Solo a un beso de ti •Introducción•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de Solo a un beso de ti, de Laurent Kosta; un spin-off de la bilogía formada por Montañas, cuevas y tacones y Montañas y tacones lejanos. Porque hay personajes secundarios con historias tan interesantes que merecen ser contadas. Ahora bien, te advertimos dos cositas:

1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!



Christian entró en la Taberna Os Pazos. Tenía el mismo nombre que recordaba de pequeño, cuando iba con su abuelo, que lo dejaba tomar una Coca-Cola mientras se sentaba a jugar al mus con sus amigos. Aunque había perdido por completo su aspecto de taberna de pueblo. Ahora tenía una estética cuidada, en la que aún se adivinaban pinceladas de la antigua Galicia, pero con un aire fresco de modernidad, con las paredes de un verde lima y accesorios blancos de diseño contemporáneo.

Se sentó en una mesa junto a la ventana, una de esas mesas de madera maciza que podías imaginar en un cuento de vikingos, que parecía pelearse con los mantelitos verdes. Galicia era su infancia. Tenía tantos recuerdos con su pandilla de amigos, corriendo por el campo, ensuciándose, metiéndose en el río, volviendo a casa con los zapatos llenos de barro y la camiseta empapada; y su madre echándole la bronca porque iba a enfermar y no se había puesto un abrigo ni las botas de lluvia, o porque salía a jugar al fútbol en pantalón corto cuando llovía a cántaros. Pero los niños que crecen así nunca enferman. Por aquel entonces su hermano pequeño solo era un incordio, un bebé que no hacía nada divertido. Había deseado tanto tener un hermano con el que jugar, y el resultado había sido decepcionante, porque aquel niño enclenque no podía hacer nada, y todos debían cuidarlo. Solía decirle a su madre que para qué le servía un hermano si no podía hacer nada, y en secreto lo que deseaba era que ese canijo desapareciera y se lo cambiaran por un hermano mayor, uno fuerte que le enseñara a ser el mejor jugador de fútbol de su curso.

Su hermano también había sido el motivo de que se marcharan de Galicia a la capital, en busca de colegios que pudieran enseñar a ese niño sordo que vivía en un mundo paralelo de silencio y que lo único que hacía era mirar, con sus ojos grandes, el día entero.

Ahora que ya no estaba su hermano, ahora que no quedaba nadie más que él, sentía que quien se había sumido en un mundo de silencio era él.

Su padre se había marchado cuando su hermano tenía ocho años. Había ido a por tabaco, como solía decir su madre, para no volver a acordarse más de que tenía hijos a medio criar. Luego su madre enfermó, durante casi dos años no supieron lo que tenía, al final un pronóstico: una insuficiencia hepática que se la fue llevando lenta y dolorosamente. Cuando estaba a punto de entrar en la universidad, los planes cambiaron por completo. Fue una suerte que empezara a trabajar como modelo, el dinero llegaba a casa sin problema y, aunque tenía que viajar mucho, se las arreglaban bien.

Los siguientes quince años parecían haber ocurrido en un suspiro. Su madre había muerto hacía dos, su hermano acababa de casarse con un hombre bastante mayor que él, con el que no le faltaría de nada, que lo amaba y cuidaría de él. Ya nadie lo necesitaba. Y esa novedad, lejos de parecerle una liberación, lo había sumido en una sensación de vértigo desconcertante.

Quizás por eso había vuelto a casa. Al hogar de su infancia, intentando recuperarse a sí mismo desde donde lo dejó todos esos años atrás. Había olvidado lo que ese niño quería hacer con su vida. Tal vez era el momento de averiguarlo.

—Hoy tenemos dorada al horno fresca y kokotxas… ¿Te traigo algo de beber mientras miras la carta?

Un camarero con acento eslavo le había dejado una carta de madera sobre la mesa y permanecía de pie esperando su respuesta. Christian levantó la mirada y al verlo se quedó mudo. A su lado un chico menudo, no demasiado alto, de piel pálida y con el pelo muy negro aguardaba con el cuerpo distendido, con el peso apoyado sobre una cadera, mirando distraídamente al pequeño cuadernito con bolígrafo que llevaba entre sus manos. Los pantalones y la camiseta negros se ceñían a su cuerpo como un guante de licra, marcando cada curva, cada músculo; solo el delantal, negro también, ocultaba con pudor algunas partes de ese cuerpo que parecía moldeado por un escultor griego. Al ver que no contestaba, el joven levantó la mirada, y entonces unos ojos intensamente verdes lo atravesaron. Tenía una boca ancha de labios rojos, lo miró con gesto despreocupado levantando las cejas, interrogante.

—¿Prefieres pensarlo un momento?… —dijo con su acento ruso, tal vez, y su voz le pareció una música deliciosa. Y entonces lo vio: un lunar al final de su mandíbula, negro como un pozo profundo, que se movía ligeramente cada vez que hablaba.

—No…, sí…, o sea, tráeme agua, o vino…

—¿Agua o vino?

No podía pensar, ese lunar lo estaba mareando al igual que esos labios rojos que se mordió por dentro mientras esperaba una respuesta, de una forma extraordinariamente sexy.

—Lo que tú prefieras…

Volvió a levantar las cejas, y sus ojos por un instante parecían decir «eres idiota».

—Te puedo traer media jarrita de albariño y un vaso de agua…

—Perfecto.

Garabateó algo en su libreta y se marchó. Sus pasos al andar tenían un ritmo propio, relajado, sonámbulo, como si flotara sin tocar el suelo. Se encaminó detrás de la barra, en busca del pedido, y Christian era incapaz de quitarle los ojos de encima.

Jamás en toda su vida había sentido algo tan fuerte por una persona solo con mirarla. Porque hablar, no habían hablado realmente. Se había enamorado de la risa de su exmujer; no de forma inmediata, fue a base de escucharla un día y otro, esa risa que era como una cascada, masculina e infantil a la vez. Se había enamorado de ella con locura. Incluso cuando ella lo dejó a los pocos meses de casarse, siguió enamorado hasta un año después. Se había acostado con hombres y con mujeres, y había descubierto que podían resultarle igualmente atractivos. Pero eso del amor a primera vista le pareció siempre un cuento, un invento de las novelas. Había que conocer a las personas para enamorarse de ellas. El amor de verdad se cocía a fuego lento, estaba convencido… hasta ese momento. Tras el impacto de ver a ese chico, del que no sabía ni el nombre, podía empezar a dudar de todo lo que había creído a lo largo de su vida. Porque de pronto se le ocurrió que aquel viaje no era casualidad, que las seis horas conduciendo en coche para llegar a esa taberna aquella noche habían sido únicamente para encontrarse con él. Un plan diseñado por el destino para llevarlo hasta allí en ese momento concreto. Pues no podía quitarse la sensación de que acababa de conocer a la persona que había estado esperando siempre, como si la hubiese reconocido al primer vistazo, tras una vida sospechando que aguardaba en alguna parte.

Justo en el instante en el que llegaba a esa conclusión, desde el otro lado de la taberna, el joven misterioso, apoyado sobre la barra del bar de una forma descuidadamente femenina, sonrió, revelando en su boca amplia unos dientes algo torcidos, que dejaban sus dos colmillos ligeramente adelantados, ligeramente más grandes. Se imaginó pasando su lengua por esos dientes de vampiro, y la sola idea le provocó una erección que estaba a punto de estallar en sus pantalones.

Esto no podía estar pasando, había huido de Madrid, de su carrera en el mundo de la moda, de todo el caos de la vida urbana para encontrarse a sí mismo, y lo que había encontrado era ¿esto? ¿Cómo era posible?

Se levantó, estaba sudando, dejó un billete de cincuenta euros sobre la mesa, y salió huyendo de aquel bar. Cerró la puerta a su espalda y se enfrentó al frío del invierno y a la noche oscura, no miró hacia atrás, porque si volvía a encontrarse con esos ojos verdes, esa sonrisa endiablada y ese lunar, no lo podría soportar.

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