Ocho mil kilómetros •Capítulo 14•

14
Flores de fuego

 

El regreso a la universidad fue mejor de lo que había esperado. Al fin y al cabo, las clases se reanudaban el mismo lunes a continuación del fin de semana que habían pasado de viaje, y Matsubara supuso que la incomodidad de Saeda haría mella en el resto. Sin embargo, cuando, a primera hora de la mañana, los cuatro compañeros se sentaron en la bancada del aula que siempre ocupaban, la chica le sonrió tímidamente y le dio los buenos días sin más. El que Touya apareciera, como siempre el último, saludándolo con un «buenos días, princesa», le confirmó que todo volvía a su cauce. Más o menos.

A pesar de pedirle que fuera discreto, Touya no perdía la oportunidad de meterse con él. Matsubara sabía que no lo hacía a malas: su particular forma de hacer amigos era de esa manera, con bromas pesadas y resultando en ocasiones grosero y desagradable. Y las primeras veces realmente llegó a molestarle, pero terminó por comprender que su nuevo mote no era sino la forma que tuvo de decirle que para él seguía siendo el mismo amigo con el que podía meterse de vez en cuando sin que eso supusiera una ofensa intencionada. A mitad de mañana ya se encontraba comentando con él quiénes, de entre sus compañeros de facultad, le parecían más atractivos.

—Ese, ese. ¿Qué te parece?

El muchacho señalaba con la cabeza y toda la discreción que podía a uno de los estudiantes de primero: un chico delgado, de corta estatura y mirada despierta que reía animadamente junto a sus amigos.

—¿Puedes dejarlo ya, Touya? ¿No ves que le da vergüenza? —lo increpaba Hasegawa.

—¡Solo tengo curiosidad! Venga, Tadaji, dímelo.

—Qué pesado eres; no, no me gusta.

—Vaya, hombre. ¡No doy una!

—Hm, pero ese…

Al final acabó entrando en su juego. Le daba una vergüenza tremenda y por nada del mundo quería que nadie escuchara a lo lejos la conversación, pero empezaba a disfrutar de esa libertad, de la libertad de hablar abiertamente sin tener nada que esconder. Ni siquiera con Arian lo había hecho, porque Arian nunca hacía preguntas indecorosas. Solo abrazaba, miraba demasiado fijamente y robaba besos empapados de lágrimas, pero nunca le había preguntado cuál era su tipo. Mejor así; la respuesta no le habría gustado.

—¿Quién, quién?

—El de las gafas.

Touya silbó por lo bajo. Matsubara se refería a otro chico, mayor esta vez, que en ese momento pasaba por delante de donde ellos se encontraban sentados: un banco frente a la puerta del aula donde darían la siguiente clase. Caminaba en dirección a la salida mientras se ponía unas gafas de sol. Bajo la camiseta que vestía se apreciaba una espalda amplia y los vaqueros revelaban músculos tonificados. Tenía toda la pinta de pertenecer a alguno de los clubes deportivos de la universidad.

—¿Qué opinas, Hasegawa?

—Está buenísimo.

—No es para tanto.

—¿Bromeas, Saeda? Mira qué piernas, qué culo.

—Así que te van los musculitos, ¿eh, Tadaji?

Matsubara tuvo que darle la razón a Touya. Recordó a Ichiro: él también tenía un cuerpo de escándalo. ¿Por qué, entonces, se sentía tan atraído hacia Arian? Lo cierto era que el chico le había gustado desde el primer momento en que lo vio, pero se alejaba bastante de su tipo ideal. Tal vez fueran sus grandes ojos curiosos o los miles, millones de pecas que le adornaban el rostro. O tal vez no tenía nada que ver con el físico y era su personalidad la que lo había ido enganchando poco a poco. Pero sí, si tenía que dejar de lado el aspecto romántico debía reconocer que le perdía un cuerpo escultural.

—Entonces…, ¿eres uke[1]?

—¿Que si soy qué?

—Ya sabes, «uke». Tío, anoche estuve investigando un poco para enterarme de qué va lo tuyo, ¿sabes?

—Vale, no tenías por qué, aunque te lo agradezco. Pero sigo sin saber qué demonios es eso.

—Joder, que el bujarra eres tú. «Uke», tío. El que recibe.

El rostro de Matsubara pasó de blanco a rojo en cuestión de segundos para acabar tomando cierta tonalidad violácea.

—¡Y yo qué sé!

—¡Serás bruto! —lo reprendió Hasegawa—. Eso sí que no se pregunta.

—Venga ya, seguro que tú también te mueres de la curiosidad. Mójate, Tadaji: ¿arriba o abajo?

—¡No lo sé! No he probado ninguno de los dos, y si lo supiera tampoco te lo diría. Métete en tus cosas, ¿quieres? ¿O te pregunto yo cómo lo haces con Rose?

—A Rose no me atrevo a ponerle un dedo encima: es capaz de partirme la cara. Será mejor esperar a que ella dé el primer paso o me veo en el hospital.

—Gallina…, al final el uke vas a ser tú —se burló Hasegawa.

—¡Ni de coña! Pero no bromeo: esa mujer es de armas tomar.

Matsubara no pudo aguantar la risa por más tiempo. Eran una pareja extraña, sin duda, y, por alguna razón, donde otros los veían demasiado diferentes y con personalidades demasiado chocantes como para que lo suyo funcionara, él les auguraba un final feliz y con un par de críos o tres.

—¿Sabes qué creo? Que si no lo quieres decir es porque sí que prefieres estar abajo.

Entre Rose y Hasegawa el pobre de Touya acabaría con la nuca en carne viva.

Cuando al final de la semana ya se habían convertido en hábito sus saludos llamándolo «princesa» y su empeño por ejercer de celestina con cualquier hombre que, a su parecer, estuviera de buen ver, Matsubara sintió que empezaba a encontrarse a gusto con esa nueva etapa de su vida. No era que se pasaran el día hablando de chicos guapos. De hecho, las reuniones en la cafetería con el grupo de costumbre eran igual que siempre: compartiendo apuntes, reflexiones sobre las últimas clases, técnicas de baloncesto cuando se les unía Rose…; todo estaba tan bien que aquel momento de debilidad el domingo por la noche le parecía ya demasiado lejano y hasta ridículo. Y no podía negar que su estado de ánimo últimamente parecía viajar en montaña rusa, pero esa normalidad que creyó que nunca recuperaría empezó a estabilizarlo poco a poco. Al menos entre semana.

Porque cuando el sábado Arian se presentó sin previo aviso a última hora de la tarde con un casco extra, creyó empezar a caer en picado.

No se había arreglado. De hecho, llevaba unas simples bermudas caqui y una camiseta amplia de tirantes con un jersey fino anudado a la cintura; para colmo, la piel de sus hombros estaba un poco levantada allá donde se había quemado la semana anterior, así como la del puente de su nariz. Pero se había recogido el pelo en una cola baja y con la cara más despejada que de costumbre estaba arrebatador. Y el recuerdo de sus labios robándole dos besos hacía menos de una semana no lo ayudaba a relajarse.

Condujo la motocicleta hasta el río Kamo y luego río arriba algunos kilómetros. En el trayecto, Matsubara se agarraba con fuerza a su cintura. O él estaba resultando todo un pusilánime en cuanto subía a aquel vehículo o Arian conducía como un loco, porque siempre que le daba un paseo acababa con el corazón en la garganta. Esa tarde no fue diferente: tras un par de curvas cerradas y un par de adelantamientos bastante temerarios, se agarraba tan fuerte a él que parecía a punto de estrujarlo como quien escurre una esponja.

—Creo que ya puedes soltarme, ¿eh?

Las palabras de Arian lo devolvieron a la realidad en algún momento. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, en realidad, llevaban un rato detenidos y con el motor del vehículo apagado. Pero él seguía con los ojos fuertemente cerrados y aguantando la respiración mientras lo rodeaba con los brazos como si le fuera la vida en ello; en cierto modo así lo sentía, porque había creído que saldría disparado en cualquier momento.

—Y de paso, si dejas de meterme mano…

—¿Eh?

Ni se había dado cuenta, pero al escuchar las palabras con ese delicioso acento fue consciente del tacto suave bajo sus dedos, un tacto que no correspondía al algodón, sino a la piel tersa de su estómago. Realmente no sabía cómo habían llegado ahí sus manos: seguramente el viento levantara la prenda en algún momento y Matsubara, al agarrarse creyendo ver peligrar su vida, no se molestara en ponerla en su sitio antes. En cualquier caso, poco le importaba, ya que quiso dejar ahí las manos durante mucho rato más en lugar de retirarlas como si la piel le quemara, tal y como hizo.

Se disculpó como pudo, su rostro casi del color de la grana. A su vez, Arian reía con fuerza sujetándose el estómago aún sobre la moto mientras él se debatía entre las ganas de cavar un agujero, meterse dentro y mandarlo todo al diablo, o volver a sujetarlo. Obviamente la segunda opción fue solo fantasía.

Una vez recuperada la compostura por parte de ambos, Arian inmovilizó la Vespa y sacó una bolsa de debajo del asiento.

—¿Vas a decirme ya a dónde vamos? —preguntó Matsubara, que se había dejado llevar sin que el otro hubiera querido desvelar el misterio. Este señaló hacia el río—. Uhm, no creo que esté permitido bañarse en esta zona.

—¡No, tonto, no a bañarnos! —lo corrigió divertido, y volvió a señalar.

Matsubara se fijó en que no apuntaba al agua sino a la orilla. En esa zona, el río Kamo no era tan caudaloso y la ribera se extendía un par de metros a lo sumo, cubierta de césped mal cuidado. Frente a ellos y muy al norte se divisaban las luces de Gion con su entramado de tejados a dos aguas, edificios bajos de madera y callejuelas serpenteantes llenas de vida y color gracias a sus farolillos. Varios metros más abajo había un grupo de jóvenes sentados, charlando animadamente, y al otro lado del río se divisaban algunas parejas paseando, pero en el tramo donde ellos se encontraban estaban completamente solos.

Arian, riendo, bajó a la carrera la pendiente que separaba la calle de la orilla y, una vez junto al agua, se sentó sobre la hierba.

—¡Venga, Matsu! —le gritó, agitando el brazo para que fuera con él. Este sonrió y descendió hasta quedar de pie a su lado.

—¿Sabes que nos van a comer los mosquitos?

—Tranquilo, traigo repelente —aseguró, palmeando el suelo a su lado. Matsubara se sentó divertido.

—Parece que has pensado en todo, ¿no? ¿Me vas a decir ahora qué hacemos aquí?

—No. Es una sorpresa, lo descubrirás pronto.

El muchacho sonrió nuevamente mientras a Matsubara se le formaban un par de arrugas entre las cejas al preguntarse a qué venía tanto misterio. Pero Arian, sin hacer caso, empezó a rebuscar en la bolsa que había llevado. Un momento después, ambos se habían rociado con el repelente para mosquitos y cenaban unos onigiri y refresco de té verde, por supuesto también salidos de la bolsa.

—Oye, ¿ya estás más animado? —preguntó Arian mientras abría su segunda bola de arroz. Estuviste muy triste el domingo.

—Sí, pero ya estoy mejor, de verdad.

—Me alegro mucho. ¿Se ha metido Touya contigo? —preguntó.

El mayor negó con la cabeza.

—Se mete conmigo, pero de buenas. Incluso… —hizo una pausa y rio al recordarlo— el muy bobo se puso a buscar información en Internet.

—¿Información? ¿De qué tipo?

—Pues sobre… homosexualidad —explicó, no sin cierta turbación—. Según él, para poder hablar conmigo de «lo mío» —citó, haciendo comillas con los dedos—. Hasta se empeña en señalarme chicos que cree que pueden parecerme guapos.

Arian empezó a reírse con fuerza, como siempre hacía, con esa risa suya abierta y cristalina que le hacía parecer ajeno a cualquier problema o disgusto.

—Me parece que es típico de él, ¿verdad?

—Sí, muy típico. También cuando Hasegawa se apuntó al club de baloncesto se pasó toda una noche estudiando técnicas, equipos y jugadores. Claro que, en su caso, pretendía impresionarla.

—¿Lo consiguió?

—Para nada, más bien lo contrario.

—Pobre Touya. Pero, bueno, al final sí ha conseguido impresionar a alguien, ¿no? Me gusta con Rose, hacen buena pareja.

—¿Verdad? Yo pienso lo mismo. Creo que Rose es justo lo que Touya necesitaba, ojalá les vaya muy bien.

Arian asintió antes de beber un poco de té. Consultó la hora en su teléfono móvil y volvió a guardarlo, tras lo cual le tendió a Matsubara la botella. Mientras bebía, este no pudo evitar pensar que aquello era como un beso indirecto, lo cual le hizo recordar sin remedio lo sucedido el domingo.

No habían hablado de ello. De hecho, no se habían visto en toda la semana y en sus conversaciones a través de la aplicación de mensajería ninguno lo mencionó, y no por falta de curiosidad en el caso del mayor, precisamente. En realidad, esa había sido una pregunta que se había hecho hasta la saciedad a lo largo de los días y creyó que aquel era el momento perfecto para formularla: de algún modo la atmósfera era buena, la noche ya había caído y no había nadie lo suficientemente cerca como para poder oír su conversación, incluso hablando a un volumen normal. Tomó aire sin saber hasta qué punto quería saber la respuesta.

—Uhm, Arian, lo del domingo… —El chico lo miró con curiosidad, como si no supiera de qué hablaba—. ¿Por… por qué me besaste?

—¡Ah! Eso. —Se encogió de hombros—. Tenías pinta de necesitar un beso, nada más.

Matsubara suspiró y bajó la vista. Lo cierto era que se había esperado algo así: Arian era capaz de hacer que las cosas más especiales parecieran lo más normal del mundo. Se sintió molesto. Después de toda la semana creyendo… queriendo que aquellos besos hubieran significado algo, la respuesta de Arian fue como un jarro de agua fría. ¿Acaso jugaba con él? Si no lo conociera bien podría imaginarlo, pero no lo veía capaz de algo así.

—¿Por qué, te molestó?

—¡No, no! No es eso —se apresuró a aclarar. No le molestó en ese momento, pero no podía negar que ahora se sentía diferente.

—No era tu primer beso, ¿no? —continuó Arian, aunque eso él ya lo sabía: estaba al tanto de su fugaz noviazgo en el instituto y de la tarde compartida con Ichiro.

—No, es solo que… —Titubeó y agitó la cabeza, resignado—. Déjalo.

No quería hablar de ello, punto. No sentía ánimos de discutir ni quería echarle nada en cara a su amigo, no era lo justo. Arian había estado a su lado desde el principio, había supuesto un gran apoyo moral desde aquella noche lejana en la que ambos terminaron gritando un secreto al cielo. Tal vez su intención de echarle un cable se había excedido en ocasiones, tal vez había forzado algunas cosas, pero al final había tenido que admitir que sus métodos estaban dando buen resultado. Más o menos. Quitando al cabeza dura de Takeda, esa pequeña salida suya del armario no había acabado mal, y todo gracias a Arian, ya que de no ser por él jamás habría mencionado el asunto. Así que no podía volver a enfadarse como sucedió la noche de su cumpleaños ni quería hacerlo; llegó a echarlo bastante de menos en esa época y no quería repetir la experiencia.

No hablaron en un rato, Matsubara perdido en sus pensamientos y Arian sin dar señales de atribuirle importancia alguna ni a los besos del domingo ni a la actitud taciturna que el otro había adoptado. El mayor lo observaba de reojo y no podía evitar que el enfado regresara por momentos, por más que intentara que no fuera así y por más que pensara que no debía enojarse, que no se lo merecía.

Porque nunca le había hablado de sus sentimientos; que los estuviera pisoteando no era culpa suya. A pesar de que, sin querer, ya le había dado señales más que suficientes como para que hubiese imaginado algo, Arian no tenía la culpa si nunca había sido del todo franco. Y cualquiera con un mínimo de delicadeza habría guardado las distancias sabiendo como él sabía que podía provocar algo. No, no era justo que se enfadara.

Pero no podía evitarlo.

—En serio, ¿a qué hemos venido? Si se trataba de cenar al aire libre podríamos haber ido a un parque, sin mosquitos y sin tanta humedad; acabaremos pescando un resfriado.

—No protestes tanto. ¿Tienes frío?

—Un poco sí.

Desde que el sol se ocultara por completo, había empezado a hacer algo de fresco, más intenso allí a la orilla del río por culpa de la humedad del ambiente. Aunque más bien había sido una excusa: lo que quería era irse a casa.

—No debe quedar mucho, paciencia.

—¿Paciencia para qué? Arian, ¿por qué tanto…?

Un par de estornudos le hicieron cortar la pregunta a medias. Tal vez sí tenía algo de frío.

—Toma —Arian empezó a desatarse el jersey que llevaba en la cintura—, yo estoy bien.

Matsubara musitó un quedo «gracias» mientras tendía la mano, pero no llegó a coger la prenda. En lugar de eso vio como Arian se acercaba y se la encasquetaba en la cabeza. Durante un momento, le tapó por completo la vista, hasta que sus manos encontraron el hueco del cuello y recuperó la visión solo para encontrarse unos ojos claros que lo miraban de cerca.

De demasiado cerca.

Arian le sonreía mientras él, sin ser consciente de sus movimientos, buscaba el hueco de las mangas para terminar de ajustarse el jersey con su ayuda, y cuando también volvía a tener las manos fuera sintió las del menor bajándoselo hasta la cintura. Y se quedaron allí.

Lo taladraba con esa mirada. Estaba tan cerca que podía contar una a una sus pecas a pesar de la oscuridad, y si no lo hacía era por no apartar los ojos de esos que lo observaban sin pestañear. Dios, estaba tan cerca que podía sentir su respiración.

«No te vayas», rogó en el fondo de su mente.

Al diablo el enfado, al diablo las dudas, al diablo con todo: Arian estaba a dos milímetros y esa mirada, esa mirada, le hacía olvidar que a él no le gustaban los chicos, que nunca lo correspondería y que si lo besaba no llegarían a ninguna parte.

Porque quería besarlo. Necesitaba besarlo y olvidarse del mundo, de las causas, de las consecuencias, hasta de sí mismo. Esa boca lo llamaba a gritos.

Ladeó despacio la cabeza mientras bajaba la vista y la centró en sus labios. Finos, sonrosados y con ese lunarcillo hipnótico.

«No te vayas, por favor».

Cerró los ojos.

¡Pum!

El sobresalto le hizo separarse de golpe, el corazón latiéndole a mil por hora.

¡Pum!

—¡Ya empieza!

En su rostro se reflejó una luz roja, luego una azul y sus ojos se centraron en el cielo, el mismo cielo en el que estallaban flores que se sucedían ofreciendo un precioso espectáculo de color y sonido. Al otro lado del río, los pirotécnicos trabajaban sin descanso y con perfecta sincronización; podían ver los disparos que precedían a cada nueva explosión de luz, a cada nueva flor de fuego que se abría ante ellos allá arriba y, en un momento, el ruido ensordecedor les llenó los tímpanos y el olor de la pólvora las fosas nasales.

—¡Pide un deseo, rápido, Matsu!

Con el cielo completamente iluminado de azules, verdes, amarillos, rojos y naranjas, Matsubara cerró los ojos y formuló su ruego en silencio, gritando en su mente sin que los labios se separaran un ápice:

«Tú eres mi deseo».

 

[1] El término, habitual en manga de romance entre hombres, hace alusión al pasivo en una relación gay.

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