Ocho mil kilómetros •Capítulo 8•

8
Lanzarse al abismo

 

Matsubara se observó en el espejo y tuvo que reconocer que la imagen que este le devolvía no estaba mal. Veía a un muchacho más alto que la media, con un tono de piel saludable y los músculos marcados y definidos gracias a sus tardes en la piscina. Se quitó el gorro de natación y sacudió la cabeza para despegarse los negros cabellos de la cara mojada. Mantenía el mismo peinado desde hacía bastante tiempo: con la nuca despejada y mechones lisos, largos hasta las cejas y por encima de las orejas. Muchas veces pensaba en un cambio de look, tal vez dejarlo crecer o bien aclarar el tono, pero finalmente siempre acababa pidiendo «lo de siempre» cuando su madre le reservaba hora en la peluquería. Ni a ella ni al doctor Tadaji les iba a agradar que un día apareciera con pinta de macarra, que era la percepción que ellos tenían de cualquier aspecto que distara de ser el natural japonés, y no quería agriar todavía más la relación por una tontería así. Ladeó el rostro. ¿Un arito en la oreja, tal vez? Mismo caso.

Los Tadaji eran demasiado conservadores para su época. Tanto, que parecían haber nacido una generación atrás o incluso más. Esta sensación se había acrecentado en las ocasiones en las que había surgido alguna discrepancia con Hayao, el padre del doctor Tadaji, fallecido hacía unos años. Matsubara recordaba a la perfección cuando el hombre, arrugado como una pasa y doblado como un junco, se quedaba a pasar todo el verano con ellos y protestaba enérgicamente cada vez que reprendían a su nieto por alguna travesura típica de un niño. Siempre le regalaba golosinas a escondidas de sus progenitores después de alguna riña y siempre le repetía el mismo consejo: «Sé feliz por ti mismo, no por lo que los demás quieran de ti».

Era un buen consejo, pero difícil de obedecer cuando no había nadie que le revolviera el pelo y, con un caramelo en la mano, le asegurara que no había ofendido a nadie con su travesura.

Hayao Tadaji murió cuando Matsubara no tenía más de catorce años, y tuvo la sensación de ser el que más sintió su pérdida. Por entonces comenzaba a darse cuenta de que no se avergonzaba con la presencia cercana de una chica guapa pero sí en los vestuarios masculinos de Educación Física. De entre todas las personas de su entorno, su abuelo era el único en quien habría confiado para trasmitirle sus miedos. Estaba seguro de que le habría sonreído, le habría alborotado el pelo como siempre hacía y le habría dicho que no pasaba nada, que nadie lo iba a querer menos por ser diferente. Pero eso nunca sucedió.

En su lugar, la educación en casa se volvió más estricta conforme se iba haciendo mayor. Por supuesto, sus padres le permitían todas las licencias que quisiera siempre y cuando a ellos les parecieran adecuadas. Por tanto, dedicar algunas horas a ponerse en forma nadando era aceptable, pero aprender a tejer no; salir de merienda con sus amigos sí, pero leer manga no; pasarse noches estudiando frente al ordenador sí, pero adquirir una videoconsola portátil no. Y así hasta una infinidad de normas dispares y absurdas que hacían que Matsubara tuviese ganas de gritar en rebeldía por lo menos una vez a la semana.

Lo había intentado a su modo. El mayor grito de todos fue cuando los desafió al matricularse en la carrera que él quería, no en Medicina tal y como era el deseo de ellos. Esa fue la última vez en su vida que su madre le dio un tortazo, aunque no la primera. No es que la doctora Tadaji fuera de mano fácil, pero impartía disciplina de forma implacable y sus bofetones, aunque poco frecuentes, siempre venían acompañados de una larga charla de la cual Matsubara salía sintiendo que había decepcionado hasta a las hormigas del jardín. Pero desde ese último sopapo las cosas habían cambiado bastante en casa y el chico no sabía muy bien si a mejor o a peor, puesto que sus padres lo trataban con una condescendencia nunca antes mostrada. Eran cordiales la mayoría del tiempo, pero desde que comenzara en la universidad, Matsubara no había dejado de tener la eterna sensación de que lo miraban y se sentían profundamente ofendidos.

No quería dejar que lo afectara, no quería dejarlos ganar. Pero tal vez por esa misma razón y de forma inconsciente, seguía tratando de comportarse como el hijo ideal que no tenían, frenándose cada vez que su vida parecía querer dirigirse por sendas no aceptables para sus padres.

Tal vez de ser ellos de otra forma, de no haberle metido a fuego en la cabeza qué era y qué no era adecuado en la sociedad, aunque fuera según sus propios estándares, la imagen que le devolvía el espejo sería ahora diferente, así como muchas otras cosas más en su vida.

En realidad aún estaba a tiempo, y Matsubara lo pensaba a menudo; últimamente mucho más, porque algo en su interior estaba intentando salir a la fuerza. Había algo contra lo que llevaba luchando toda la vida y que no podía permanecer allí encerrado por siempre, y no solo era su homosexualidad que, por supuesto, se encontraba a la cabeza de la lista. Era que, simplemente, él no quería ser como era. Quería atreverse. A lo que fuera. Matsubara lo hacía todo sin riesgo, porque «atreverse» implicaba hacer algo sin saber qué pasaría luego, cruzar algún abismo por pequeño que fuera sin tener claro si al otro lado se podría sostener en pie. Pero él había dado prácticamente todos sus pasos sabiendo dónde sería el siguiente: sin riesgos, sin inseguridades, sin preguntarse qué pasaría. Y estaba deseando lanzarse al vacío alguna vez y comprobar si se estampaba contra el suelo o no.

Esa tarde, por primera vez, tuvo la oportunidad de hacerlo.

Aún no se había movido de delante del espejo, perdido como estaba en sus pensamientos, cuando sintió una mirada sobre él. Pasaban las cuatro de la tarde, una hora extraña para acudir a la piscina: los estudiantes solían tener clases extraescolares o actividades en algún club y los que no, por lo general preferían dedicar al estudio esos momentos, o a echarse una pequeña siesta ahora que empezaba a hacer calor. Aquellos más adultos y ya fuera de edad académica solían abarrotar el recinto a últimas horas de la tarde o incluso de noche, y los ancianos y las amas de casa preferían siempre el horario matutino. Por eso, a Matsubara le encantaba ir a nadar a esas primeras horas de la tarde, porque raramente tenía compañía. No era que tuviera algún reparo en socializar allí, pero liberaba mucho más estrés cuando podía recluirse en sí mismo durante una hora o dos mientras daba largos sin tener que preocuparse de adelantar o de dejar paso a ningún otro nadador. También agradecía enormemente el eco silencioso que se instauraba cuando no había otros bañistas. Era relajante escuchar su propio chapoteo y no los gritos de los monitores enseñando aquagym al grupito de jubilados de turno o el incesante chismorreo de las cotillas del barrio.

Y aunque era más bien común coincidir con una o dos personas, ese día estaba tan concentrado en sí mismo que la presencia ajena en los vestuarios le hizo dar un respingo. O, tal vez, el sobresalto no fue tanto por el hecho de descubrir que no estaba solo, sino por reconocer a la persona que estaba allí: a través del espejo, Matsubara sostuvo la mirada que tenía fija sobre él e identificó de inmediato esos grandes ojos verdes.

Fue un solo segundo, un momento fugaz durante el cual recordó con extrañeza a aquel chico mestizo que le vendía bollos rellenos de carne en la cafetería del instituto, aquel que lo miraba descaradamente, que le regalaba sonrisas seductoras y que lo invitaba a un refresco cuando la encargada no andaba pululando por allí. Por aquel entonces suponía que el chico era amable y nada más, pero ahora se daba cuenta de que aquello eran flirteos en toda regla, y de que él le había seguido el juego sin proponérselo. Caer en la cuenta de algo así le hizo sentirse avergonzado hasta el punto de apartar la vista antes de que la situación se volviera más incómoda y regresar hasta su taquilla, dispuesto a recoger sus cosas e irse a toda velocidad. Pero el chico de la cafetería no pareció muy conforme.

—Te conozco, ¿no? —dijo, dirigiéndose a su vez hasta la bolsa que había dejado anteriormente en una de las bancadas del vestuario.

—Hum, sí.

No tenía caso negarlo, aunque secretamente había deseado que el muchacho no lo recordara, lo cual, por otro lado, habría sido insólito ya que no hacía mucho más de un año desde que Matsubara terminara la secundaria.

—De la cafetería del instituto.

—Ya lo sé, tú eres Tadaji.

Le sorprendió que conociera su apellido, puesto que no creía habérselo dicho nunca. Seguramente habría oído a sus compañeros llamándolo en alguna ocasión, pero que lo recordara le pareció increíble.

—¿Siguen gustándote los bollos de carne?

—Sí, claro.

La conversación, o lo que fuera aquello, se le antojaba surrealista. Levantó las cejas y al bajarlas, arrugó el espacio entre ellas, sin entender qué había querido decir ese chico, porque en su pregunta había algo implícito y no sabía el qué. Y todo ese encuentro en general se le hacía incómodo, pero a la vez despertaba su curiosidad de una forma irrefrenable.

Sin embargo, y como si no tuviera la más remota idea del amasijo de pensamientos que ocupaba la mente de Matsubara, el chico se volvió hacia su propia taquilla y, al darle la espalda, se quitó el bañador como si tal cosa. Eso hizo que a Matsubara se le parara la respiración. No había reparado en su cuerpo hasta el momento, confundido como estaba con sus recuerdos y su charla insulsa, pero ese chico parecía hecho para el pecado: su piel, un poco más bronceada, aún tenía algunas gotitas de agua que resbalaban hacia abajo por las líneas de los músculos, más desarrollados que los suyos. El cabello negro le caía suelto y mojado hasta más abajo de la nuca, y la espalda, ancha y trabajada, culminaba en unas nalgas redondas y presumiblemente firmes que destacaban no solo por su forma perfecta, sino por el tono más pálido que el resto de su cuerpo. Más abajo, Matsubara pudo apreciar también sus piernas, torneadas y musculosas, ligeramente cubiertas por un vello castaño.

Al darse cuenta de que lo observaba fijamente y, más aún, al reparar en que su detallado escrutinio se había detenido en el bulto que se anunciaba entre aquellas magníficas piernas, apartó la cara como si alguien acabara de lanzarle un objeto contundente. Estaba sonrojado y excitado, y observar su propia entrepierna en alza no ayudó nada.

—Y ¿vienes por aquí a menudo?

La pregunta volvió a hacerle saltar en su sitio y Matsubara se cubrió las caderas con una toalla a una velocidad pasmosa a pesar de llevar aún puesto el bañador.

—Un par de veces por semana o tres, según los exámenes que tenga.

—Entonces, ¿vas a la universidad? ¿Qué estudias?

—Psicología.

—¿En serio? Te hacía más de ciencias, no sé por qué.

Matsubara se encogió de hombros. Al menos la nueva conversación entablada, tan insulsa como la anterior, estaba resultando de ayuda para que ciertas cosas volvieran a su sitio. Además, el chico había tenido la deferencia de ponerse de una vez la ropa interior y los pantalones, y se terminaba de secar el pelo con una toalla.

—¿Y tu novia? Creo que te vi con una chica, ¿o estoy equivocado?

—Sí…, bueno, no. Salí con una chica, pero aquello no…

No sabía muy bien cómo responder. Tiempo atrás, en la cafetería del instituto, solía cruzar con él las palabras justas para pedir y pagar su almuerzo y para agradecer las veces en las que, con un guiño, él le regalaba una lata fresquita. Eran más significativas las miradas que se dedicaban que aquellas palabras vacías. Tan significativas como la que habían compartido a través del espejo un momento antes.

—¿Qué te parece si nos tomamos un café? Para ponernos al día, ya sabes.

La propuesta llegó de sopetón. No había nada sobre lo que ponerse al día, ya que prácticamente eran dos desconocidos, pero Matsubara, aun con su total inexperiencia, no era tonto: sabía perfectamente que tomar café era solo una excusa.

Pero entonces se dio cuenta de que se estaba planteando corresponder de una vez por todas a las incitaciones de ese descarado, de que volvía a tener ante él un reto que aceptar y de que esta vez dudaba entre huir como siempre hacía o enfrentarse a él y lanzarse a ese abismo al fin. Su voz le resultó extraña e irreconocible cuando, con dos palabras escuetas, aceptó la invitación.

 

No hablaron mucho durante el trayecto. Cuando salieron, caminaron hasta el coche del muchacho con sus bolsas al hombro y este condujo un buen rato hasta un barrio alejado. Matsubara se preguntaba qué tendría de malo la cafetería de la piscina, pero se limitó a dejarse llevar mientras aprovechaba para poner en orden sus pensamientos. No había parado de observarlo desde que, de nuevo dándole la espalda, había terminado de vestirse. Y hubo algo que le llamó mucho la atención, por encima de su magnífico cuerpo y del magnetismo que parecía ejercer sobre él aun en esos primeros minutos de reencuentro: ese chico no se esforzaba por ocultar que era gay.

Era algo amanerado, de una forma tan sutil que no pudo caer en la cuenta de ello hasta haberlo escuchado hablar durante un rato. Pero su voz varonil, con ese extraño deje dulzón, conseguía potenciar ciertas expresiones corporales. Su vestuario tampoco pasaba desapercibido: unos vaqueros desgastados, una ajustadísima camiseta de color berenjena chillón y una rebeca de punto de color negro con un lacito rojo y varias chapitas de adorno, entre ellas la de la bandera multicolor. Incluso llevaba la oreja izquierda agujereada un par de veces y completaba su aspecto con algunos pasadores, discretos pero indudablemente femeninos, para sujetar los mechones rebeldes que escapaban del elástico con que se recogía todo el pelo. Todo su aspecto era, en realidad, muy ambiguo, porque tenía un cuerpo de escándalo al que con total seguridad dedicaba varias horas al día, destilaba testosterona en bañador, pero con la ropa y sus músculos disimulados bajo esa rebeca demasiado ancha casi parecía desinflarse.

Se llamaba Ichiro y se había presentado con el nombre de pila alegando que su apellido era demasiado impronunciable y demasiado largo como para que lo usara. Huérfano de padre, vivía en Kioto desde los dos años, cuando su madre enviudó y decidió volver a su país al no tener ya a nadie en Alemania. Esos fueron los pocos detalles sobre los que el chico tuvo oportunidad de hablar desde que volviera a aparcar su vehículo y caminara con Matsubara a su lado hasta llegar a una estrecha callejuela. Aquel barrio no era muy diferente al suyo a pesar de encontrarse en la otra punta de la ciudad: trazado de forma irregular, aprovechaba al máximo el espacio, con casas unifamiliares alternadas con edificios de cuatro o cinco plantas y el consabido y estrechísimo callejón entre ellos como medida de protección en caso de terremotos. Había que haber vivido toda la vida entre aquel entramado de calles y pasajes para conocer bien qué había entre ellos, y era precisamente en uno de los estrechos pasadizos donde se encontraba el local, lejos de aquellas miradas a las que no les interesaba su existencia y accesible solo para quienes ya sabían de antemano que estaba ahí.

Matsubara se quedó parado en la puerta al verla.

—¿Me has traído a un bar gay?

Había reparado en la entrada sobria y discreta del local, precedida por una puerta terminada en arco de madera de nogal con una vidriera en la parte superior a través de la cual no se podía distinguir el interior. Arriba, un poco por encima de sus cabezas, colgaba un cartel que se mecía cuando soplaba algo de brisa y donde se leía, en letras artesanalmente trabajadas, las palabras «Coffee Shop». Bajo ellas, unas pequeñas franjas con los colores del arcoíris fueron la única pista que tuvo acerca de la clase de sitio al que iban a entrar.

—No es un bar gay —rebatió Ichiro, haciendo hincapié en el término.

Matsubara, sin embargo, dio un paso atrás.

—Vamos, solo es una cafetería. Te gustará.

—Pero yo no… ¡Yo no soy…!

—Venga, cariño, que se te nota a la legua.

Aquella apreciación lo dejó completamente desarmado. ¿Se le notaba? Sintió tal acceso de pánico que se le quedó grabado en el rostro.

—Entremos, y si no te gusta lo que ves, vamos donde tú prefieras.

A punto estuvo de salir corriendo. Le iba a negar algo que se había hecho más que patente entre ellos ya no solo en su encuentro en la piscina, sino durante sus años de secundaria, y lo iba a hacer por inercia, porque nadie en toda su vida había conseguido ver tan dentro de él con solo echar un vistazo. No estaba preparado aún para descubrirse más de lo que ya lo había hecho. Pero, lejos del súbito miedo y lejos de la inseguridad, la tentación estaba ahí y era cada vez más grande. ¿Qué había de malo en entrar y ver qué tal? Así que, aun sin tenerlas todas consigo, asintió y permitió que Ichiro le diera el último empujón. Literalmente, porque se tomó la libertad de apoyarle la mano a mitad de la espalda y dirigirlo así hasta la puerta.

El chico tenía razón: era una cafetería normal y corriente. Estaba bien iluminada y resultaba acogedora, con algunas mesitas redondas flanqueadas por sillones y una más alta y extensa con banquetas de madera a lo largo. En cada mesa había un sencillo centro de flores artificiales, muy pequeño, así como un servilletero y la carta de precios. La decoración, sumada al delicioso aroma a café y a caramelo, hacían del local un sitio agradable, completamente opuesto a lo primero que se imaginó Matsubara al ver el distintivo gay adornando el cartel de la entrada. Él había creído que se encontraría un tugurio mal iluminado y sórdido con varias parejas de tíos enfundados en cuero dándose el lote. Pero, al pasear la vista entre los pocos clientes que allí se congregaban, no solo pudo constatar lo equivocado que estaba, sino que se llegó a reprender mentalmente por sus propios prejuicios. Sí, había unos pocos clientes, pero eran como cualquier tipo anónimo que pudiera cruzarse por la calle y que ni siquiera le haría volver la cara: un ejecutivo trajeado y un hombre que aparentaba más o menos su misma edad vestido con vaqueros y jersey de punto, dos muchachos con uniforme de instituto y, finalmente, un hombre con el cabello entrecano que leía el periódico frente a su taza humeante.

—¿Ves? Te lo he dicho.

—Pero entonces… —Matsubara tenía muchas preguntas.

Su total desconexión para con sus inclinaciones le hacían pensar en el movimiento gay como algo estentóreo, histriónico y promiscuo y lo que veía ante sus ojos lo había descolocado del todo.

—¡Ichi!

Una vocecilla aguda lo sacó de sus cavilaciones justo antes de ver pasar una cabellera oxigenada por delante de él. Su dueño, un chico menudo y delgadito, se abalanzó contra Ichiro y le plantó un beso en los labios que no pareció molestarle para nada. De hecho, respondió con una naturalidad pasmosa.

—Ya me preguntaba cuándo vendrías a verme; me tienes abandonadito.

—Ya sabes que últimamente tengo poco tiempo.

—Sí, desde que te has vuelto un respetable hombre de negocios no hay quien te vea el pelo.

Si Ichiro no se esforzaba por ocultar su homosexualidad, ese muchacho la enarbolaba como si fuera un estandarte. Tenía el pelo decolorado y estropajoso, largo como el de Ichiro y con una coletita que solo recogía los mechones delanteros; vestía una escueta camiseta rosa y unos vaqueros claros parcialmente ocultos por el delantal negro que le llegaba hasta más abajo de las rodillas. Adornaba sus muñecas con varias pulseras de colores hechas con cuentas de plástico, de madera o con pequeñas gomitas entrelazadas. En la oreja derecha llevaba cinco aritos de diferentes tamaños, de dos de los cuales pendían un diminuto dado de seis caras y una mariposa también pequeñísima. Y por si esa estampa no fuera suficiente, el último detalle en el que Matsubara reparó fue en unas pocas imperfecciones en su rostro que hábilmente había tratado de disimular con un maquillaje discreto.

Esperó pacientemente a que aquellos dos terminaran de saludarse, más distraído en seguir escudriñando cada rincón de la agradable cafetería que en ellos en realidad, hasta que Ichiro llamó su atención.

—Te presento a Tadaji, es un amigo.

—Un placer —saludó el afeminado muchacho, que parecía de repente tímido ante su presencia—, soy Dave.

—¿Dave? —preguntó Matsubara extrañado, pues el chico, por mucho que se decolorara el cabello y llevara los ojos con un muy discreto delineado para hacerlos parecer más grandes, no podía negar que era japonés.

—Déjalo, dice que es su nombre artístico; odia su nombre real.

—No lo odio, cielo, es que me parece absurdamente aburrido.

—Y tú no eres aburrido, ¿no?

—Exacto. Bueno, sentaos donde queráis.

Tomaron asiento en las banquetas de la mesa alta, uno frente a otro, y no fue hasta que tenían sendos capuchinos delante y que Dave volvía a dedicarse a sus quehaceres, que volvieron a entablar conversación.

—¿Es tu novio?

—¿Quién, Dave? Qué va, somos amigos.

—Pero te ha besado.

—Siempre lo hacemos, no es nada raro, ¿eh? Tadaji, perdona que te lo diga, pero no pareces muy espabilado.

Matsubara se encogió de hombros una vez más.

—No estoy acostumbrado, eso es todo —se excusó, sin querer parecer un mojigato. Al fin y al cabo, también tenía algo de orgullo propio.

—Y dime, ¿no sales con nadie? —Matsubara negó con la cabeza—. ¿Nunca habías estado en un sitio así? —De nuevo una negativa.

—En realidad no conozco a más…, ya sabes.

Señaló alternativamente a uno y a otro, esperando que su acompañante lo comprendiera. De esa forma, también quiso asegurarse de que sus deducciones acerca de Ichiro eran correctas: estaba más que claro, pero todavía no entraba en sus esquemas una forma de vida como la suya.

—¿A más gais? —Ichiro silbó por lo bajo—. Dime al menos que te has echado algún ligue, aparte de tu novia fachada del instituto.

Matsubara apartó la vista, incómodo, y no contestó. De todas formas, su silencio ya fue bastante concesión, e Ichiro no tuvo más que atar un par de cabos.

—Cariño, dentro del armario no se está nada bien.

—Eso es asunto mío.

—Ya, supongo.

El otro lo miró entre divertido y seductor, con esos ojos verdes que antaño lo habían perforado por encima de su uniforme de secundaria.

—¿Este sitio…? —preguntó entonces para poder guiar la conversación hacia otros derroteros.

—Lo abrió Dave hace un tiempo. ¿A que te ha gustado?

—Sí, pero ¿por qué la bandera de la entrada?

—Fíjate —le pidió Ichiro con la voz ahora más modulada y gesticulando con la cabeza hacia la mesa que ocupaban los dos estudiantes.

Hablaban muy cerca el uno del otro, se dedicaban sonrisas tímidas y palabras susurradas mientras se acariciaban las manos por encima de la mesa. En determinado momento, el más alto de los dos inclinó ligeramente el rostro y besó en los labios al otro, fue algo fugaz que encendió las mejillas de ambos. Luego Ichiro le desvió la atención hacia la otra mesa ocupada, justo a tiempo de ver al hombre del jersey ajustando el nudo de la corbata de su acompañante en un gesto cargado de complicidad que distaba mucho del de un amigo cualquiera.

—La gente que viene aquí está harta de aparentar lo que no son ante la sociedad. A todos nos gustan un par de arrumacos con nuestra pareja o poder hablar abiertamente de nuestras cosas sin que nadie nos mire mal, y si en esta sociedad ya no se ven con buenos ojos las demostraciones de cariño en público, imagínate si es entre personas del mismo sexo. Ya es bastante duro tener que pasear con tu pareja haciendo ver que solo sois amigos, ¿no crees? Pero en sitios como este no necesitamos ocultar nada.

—¿Te refieres a los locales de ambiente? Pero yo pensaba que eran…, no sé, diferentes.

—Hay de todo. ¿Pensabas que solo había discotecas donde los tíos vamos a ligar? No a todos les va ese rollo.

—¿Y a ti sí?

—A veces. Según el momento. Hoy no, desde luego, hoy me apetecía un sitio donde estar tranquilo y algo me decía desde el principio que si te llevaba a una disco acabaría ahuyentándote, ¿tengo razón?

—Pues sí. Por nada del mundo habría entrado en un lugar así —constató Matsubara, que aún seguía teniendo la misma idea preconcebida de que una disco gay era poco menos que un antro de vicio y perversión.

—Eres demasiado cándido. ¿Cuántos años tienes, veinte? ¿Diecinueve? —Matsubara asintió con la cabeza—. A tu edad tendrías que haber ampliado horizontes, chico. ¿Tan reprimido estás que ni siquiera has sucumbido a la curiosidad?

Reprimido. La palabra era cruelmente desagradable y sin embargo encajaba a la perfección con él. Estaba muy cómodo dentro de su burbuja, de su fachada del estudiante modelo que era, del heterosexual que aún no había encontrado a la chica adecuada. Pero sabía que, fuera de esa burbuja, lo esperaba su verdadero yo, aquel que aún no se había atrevido a explorar. Y ese Ichiro, que era prácticamente un desconocido, lo estaba acercando peligrosamente.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó, molesto más consigo mismo que con él—. No me conoces, no te importa que salga o no del armario, lo único que sabes de mí es mi apellido y que me gustan los bollos de carne y la natación, no entiendo a qué viene… todo este discurso.

—Tienes razón, no te conozco —admitió Ichiro con un alzamiento de hombros—. Pero ¿sabes? Cuando ibas al instituto creía que acabaríamos teniendo algo tú y yo.

Matsubara lo observó con los ojos muy abiertos, sorprendido no por la revelación, que al fin y al cabo no le extrañaba del todo, sino porque la hubiera hecho tan abiertamente y sin una pizca de vergüenza.

—Aceptabas mis invitaciones y me seguías el jueguecito de miradas, el mismo que hemos tenido antes en la piscina y que no me puedes negar. Creo que entre tú y yo hay… química. Cuando terminaste la secundaria y ni siquiera te despediste de mí pensé que se me había escapado la oportunidad, y mira tú por dónde se me ha presentado una nueva que no pienso desaprovechar.

Mientras hablaba, Ichiro lo observaba fijamente sin apartar los ojos de él. Matsubara trató de sostener esa mirada que lo incomodaba y excitaba a partes iguales. Sentía un nudo en la boca del estómago que apenas dejaba pasar el café que se iba tomando poco a poco. Y al final, tuvo que bajar la vista porque esos iris verdes le hacían sentir demasiado expuesto.

—Pero yo no… yo no puedo salir contigo.

Ichiro estalló en carcajadas.

—¿Quién te está pidiendo salir? Cariño, eres tan inocente —susurró, con la voz más modulada e incorporándose sobre sus codos para acercarse desde el otro lado de la mesa, que ya era lo suficientemente estrecha como para que a Matsubara le incomodara su proximidad—. Mira, no quiero nada serio y si tú nunca has tenido nada con un tío tampoco deberías planteártelo. Me gustas y sé que yo tampoco te resulto indiferente: te he pillado mirándome en el vestuario. Así que —se incorporó un poquito más hasta quedar a solo unos centímetros de su cara y continuó hablando en un susurro—, ¿qué me dices? Solo se trata de pasar un buen rato y de que amplíes esos horizontes tuyos.

Se lo estuvo pensando durante bastante tiempo, indeciso. Ichiro no se apartaba y Matsubara empezaba a pensar que acabarían doliéndole los hombros, estando como estaba medio levantado en su banqueta y apoyando todo el peso sobre los codos. El corazón le iba a mil y en un resquicio de su mente se acordó de Arian, sin poder evitar pensar que lo estaba traicionando. Pero traicionando ¿en qué sentido? Si él no tenía ni la más remota idea de sus sentimientos y jamás había dado señales de que pudiera corresponderlos. Y nunca, jamás en su vida se había planteado el sucumbir a una conquista fugaz y sin compromiso, pero la posibilidad se le hacía más atractiva cada vez que miraba de cerca los suculentos labios que sonreían burlones.

Ni siquiera se había decidido del todo cuando sintió unos dedos tomarle la barbilla con suavidad. En ese momento bajó la guardia y el instinto que pugnaba por salir a flote se hizo con todo el control, obligándole a entornar los ojos y a apoyar algo de peso sobre los brazos, el justo para estirar unos centímetros la espalda y estrechar aún más la distancia.

El beso fue totalmente diferente al único que había dado en toda su vida. De hecho, no fue él quien besó, sino Ichiro el que tuvo la iniciativa de juntar sus labios de una vez por todas, más ásperos y más arrojados que los inocentes de Hirano. Y aunque no tenía apenas con qué comparar, Matsubara no tardó en descubrir algo acerca de él: ese chico besaba increíblemente bien. Porque en unos segundos había conseguido que se rindiera del todo, que separara los labios y que le dejara lamer entre ellos y sobre ellos, pellizcarlos con los propios y acariciarle la lengua.

Algo entonces hizo que se detuviera abruptamente. Un agudo silbido seguido de un ruido sordo y un grito los sobresaltó hasta el punto de separarse el uno del otro como accionados por un resorte.

—¡Ay, coño!

—¿Te has hecho daño?

Dave, junto a la cafetera, agitaba una mano mientras la máquina despedía un chorro de vapor sobre una jarra metálica volcada y un charco de leche humeante. Ichiro, al hacer la pregunta, aparentaba total normalidad, como si segundos antes no acabara de besar a un chico en público sin ningún pudor. Matsubara, por el contrario, quería cavar un agujero en la tierra y meterse dentro.

—No, no, estoy bien. Mierda de cafetera nueva, con tantos botones no hay quien se aclare.

Ichiro lanzó una risa y se volvió de nuevo hacia su acompañante, dispuesto a retomar el beso donde lo habían dejado. Sin embargo, la atmósfera se había roto y Matsubara acababa de tomar conciencia de dónde estaban, por lo que ya no quiso dejarse llevar de nuevo y apartó la cara en cuanto fue a besarlo otra vez.

—¿Preferirías un sitio más privado? —preguntó Ichiro al darse cuenta del rechazo; la voz susurrante y sensual.

Matsubara lo pensó durante unos segundos y, sin tenerlas todas consigo, acabó asintiendo.

 

El apartamento era más una habitación para dormir que un piso completamente equipado. Habían vuelto a subir al coche e Ichiro condujo en silencio hasta las cercanías de la piscina en la que habían coincidido al principio de la tarde. Matsubara ya pensaba que el chico se había arrepentido, que lo iba a dejar allí y, cuando aún no había decidido si eso le causaba alivio o decepción, se dio cuenta de que seguía unas calles más.

—Adelante —dijo en cuanto abrió la puerta y accionó el interruptor de la luz—. No es muy grande, pero bueno. Ponte cómodo.

Ichiro vivía en un modesto edificio y su casa no era más que una sola estancia con suelo de tatami, una cama, un kotatsu, un sofá de dos plazas a ras de suelo que servía a su vez de límite entre la zona de estar y la del dormitorio, y una estrecha galería que había sido habilitada como cocina improvisada. La única puerta dentro de aquella vivienda era la que daba al cuarto de baño, con el ancho justo para albergar el inodoro a un lado y la lavadora enfrente y, al fondo, separada por una puerta corredera, una diminuta bañera. Otros elementos llenaban el lugar, como una estantería llena de libros, CD y películas, un ordenador portátil que descansaba cerrado sobre el kotatsu o un perchero con tanta ropa colgada que parecía a punto de saltar por los aires.

Tras una mirada crítica al lugar, Matsubara se descalzó en el escueto genkan, destinado a cambiarse de calzado, y dio un par de pasos hasta quedar de pie en mitad del lugar.

—Siéntate —ofreció de nuevo Ichiro, señalando el bajo sofá—. ¿Te gustaría tomar algo, un té a lo mejor?

—No, gracias. Con el café de antes he tenido bastante —respondió, después de dejarse caer donde le había indicado.

Todavía se preguntaba qué estaba haciendo allí, e Ichiro parecía hacerse la misma pregunta porque al tomar asiento junto a él lo miró interrogante.

—¿Nervioso? —Matsubara asintió con la cabeza—. Oye, si te lo has pensado mejor, no pasa nada, ¿eh?

Pero esas palabras tuvieron el efecto contrario, porque lejos de conseguir que se replanteara la decisión de haberlo acompañado a su propio terreno, lo que hicieron fue transmitirle coraje y cierto orgullo masculino. Y antes de que ese orgullo se desvaneciera buscó los labios de Ichiro e inició por sí solo un torpe e inexperto beso que el mayor empezó a corresponder no sin cierta diversión.

Cuando se separó, a Matsubara casi no le quedaba aliento.

—No hace falta que aguantes la respiración, cariño —lo instruyó entonces Ichiro, muy cerca de él.

El torpe y tímido intento de invadirle la boca le había resultado adorable, pero él no necesitaba nada adorable en ese momento. Él quería algo intenso.

—Y acuérdate de que no estás chupando gajos de mandarina: si lo que quieres es que se me ponga dura con un beso vas a tener que currártelo un poco.

Aquellas palabras encendieron las mejillas de Matsubara, pero mantuvo su atención en lo que el otro quisiera explicar sin llegar a reconocer en él la actitud arrogante que en realidad mantenía.

—Respira muy despacio por la nariz, es agradable el cosquilleo y si consigues que quiera cerrar los ojos, tu respiración hará que te note más cerca —explicó.

Levantó la mano derecha y le sujetó el mentón con inusitada suavidad, sus labios a apenas unos milímetros de los de Matsubara.

—Separa los labios, saca la punta de la lengua y déjame que la sienta. Primero en mi labio superior y luego entre mis dientes…, así.

Borró entre ellos toda distancia al predicar con el ejemplo que acababa de relatarle y se aventuró a traspasar los límites de esa lección cuando cogió entre sus labios el superior de Matsubara y tiró de él suavemente hasta que la carne se escapó y volvió a su lugar.

—¿Qué te parece?

—Bi-bien —tartamudeó, ya con ganas de seguir. El otro asintió.

—Lo siguiente que quieres conseguir es que yo te devuelva el beso. Méteme la lengua muy despacio, tómate tu tiempo en lamerme los labios, en chuparlos un poquito, y luego búscame la lengua. Si me gusta querré lamértela, pero no te aceleres: esto es mejor saborearlo.

De nuevo deshizo la distancia. Todo cuanto pretendía enseñarle lo ponía él en práctica, como si fuera Ichiro el alumno y no Matsubara, que hasta el momento se limitaba a tratar de no resultar muy torpe al recibir las mismas atenciones que el otro relataba. Y en poco tiempo ya superaba no solo esa torpeza, sino también la timidez. Para cuando quiso darse cuenta, estaba enredado en un larguísimo beso que se le antojaba suave y rudo al mismo tiempo, que le rascaba en el mentón y que mantenía todos sus sentidos alerta y sus ganas acuciadas. Era un beso con un chico y Matsubara tuvo la seguridad de que unos insulsos labios de mujer nunca podrían besar como lo hacía Ichiro.

—Estás aprendiendo, cariño —lo alabó cuando ya hacía un buen rato que sus pantalones apretaban más de la cuenta.

Los besos continuaron durante mucho rato más con la paciencia y el recreo que suponían para Ichiro y lo novedoso y excitante que eran para Matsubara. Con la imagen fija en mente de aquel guapísimo chico que años atrás había conocido, quería renovar una y otra vez el ardiente contacto de sus bocas para luego abrir los ojos y ver al mismo chico de entonces, igual de guapo e igual de descarado, que parecía querer devorarlo empezando por la boca. Era estimulante, era húmedo, era nuevo, y esa novedad resultaba tan atractiva como adictiva.

Pero llegó un momento en que los labios no fueron suficientes. Matsubara lo descubrió cuando, al sentir las expertas manos del mayor colándose bajo su ropa, no quiso que las quitara. Se giró un poco más hacia él y, con la misma timidez con que estaba afrontando esa tarde cada nuevo descubrimiento, apoyó una de las manos sobre el muslo de Ichiro, demasiado lejos de cualquier zona comprometida.

—Encanto —lo oyó decir.

Gruñó como protesta al sentir el frío que sus manos dejaron al separarse. Pero ese gruñido murió en su garganta antes de ser más notorio cuando lo vio sacarse la rebeca y la camiseta de un tirón.

—Toca todo cuanto quieras.

Tras esa invitación, Ichiro dejó la mano de Matsubara en el centro de su pecho y se inclinó para volver a reclamar sus labios, cada vez más y más exigente mientras con sus manos exploraba la piel aún oculta bajo la camiseta. Y sin querer quedarse atrás, espoleado además por la curiosidad creciente y el recuerdo de su cuerpo desnudo y húmedo clavado en la mente, Matsubara no solo aceptó, sino que se tomó más libertades de las que le habían sido concedidas al apoyar la mano que aún tenía libre en el costado de Ichiro y tocar a placer. Sentía bajo sus dedos la piel tersa, los músculos endurecidos por el deporte y por la tensión del momento, la fina capa de sudor que empezaba a cubrir ese magnífico cuerpo y el escaso pero sensual vello que cubría la parte más baja de su estómago. Y constató entonces que le encantaba. Tocar un cuerpo masculino en esas condiciones era mejor de lo que jamás había imaginado; de repente sintió que podría hacerse adicto.

Ya empezaba a sobrepasar el límite de lo que, en frío, había pensado que quería experimentar. En algún resquicio de su mente no podía olvidar que se encontraba metiendo mano a alguien que prácticamente era un desconocido y que los rollos rápidos no iban con él. Sin embargo, su cuerpo no parecía opinar igual al dejarse tumbar despacio sobre aquel sofá, ni al verse desprovisto de su parte de arriba, ni al permitir y disfrutar que los labios de Ichiro se mudaran a su cuello y lo mordieran y chuparan como si fuera un caramelo. Tampoco protestó cuando, de repente, dejó de sentir la presión de los pantalones.

Ichiro le abrió la prenda y, antes de que Matsubara pudiera decir nada, le arrancó el primer jadeo al poner la mano abierta sobre su ropa interior. Se avergonzó al ser descubierto, húmedo y duro como estaba, pero entonces la visión de su rostro, tan preñado de excitación como el propio, le hizo saber sin necesidad de tocarlo que él se encontraba en las mismas condiciones. Esta vez no tuvo que recibir ninguna invitación: Matsubara deshizo la hebilla con torpeza, abrió el botón y bajó la cremallera, y solo tembló un poco en el proceso, de pura antelación.

Al sentir la carne dura y caliente a través del calzoncillo no pudo reprimir que una oleada de placer lo recorriera de pies a cabeza y le hiciera jadear de nuevo, más que lo que la mano contraria le provocaba. Ichiro era bastante grande y el contacto se le antojó sensual y perverso, y eso le encantaba. Tanto, que esta vez fue él quien se adelantó a sus designios y traspasó la última barrera de ropa. Por supuesto, tal acción obtuvo una sonrisa de satisfacción por parte de Ichiro.

—Te gusta, ¿verdad?

La pregunta era más bien retórica: sus dedos, aunque inexpertos y tímidos, ya le estaban arrancando los primeros suspiros. Decidió, pues, devolverle el favor y además plasmar en sus acciones la misma maestría con que lo había estado aleccionando desde el primer momento.

Matsubara asintió, su aliento ardiente en la garganta y el sexo del mayor duro entre los dedos. No supo en qué momento acabó jadeando un «más» que no hizo sino aumentar la pasión arrolladora de Ichiro. A esas alturas, este ya olvidaba cualquier juego y se centraba en mover las caderas para empujarse en su mano y en masturbarlo con fuerza y destreza.

Ya notaba ese fuerte vértigo que precedía al orgasmo cuando, para su desesperación, Ichiro cesó todo estímulo y le hizo apartar la mano.

—Espera —le pidió, con la voz oculta tras la respiración acelerada.

Y con una nueva tortura sobre los labios llevó la mano derecha hasta el bolsillo trasero del pantalón y sacó de ahí su cartera. Matsubara no le dio importancia, ocupado como estaba en recrearse en el morbo que le provocaba el roce de su erección contra la de Ichiro cada vez que levantaba las caderas. Lo notó moverse con dificultad cuando lo rodeó con los brazos en un intento de mantenerse bien pegado a él, e ignoró por completo cuando repitió «espera» contra sus labios arrebatados por la pasión.

Oyó entonces que abría la cartera en algún punto sobre su cabeza y que al momento esta caía al suelo con un ruido sordo. Lo siguiente que notó fue que algo le pinchaba en el hombro y fue en ese momento cuando saltaron todas las alarmas: al girar la cara, vio la mano derecha de Ichiro agarrándose a su hombro con un preservativo sujeto precariamente entre los dedos índice y corazón.

Ahí supo que ese sí era el límite. El fugaz recuerdo de Arian le pasó por la cabeza el tiempo justo para que constatara que no quería llegar hasta el final con ese chico. No por mantenerse fiel a quien ni siquiera sabía acerca de sus sentimientos, sino porque no quería regalarle su primera vez a alguien que al día siguiente seguramente ni recordaría su nombre.

—No, eso no —protestó.

Esta vez era él quien intentaba articular alguna palabra entendible mientras los labios del otro le masacraban la boca.

—Ichiro, no quiero hacerlo.

Este se levantó y lo miró frustrado. Jadeaba, tenía toda la cara roja y el pelo revuelto con varios mechones rebeldes que se escapaban de sus pasadores.

—No me jodas…

—Lo siento, de verdad, pero no… no quiero hacerlo contigo.

Lo dijo con una vocecilla muy poco segura, pero aun así Ichiro se inclinó resoplando, apoyó la frente sobre su hombro y tiró al suelo el condón sin abrir. Matsubara dejó escapar todo el aire por las fosas nasales, más tranquilo al oír el envoltorio de plástico caer tras él.

—Lo siento —repitió—, no quiero que mi primera vez sea así.

—Si es que tenía que haberlo imaginado —se quejó el otro, que chasqueó la lengua justo antes de incorporarse—. Y ¿qué hago yo ahora con esto? —preguntó, señalándose la entrepierna.

—Perdona, de verdad.

—Ya, no pasa nada.

Se notaba a la legua que lo había dicho por cortesía, porque aun después de apartarse del todo y cerrarse los pantalones sin que su erección hubiese bajado un ápice, seguía sin poder disimular su frustración. Matsubara, sin embargo, se había enfriado tanto que pudo volver a acomodarse la ropa sin ninguna dificultad.

Se instauró entonces un incómodo silencio entre ellos. Matsubara no supo qué hacer: desde luego, retomarlo donde lo habían dejado era impensable, así como ofrecerle otras soluciones que no incluyeran la necesidad de usar protección. Físicamente, la experiencia le había encantado y la repetiría sin dudarlo, pero mentalmente no se sentía nada bien. Y acabó dándose cuenta de que lo mejor era salir de allí porque, encima de todo, estaba quedando en ridículo.

—Ey, es en serio que no pasa nada —le repitió Ichiro cuando lo vio buscar su ropa con urgencia para terminar de vestirse.

—Ya, pero me… me avergüenza —admitió, no sin cierta dificultad—. Yo no soy así, no debería haberte dado pie y lo siento de verdad. Me he dejado llevar.

—¿Cuál es el problema, no te gusto lo suficiente? Porque yo creía que sí a juzgar por cómo me mirabas cuando ibas al instituto y por cómo lo has hecho antes.

Ahora Ichiro no parecía tan dulce como durante el resto de la tarde; se notaba que, aunque dijera lo contrario, su comportamiento le había molestado.

—No es eso. Me gustas solo porque eres muy atractivo, pero no quiero hacer nada de esto con alguien por quien no siento nada. No te ofendas, por favor, pero es que ni siquiera sé si me caes bien, insisto en que no te conozco.

—No me ofendo, cariño —concedió al final el otro tras unos segundos de deliberación y un suspiro.

Esperó a que Matsubara terminara de vestirse y, por deferencia, acabó poniéndose él su propia camiseta.

—Eres un romántico, ¿no? Quedan pocos como tú y te voy a decir algo: nunca lo cambies porque es maravilloso.

—Entonces, si te parece tan maravilloso, ¿por qué no eres así?

—¿Yo? —Ichiro lanzó una sonora carcajada, tan alta como la que había soltado en la cafetería ante su confusión y que le hizo sentirse igual de ridículo—. Lo que no se usa se pudre, cielo, y como yo siga esperando a que algo pase con Dave, voy a acabar hecho un zombi.

—¿Te gusta Dave?

—Con locura.

—¿Y por qué no se lo dices?

—¿Bromeas? Somos amigos desde primaria, para él soy como su hermano mayor. Sería muy raro.

—Bueno, si de verdad lo crees así…, pero podrías intentarlo al menos.

Matsubara se quedó parado una vez hubo terminado de acomodarse la ropa, con la bolsa de la piscina colgando de su hombro y sin decidirse a hacer nada más mientras pensaba en sus propias palabras. Podía aplicarse el cuento: él también daba por hecho que Arian lo rechazaría, pero no podía dar nada por sentado si no lo intentaba.

—Me voy a ir —anunció al fin, al darse cuenta de que no pintaba ya nada en aquella diminuta vivienda—. De todas formas…, gracias.

—No hay de qué. Al menos has aprendido a besar. Y a dejar a un tío con dolor de huevos.

Matsubara sonrió arrepentido y hasta le pidió perdón de nuevo. Pensó por un momento en pedirle el número de teléfono, pero enseguida supo que no debía hacerlo. Con lo que había sucedido, lo mejor era poner tierra de por medio y dejar que el destino, si es que era tan caprichoso, volviera a juntarlos en el futuro, tal vez con otras actitudes y en otras circunstancias.

De camino a su casa volvió a pensar en el consejo que había dado y el cual podía aplicarse. La situación era muy diferente: para empezar a Arian ni siquiera le atraían los hombres. Pero ya se había traicionado a sí mismo una vez esa tarde y no quería volver a hacerlo una segunda. Tomó entonces una de las decisiones más difíciles de toda su vida, una que lo llevaría, tarde o temprano, a volver a saltar al abismo sin saber qué encontraría bajo sus pies. Un día, no sabía cuándo ni cómo, se declararía. Y que el destino decidiera por él.

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