Ocho mil kilómetros •Capítulo 16•

16
En el callejón

 

No fue capaz. Muy atrás quedó el momento de bravuconería ante Takeda y el breve instante de valentía que tuvo cuando se le pasó por la cabeza la posibilidad real de hablar con Arian acerca de sus sentimientos. Fue tan fugaz que esa misma tarde había sabido que no podría hacerlo y el tiempo fue dándole la razón.

Los días transcurrieron rápido, la rutina volvió a ser la misma de antaño y poco a poco el canto de las últimas chicharras dio paso al viento otoñal, a las hojas secas y a las noches frías. Y, poco antes de que el mes de octubre comenzara, Matsubara sintió que había dado un paso atrás porque todo era igual que antes del verano. Clases en la universidad por la mañana, largos en la piscina por la tarde, horas y horas de estudio y los domingos ocupados con el trabajo en la clínica de sus padres. Incluso con Arian todo parecía estancado: a veces le llevaba café al trabajo, otras podían salir a dar una vuelta o se quedaban a charlar durante un par de horas sentados en los peldaños de su entrada como si fueran críos. Y a veces, solo a veces, le volvía a hacer sentir incómodo dándole algún beso con mala puntería que ni se quedaba en la mejilla ni se quedaba en los labios, con alguna caricia más comprometida de la cuenta o con alguna mirada demasiado intensa. Todo aquello lo confundía tanto, que en ocasiones sentía que se mareaba al pensar en ello.

A decir verdad, sí se llegó a plantear seriamente el declararse. Y se alegró de no haberlo hecho finalmente.

Fue uno de los domingos en que Arian había ido a hacerle compañía. Había observado cómo, en las últimas semanas, la atención que le prestaba iba en aumento: le escribía varias veces al día a través del móvil, le enviaba algunas noticias que le interesaban o se acercaba a compartir con él un rato, aunque solo fuera media hora mientras Matsubara se tomaba un descanso en sus estudios. Arian se escudaba en el aburrimiento: tenía demasiado tiempo libre y nada que hacer, pero secretamente Matsubara quería creer que disfrutaba de su compañía por otros motivos.

Aquella mañana también se presentó con un par de cafés bien grandes y expresión radiante. Estaba tan guapo que, cuando fue a besarlo en la mejilla, Matsubara se apartó y no porque hubiera un par de pacientes en la sala de espera, sino porque no quería dejar de mirarlo.

—Uy, perdona. Se me había olvidado —se disculpó Arian tras el gesto de su amigo.

En otras circunstancias, Matsubara lo sabía bien, se habría molestado. Pero algo le sucedía aquella mañana, ya que nada parecía empañar su buen humor. Se giró hacia la sala de espera y saludó al par de caras conocidas: los pacientes asiduos de costumbre.

—Buenos días, señora Ota, ¿cómo está?

—Ay, hijo, el reuma, ya sabes. Con este frío… ¡Matsubara, cielo, mira quién ha venido! ¿No saludas a tu amigo?

El chico rio para sus adentros y le dio una respuesta afirmativa a la mujer. Los años le pasaban factura y, si bien era cierto que sus achaques eran más fingidos que reales, tenía la cabeza un poco ida.

—Gracias por el café —le dijo más tarde, cuando había servido su segundo té a la señora Ota y había cobrado la consulta del señor Yamashita, aquejado el pobre hombre de un fuerte dolor de muelas—. Te veo hoy algo cambiado, ¿ha pasado algo?

—¡Ya lo creo! Te lo contaré luego —prometió Arian, señalando con la cabeza hacia la sala de espera, ante lo cual Matsubara supuso que sería algo privado.

De repente sintió un gran temor: ¿qué podía ser privado y que al mismo tiempo hiciera a Arian sonreír como no lo había hecho antes? Y no es que el muchacho sonriera poco, precisamente: su semblante iluminaba siempre hasta la más profunda oscuridad.

Así que tuvo que tener paciencia y esperar casi una hora a que la recepción quedara vacía. Arian había tomado asiento en la bancada que siempre solían usar los más jóvenes, con la espalda rozando los falsos helechos que separaban la sala de espera del vestíbulo. Matsubara se acercó a él y, antes de sentarse a su lado, se estiró cuan largo era.

—Un rato de descanso, al fin —anunció.

Arian cerró la revista que hojeaba y la dejó sobre sus muslos para dedicarle una sonrisa que casi le hizo derretirse.

—Hoy estás liado, ¿eh?

—Sí, parece que todos los ancianos del barrio han decidido ponerse enfermos.

—Es normal cuando cambia el tiempo. ¡Eh, Matsu! ¡Tengo noticias!

Este tragó con nerviosismo. Ahí estaba, había llegado el momento. ¿Serían ciertas sus sospechas? Y lo que sospechaba era que Arian estaba a punto de contarle que había conocido a una chica preciosa y que estaba loco por ella. Por suerte, se equivocó:

—¡Tengo trabajo!

—¿Cómo, trabajo? —Sonrió de medio lado mientras se obligaba a mantener la compostura, porque habría suspirado de puro alivio.

—Era una sorpresa: no quería decirte nada hasta que no fuera oficial y además estaba obligado a guardar el secreto, pero ya puedo hablar. ¿Te acuerdas de que Rose a veces hace de modelo? —Matsubara asintió—. Pues en el mismo sitio. ¡Voy a ser modelo, Matsu!

Lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendido por completo. Nunca lo habría imaginado haciendo de modelo y sin embargo en ese momento la noticia no le resultó extraña. Podía serlo perfectamente: Arian era guapísimo, tenía una belleza inocente y una expresión traviesa que podían dar mucho juego. Además, en Japón siempre había bastante demanda de modelos occidentales; desde luego, tendría muchísimo éxito.

—¿Va… va en serio? —preguntó sin salir de su sorpresa—. ¿Cómo es eso?

—Rose me lo dijo una vez, que si iba un día con ella. Me presentó a su agente y me dijo que tengo…, ¿cómo se dice? ¿Potencial?

—Eso es.

—Es una agencia de talentos: no necesito saber hacer nada porque ellos me lo enseñan todo, ¡y yo encima cobro dinero!

—¡Es estupendo, Arian, felicidades!

—¡Gracias! Además, no me va a quitar mucho tiempo; no es una agencia muy importante. Ay, Matsu, ¡estoy contento! Es la primera vez que hago algo desde que me mudé.

Era cierto. Estaban las clases para extranjeros, a las que había dejado de asistir hacía meses. Estaba la academia privada en la que se había matriculado para poder seguir estudiando antes de encontrar un instituto, pero él mismo le había confesado que iba más por complacer a sus padres que por verdadero interés. Sin embargo, con ese trabajo parecía verdaderamente entusiasmado y a Matsubara le encantaba verlo así.

Y fue en ese preciso momento cuando estuvo a punto de declararse. Cuando Arian apoyó la cabeza en su hombro, cerró los ojos y buscó su mano más alejada para entrelazar los dedos, Matsubara sintió que el mundo se paraba así como sus latidos. Hubo un instante de incertidumbre, unos minutos eternos en los que, mientras luchaba por conseguir que el nudo de la garganta se deshiciera, su pulgar se movió solo y acarició la blanca piel del dorso de su mano. Desde su posición podía verle el rostro apacible y sonriente con sus miles, sus millones de pecas adornándole la piel, sus pestañas largas y anaranjadas, sus finos labios y su mentón redondo, y pensó entonces que si ese extranjero descarado no sentía nada por él, algo estaba muy mal con el mundo. Era el momento. Su momento. Y ya había comenzado a pronunciar su nombre, ya movía el brazo derecho para rodearle con él los hombros cuando Arian se le adelantó:

—Y encima allí trabaja mi futura esposa.

Fue como un jarro de agua fría. Se había cargado el ambiente con esas pocas palabras y Matsubara llegó a sentirse molesto. Muy molesto. Empezaba a exasperarle esa manía suya de hacerle creer cosas que no eran; siempre lo había atribuido a su manera de ser y a que él mismo era reservado en exceso, pero incluso siendo así se daba cuenta de que Arian empezaba a traspasar el umbral de lo adecuado. Pero no dijo nada. No podía reprocharle nada porque, a pesar de todo, seguía creyendo que Arian actuaba con inocencia, ni quiso saber de qué iba aquello de «futura esposa». Por suerte para él, decidió aclarárselo al abrir la misma revista que había estado hojeando y mostrarle el anuncio a página completa de cierta marca de monturas de gafas. La modelo que, con expresión sugerente, mordisqueaba la patilla de unas gafas negras era ciertamente preciosa y, según le comentó, pertenecía a la misma agencia. Nada más. No la conocía y, desde luego, no pensaba casarse con ella, pero esa broma le había recordado bien a Matsubara que el chico seguía siendo, a pesar de todo, un hetero convencido.

 

Desde aquel momento, la tensión empezó a acumularse. O más bien desde antes, desde mucho antes. Tal vez desde el primer cumplido inocente o desde el primer abrazo casual; Matsubara se dio cuenta de que estaba a punto de explotar. Cada nuevo acercamiento de Arian aumentaba en él las ganas de robarle un beso, pero no uno como aquellos que él le diera una noche de agosto cuando tenía el alma desnuda y se sentía más vulnerable que nunca. No: sus fantasías iban más allá. Iban a su boca abierta, invadida, a sus labios mordidos y a su lengua y a sus dientes y a las manos por debajo de la ropa. Y a veces —siempre— esas fantasías le hacían sentir como un animal. Pero ya casi era incapaz de contenerse.

Los pequeños gestos de Arian eran más frecuentes y menos pequeños conforme pasaba el tiempo. O tal vez era él, que cada vez les daba más importancia. No había día en que no recibiera algún corazoncito hortera y empalagoso en la aplicación de mensajería. No había encuentro que no acabara con él cogiéndolo de la mano, saludándolo con un beso —siempre en la mejilla, por supuesto— o dedicándole una intensa mirada. Y eso no era lo peor. Tras la famosa tarde de la «futura esposa» hubo tres sucesos que enviaron a Matsubara directo a encerrarse en el cuarto de baño.

El primero fue justo al día siguiente de aquello. Bien era cierto que, en teoría, no debían verse entre semana: Matsubara lo evitaba para no despistarse de sus estudios y Arian lo respetaba, consciente de que su amigo se concentraba mejor a solas. Pero esa tarde, por alguna razón, la soledad pesaba demasiado.

Había estado en la piscina y llevaba centrado en los libros de la universidad ya un buen rato. Pero tenía la atención dispersa. Hacía más de media hora que no retenía nada de lo que leía y, en lugar de calmarlo, el silencio reinante en casa lo agobiaba. Sus padres estaban trabajando; se suponía que no volverían hasta la noche, pero cabía la posibilidad de que se dejaran caer por allí por cualquier motivo. Si lo pillaban holgazaneando le caería un buen rapapolvo, pero peor sería si, directamente, no lo pillaban. Entre salir o quedarse en casa con algo de compañía, la elección estaba clara. Y qué compañía, también.

Arian no tardó nada en aparecer y lo hizo con una bolsa llena de chucherías.

—¿Estás seguro de que puedes comer estas cosas? —le preguntaba Matsubara más tarde, cuando Arian había dado buena cuenta de gran parte de su arsenal—. Ahora que eres modelo deberías cuidar la línea.

Estaban abajo, en el salón, sentados en el sofá con la bolsa entre los dos mientras hacían maratón de una serie cómica de televisión.

—Bah, yo nunca engordo —anunció Arian con suficiencia.

Matsubara no pudo sino reírse porque sabía que tenía razón. Había visto a su amigo darse verdaderos atracones y, hasta donde él sabía, no hacía ningún tipo de ejercicio. Dónde acababan toda la grasa y los carbohidratos que ingería regularmente era todo un misterio que nadie podría resolver.

—Tú, sin embargo —continuó—, sí que tendrías que cuidarte. A ver si te van a salir michelines.

Acompañó el comentario de un pellizco en la zona mencionada que, por suerte para Matsubara, estaba como tenía que estar. Aquello le hizo dar un bote en el sofá.

—¡Quita!

Ni que decir tiene que la mirada que Arian le dirigió en ese momento anunció que pretendía hacer exactamente lo contrario. Con una risa traviesa, Arian lo volvió a pellizcar y Matsubara dio otro respingo.

—¡Tienes cosquillas!

—¡Claro que tengo cosquillas! ¡Y las odio, Arian, por favor!

Por supuesto, Arian no hizo ni caso y se dedicó a pinchar a Matsubara con más y más cosquillas sin que este pudiera hacer otra cosa que retorcerse. Y cuando tenía toda la cara roja y a Arian se le habían saltado las lágrimas de tanto reírse, la cosa pareció detenerse. Matsubara suspiró de alivio y señaló a Arian con el dedo y expresión de enfado.

—No más.

Arian le respondió con una sonrisilla inocente y negó con la cabeza.

—¿Lo prometes?

—No. ¡La venganza Myhr!

Y, tras aquel grito de guerra, se echó literalmente sobre él. Pero lo hizo con los ojos clavados en los suyos y atacó directo a su piel, por debajo del jersey fino que llevaba. El contacto le cortó la respiración. Esta vez Arian no pellizcó ni le clavó los dedos entre las costillas, sino que se limitó a un contacto más suave con las yemas. Un contacto que, además de las inevitables cosquillas, hizo que su temperatura corporal ascendiera varios grados.

Se miraron a los ojos durante algunos segundos. La expresión de Matsubara era de terror y desconcierto; la de Arian, de estar pasándoselo en grande. Por eso supo que allí no había nada que malinterpretar y que, como no cortara aquello pronto, su cuerpo empezaría a reaccionar. De hecho ya empezaba a hacerlo y no quería que la situación se volviera todavía más incómoda entre él y Arian, así que optó por coger la vía de escape.

Lo apartó de un empujón y se puso de pie tan rápido que sintió algo de mareo.

—Tengo que ir al baño —anunció antes de escabullirse lo más aprisa posible.

El domingo siguiente volvió a darse otra situación comprometida que, además de hacerle sentir incómodo de cintura para abajo, hizo que los nervios de Matsubara empezaran a crisparse.

Arian insistió en ir al cine. No era un plan que entusiasmara en exceso al mayor, pero acabó dejándose convencer por esos ojillos brillantes. No cabía duda de que Arian conocía las mejores técnicas para lograr salirse siempre con la suya, así que acabaron en el centro y, al final, Matsubara tuvo que reconocer que había valido la pena: la película era muy entretenida.

Se trataba de un thriller en el que el protagonista debía encontrar al secuestrador de su hijo, un tipo medio loco pero también listo y escurridizo. La trama consiguió captar el interés de Matsubara desde el primer momento y, cuando ya se acercaba el final, su tensión y su intriga eran tales que no podía apartar la mirada de la pantalla. Apenas parpadeaba siquiera, por eso tardó unos segundos en darse cuenta de que Arian le había apoyado la cabeza en el hombro. El pulso se le disparó en ese momento. Se olvidó por completo de la película, del protagonista, de su hijo y del secuestrador y giró la vista para observarlo solo a él. La única luz de la sala provenía de lo que la pantalla reflejaba y el film tenía una ambientación muy oscura, por lo que apenas se veía nada. Pero sí lo suficiente como para que Matsubara constatara lo cerca que se encontraban el uno del otro y lo fácil que sería bajar un poco la cabeza y besarlo. Arian estaba ahí, tenso, muy pendiente de la persecución que tenía lugar en la gigantesca pantalla. Y Matsubara se moría por tomarle la barbilla con suavidad, inclinarse y hacerlo de una vez por todas. Le latía el corazón con tanta fuerza que lo sentía a punto de salir por la boca. Pero entonces Arian volvió a cargarse el ambiente al mirarlo y, con una sonrisa divertida, hacerle un gesto con la cabeza para que prestara atención a la película.

Matsubara se debatió entre la vergüenza, la rabia y la pena. Por supuesto, volvió a mirar la pantalla, pero ya no tenía ganas de saber el desenlace de la historia. Lo que deseaba era o bien irse a casa o bien besar a Arian, algo que este, una vez más, le había dejado claro que no sería posible. Fruncía el ceño y crispaba los dedos sobre los muslos mientras se mordía el labio inferior. Tarde o temprano, pensó, debería hablar con él. Recordó la promesa que le hizo a Takeda y a sí mismo de paso: declararse. Y debía hacerlo más pronto que tarde, porque no sabía si sería capaz de aguantar esos jueguecitos durante mucho más tiempo. Pero el rechazo le daba tanto tanto miedo…

—Qué cara más seria.

—¿Eh?

Tan perdido estaba en sí mismo que ni había prestado atención a las palabras de Arian. Lo observó un segundo sin que la arruga en su entrecejo se alisara lo más mínimo y volvió a mirar hacia delante. Fuera lo que fuese lo que le había dicho, a Matsubara no le importaba. Solo quería que terminase la maldita película y salir de allí a respirar. Pero Arian, al parecer, no estaba del todo conforme con ese cambio de actitud.

Para él fue una gracia sin importancia, supuso Matsubara. Quiso creerlo porque, si no, se iba a enfadar muchísimo con Arian. Y es que, al parecer, lo mejor que se le ocurrió para mejorar su humor fue esperar unos segundos a que bajara la guardia de nuevo y morderle el lóbulo de la oreja con todo el descaro del mundo.

De no haber estado en esos momentos que se lo llevaban los demonios, Matsubara habría aprovechado la coyuntura para, tal vez, tantear un poco el terreno y ver a dónde iba todo aquello. Pero el cabreo sordo que todo el comportamiento de Arian le había provocado se sumó a una repentina presión bajo los pantalones y, en conjunto, ambas cosas lo despojaron por completo de su capacidad de razonamiento. Reaccionó de la única forma que fue capaz: saliendo de allí a la carrera y sin mirar atrás.

Y luego el Pocky. El maldito Pocky.

¿De qué había dicho que era? Algo como chocolate blanco con nougat de toffee. No importaba: podría haber sido de repollo cocido y a Matsubara no le habría importado.

Eso sucedió varios días después del cine y el dichoso mordisco en la oreja. Tras su huida, dieron la tarde por concluida sin más explicaciones y con cierta actitud de arrepentimiento por parte de Arian quien, aun así, no se dignó a pedirle perdón. La aplicación de mensajería con la que solían hablar a diario se mantuvo en silencio hasta el martes y fue el propio Matsubara quien dio el primer paso: más calmado y con la mente fría, tuvo que reconocer que ese silencio era injusto para Arian si no venía acompañado por algún tipo de explicación. Y, dado que la explicación requería una confesión de sus sentimientos, Matsubara prefirió obviarla. Arian tampoco se la pidió y el miércoles estaban tan normales.

El jueves volvieron a verse y, otra vez, Arian se pasó de la raya.

Apareció por su casa sin previo aviso. Matsubara estaba estudiando y, en esa ocasión, no podía permitirse un descanso. Pero tampoco lo iba a mandar de vuelta y, de todas formas, Arian prometió dejarlo estudiar. Así que subieron a su cuarto y, durante un buen rato, Matsubara continuó con sus tareas mientras Arian, tumbado en la cama, se limitaba a leer un libro.

Claro que, por muy aplicado y responsable que Matsubara fuera, no se negaba pausas en sus ratos de estudio. Así el trabajo cundía más al no sobrecargarse.

Se desperezó, estiró brazos y piernas y se levantó de la silla. Arian le sonrió sin cerrar el libro.

—Perdona que haya venido sin avisarte, es que me aburría mucho.

—Tampoco es que aquí puedas entretenerte mucho, lo siento —se excusó Matsubara, a quien de veras le sabía mal no poder prestarle atención.

—¡No, no pasa nada! Me vale con que me hagas compañía.

Matsubara le devolvió la sonrisa y se sentó al borde de la cama. No podía dejar de admirar el descaro de Arian al haberla ocupado entera sin preguntar. Le gustaba que su amistad hubiera alcanzado ese grado de confianza y, por supuesto, no le molestaba lo más mínimo.

—¿Qué lees?

Arian inclinó el libro para enseñarle la portada. El título estaba en noruego, pero Matsubara reconoció enseguida la ilustración.

—¿El castillo ambulante? ¡Lo he leído! Es precioso.

—¿Verdad? Me lo quería leer en japonés, pero es demasiado para mí aún, así que pedí este por Internet y me llegó anteayer. Es superbonito.

Matsubara asintió para darle la razón y se apuntó mentalmente dejarle su copia más adelante. A esas alturas, estaba seguro de que Arian podría leerlo casi sin problemas, pero entendía que, aun así, prefiriera hacerlo en su propio idioma.

—¿Y tus padres? ¿Tampoco están hoy?

Arian negó con la cabeza mientras doblaba una esquinita de la página por la que se había quedado y cerraba el libro.

—No me gusta estar solo en casa.

Matsubara lo sabía. Arian y la soledad se llevaban muy mal, sobre todo desde que se había mudado a Japón. A él, por el contrario, le encantaba disfrutar del silencio y la paz. Lo curioso era que, junto a Arian, sentía la misma paz que estando solo.

—Sabes que puedes venirte siempre que quieras, aunque si alguna vez se enteran mis padres me caerá la bronca.

—Pues no vengo más por eso, y por no molestarte.

—No seas tonto, tú no molestas.

—Ya lo sé.

Arian se rio y contagió a Matsubara. ¿No podía ser así siempre? Sin acciones ambiguas, sin momentos incómodos. No tenía esa complicidad con nadie más que con Arian y no quería que se rompiera por nada del mundo. Estaba muy a gusto en su compañía, aunque fuera en silencio mientras uno estudiaba y el otro leía.

Arian dejó a un lado el libro y cogió algo que tenía junto a él. Matsubara no había reparado en ello hasta el momento: se trataba de una caja de Pocky que aún no había abierto.

—¿De qué son?

—De chocolate blanco con nougat de toffee, ¿quieres?

—¡Claro! Dame uno.

La sonrisa casi malvada de Arian no le transmitió ninguna confianza. Y sus sospechas se confirmaron al verlo meterse el extremo de uno de aquellos aperitivos en la boca.

—Cógelo.

—Anda ya, dame uno —insistió Matsubara entre risas, porque quería creer que se trataba de una simple broma.

Pero no, no lo era. Arian apartó la caja en el momento en que Matsubara quiso alcanzarla y balanceó el palito de galleta en la boca para incitarlo. Matsubara enrojeció al analizar la situación: el otro estaba tumbado y él tendría que inclinarse encima si iba a entrar en su juego. Y estarían cerca, muy cerca. Todo su ser gritaba que se apartara, que no se dejara convencer. Y una pequeña parte de él, una con más fuerza que el resto, deseaba lo contrario. Era consciente de que Arian, de nuevo, jugaba con él y sabía que se iba a arrepentir. Aun así, con el deseo disfrazado de orgullo, se inclinó hasta atrapar entre los labios el extremo opuesto del Pocky.

Ambos conocían el juego, no era necesario explicar las normas: comerían cada uno desde un extremo hasta que ya no quedara nada. El primero en apartarse perdía. Pero ¿qué perdía? Nada, en realidad. Y a Matsubara le daba igual porque, sin pensar en que segundos más tarde se arrepentiría, ahora sentía que lo único que importaba era el hecho de que tenía a Arian a diez centímetros de distancia y que lo miraba desafiante a los ojos.

Arian hizo la cuenta atrás con los dedos. Ambos empezaron a comer de su extremo como dos ratoncillos en el momento en que el último dedo marcó el inicio del juego y Matsubara admiró tan solo un segundo la forma en que los labios del otro se deslizaban sobre el endemoniado palito. Era adorable y, al mismo tiempo, sexy. Pornográfico.

«Ahora no, Matsubara», pensó, tentado de cerrar los ojos, hacer trampa y besarlo sin más. Arian no tenía la más remota idea de lo atractivo que podía llegar a ser.

Se acercaban más y más y Matsubara rogaba mentalmente que Arian parara, que se diera por vencido y se apartara de una buena vez. Pero no lo hizo. Fue Matsubara quien se rindió justo en el momento en que las narices de ambos se rozaron y se apartó sin llegar a ver la sonrisa triunfal de Arian. Y al final fue este quien hizo trampa, pues justo en ese momento y sin ningún pudor, le acarició el labio inferior con la punta de la lengua.

Ni que decir tiene que Matsubara se alejó tanto como pudo, la cara roja y el corazón a mil. Lo señaló con un dedo acusador mientras, con el dorso de la otra mano, se frotaba los labios. No podía ni quería borrar la huella que Arian acababa de dejar ahí con su lengua, pero qué menos que disimular un poco. Esta vez, ni siquiera podía enfadarse porque, qué demonios, había sido culpa suya. Sabía que iba a suceder algo así, pudo evitarlo pero no quiso.

—Eres un…

No terminó la frase. En su mente, «maldito calientapollas noruego» era lo que más se acercaba, pero prefirió no verbalizarlo porque, de nuevo, hacerlo requeriría dar más explicaciones de las necesarias. Y Arian, lejos de dar alguna señal que pudiera interpretarse como que esas explicaciones sí que llegarían a buen puerto, se limitó a partirse de risa a costa de la cara que Matsubara había puesto.

Empezaba a hartarse de acabar siempre igual: exasperado, desesperado y con un fuerte anhelo bajo los pantalones. Anhelo que se empeñaba en no satisfacer de una vez por todas con otra persona y que aliviaba a fuerza de brazo derecho, de interminables largos en la piscina y de intensas sesiones de jogging matutino. Pero todo tiene un límite y Matsubara Tadaji no era la excepción.

Lo superó la noche de la despedida de Saeda.

 

Saeda les dio la noticia a mediados de septiembre: no solo la situación en casa era insostenible, sino que la distancia que la separaba de Aomine pesaba demasiado. Osaka estaba relativamente cerca, sí, pero no era fácil disponer del tiempo para viajar y además el tren no resultaba barato. Cuando decidió desvelar a sus padres la relación que mantenía, estos montaron en cólera y la obligaron a encerrarse en casa. Por supuesto, cortaron también la conexión a Internet y guardaron su teléfono móvil, forzándola así a un aislamiento que solo se veía interrumpido durante las horas de clase. Tal situación no podía sostenerse por mucho tiempo y al final, como todos esperaban que hiciera, la tímida muchacha terminó por mandarlo todo al diablo y, por una vez en su vida, desafiar a sus padres hasta el punto de marcharse de casa.

Rose la acogió durante un par de semanas y, retomado el contacto con su novio, tras muchas conversaciones telefónicas y un par de desplazamientos entre ambas ciudades tomaron la decisión: Saeda se mudaba con él. Todos opinaban que era una lástima que dejara la carrera a medias, pero comprendían que no soportara más la presión. Y aunque todos prometieron que mantendrían el contacto y se visitarían a menudo, quisieron dedicarle un pequeño homenaje. Se había cortado el pelo, se había maquillado por primera vez y, en general, se la veía cambiada a mejor. No cabía duda de que le había sentado bien salir de casa, a pesar de la forma apresurada y errónea en que lo había hecho.

La velada fue animada como siempre. No asistieron Takeda ni Akio porque, al fin y al cabo, la muchacha no tenía gran confianza con ellos, y Hasegawa acabó bastante achispada y llorando sobre el hombro de su amiga, asegurando que se quedaría sola ahora que Rose y Touya salían juntos. Cuando se despidieron, con el berrinche de Hasegawa ya olvidado y varias cervezas de más en el cuerpo, Arian invitó a Matsubara a dar un paseo antes de ir a por su motocicleta. Él había bebido un poco a pesar de la prohibición por su edad, y no cabía duda de que aguantaba mucho mejor el alcohol que los demás, incluso que Rose, pero aun así no se fiaba de ponerse a conducir sin despejarse antes. El que sí había bebido bastante era Matsubara, que acusaba un importante mareo.

—No me cansaré de recordártelo: una vez dijiste que no ibas a volver a beber.

—Calla, ¿quieres? Esta es la última, lo juro.

—Seguro que sí —se burló.

Las calles estaban desiertas a esa hora y hacía bastante frío para tratarse de principios de otoño. Caminaban con las manos en los bolsillos, uno junto al otro, y Arian seguía riéndose de él cuando se detuvo.

—Ven, un café te vendría bien.

Había una máquina expendedora en mitad de un callejón, en el paso entre dos edificios colindantes junto a la entrada de una tienda de bicicletas que a esas horas se encontraba cerrada. Arian lo cogió de la mano, tiró de él y no lo soltó hasta llegar junto a la máquina de la que, tras insertar algunas monedas, sacó dos latas de café caliente. Matsubara usó la suya para calentarse la punta de los dedos y aspiró el aroma con deleite una vez la hubo abierto.

—¿Estás triste por Saeda? —quiso saber Arian, pues lo veía taciturno.

—En realidad, no. Más bien me alegro por ella y si te soy sincero me da un poco de envidia. Mis padres no son tan estrictos, ni mucho menos, pero hay muchas cosas que no aprueban y yo cada vez tengo más ganas de vivir mi vida.

—Es normal. Pero no te des prisa, sería una pena que tú tampoco terminaras de estudiar, ¿no? Sobre todo después de no ir a Medicina como ellos querían.

Matsubara asintió; debía darle la razón. Ese había sido el mayor desafío hacia sus padres y él había triunfado aun a costa de deteriorar la relación con ellos. No terminar la carrera supondría una tremenda derrota.

—Pero ¿y tú? ¿Vas a volver a estudiar? —le preguntó.

Era algo a lo que había dado vueltas más de una vez.

—Sí, debería. Por lo menos el instituto —reconoció Arian con la lata de café apoyada en la barbilla—. Empezaré con el curso nuevo, aunque no tengo muchas ganas. Quería estudiar Literatura, ¿sabes?

Matsubara lo miró con las cejas levantadas. No, desde luego que no lo sabía, Arian nunca le había comentado nada al respecto y empezaba a entender que no tuviera ganas de retomar los estudios. ¿Cómo iba a hacer una carrera tan puramente de letras en un país cuyo idioma aún no dominaba y que seguramente no llegaría a dominar del todo?

—Podrás hacerlo, ya verás —quiso animarlo a pesar de todo—. Te lo dije una vez: a veces hablas mejor que muchos japoneses. Y en mi universidad hay cursos especiales en los que puedes matricularte aunque no seas alumno. Estarías en mi misma facultad, puedo acompañarte, enseñarte aquello y…

La risa clara de Arian lo interrumpió y también su brazo enganchándose a él.

—Gracias, Matsu. Eres tan bueno…

Este suspiró. Si tan solo estuviera a su alcance… Meneó un poco la cabeza y se arrepintió de inmediato porque el fresco de la noche y la cafeína todavía no habían hecho su efecto por completo y sintió que todo volvía a dar vueltas.

Prefirió concentrarse en el calorcito de su bebida y en la polilla que revoloteaba alrededor de la expendedora frente a ellos. Pasaron algunos minutos antes de que sintiera la mente un poco más despejada y recordó entonces que por la tarde había guardado algo en su bandolera: algo que había comprado tiempo atrás y que quería darle a Arian de una vez por todas, más bien para dejar de mirarlo a todas horas y pensar en él con tanta insistencia.

—Hum, hace tiempo que lo tenía ahí guardado y quería dártelo —explicó cuando, sin palabras, le tendió el gorro.

Arian lo observaba con la mirada brillante y se terminó el café de un trago solo para poder deshacerse de la lata y tener ambas manos libres.

—¡Matsu, gracias! ¡Me gusta mucho! —exclamó, colocándoselo con etiqueta y todo.

Llevaba el pelo recogido de una forma que a Matsubara le encantaba: con una pequeña coleta que solo le apartaba los mechones que normalmente le caían sobre el rostro. Así, tenía la frente completamente despejada pero los rizos naranjas aún caían sobre sus hombros. Y al cubrirse la cabeza, sus facciones suaves quedaron enmarcadas dándole un aspecto más masculino. Sabía que le encantaban los gorros, por supuesto lo había visto más veces con uno puesto, pero quizás por el alcohol en la sangre o porque todo lo que tuviera que ver con él le hacía ya rozar la desesperación, pensó que hacía tiempo que no estaba tan guapo. Y ese pensamiento se le plasmó en media sonrisa de bobo que mantuvo sin apartar los ojos de él.

—¿Te gusta?

—Sí, mucho. —No fue consciente ni de la pregunta ni de su respuesta.

Y dejándolo pasar como si nunca hubiera sucedido, emitió una risilla al reparar en la etiqueta aún enganchada al gorro y alzó la mano para arrancarla. Cuando se la enseñó al más joven ambos estallaron en carcajadas.

—¡Gracias, de verdad! —insistió Arian, y antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, se lanzó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos.

Lo siguiente lo dijo tan alto y claro que fue imposible no oírlo:

—¡Te quiero mucho, Matsu!

No contento con eso, pegado como estaba a él, giró la cara y posó los labios sobre su mejilla. Sin besarla. Solo los presionó ahí y dejó que Matsubara sintiera su respiración haciéndole cosquillas y ese calor que nunca más iba a poder sentir sobre sus propios labios.

Se le disparó el corazón, se tensó y cuando iba a apartarlo intentando, como siempre hacía, mantener la compostura, Arian se aferró con más fuerza a él y cambió la mejilla por el cuello. Ahí sí que besó.

—Te quiero mucho, Matsu.

Lo había dicho otra vez. No: lo había susurrado después de besarle el cuello y de que se le pusiera toda la carne de gallina. Lo había susurrado con una rodilla entre las suyas.

—Basta ya, Arian.

No pudo más. Matsubara supo que ese maldito noruego había traspasado todos los límites posibles, que ya se había reído suficiente de él. Lo apartó y esta vez no hizo ni el intento de ser amable: fue de un empujón rudo y cargado de ira.

—Basta —repitió—, no aguanto más. No quiero que me abraces, ni que me beses, ni que me digas cosas como esa.

—¿Por… por qué? Creí que te gustaba.

—¿Que me gustaba? —Se le empezaban a humedecer los ojos de pura rabia, de demasiada frustración acumulada durante meses—. ¡Me encanta, joder!

—Entonces, ¿qué problema hay?

—¡Que me gustas, ese es el maldito problema!

Ya lo había dicho. De una forma demasiado diferente a todas en las que había imaginado su declaración: en un callejón estrecho, a altas horas de la noche, borracho y desesperado frente a una expendedora de bebidas cuya luz frontal parpadeaba de cuando en cuando. Y no se conformó con eso. Ya estaba dicho y no pensaba parar hasta dejar salir todo.

—Me gustas desde siempre y tú, que no te enteras, no paras de provocarme con tus abrazos y tus cosquillas y tus… ¡Joder, parece que lo hagas aposta! ¡No quiero más, Arian, no puedo aguantarlo! ¡Estoy…!

No pudo seguir hablando. Al segundo siguiente las palabras habían muerto en los labios de Arian, los mismos labios que un momento antes había pensado que nunca lo volverían a besar. Y no fue un beso inocente ni casto ni se limitó a cerrarle la boca dejándolos ahí quietos. Más bien todo lo contrario, porque se la había abierto con la lengua y estaba invadiéndolo hasta límites que iban muchísimo más allá de lo que podía ser malinterpretable. Porque con la lengua enterrada en su boca y la saliva en sus labios nadie podía pensar que ese beso no significara nada.

—¿Pero qué…?

Tuvo una fracción de segundo para poder pedir una explicación y de nuevo volvía a estar mudo y sin ganas de seguir preguntando.

Su lata de café resonó en el callejón al caer al suelo; ninguno se preocupó de que el contenido, ya más templado, les salpicara los pantalones. Matsubara llevó ambas manos a su rostro y lo sujetó entre ellas. Quería más de esos labios que le quitaban el aliento. Y mantuvo los ojos abiertos para asegurarse de que el alcohol no le estaba gastando una broma pesada y de que era realmente Arian quien se pegaba a su cuerpo y le respiraba con fuerza en la boca. ¿Pero quién más podía ser? ¿Quién podía tener ese pelo indomable, esos ojos claros que también lo miraban con arrojo? Los cerró cuando decidió aceptar de una vez por todas que sí, que Arian lo estaba besando. Con mayúsculas. Y tiró del gorro que acababa de regalarle solo para poder enredar los dedos en su nuca y sentirle así más cercano, más suyo.

Cuando se separaron, Arian estaba rojo como la grana y lo miraba de una forma en que nunca lo había mirado. Lo atravesaba con sus iris del color del mar.

—Te he dicho —habló al fin, y casi sonaba amenazante— que te quiero mucho, Matsu.

—Hum, ¿gracias?

—Prueba de nuevo.

—Yo… también te quiero.

—Respuesta correcta.

Nunca, jamás habría imaginado que se podía estar tanto tiempo besando a alguien. Pero cuando salieron de ese callejón, de la mano y sin hablar, a Matsubara le dolían las rodillas y la cadera por estar de pie y casi sin moverse durante más de una hora, y la espalda de mantenerla encorvada para seguir pegado a los labios de Arian. La neblina etílica ya casi se había dispersado y se sentía flotar. Con los blancos dedos entrelazados a los suyos creía estar caminando en mitad de una nube; una nube tras la que aún no adivinaba si habría tormenta o si brillaría el sol.

Porque todavía tenía muchas preguntas que hacer, pero en ese momento poco le importaban las respuestas. Lo único que importaba era que, de alguna forma que no alcanzaba a comprender, acababa de suceder lo que hacía meses que deseaba, y no tenía del todo claro si era real.

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