Solo a un beso de ti •Capítulo 5•

Christian pasaba por delante de la taberna, era de noche y la calle de adoquines de piedra brillaba en la oscuridad como un cuadro impresionista por la lluvia que la había regado durante algunas horas de la tarde. Hacía casi una semana que no había vuelto a entrar. Permaneció en la calle observando, como había hecho otras noches. Con el contraste de iluminación se veía con claridad todo lo que pasaba dentro a través de las decenas de cuadraditos de madera rústica que formaban los ventanales que dejaban a la vista el interior como una pecera. No le costó localizarlo, como de costumbre, con su uniforme negro y su libreta en la mano, concentrado en su trabajo, aunque siempre con su gesto serio, la mirada escondida, con esa forma de moverse delicada y elegante que contrastaba con el trabajo vulgar que realizaba, como un ser de otro planeta que estaba en aquella taberna solo por error. De pronto él levantó el rostro descuidadamente y sus ojos se cruzaron unos instantes. Christian sonrió, seguramente de forma inconsciente, y él sonrió de vuelta un momento antes de ocultar su mirada y volver a su trabajo. Se quedó allí observando el espacio en el que había quedado su ausencia y decidió entrar. Aquella noche tenía algo que celebrar, y, después de todo, él le había sonreído.

—¿Qué vas a tomar esta noche?… —La pregunta era la de siempre, pero el tono había descargado el nivel de sarcasmo y eso lo hizo sonreír nuevamente. Pidió una lubina y ensalada, y la media botella de albariño con dos copas, que él no tardó en traer.

—Espera, tienes que brindar conmigo —dijo sirviendo las dos copas—. Acabo de comprar la casa en la que creció mi madre y necesito celebrarlo con alguien.

—Vaya, ¿has comprado una casa? Supongo que eso se merece un brindis. —Él cogió la copa de vino y las chocaron antes de dar un trago—. Entonces ¿vas a quedarte a vivir?

—No lo sé, aún no he decidido qué hacer con ella, pero… me gustaba esa casa, aunque la recordaba mucho más grande.

—¿Hace cuánto te marchaste?

—Nos fuimos cuando tenía trece años, hace más de veinte años… No había vuelto desde entonces…

—Es mucho tiempo…

—Debería reformarla, supongo, aunque no tengo ni idea de por dónde empezar… Podría enseñártela, si quieres, tal vez puedas darme alguna idea. Está hecha un desastre, pero tal vez… podríamos hacer un pícnic, es una finca muy bonita…

Vlad volvió a recuperar su gesto tenso. Entonces se sentó en el taburete de enfrente, se apoyó sobre la mesa y lo miró fijamente.

—Oye, hemos follado, y ha estado bien… Ha estado muy bien, la verdad. Y quién sabe, igual podemos volver a follar…, pero no voy a salir contigo. —Y fue muy tajante cuando lo dijo—. No es por nada, eres guapo y me caes bien, pero no me interesa… No quiero salir con nadie ahora mismo, no en ese plan. Solo quería que lo aclaráramos.

Y Christian se sintió igual que si lo hubiese arrojado a la calle como a un perro vagabundo.

—Ya…, pues… ha quedado claro, desde luego.

—Vale —dijo sencillamente antes de levantarse y desaparecer de su vista.

A Christian se le había quitado el apetito de golpe. Se había sentido exultante e ilusionado cuando firmó las escrituras de la casa de sus abuelos aquella mañana, había pasado la tarde explorando su nueva propiedad y tomando nota de las ideas que se le ocurrían, había llamado a su hermano arquitecto por videollamada y habían hecho planes para que viniese a echarle una mano con la reforma, y enseguida a los dos se les habían empezado a ocurrir ideas, y se había sentido invitado a entrar por su sonrisa. Pero toda esa ilusión había quedado enterrada de golpe por su desinterés. Así que cuando la chica con el piercing en la nariz se acercó con su comida le pidió que se la empaquetara para llevar. Unos minutos después, ella volvía con el menú envuelto en papel albal, lo dejó sobre la mesa y se sentó en el taburete en el que no hace tanto se había sentado su compañero.

—Vale. El Ballet Nacional viene al auditorio municipal en Vigo la semana que viene y Vlad se muere por ir, pero es megadifícil conseguir entradas, y de todas formas no se las puede permitir porque tiene que pagar ese absurdo almacén en el que vive. —Christian estaba demasiado confundido con aquella información soltada a bocajarro como para reaccionar, así que ella añadió una aclaración que, por su actitud, debía parecerle redundante—. Si le invitas, no va a decirte que no, ni de coña. —Y tras la indicación, se levantó disimuladamente y se esfumó con rapidez.

Cuando la información acabó de revelarse en su cabeza, Christian volvió a sonreír.

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