Solo a un beso de ti •Capítulo 8•

Durante las siguientes semanas, Christian intentó mantenerse alejado de la taberna y del melancólico chico de ojos verdes que se resistía a abrirle una puerta. Aquello había sido tan intenso e incongruente que lo había dejado agotado. Sería bueno alejarse un poco, así que se concentró en las obras de su nueva casa. Lucas, su hermano, estaba sumido en la presentación de una nueva colección de moda con su marido, el diseñador Ricardo Yuste, Richi para los amigos, que dirigía la prestigiosa firma de moda Tony Valenty. Desde que Lucas, que era arquitecto, consiguiera resolver los problemas de las estructuras de los diseños del modista, trabajaban juntos; y esa colaboración entre arquitectura y moda estaba revolucionando las pasarelas de la moda internacional. No podía escaparse para ver la casa, pero había estado trabajando sobre el plano aportando algunas ideas interesantes, y esperaba poder hacerle una visita en cuanto acabaran con la semana de la moda en París.

Su primer objetivo era acondicionar una parte de la casa que le permitiera mudarse y poder dejar el hotel. Con ayuda de Patricia había contratado a dos hermanos polacos que solían trabajar en la construcción. El paquete incluía al tío de los dos polacos, un hombre mayor de pelo blanco que canturreaba el día entero y que no hablaba ni una palabra de español, pero que, al parecer, se entendía bien con la electricidad y la fontanería. Patricia le había insistido en que lo que necesitaba era un jefe de obra, incluso un arquitecto, pero se le había metido en la cabeza que quería hacer la reforma él mismo. Estaba bien tener algo de ayuda, pero quería estar ahí, tomando decisiones, ensuciándose las manos, picando piedra, mezclando cemento o lo que hiciera falta. No quería encargárselo a alguien, aunque fuese más fiable. Los hermanos polacos no habían puesto pegas, y con su español a medias solían explicarle entre los dos cómo se hacían las cosas, sin mucha preocupación, seguramente porque les importaba una mierda si aquello salía bien o mal mientras Christian les pagara al final de la semana.

Empezaron tirando algunas paredes con martillos de plomo y picos, compró herramientas y alquiló una pequeña mezcladora de cemento. Tras una semana de romper cosas, comenzaron a colocar cables, aislamientos y a planificar cómo quedaría cada parte de la casa. Estaban justamente haciendo acabados en lo que sería la cocina, cuando una voz familiar se escuchó en la habitación contigua de la casa:

—¿Hola? ¿Hay alguien? —Christian asomó desde el agujero que sería su cocina y vio a Nieves, toda alta, con su melena corta de un rubio cenizo, con unos vaqueros ajustados, camiseta blanca y tacones plantada entre escombros con un termo de café entre las manos—. Ahí estás… —dijo ella con su voz grave—. Estás hecho un asco. —Y él tuvo que reírse…—. ¿Un café?

Se sentaron juntos en el murete de la entrada, el café se agradecía, y la compañía también.

—Así que vas a mudarte a la casa de tus abuelos.

Nieves conocía bien aquella finca. Habían jugado allí juntos cientos de veces cuando eran pequeños, al escondite, a guerras de agua; habían ido a rescatar renacuajos de los charcos y a hacer granjas de caracoles en cajas de zapatos. Más tarde, en la preadolescencia, ella era la chica por la que todos suspiraban en clase, aunque les sacara un palmo de altura al resto de los chicos. Excepto a Christian, por lo que todos asumían que estaba destinado a ser el elegido algún día; y quizás lo hubiera sido, de no haberse marchado.

—Aún no lo tengo claro. Solo… me daba pena verla abandonada.

—Ya, esta parte del pueblo ha quedado muy triste. Ahora todo el mundo quiere vivir en urbanizaciones al lado de un centro comercial…

Se habían visto unas cuantas veces desde que Christian había vuelto. Estaba divorciada y tenía dos hijos, un niño de nueve años y una adolescente que pasaba la mayor parte de su tiempo quedando con sus amigos o chateando por las redes. Una actitud indiferente que Nieves soportaba resignada con un «¡adolescentes!» que lo decía todo. Era divertida, y guapa, y estaba disponible… Lo único que no le entusiasmaba de ella era que todo le parecía mal y que no dejaba de hablar de su exmarido.

—A mi ex también le dio por reformar la casa. Teníamos una casa preciosa en O Castro, pero, joder, cuando empezamos con las reformas eso no acababa nunca. Polvo por todas partes, el ruido, tener a gente el día entero deambulando por la casa… Acabé harta. Deberías contratar a un constructor…

—Eso mismo dice Patricia, pero, no sé…, me apetece hacer esto.

—Supongo que la idea tiene su encanto. Pero ya verás, acabarás hasta las narices…

Y justo en ese momento se presentó Patricia y bajó de su Renault Clio con una cestita, todo sonrisas, perfectamente peinada, vestida y maquillada de esa forma que solo algunas mujeres consiguen, que hace que parezca sencillo estar perfecta en todo momento.

—Nieves, qué sorpresa… —dijo al ver a la otra mujer junto a Christian y descontrolando su sonrisa excesiva por unos instantes. Los saludó a los dos con un par de besos—. Te traía unos sándwiches, pensé que igual querías parar un rato para comer algo… —añadió volviendo su atención al modelo.

—Me has leído la mente —respondió Nieves en su lugar—. Justo estábamos pensando en ir a comer algo. Patricia tiene la habilidad de llegar siempre en el momento perfecto… —añadió, y era difícil saber si era un elogio o lo decía con sarcasmo.

Acabaron sentados los tres entre las ruinas de la vieja casa, Christian entre las dos mujeres, disfrutando del almuerzo que consistía en pequeños bocadillos con una amplia variedad de rellenos, empanaditas diminutas, té de hierbas y zumo de frutas. Pasaron un rato hablando de los planes de reforma, y las dos estaban de acuerdo en que era una locura que pretendiese hacerlo por su cuenta, sin un constructor o un arquitecto que lo supervisara. En su insistencia pasaron un buen rato sugiriéndole empresas de construcción que conocían por la zona. Y acabaron hablando de las fiestas locales que a mediados de septiembre cerraban oficialmente la época estival.

—Podríamos quedar todos otra vez… —sugería Patricia—. Eso estuvo muy bien… El viernes hay un concierto…

—Bueno, concierto… Varios grupos locales que suenan como ruido en lata, y la gran atracción de la noche será algún grupo de los ochenta… —aportó Nieves con su mordacidad habitual.

—Suena divertido —dijo Christian.

—Podríamos quedar antes y tomar algo… —continuó Nieves cambiando de rumbo.

—Creía que odiabas las fiestas… —Ahora Patricia se la devolvía.

—Son cutres, pero es lo único interesante que ocurre en este pueblo en todo el verano…

Christian disfrutó de la visita, pero por alguna razón acabó agotado con la conversación, y casi se alegró de poder regresar al trabajo físico de la casa con los polacos.

 

La semana de fiestas era una de mucho trabajo. La taberna Os Pazos ponía un puesto con terraza en la plaza y ofrecía empanadas y bebidas hasta media noche. Era la primera vez que Vlad atendía en las fiestas, y no había imaginado que pudiesen trabajar a tanta velocidad. Las cajas de empanadas estaban listas y amontonadas, y no dejaban de abrir nuevas cajas, casi se las quitaban de las manos. Era relativamente sencillo, porque no había mucho donde elegir, pero le dolían los pies de estar de pie y estaba aturdido por los gritos constantes. Lo único bueno de atender en las fiestas era que a las doce en punto cerraban y podían irse a casa, y al no estar ninguno de sus dos jefes, Iratxe se había pasado la noche sirviéndole una sangría misteriosa que preparaba en exclusiva para ellos dos y que estaba haciendo que la cabeza le diera vueltas. Su intención fue la de irse a casa en cuanto cerraron, pero Iratxe no lo dejó, insistió en que se quedara a ver el concierto en el que al parecer tocaban unos amigos suyos.

—Estoy cansado, Iratxe, quiero irme a dormir…

—Venga, no seas muermo, Vlad, es viernes por la noche, tenemos que cogernos un pedo de la hostia…

Cuando se ponía así era imposible llevarle la contraria, porque tiraba de él, lo que no era difícil pues estaba ya algo borracho…, o puede que en el fondo a Vlad tampoco le apeteciera meterse en su piso a solas a comerse la cabeza cuando el resto estaba en la calle pasándolo bien.

Durante el concierto Iratxe le trajo un vaso enorme de plástico con más sangría, igual que los que habían estado sirviendo ellos hasta hacía bien poco, y un rato después se percató de que había desaparecido y lo había abandonado entre la muchedumbre. La plaza estaba atestada de gente de todas las edades, desde niños hasta abuelos, pasando por las generaciones más jóvenes y alternativas. Daba igual qué estilo de música se tocara, la ciudad entera salía a la calle aquella noche a festejar. El grupo de los amigos de Iratxe sonaba fatal, se escuchaban demasiado el bajo y la batería, y casi nada las voces; la plaza olía a pis, la gente gritaba y te daba empujones. Vlad no tardó en empezar a sentirse solo entre aquella multitud alegre que no necesitaba muchos motivos para salir a celebrar. Llevaba casi un año en aquella ciudad y, aparte de sus compañeras de trabajo, no conocía a nadie. Era mejor así. Decidió irse a casa, pero justo cuando se alejaba de la plaza se cruzó con Christian, que estaba con aquel grupo de amigos de su infancia y que al verlo se le acercó sonriente.

—Hola —le gritó casi al oído, para hacerse escuchar por encima del follón de voces y música a toda pastilla, y la vibración de su voz y la cercanía de sus labios le traspasaron como una descarga eléctrica—. ¿Qué haces aquí solo?

—Estaba con Iratxe —gritó de vuelta—, pero no sé dónde está… Creo que ha ido con sus amigos…

—Pues vente… —invitó él.

—Iba a irme a casa…

Pero Christian no lo escuchó, lo cogió de la mano y tiró de él hacia su grupo de amigos, que se arremolinaban en torno a un bidón gigantesco que hacía las veces de mesa. Lo saludaron, él saludó, Christian le pasó una cerveza y luego continuaron a lo suyo sin prestar mucha atención al intruso. Vlad se quedó de pie a su lado, bebiendo sorbitos de su botella, sintiéndose excluido, aunque el estruendo de la música y la oscuridad de la noche hacían innecesario justificar su presencia. Aislado entre aquella multitud, se entretuvo observando a aquel grupo de amigos. No tardó en darse cuenta de que había dos mujeres que parecían dos gatas peleándose por una presa alrededor de Christian. Una alta, de pelo corto y apariencia juvenil; la otra bajita, pelo largo con mechas, más clásica, que no dejaba de sonreír. Las dos muy alertas procurando llamar la atención del modelo en todo momento, se miraban, sin embargo, con desprecio la una a la otra en cuanto él se distraía.

La idea de que él fuese bisexual y pudiese encontrar atractiva a alguna de aquellas mujeres le sobrevino de golpe. Y las detestó a las dos por poder flirtear tan descaradamente con él sin preocuparse de lo que pensara el resto del mundo. Luego otra idea se le cruzó por la cabeza, una más divertida: que pudiera ser él quien se llevara el premio gordo aquella noche en lugar de las dos gatas. Era arriesgado, pero su ego maltrecho necesitaba una victoria como esa. Así que ¿por qué no?, se dijo.

Cerró los ojos y se dejó llevar por la música, se puso a bailar un poco, casi nada, un movimiento casi imperceptible del cuerpo, pero cargado de sensualidad, de la que él sabía que podía evocar cuando se movía. Las luces de colores, su embriaguez y la música lo desinhibieron rápidamente y se dejó llevar.

—Vaya, al fin voy a verte bailar.

La voz de él volvió a vibrar en sus entrañas. Abrió los ojos y empezó a bailar para él, estaba lo suficientemente borracho para que le diera igual hacer justo lo contrario de lo que se había empeñado en hacer hasta entonces. Christian también se movía con la música, y le hizo gracia comprobar que era bastante torpe, algo gandul, con lo tosco y grande que era.

—Esto no es nada… —le respondió acercándose para hablarle al oído—. ¿De verdad quieres verme bailar? —Y solo saber que tenía toda su atención lo estaba poniendo muy cachondo.

—Claro…

—Pues vamos…

—¿A dónde?

—A mi casa… —Y la idea de que él pudiera decir que sí resultaba increíblemente excitante—. ¿Vienes?

Christian lo miraba fijamente sin decir nada, y Vlad se aseguró de decirle con los ojos y los labios lo que no había dicho con palabras. Y entonces, él sonrió.

—Claro.

Se pusieron en marcha en dirección a su casa, él lo seguía, y se sintió exultante, pensando en las dos féminas que tal vez ni siquiera llegaran a descubrir quién les había arrebatado el trofeo delante de sus narices.

 

—¡Vives en un sótano! —exclamó Christian al entrar en su piso mientras bajaba las escaleras estrechas que, efectivamente, llevaban a un sótano desde una puerta metálica que Vlad había abierto con cierta dificultad.

—Es un semisótano —lo corrigió—. Tengo ventanas —se defendió señalando a las tres ventanitas estrechas que estaban casi pegadas al techo y por las que entraba algo de luz natural durante el día.

—Están a tres metros del suelo. ¿No te entra claustrofobia?

—Es grande. Y los techos son altos. —Al llegar al final de la escalera Vlad encendió los fluorescentes que colgaban del techo, revelando el espacio casi vacío con aspecto de nave industrial en el que vivía.

—Estás de coña… —Christian había descendido por la escalera que bajaba de una altura de casi dos plantas sin barandilla, y deambulaba por la nave observando. Era un espacio abierto, a un lado se adivinaba un dormitorio y una pequeña cocina junto a la única puerta, que daba al baño. No había armarios, su ropa estaba colgada en unos percheros a la vista, tampoco había televisor, ni sillones; el resto del espacio era solo una enorme sala con un suelo negro, una barra de ballet y un par de espejos como los que suele haber en los gimnasios—. Es una sala de baile —adivinó con sorpresa.

—Solía ser un almacén de juguetes. La dueña del edificio al principio no quiso alquilármelo, pero al final la convencí. No es muy caro para ser tan grande.

Mientras se explicaba, había empezado a cambiarse de ropa; se quitó la camiseta negra de su uniforme de camarero y luego los pantalones. Se desnudó sin pudor delante del modelo que, durante una fracción de segundo, imaginó que el propósito de su desnudez era otro, y cambió con naturalidad su ropa de camarero por una más cómoda para bailar.

Christian entonces cogió una silla y se sentó a un lado, asumiendo su papel de espectador.

—Pues vamos, que empiece el show

—Espera, tengo que calentar un poco.

Vlad, vestido con unas mallas de licra gris y una camiseta suelta del mismo color, puso música en un pequeño altavoz que tenía bastante potencia. En cuanto empezó a hacer sus estiramientos Christian quedó fascinado por la forma en la que abría sus piernas en ángulos rectos imposibles o se doblaba en dos pegando la barbilla a las rodillas, como si fuese lo más fácil del mundo.

—Y ¿cuántos años estuviste bailando?

—Oh, no lo sé, empecé a los siete años, mis hermanas ya iban a clases de ballet y yo también quería, así que mis padres me apuntaron… —comenzó a narrar sin dejar de estirarse y doblarse como un contorsionista—. Cuando cumplí los diez mis hermanas hacían puntas, y yo les pedí a mis padres unas zapatillas de puntas por mi cumpleaños, me moría por caminar con ellas como hacían mis hermanas…

—¿Y qué pensaron tus padres?

—Me las compraron… —dijo desenfadado—. Caminaba por toda la casa de puntillas… Es gracioso porque, aunque ya llevaba años bailando ballet, mi padre no se empezó a cuestionar mi orientación sexual hasta que pedí las zapatillas de puntas.

—Y ¿qué tal lo llevó?

—Bueno, mi padre trabaja en una fábrica, con metal, todo esto del ballet le resultaba un poco extravagante… Le pidió a una amiga de mi madre, que es psicóloga, que le prestase un libro, en Rusia es imposible encontrar un libro sobre la homosexualidad en una librería… Y mi padre, que no leía nunca, se leyó aquel libro con mucho detenimiento, porque tenía miedo de meter la pata y herir mis sentimientos.

—¿En serio?… —A Christian se le escapó una sonrisa imaginando la ternura de aquel padre obrero haciendo esfuerzos por entender el mundo de su hijo.

—Sí, es adorable…

—Debes echarlos mucho de menos.

—Bueno, a los catorce me cogieron para el Bolshoi y me fui a Moscú, así que estoy acostumbrado a que estén lejos… ¿Nunca habías ido al ballet antes?

—Pues… el ex del marido de mi hermano tiene una compañía de danza…

—Espera…, repite eso. ¿El ex del marido de tu hermano? ¿Tu hermano es gay?… Y ¿qué tal lo llevan tus padres?

—Mi madre murió antes de que le contara lo mío y mi padre…, bueno, mi padre se fue a por tabaco, como suele decirse, cuando aún éramos pequeños, así que no tengo ni idea de lo que sabe y lo que no.

—¿No lo has vuelto a ver?

¡Nop!

—Vaya… Eso debe ser muy frustrante…

Y Christian se quedó meditando, porque esa era la definición perfecta de lo que sentía con respecto a su padre, la frustración de no saber por qué: por qué se marchó, por qué no había vuelto nunca; incluso la frustración de no saber si estaba bien, si había perdido la memoria como había imaginado a veces de pequeño —una amnesia total que le había hecho olvidarlos por completo—, si se habría ido a otro país o habría empezado una nueva familia…

—¿Preparado? —Vlad interrumpió sus cavilaciones.

—Si tú lo estás.

—Voy a hacerte una danza rusa que se llama kazachok —explicó mientras terminaba de ponerse unas botas negras que le llegaban hasta las rodillas y que parecían bastante gastadas.

Cambió la música y se colocó en el centro del tapiz completamente inmóvil, los brazos estirados a los lados del cuerpo, la mirada hacia el suelo en un gesto de concentración que le otorgaba a su cuerpo una textura diferente. Comenzó a sonar una melodía ágil que invitaba a dar palmas o saltos, que tenía algo de folclore ruso, pero con algunos matices más líricos. Permaneció un momento sin moverse, pero en su quietud había una concentración absoluta y contagiosa que sumió a Christian también en un estado de quietud. Entonces empezó a moverse, solo las piernas, algunos pasos arrastrados; las botas, que jugaban a marcar el tempo con la punta, o con el tacón; se deslizaba por el tapiz como un gato, de forma lenta y sensual, a la vez que sus pies marcaban con precisión el ritmo en los momentos adecuados. Y de pronto cayó sobre sus rodillas de golpe y, como si pudiese saltar con ellas, volvió a levantarse, hizo un giro en el aire y cayó nuevamente sobre las rodillas de una forma espectacular. Y casi a ras del suelo sus piernas, con una fuerza casi sobrenatural, con los brazos abiertos y la cabeza erguida, comenzaron a moverse entre giros, patadas con la punta del pie perfectamente estirada, para luego deslizarse sobre el tapiz como si fuese lo más sencillo del mundo. El baile se animaba, se volvía más rápido y enérgico, y comenzó a incluir saltos, piruetas dobles y triples, con caídas gráciles en posturas de brazos y piernas firmes, saltos con las piernas estiradas y en ángulos casi imposibles, e incluso mortales que conseguía hacer apoyándose solo en una mano, para volar luego hacia el suelo sin perder en ningún momento el equilibrio y la postura elegante de un bailarín de ballet. Y todo ello, sin dejar de ser una danza coherente acompañada de un gesto divertido de media sonrisa, que resultaba a la vez pícaro y sensual. Era sobre todo sexy, maravillosamente sexy y masculino. Acabó en un gesto firme y violento, una última zancada con el brazo en alto sincronizado a la perfección con la música. Y allí se quedó clavado con la respiración algo más agitada que antes y un gesto de felicidad absoluta.

—¡Joder! —exclamó Christian llevándose las manos a la boca—. ¡Eso ha sido la hostia…! Es lo más erótico que he visto en mi puta vida…

—Es folk, no se supone que es erótico.

—Pues te aseguro que tú haces que parezca increíblemente erótico… Joder, ha sido una pasada, no me esperaba que fueras tan… alucinante… ¿Qué cojones haces tú sirviendo mesas?… Eres muy bueno, joder…, eres tan bueno como esos tíos del Ballet Nacional, deberías estar sobre un escenario…

Y aquella parte del comentario pareció entristecer ligeramente al joven de ojos verdes.

—Ya, bueno…, así es la vida…

—¿Puedo ver más?

—¿Seguro? ¿No te has cansado ya?

—Ni de coña…

—Está bien… —y la felicidad volvió a su sonrisa—, pero esta vez algo un poco diferente… —siguió explicando mientras buscaba la música que quería en el teléfono—. Solo voy a improvisar un poco de danza contemporánea…

Christian volvió a tomar asiento, expectante, hechizado, no solo por la belleza de la danza, sino por la imagen de ese cuerpo perfecto con esas mallas que marcaban sus glúteos de forma que parecían una segunda piel. Se había quitado las botas y ahora estaba descalzo, y como si hubiese adivinado sus pensamientos, en cuanto empezaron a sonar los primeros compases de la música, se quitó también la camiseta, quedando solo con las mallas de licra, creando la ilusión de desnudez total. Era una música que conocía, una canción lenta y nostálgica de algún grupo de moda que sonaba en la radio, aunque no sabría nombrar. Siguiendo el ritmo de la canción, Vlad se fue dejando caer al suelo, como si su cuerpo se rompiera en partes, de forma discontinua, hasta que quedó tumbado boca arriba. Desde allí su torso se contraía simulando volver a la vida desde la muerte, para volver a dejarse caer. Al torso se le fueron uniendo los brazos, que se alargaban anhelando tocar el cielo, luego las piernas, con los músculos en tensión, creando ángulos perfectos, dejando las caderas suspendidas en el aire. Luego ese cuerpo que se contraía y expandía fue levantándose, haciendo giros con las piernas estiradas, se movía como un alga marina llevada por la corriente del mar, o como una hoja que volaba libre empujada por el viento. Era maravillosa la forma en la que el baile captaba la agonía de la música, pero lo que tenía más fascinado a Christian era la expresión de su rostro entregado con dramatismo a la melodía, desde la respiración hasta la mirada, transportado por completo a una interpretación que transmitía emoción, pura, sentida, desgarradora.

Terminó como había empezado, tumbado boca arriba en el suelo como un ángel caído; la respiración moviendo en oleadas su abdomen era lo único que delataba el esfuerzo al que había sometido a su cuerpo. Christian se levantó de la silla y se acercó hasta él como trasportado a esa otra dimensión que había conseguido crear a través de la danza. Y se dejó caer de rodillas entre sus piernas porque necesitaba besarlo…, poseerlo por completo. Se inclinó sobre él dejándolo atrapado entre sus brazos y también con la mirada, y no parecía que Vlad pusiera pegas, así que se inclinó hasta sus labios y lo besó suavemente, no como las otras veces que se habían besado; esta vez se besaban también con los ojos.

 

Vlad estaba disfrutando de sus labios, de esos besos lentos que se recreaban saboreando cada rincón de su boca, y que siguieron restregándose por su barbilla, luchando contra su piel, por su cuello, y luego deslizándose con su lengua húmeda por los terrenos inhóspitos de su pecho desnudo, navegando entre costillas y cada hendidura de sus músculos. Vlad intentaba apaciguar su respiración acelerada por la danza, y se sentía ebrio. Enajenado por haber roto todas las promesas que se había hecho a sí mismo y haberlo dejado entrar, porque estaba, en efecto, algo borracho por el alcohol, pero también lo deseaba, y ese deseo era más fuerte que todo el peso de la razón que luchaba sin cesar por mantenerlo lejos. Lo deseaba, quería sentir su cuerpo, sentirlo dentro de él, quería su lengua, su boca recorriendo su cuerpo, quería su polla dura atravesándolo y llevándolo al clímax. Christian se había detenido en su ombligo, parecía querer penetrarlo con su lengua, su barba espesa rasguñaba su piel y el dolor leve de la rozadura lo excitaba. Él se quitó la camiseta, y Vlad se recreó en la visión de sus grandes brazos, del vello negro revuelto entre sus pectorales fuertes y de su cabello negro, que había quedado despeinado tras el contacto con la tela. Y él lo miró divertido arrodillado entre sus piernas.

—Dime, ¿de qué planeta has venido? —susurró, y Vlad sonrió, y quiso amarlo en ese instante y permitirse imaginar que se enamoraban y eran felices…

Pero era mejor volver al sexo.

—Fóllame —le ordenó.

Y los ojos de Christian se abrieron con deseo. Y, obediente, se inclinó una vez más y restregó su boca por encima de las mallas que aún cubrían su polla, y deslizó ligeramente el elástico de la licra por su cadera dejando que su erección asomara solo en parte, y la sensación ardiente de que él lo liberase de su ropa era intensa y lo tenía completamente absorto. Entonces, con la punta de la lengua recorrió su glande, en círculos, deteniéndose a jugar en la pequeña hendidura en la cabeza. Vlad gemía y jadeaba sobrepasado por la sensación delicada de sus caricias. Pero sentirlo de esa forma era peligroso, así que insistió con vehemencia.

—¡Fóllame! ¡Ahora!

Y él obedeció. Desabrochó con celeridad sus vaqueros gastados mientras Vlad se liberaba de sus mallas, aunque no llegó a quitárselas del todo. Quería su polla, la quería ya, entrando y saliendo con fuerza.

—Espera…, deja que coja un…

—No —lo cortó—. Fóllame ya, te quiero dentro.

Y Christian, dejándose llevar por la locura de Vlad, comenzó a penetrarlo, sin preparativos, a pelo y con urgencia. Y el contacto con su piel desnuda era delicioso. Vlad empezó a moverse para buscar más y volvió a gritarle.

—¡Fóllame más… fuerte!

Y las embestidas comenzaron a ser violentas. Vlad, con las rodillas dobladas sobre el pecho, permitía que él saliera casi por completo para volver a entrar con fuerza hasta el fondo, repitiendo la acción una y otra vez; y gritaba, por el dolor, por el placer, por la visión de aquel hombre grande y rudo follándoselo enloquecido, sujetando sus piernas con los brazos, su pelvis en el aire levantada y las caderas de él moviéndose frenéticamente. Y cuando supo que empezaba a acercarse, cogió su propia polla con la mano y comenzó a masturbarse mientras él seguía atravesándolo con su enorme polla. Y el clímax no se hizo esperar, llegó como un tsunami llevándose por delante toda su voluntad, su razón, sus miedos, y dejándole ser solo ese grito agónico que se hundía en el abismo líquido del orgasmo, al que él no tardó en unirse con un gesto cercano al dolor, y las embestidas salvajes quedaron suspendidas en el tiempo mientras él se corría dentro, llenando su cuerpo.

—¡Joder…, vas a provocarme un ataque al corazón…! —soltó dejándose caer encima de Vlad con la respiración entrecortada por el esfuerzo. Luego abrió los ojos, se encontró con los de Vlad y permanecieron un instante mirándose con las respiraciones desordenadas—. Estás muy loco, ¿sabes?

Y rieron juntos.

A Vlad le daba vueltas la cabeza, completamente embriagado. Le pesaban los ojos. Christian se incorporó, le ofreció su mano para ayudarlo a levantarse y, sin soltarse, caminaron juntos hasta la cama. Se ocupó de él, terminó de desvestirlo, lo limpió, le trajo un vaso de agua, él también se desnudó y se tumbó a su lado para seguir besando su cuerpo. La música de su playlist favorita seguía sonando de fondo, y no le costó nada dejarse llevar por la ternura del momento y caer profundamente dormido.

 

—¿Qué crees que estás haciendo? ¡Levanta de una puta vez! ¡No deberías estar aquí!

Christian se despertó con los gritos de Vlad, tardó un rato en que su cabeza comenzara a funcionar y recordara dónde estaba. Mientras intentaba recomponer sus ideas vio al ruso caminando de un lado a otro de su… sótano o loft o lo que fuese aquel sitio que llamaba hogar, gritando completamente enloquecido.

—¡Tienes que marcharte! ¡Ya te he dicho que no hay nada entre nosotros…! ¡¿No te ha quedado claro ya?!

—Joder, Vlad, cálmate un poco… Solo nos hemos quedado dormidos, ¿vale?

—¡Nunca te dije que podías quedarte a dormir…!

—Mira, tomemos un café y lo hablamos tranquilamente. —Christian estaba haciendo un esfuerzo por desperezarse, debía ser muy temprano porque su cuerpo le suplicaba que volviese a meterse en la cama y siguiera durmiendo…

—¡¿Un café?! ¡¿Qué es lo que pretendes?!

—No pretendo nada… Joder, deja de dar vueltas. Me invitaste tú, ¿no lo recuerdas?

—Esto no está bien…, no puedes quedarte. Tienes que marcharte, ahora mismo…

—¿Te das cuenta de que ni siquiera sé dónde está mi coche?

—¡Ese no es mi problema!

—¿Estás de coña? —Para entonces ya había localizado su teléfono y comprobó la hora—. No son ni las seis de la mañana…

—¡Me da igual la hora que sea! No te pedí que te quedaras en mi casa.

Christian se levantó de mal humor y con movimientos lentos y pesados fue en busca de su ropa, que seguía esparcida por el suelo de aquel almacén.

—Está bien, ¡joder! —gruñó aún adormilado—. Me voy, pero cállate de una puta vez…

—No me digas lo que puedo o no puedo hacer. Esta es mi casa.

Christian se había vuelto a poner los vaqueros. Se puso las zapatillas sin calcetines y cogió el resto de su ropa.

—¿Sabes? Fue una noche preciosa, pero acabas de cargártela por completo. Estás mal de la cabeza, tío —dijo poniéndose la camiseta mientras subía con pesadez las estrechas escaleras que estaban pegadas a la pared—. ¡Como una puta cabra! —lanzó sin mirarlo, con la voz arrastrada aún por el sueño. Cuando llegó arriba se encontró con una puerta metálica cerrada—. ¡Tu puerta está cerrada! —gritó irritado desde arriba. Vlad subió y abrió la puerta con una llave—. ¿En serio tienes que abrir la puerta con la llave? ¿Y qué pasa si hay un incendio?

—Eso no es problema tuyo.

—Tienes razón, no es mi puto problema. —Salió del piso y antes de irse ladró su despedida de mala gana—. ¡Y por mí puedes irte a la mierda!

 

Christian dio un portazo al salir, y Vlad permaneció allí de pie con la mirada fija en el metal gris de la puerta. Luego se recostó en la pared y se deslizó hasta quedar sentado en el penúltimo escalón. ¿Cómo había dejado que ocurriera esto? Se había descuidado, todo por su estúpido ego. Tenía que mantenerse alejado de él, no podía volver a dejar que se acercara tanto, porque cuando estaba a su lado se volvía débil, y tenía que ser fuerte. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la pared fría. Y la culpa volvió a asomar amenazadora.

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