de piedra. Era su rincón privado, suyo y de Kei, el espacio en el que, por primera vez en su vida, aspiraba a echar raíces. Era su lugar especial.

El otoño ya se olía en el aire. El estruendo de la lluvia sobre los cristales resultaba un alivio después de semanas de trabajo duro, con jornadas de diez o doce horas en una atmósfera sofocante. Lo que más lo aliviaba, sin embargo, era recuperar su hueco en la enorme cama del dormitorio principal. Apenas se habían acostado juntos un puñado de ocasiones durante el largo verano; había extrañado desesperadamente la forma de su cuerpo y también —para qué negarlo— el sexo creativo y artístico…, aunque le tocase morder la almohada.

Nathan no se prodigaba demasiado en la posición de decúbito prono. Se sentía muy vulnerable en las manos de Kei, cuya experiencia lo sumía en tal estado de abandono que a duras penas recordaba después cuántas veces se había corrido, o si lo había hecho en la cama, en el suelo o colgado de la lámpara. Su único recurso para conservar una pizca de dignidad era mantener la boca cerrada a cal y canto, y que así no se le escaparan súplicas y plañidos bochornosos hasta lo indecible. Apretaba los labios, se aferraba a lo que pillase y resistía las maniobras de su amante con los párpados abatidos y un rictus de placer casi culpable en el rostro.

Kei, por lo general dulce y considerado, sucumbía a ocasionales arranques de perversidad y ponía todo su empeño en hacerlo hablar durante esas ocasiones. La tarde de su regreso, mientras se impulsaba dentro de él con sosiego, retrasando adrede el momento del clímax, acarició su espalda y susurró:

—Tienes la piel muy tostada, Nathan. ¿Aficionado a quitarte la camisa en público? ¿A quién querías impresionar? —Ante el obstinado silencio, intensificó su ataque—. ¿A esa actriz tan preciosa con la que te vi en el rodaje? Morena, pelo largo… Justo tu tipo, ¿mmm? Confiesa, ¿te echó el lazo? —Más silencio. Acercándose a su oído, susurró—: ¿Te pidió que le bajases las bragas en la habitación de su hotel?

—¡Claro que… ugh… no le bajé las…! —Su mano fue interceptada en su aproximación furtiva a la entrepierna—. Ah…

—No lo hiciste pero sí te lo pidió. —Con una sonrisa malévola, permaneció clavado hasta el fondo, sin agitarse—. ¿Nervioso? ¿Qué te sucede? ¿Te sentiste muy halagado?

—¡No! Mu… muévete.

—Perdona, no te oigo, ¿decías?

—Que te… ¡Ah! ¡No sentí nada! ¡Le dije que no! ¡Muévete!

—Vas a tener que ser un poco más explícito.

—¡Hijo de…! ¡Fóllame!

—¿Por qué? ¿Tantas ganas tienes de correrte?

—¡Sí! ¡Joder, sí! ¡Sí!

¿Cómo se las arreglaba ese brujo para hacerlo durar más de treinta minutos después de un mes sin sexo? Nathan lo ignoraba. No le fue permitido aliviarse hasta ese instante, tras una sucesión de maniobras que lo dejaron drenado y seminconsciente. Cuando recobró el suficiente resuello para quejarse, desincrustó la cara del colchón y masculló:

—A veces añoro los tiempos en los que te quedabas calladito mientras follábamos.

—Si no hago más que imitarte. A ti te encanta provocarme.

—Ya, pero no me funciona tan bien, cabrito. Maldita sea, siempre me haces decir cosas embarazosas —refunfuñó, acompañando los murmullos con una colección de pequeños gruñidos.

—No te enfades. Escucharte es muy excitante, haces que me dispare más rápido. Y tú prefieres que sea más rápido, ¿verdad? —Lo besó en el hombro—. Te he echado mucho de menos.

—Y yo —musitó Nathan, casi a desgana. No era apropiado dar el brazo a torcer tan pronto y renunciar a su justo y sacrosanto enfado—. Quizá podamos… quedarnos aquí hasta mañana.

—Me temo que olvidé comentártelo, Leo y Daniel vendrán a cenar. Aunque traen la comida, tranquilo.

—Tch… Ahí va mi plan de tomarme venganza. ¿Y a qué hora se supone que hemos quedado? —El sonido del timbre de la puerta ascendió desde el piso inferior. Kei compuso un mudo gesto de arrepentimiento—. Mierrrda…

Cuando el músico bajó a abrir descalzo y con el pelo alborotado, Leonardo echó mano de su repertorio de burlas soeces, e hilvanó una tras otra hasta que Nathan hizo su brillante entrada a la pata coja, batallando por calzarse un zapato. Daniel se contentó con soltar una risita y depositar las bandejas del restaurante japonés en la mesa. Tras los saludos de rigor —hacía meses que no se veían—, algún estómago rugiente decidió por su cuenta que, después de todo, no era tan mala idea atacar el sushi, el kushiyaki y las verduras rebozadas.

Ambos visitantes habían cambiado poco. Salvo por la ausencia de varios piercings y la sustitución de las rastas por decenas de trenzas diminutas, Leonardo conservaba el mismo imponente atractivo, y continuaba simultaneando conciertos con másteres en Ingeniería Informática. En cuanto a Daniel, la única transformación notoria en su vida había sido el incremento de su consideración profesional, tras escribir y dirigir su primer largometraje, El día que dejé de esperar. Era una modesta producción independiente y no aspiraba a ganar ningún Oscar, pero las excelentes críticas le brindarían nuevas ofertas tras las cámaras. Nathan lamentaba que su agenda no le hubiese permitido más que un cameo en el proyecto, porque giraba en torno a una magnífica banda sonora compuesta por Kei; compuesta, y también cantada.

La carrera del pianista estaba en alza. Su gira por Europa, coronada por una serie de conciertos en las Islas, no había hecho más que confirmar la solidez de un talento del que Nathan jamás había dudado. Pronto podría sacudirse la frustración por no haber tenido la oportunidad de escucharlo en directo: asistiría al concierto especial de clausura de la temporada, que coincidía con su vigésimo quinto cumpleaños. Veinticinco años ya… Cinco desde que conociera al hombre con el que lo compartía todo, hasta el éxito. A la hora de pensar en celebraciones, no se le ocurría otra mejor.

Después de vaciar las bandejas, Leonardo acompañó a Kei a la cocina en busca de aperitivos. Su verdadera intención era arañar un par de minutos de intimidad, a salvo de las orejas del actor.

—La otra noche, Daniel y yo dormitamos en una gala benéfica que organizaba Finis Terrae, esas a las que nunca vas porque eres un tío avispado y sabes que te vas a aburrir a lo bestia —comentó, para entrar en materia.

—Ah, sí, ya sé a cuál te refieres —confirmó su anfitrión—. En efecto, son tediosas hasta el infinito. Me escapo siempre que me dejan.

—Y una leche, los dos sabemos que no pones un pie en ellas porque cierto directivo de Publicidad se presenta de tanto en tanto. Pues bien, él estaba allí. Se acercó a saludarnos y todo.

—Es normal —afirmó Kei con cautela, tras echar un vistazo a la entrada—. También sois amigos suyos.

—Claro, claro; sus holas, sus adioses y sus apretones de manos de los últimos tiempos han sido la mar de íntimos. Siempre ha pensado, y con algo de razón, que nos posicionamos en su contra tras vuestra ruptura. No, esta vez fue diferente, me interrogó sobre vosotros. Y deja de vigilar la puerta, que tu novio no va a pillarnos conspirando sobre el tema prohibido. Daniel lo está entreteniendo con birras.

—Nuestras actividades no son ningún secreto. Poco podrías contarle que no supiera ya por otros medios.

—No me toques las narices, Blackwood. Acabo de recordarte que nunca me habla más que del clima, y esta vez me abordó y me disparó a bocajarro un montón de preguntas sobre ti y Nat: si pasabais mucho tiempo en la ciudad, si estabais bien, si seguíais felices, mimosos y cariñosos… Al margen de exacerbar mis impulsos de estrangularlo, es obvio que pretendía que te enterases de su interés.

—Esto suena a conversación de pasillo de instituto. No sé si tenemos edad para ponernos a descifrar mensajes ocultos donde no los hay.

—Olvidas que estamos hablando de un tipo cuyo desarrollo emocional se detuvo a los diecisiete años. Créeme, el pájaro quiere hacerse notar y no se atreve a marcar tu maldito número de teléfono.

Una sucesión de recuerdos en cadena pasaron a cámara rápida en la mente de Kei, todos sobre su tema prohibido, Nikolaos Bradley. Desde que lo invitase a abandonar su casa, dos años atrás, sus encuentros se habían reducido al mínimo y sus diálogos al cero absoluto; y la razón era que el conocido empresario, habitante de la misma ciudad, perteneciente a su mismo círculo social y amante de las salidas nocturnas, se había esforzado al máximo para no coincidir con ellos en los lugares que frecuentaban. Era toda una hazaña, aunque no iba a negar que él también había puesto de su parte, sobre todo después de su primer encontronazo en un restaurante. Aún recordaba cada segundo de aquella escena, la naturalidad de Niko al ignorarlos, la palidez —y luego la rabia— de Nathan ante el evidente desprecio. Fue un trago muy amargo para ambos, y dado que sabía lo mucho que aquello afectaba a su compañero, decidió no tentar a la suerte con más tropiezos desafortunados. Leonardo había sido prudente al abordarlo a solas.

—¿Cómo está él? —preguntó, al fin, tras el pequeño paréntesis.

—Se lo veía cansado. Iba con una chica que no conocía, la hija de un empresario griego o algo así. Según me soplaron, lleva dos o tres meses sin cambiar de acompañante, así que supongo que esta le ha dado fuerte para sus estándares. —Lo miró de reojo—. ¿Te interesa?

Antes de que Kei alcanzase a responder, Nathan entró a por más cervezas y reclamó su presencia en el salón. El intercambio de confidencias habría de ser aplazado para una ocasión más propicia.

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