Noches de luna roja •Capítulo 2•

A Cecilia le compré una camiseta de marca que, por suerte, me costó barata. Puede sonar un poco egocéntrico, pero yo sabía hacer buenos regalos. Mi mamá, por ejemplo, era una de esas personas que no saben. Te regalaba cualquier porquería; porquerías a veces caras, pero porquerías al fin. Tenía la mala costumbre de comprarme la ropa ella misma. Y claro, todo lo que me compraba era horrible y me quedaba grande. La verdad, no sé qué se pensaba. ¿Que teníamos los mismos gustos? ¿Que de un día para el otro iba a pesar noventa kilos como ella? Eso me daba bronca, que me comprara lo que se le daba la gana.

Ese sábado, mientras me bañaba, pensé en el tipo que me había vendido el celular. El aparato funcionaba como los dioses y yo no acababa de entender por qué me lo había dado a un precio tan barato. A decir verdad, esperaba que el trasto dejara de andar de un momento a otro. Pero, decididamente, no me esperaba lo que sucedería a continuación. Me lavé el pelo, me enjuagué, salí de la ducha y fui a mi cuarto a vestirme.

Mi cuarto siempre estaba un poco desordenado. Tampoco era un chiquero, pero cada vez que lo veía pensaba que podría estar mejor. Era una habitación grande; un cuadrado de cuatro metros por cuatro. Tenía una ventana que daba hacia el patio de entrada de la casa. Ahí, por las mañanas, se subían mis dos gatos a tomar sol. Me encantaban los gatos. Tenía dos machos castrados, que se llamaban Adán y Abel. Y no, no eran padre e hijo. Uno era gris atigrado; el otro era rubio con manchas blancas. En mi habitación yo tenía la cama, la computadora (sin impresora), la tele y un reproductor de DVD. También tenía un ropero y una estantería repleta de libros.

Me fascinaban los libros. Y me siguen gustando, pero después de todo lo que pasó… prefiero mil veces la realidad. Cuando estaba deprimido, lo único que hacía era leer. Y solía deprimirme muy seguido. Las causas eran siempre las mismas; mi mamá, que me trataba mal, y las borracheras de mi viejo. Cuando uno se deprime, le vuelven a la cabeza depresiones anteriores. Yo, por ejemplo, me acordaba de que no tenía amigos y que me gustaban demasiado los hombres.

El tema de los amigos ya lo expliqué, me había alejado por motivos de fuerza mayor. Y en la secundaria yo no tuve amigos de verdad. Siempre estaba con un grupito de chicas y dos chicos que solo hablaban conmigo para que los ayudara en los trabajos prácticos y les soplara en los exámenes. Casi siempre fui el primero de la clase; y si no era el primero, con seguridad era el segundo.

En la secundaria descubrí mi condición de bisexual. Me gustó un chico. Se llamaba Juan Pablo y era muy inteligente. No era la mar de lindo, pero tenía su encanto. Me gustó desde segundo año hasta quinto. Y a veces pensaba que me seguía gustando, a pesar de que ya no lo veía más. Lo que me atraía de él eran su inteligencia y su timidez. Era morocho, de ojos oscuros, flaco y bajito. Jamás pasó nada entre nosotros. En quinto año se puso de novio con una chica de cuarto.

Lo importante es que, en mis momentos de depresión, la soledad se hacía más intensa, más aguda y más dolorosa. No tenía a nadie con quien hablar de lo que me pasaba, de lo que sentía. Solía llorar a menudo, recordando aquellos años de mi niñez cuando no me importaba nada y no comprendía toda la maldad que existía a mi alrededor.

El trauma (no hay otra palabra para calificarlo) que yo tenía con respecto al sexo provenía de mi infancia. ¿Qué trauma no proviene de la infancia?

A veces solía imaginarme en la cama con una chica. Pero la escena siempre se diluía y en su lugar aparecía un varón. Un hombre unos años más grande que yo, más fuerte, más corpulento. Un hombre como ese vendedor. Antes, cuando no entendía que ser homosexual no tenía nada de malo, esas situaciones me asustaban. Lloraba, pensando que jamás podría estar enamorado de alguien que me correspondiera. Antes dije que era bisexual. Y por eso quiero hacer una distinción entre amor y sexo, o al menos a lo que sentía yo. Me gustaban los hombres y había estado enamorado de hombres; las mujeres me gustaban, pero no podía amarlas. Desconozco los motivos, solo puedo dar explicaciones superficiales y metafísicas. No podía amar a una chica porque sentía que jamás podría amarla de verdad. Las veía como seres frívolos. Sé que no es verdad, sé que es una tontería. Hay miles de chicas buenas. Reconociendo esto por lo menos te hago saber que no estaba loco, ¿no? Bajo mis ojos, los hombres eran distintos. Aunque no sé hasta qué punto.

Me vestí con unos pantalones negros, una camisa color vino y me puse las mismas zapatillas negras con rojo. Estuve a punto de delinearme los ojos, pero me arrepentí. Habría sido demasiado extravagante. Y un poco afeminado. Me colgué los auriculares del cuello, me puse el celular en el bolsillo, revisé que tuviese bien escrita la dirección de Cecilia y tomé la bolsa del regalo. Me cepillé el pelo y me fui. No había nadie en casa, solo Adán y Abel estaban en el jardín, durmiendo panza arriba bajo el sol de noviembre. A veces, cuando los veía, me imaginaba lo fácil que debe ser el ser un gato. Hasta el amor es más fácil.

No me había tomado en serio eso de «tomar el té», pero cuando entré en la casa de Cecilia y vi las tazas sobre la mesa, me di cuenta de que aquello no había sido una metáfora. Íbamos a tomar el té. Cuando llegué, me abrió la puerta su mamá, una señora de unos cuarenta años vestida con jeans y una blusa celeste un poco escotada.

La casa no era extremadamente lujosa, pero sí bastante linda. Apenas entré, me encontré en un salón donde había tres sillones y un sofá beige alrededor de una mesita de vidrio. El comedor estaba en el fondo; una mesa mediana de madera con siete u ocho sillas. Con regocijo, pensé que la mesa del comedor de mi casa era más vistosa, de vidrio, sostenida por patas de caño que formaban arabescos. Allí arriba, como dije, estaban las tazas de té ordenadas y los platos con masas finas, sándwiches y bizcochitos dulces y salados. La cocina estaba junto al comedor y no había puerta que los separara. Vi una heladera, un microondas y un televisor adosado a la pared. En el suelo había un plato con comida de gato.

Cecilia tenía puesta una minifalda de jean y una musculosa de modal de color verde manzana. Estaba linda, sí. La minifalda le quedaba bastante bien a pesar de que ella no era el tipo de chica flacucha y menuda. Tenía sus redondeces bien puestas, pero sus piernas no eran las más delgadas y esbeltas de la Tierra. No recuerdo si llevaba aros o colgantes.

En el cumpleaños no sucedió nada que considere lo suficientemente interesante como para contarlo. En total, los invitados éramos muy pocos, tan solo seis. Eso me extrañó bastante.

El primero era yo, que apenas conocía a Cecilia, compañero del CBC en apenas una asignatura.

La segunda era una chica que, por lo que oí, también la conocía poco; eran compañeras en Economía. Se llamaba Ximena y hablaba sin parar; que tenía novio, que le había ido muy bien ese día en el parcial de Sociología (en el CBC se dictan clases los sábados), que ni bien acabó el examen había ido a comprar el regalo para Cecilia y se había tomado el tren rumbo a San Andrés. Vestía unos chupines de jean y una camisa a cuadros de esas que estaban tan de moda. Llevaba un bolso de Miranda!, un montón de pulseras en las manos y unos aros en forma de racimo de uvas. No era bonita, pero sí bastante simpática y agradable.

La tercera era una amiga de la secundaria de Cecilia, que, para qué mentir, me cayó muy mal. Apenas hablaba y tenía cara de amargada. Podría haber sido linda con alguna de las sonrisas de Ximena.

El cuarto invitado era un chico, el novio de la chica amargada. Este también me cayó mal, no por ser novio de la amargada, sino porque era muy estúpido. Parecía un nene de preescolar. Se pasaba todo el tiempo molestando a la novia, dándole besos, agarrándola de la mano… Se notaba que ella estaba un poco harta de él, aunque trataba de disimularlo.

Más tarde llegaron dos chicas que también cursaban con Cecilia en el CBC. No creo que la conocieran más que yo. No había familiares, pero ella había comentado que la fiesta con toda su familia sería al otro día, el domingo.

El gato resultó ser un pobre felino rubio lleno de pulgas, con la cabeza enorme y el cuerpo chiquito. Me dio lástima y me imaginé que ni siquiera estaba desparasitado. Eran las ocho de la noche y yo ya quería irme a casa.

 

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