Montañas, cuevas y tacones •Capítulo 5•

Se suponía que Iván no vendría aquella noche. Ramiro no lo esperaba, pero cerca de las once de la noche, allí estaba otra vez, colgado de su ventana. El fotógrafo lo estudió detenidamente.

—¿Vas a seguir haciendo eso cada noche? —El gesto de Iván mudó de golpe.

—Lo siento, quizás no debería haber venido. ¿Quieres que me vaya?

—No, claro que no —aunque a Iván no le pareció que estuviera del todo convencido—, es solo que… ¿tú no tenías que estar en la montaña?

—Bueno, he calculado que si salgo a las cinco, llegaré a tiempo.

Ahora Ramiro dejó escapar una risa perpleja.

—Espera…, ¿has bajado de la montaña para verme? Estás muy colgado…

Iván sonrió.

—Sí, bueno, tenía ganas de verte…

A lo que Ramiro soltó una sonora carcajada. Iván bajó la mirada, algo avergonzado por lo tonta que parecía ahora su acción, y por no haber previsto que él pudiera ridiculizarla. Pero Ramiro dejó de reírse, se acercó un poco más, lo rodeó con sus brazos y lo besó.

—Sí que debes estar cachondo —bromeó.

Empezaba a quedarle claro que no debía esperar una respuesta romántica por parte del fotógrafo, pero al menos dejó de burlarse de su acto de locura, y de todas formas acabaron haciendo el amor, que era lo que Iván quería.

Aunque no podía seguir negándose a sí mismo que lo que esperaba era algo más que solo sexo. Ramiro le gustaba, mucho más de lo que estaba dispuesto a admitirse; le gustaban su cinismo, su inteligencia y ese sentido del humor negro que repartía con sagacidad. No era solo un tío con el que estrenarse, no había conocido a un hombre tan cool en toda su vida, porque ese era el mejor término para describirlo, con esa indiferencia fría que mostraba ante todo y hacia los demás. Era masculino, interesante, atractivo, culto, no parecía necesitar a nadie y eso aún lo intimidaba un poco, lo sorprendía que alguien como él quisiera pasar el rato con un crío de pueblo que tenía tan poco que contar sobre el mundo.

La tarde siguiente cuando pasó por la casona por si necesitaban su aportación como encargado del mantenimiento, encontró a Ramiro inmerso en una sesión de fotos en el jardín, Jon y Richi posaban con algunas de las prendas que habían estado confeccionando durante el verano. Richi vestía atuendo femenino, con su pelo corto peinado de forma coqueta, maquillado y con tacones. Iván se quedó admirado de lo bien que se le daba hacer de mujer. Cuando Tony se acercó a saludarlo, el chico aprovechó para preguntarle si necesitaban su ayuda en algo. Tony lo miró detenidamente y se quedó reflexionando un instante.

—Pues, en realidad, sí que hay algo que podrías hacer por mí. ¿Me dejas ponerte uno de mis trajes?

—¿A mí? No…, yo no sé hacer eso…

Pero Tony hizo como si no lo hubiese escuchado.

—¿Qué te parece, Ramiro? Podríamos hacer algunas fotos con Iván. —El fotógrafo, que aún no había reparado en su presencia en la casa, estuvo de acuerdo, e incluso le guiñó un ojo cuando sus ojos se cruzaron.

—Yo…, en serio, esto se me da fatal… —insistió Iván algo inquieto con la idea de tener que posar, pero nadie parecía hacerle caso.

—No te preocupes, es solo para nosotros —lo tranquilizó Tony—. Estamos probando algunas ideas, no vamos a publicarlas ni nada de eso…

A pesar de sus protestas, acabó poniéndose uno de los trajes de Tony, o sería más correcto decir que acabaron poniéndole un traje gris con chaleco y chaqueta, pero sin corbata, que Moncho y Tony estuvieron acomodando durante una eternidad.

¡Oh, my God! ¡Cómo le queda un traje a este hombre! —fue el veredicto final de Richi al verlo, e Iván supo al instante que debía estar poniéndose colorado otra vez—. Oh, por favor, Ramiro, hazme unas fotos con él. ¡So sexy!

Siguieron con la sesión de fotos al menos una hora más. Jon también se puso algún vestido de noche, Richi podía incluso ponerse vestidos cortos y ceñidos, todo parecía quedarle bien. Y siguieron torturando a Iván cambiándolo de traje y haciéndole más fotos, a pesar de que no conseguía relajarse, y no sabía nunca cómo colocarse. Se alegró al menos de que no intentaran vestirlo de mujer. Ramiro parecía estar pasándolo en grande, se partía de risa viendo lo mal que lo estaba pasando, lo que lo ponía aún más nervioso a pesar de que el resto intentara animarlo asegurándole que tenía porte de modelo masculino.

Cuando al fin lo liberaron del suplicio y recuperó su indumentaria habitual, en la casa se preparaban ya para una velada en la terraza.

—¿Te quedas a cenar? —le preguntó Tony.

—Gracias, pero tengo que ir a casa…

Antes de que pudiera acabar con sus excusas, Ramiro le rodeó la cintura con los brazos desde su espalda, agarrándolo de forma cariñosa.

—Por supuesto que se queda a cenar —anunció justo antes de plantarle un beso en la mejilla—. No estarás pensando en marcharte ahora —siguió, girándose para encontrarse son sus ojos, e Iván fue incapaz de contestar.

—Genial —dijo Tony con naturalidad antes de anunciar a voces—: André, pon otro sitio en la mesa, Iván se queda a cenar.

¡Okey! —gritó de vuelta el francés desde la terraza.

El resto de la velada continuó en la misma dinámica. La mesa se había puesto con esmero en el jardín: velas, flores y cubertería delicada, un menú variado y suculento presentado con fineza, botellas y botellas de vino, mucha complicidad, bromas tontas, pero también discusiones interesantes sobre arte, teatro o literatura. La cena duró horas, pues no se trataba de la comida, se trataba de compartir el tiempo y disfrutar de la compañía. Ramiro no se alejó de él, a veces poniendo el brazo sobre sus hombros, otras acariciando su pierna, hablándole con frecuencia al oído en privado, pero sin forzar las cosas. Nadie hacía bromas ni comentarios sobre aquellos gestos de intimidad, como si no fuese una novedad, como si no fuese un momento crucial, un antes y un después para Iván. Y según avanzaba la noche, su tensión se fue disipando, y se dejó llevar por la conversación, riendo las bromas. Disfrutó sobre todo hablando de literatura con Ramiro y Mel, que compartían su gusto por la lectura y habían leído también a Susan Sontag, Paul Auster, Murakami o Donna Tartt, y otros autores de los que nunca había oído hablar, novelas que sus amigos jamás leerían, ni siquiera Ana, que también era aficionada a la lectura, pero prefería las novelas históricas y los best sellers.

Algo más tarde, algunos se dispusieron a ver una película e Iván se unió al grupo, sentándose a un lado del enorme sofá. Cuando Ramiro entró en el saloncito, se dirigió directamente hacia donde estaba Iván y se acomodó detrás de él. El chico acabó encajado entre las piernas de Ramiro, la espalda recostada en su pecho, con una de sus manos entrelazadas, en una postura que dejaba pocas dudas sobre su relación, y, no obstante, nadie comentó. En la intimidad que creaban la oscuridad y el ruido del televisor, su piel se despertaba con cada punto de contacto con el cuerpo de Ramiro. Su aliento besaba su cuello con cada respiración, sus dedos se acariciaban sigilosos y sin prisa en sus manos enredadas, su voz grave vibraba en su pecho cada vez que hablaba; de vez en cuando él rozaba su pierna, o su brazo, su abdomen, se acercaba un poco más restregando suavemente su cara por su hombro, o tocaba su pelo, su oreja, en la parte baja de la espalda notaba el bulto duro entre sus piernas, que de cuando en cuando se atrevía a moverse solo un milímetro. Eran gestos minúsculos, casi imperceptibles, y aun así la vibración que generaban le recorría el cuerpo entero. Era agotador desearlo tanto, estar ahí sin conseguir prestar atención a la pantalla, imaginando lo que sería sentirlo dentro de él.

—¿Nos vamos? —le susurró Ramiro al oído, como si le hubiese leído la mente.

Los dos al unísono se levantaron y abandonaron la sala en silencio, ignorados por el resto, las manos aún entrelazadas. Se alejaron inadvertidos y subieron las escaleras en dirección al dormitorio que ya conocían bien los dos, esta vez por la puerta y sin esconderse. En cuanto estuvieron a solas se besaron, con la boca, los labios, la lengua, los dientes, con el cuerpo entero, y siguieron los besos a veces más suaves, rozándose apenas, otras con violencia, como si intentaran traspasarse, como si necesitaran probar todas las formas diferentes en las que podían besarse. Lo deseaba, pero de una forma distinta de como lo deseaba ayer, o hace dos días. No era solo que deseara la sensación de la experiencia que le había sido negada tanto tiempo, lo quería a él, a Ramiro, quería sus ojos, sus manos, su lengua, quería poder seguir ahí a su lado, y poder mirarlo para siempre.

Sin alejarse de la puerta, Iván arrinconado contra la pared, se fueron desnudando el uno al otro, despacio, sin prisas, besándose, mirándose, acariciando cada momento de estar juntos.

—Házmelo… —dijo con un hilo de voz—. Quiero sentirte…

—No, aún no.

—¿Por qué no?

—Sin prisas, ¿vale? No quiero hacerte daño.

—Puedes hacerme lo que quieras…

Y esta vez fue Ramiro quien se quedó sin palabras, mirándolo con una intensidad que se le clavaba en la piel. Solo un momento, antes de besarlo una vez más, mientras le desabrochaba los vaqueros y comenzaba a acariciar su erección. Iván lo imitó, y los dos con el torso desnudo y los pantalones a medio caer se masturbaron el uno al otro. Ramiro lo soltó y se arrodilló ante él para metérsela en la boca, su boca entraba y salía por completo, desde la punta hasta chocar contra su abdomen, con un ritmo frenético que tenía a Iván al borde del abismo, agarrándolo del pelo y jadeando con fuerza a pesar de su miedo a quedar en evidencia. Cuando estaba a punto de correrse, Ramiro lo soltó.

—¡No! —protestó el chico, pero el fotógrafo ya estaba atareado quitándole los pantalones del todo y dejándolo al fin completamente desnudo. Entonces se puso de pie y giró a Iván bruscamente contra la pared, sujetando con fuerza sus brazos estirados por encima de su cabeza. Mientras le inmovilizaba las manos y le besaba el cuello enérgico, se restregaba contra su culo, la dureza de su pene atacándolo, empujando, moviéndose amenazador entre sus nalgas.

—Cierra las piernas —le ordenó mordiéndole la oreja; él obedeció—. ¡Más! —volvió a exigir con autoridad.

Con las piernas cerradas, atrapado por su cuerpo, los brazos sujetos con fuerza con una mano, la otra en la cintura, inmovilizándolo por completo, Ramiro metió su polla en el espacio entre sus piernas y sus glúteos, y empezó a moverse a su espalda simulando una penetración, gruñendo y mordiéndole el cuello, masturbándose con su cuerpo, acelerando el ritmo de las embestidas, con rudeza y enajenado, hasta llegar al orgasmo. Después se quedó inmóvil, tenso, con la respiración aún agitada a su espalda, dejando pasar el tiempo sin liberarlo ni hablarle, sin ocuparse de él, hasta el punto de que Iván llegó a pensar que cualquier otro podría haber estado en su lugar y a Ramiro le hubiera dado igual.

De golpe lo soltó, se acomodó los pantalones y se alejó sin mirarlo. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago, luego se quedó junto a la ventana, con la mirada perdida en la oscuridad del jardín, dándole la espalda. Iván no entendía nada. Tuvo el presentimiento de que se arrepentía de algo, aunque no acababa de comprender aquel cambio tan repentino, por qué aquella noche, que había sido tan dulce hasta entonces, acababa bruscamente. Empezó a vestirse con la incomodidad de quien siente que sobra. Ramiro no se giró. Ya vestido, aguardaba alguna señal que no llegaba.

—Quizás, debería irme… —se aventuró a anunciar con la esperanza de conseguir una reacción de su amante.

—Sí, tal vez sea lo mejor.

Y aquellas palabras se le clavaron como un puñal. Iván salió de la habitación lentamente, sin comprender su frialdad, y se alejó de la casa sigiloso, procurando que nadie lo descubriera.

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