Montañas, cuevas y tacones •Capítulo 3•

A mediados de agosto, y con la colección de Tony bastante avanzada, al diseñador se le ocurrió que podrían hacer una excursión a las cuevas de la Quebrada, que daban nombre al pueblo que los acogía.

No se podía llegar hasta las cuevas en ningún vehículo, la única forma era cruzando las montañas a pie. Se podía hacer en un solo día, a buen ritmo se tardaba unas tres horas en llegar a la entrada de las cuevas, dos o tres horas para ver la parte que era accesible al público y otro par de horas de vuelta cuesta abajo. Era una paliza para alguien que no estuviera acostumbrado, y la caminata podía alargarse bastante si no se estaba en forma, por lo que Iván sugirió que pasaran una noche en el refugio o en el hotel que había en la cima, cerca de las cuevas. Finalmente decidieron quedarse dos noches y disfrutar de la excursión con calma. Fue una suerte, pues tardaron más de dos horas solo en ponerse en marcha, en parte porque Iván insistió en que debían ir ligeros de equipaje para la subida. Les había traído mochilas y calzado de montaña —que algunos se negaron a usar—, y fue todo un reto que Richi se resignara a llevar solo lo que cabía en el pequeño espacio de la mochila. Tardaron casi siete horas en llegar a la cima, pararon varias veces por el camino, a descansar, a comer algo, a hacer fotos e incluso para que Moncho echara una cabezadita. Iván no daba crédito a la capacidad de distracción que tenían todos. Richi se empeñaba en llevar a Rosy en brazos.

—Es un perro, les gusta andar por el campo… —le reprochaban los demás.

—No quiero que se la coma algún bicho salvaje.

Por el camino también se toparon con un rebaño de ovejas y cabras con su pastor. «¿Aún existen pastores?», preguntó alguien. Iván se detuvo un rato para saludar al pastor a quien conocía, y también a algunas de las cabras que se acercaban con confianza al escalador.

—No muerden, ¿verdad?

—Son herbívoras… —explicó Iván conteniendo la risa. En toda su vida como guía jamás había conocido a un grupo que encajara tan poco con el entorno natural, pero lejos de irritarle, le divertía. Le molestaban mucho más los urbanitas que se pasaban de listos y se las daban de entendidos por haber hecho un cursillo de escalada en algún rocódromo y se empeñaban en ignorar sus indicaciones.

Eran cerca de las ocho de la tarde cuando al fin llegaron al refugio en el que pasarían las dos noches. Había también un hotel con más comodidades, pero a esas alturas del verano era imposible conseguir tantas habitaciones. Se trataba de una cabaña de madera de dos plantas que regentaba Beixto, escalador, guarda del refugio y gran amigo del padre de Iván.

—Os esperaba para comer —le dijo Beixto sonriendo al tiempo que abrazaba a Iván con el afecto propio de un pariente cercano.

Era un hombre de cincuenta y tantos, de voz cascada, pelo corto y gris, con el rostro surcado de profundas líneas de expresión, pero que mantenía un cuerpo delgado y fibroso en el que se marcaba aún la musculatura de escalador. Saludó con la misma cordialidad a los excursionistas que llegaban acalorados y agotados por el largo trayecto a través de la montaña. El refugio estaba un par de kilómetros más arriba que el hotel, pero merecía la pena el camino extra, pues tenía unas vistas espectaculares que pudieron admirar mientras el sol se ponía, coloreando el cielo de tonos de naranja imposibles.

Al fin pudieron ducharse y cambiarse antes de tomar una cena ligera en la sala común a la luz de una chimenea. Beixto agradecía siempre la compañía, y disfrutaba explicando a quien lo visitara todas las historias sobre las cuevas. Nadie las conocía ya como él. Vivía en el refugio desde hacía más de veinte años, una vida solitaria a la que se había acostumbrado, pero por lo mismo agradecía siempre que rompieran su monotonía…

—Este es el camino que vais a seguir mañana —les comentaba señalando líneas sobre el mapa de las cuevas que decoraba la pared principal—. La gruta de la lluvia, la galería vieja y el barranco. Es mejor entrar a mediodía, para que la temperatura no sea demasiado baja. Si no sufrís de claustrofobia, os recomiendo que hagáis también el recorrido de la garganta del sapo y entréis en la sala de los fantasmas. Está un poco más arriba, pero merece la pena el esfuerzo.

—¿Quién les pone los nombres a esos sitios? —interrumpió Mel—. Son geniales.

—No sé si quiero entrar en la sala de los fantasmas, no suena muy alentador —siguió Richi a su lado.

—Bueno, algunos de los nombres se los puso el padre de Iván. Los mapas con los que trabajamos ahora los dibujó su padre, no creo que nadie haya explorado más esas grutas. Aunque aún quedan muchos espacios por descubrir, calculamos que debe haber unos veinte kilómetros sin explorar bajo la montaña. Pero habría que estar muy loco para meterse por ahí.

—¿No son seguros?

—Bueno, el río hace que algunas de las zonas sean muy inestables, hay muchos derrumbes, de ahí la cantidad de accidentes que hemos tenido. Aunque ya hace más de diez años que algunas zonas han quedado clausuradas y se necesita un montón de permisos para poder acceder a alguna de ellas.

—Oh, dios, suena más peligroso de lo que esperaba.

—La zona que vais a visitar es muy segura. Además, estáis en buenas manos. Nadie conoce esas grutas como este chaval, se ha pasado media vida ahí dentro con su padre. Tendríais que haberlo visto, con solo cinco años escalaba como una pequeña arañita por las rocas.

Beixto siguió hablando de las cuevas, de su descubrimiento en los años cincuenta, les enseñó fotos de las primeras expediciones, y también de las que él mismo había hecho con Santiago, el padre de Iván. En alguna foto incluso se veía a su madre mucho más joven y guapa, y a un pequeño Iván flacucho con su equipo de escalada. Vieron también fotos de las cuevas.

—No son buenas fotos —explicó el guarda.

—Ramiro, has traído tu cámara, ¿verdad? Podrías hacerles algunas fotos de las cuevas mañana —dijo Tony—. Es un gran fotógrafo.

—Eso sería genial —aseguró Beixto—, la verdad es que estas no les hacen justicia.

Ramiro miraba a Tony con gesto de fastidio.

—Claro, por qué no, no es que sea mi trabajo ni nada —dijo con sarcasmo.

—No seas arrogante, Ramiro —lo regañó Tony—. Hará las fotos encantado —le aseguró en confidencia a su anfitrión.

 

Volvieron a tardar una eternidad en salir hacia las cuevas por la mañana, Beixto e Iván miraban con incredulidad la cantidad de vueltas y formas de complicar su partida que conseguían inventar. Eran más de las doce cuando al fin se pusieron en marcha, y ya en la entrada de la cueva fue esta vez Iván quien se entretuvo un rato saludando a su amigo David, que estaba saliendo en ese preciso momento con otro grupo de excursionistas a los que estaba guiando, un grupo de cuatro universitarios que parecían mejor preparados para la aventura que el grupo de Iván.

—¿Hay mucho follón hoy?

—No, aún está bastante tranquilo, un par de grupos pequeños.

—¿Te vas ya?

—No, vamos a subir a la gruta de garfio.

—¿En serio?

La gruta de garfio tenía una dificultad elevada, era para expertos, y David quiso tomarle el pelo un poco a su amigo.

—¿Subiréis luego? —Iván rio.

—No, pero puede que vayamos a ver a los fantasmas.

—Uuuh —se burló su amigo—, no olvides encender las luces.

David era alto, bastante más incluso que Iván, tenía un pelo rizado e indomable que se había dejado largo para poder atarlo en una coleta, aunque normalmente lo llevaba envuelto en un pañuelo o una bandana sobre la cabeza, lo que le daba un aspecto enloquecido. Habían nacido con solo meses de diferencia, sus madres eran buenas amigas y los llevaban juntas al parque desde que nacieron. Siguieron siendo inseparables durante todos sus años de escuela, y compartían la afición por la montaña, una pasión que les había inculcado el padre de Iván desde que eran muy pequeños y que los dos habían convertido en una filosofía de vida. Pero incluso David, que era como un hermano para él, no podía sospechar lo mal que le sentaban sus bromas sobre la sexualidad de sus acompañantes, el miedo que le daba la posibilidad de convertirse él en el foco de las burlas y lo solo que aquello le hacía sentir.

Las cuevas de la Quebrada estaban preparadas para la visita de turistas, aunque, por fortuna, no habían sucumbido a la vorágine de venta de souvenirs y chiringuitos, por lo que seguían conservando su esencia de paraje natural. Desde la amplia galería de la entrada surgía una estrecha escalera de peldaños de piedra y cemento, preparada para visitantes de cualquier edad, iluminada y con una cuerda a la que agarrarse, que hacían sencillo el recorrido sin necesidad de equipo adecuado. Las salas previstas para visitas estaban iluminadas con discreción, lo suficiente para poder admirar cada rincón de las enormes grutas que se abrían como la boca de un gigantesco monstruo, con sus rocas suaves, erosionadas por el agua durante millones de años, con las enormes estalactitas que se formaban en el techo y que lo convertían en un paisaje que parecía sacado de otro planeta. Cruzaron la gruta de la lluvia, admiraron la inmensidad del barranco que indescriptiblemente se ocultaba bajo tierra y del que no se lograba ver el final. Y llegaron a la galería vieja, que era impactante por su tamaño y las luces de colores que iluminaban cada rincón que desembocaba en nuevas grutas de recorridos misteriosos.

Para cuando salieron de las cuevas, Tony y Moncho estaban agotados, y decidieron hacer una pausa para comer en el restaurante del hotel.

—¡Aaaah! —El grito inesperado de Richi detuvo en seco al grupo al completo a mitad de camino—. ¡Mis manolos! ¡¿Qué les ha pasado a mis manolos?!

Todos repararon en el calzado del estilista, aún con su perrita a cuestas, que estaban teñidos por la tierra rojiza, al igual que lo estaban los del resto del grupo.

—Es solo arcilla, sale con agua —lo tranquilizó Iván.

—¡No puedo mojar mis manolos!

—¿Les pones nombres a tus zapatos? —se sorprendió Iván, y Richi lo observó con gesto piadoso, y le habló como le hablaría a alguien que necesita que la información le llegue lentamente para comprenderla.

—No, cari, es la marca…

—¿Y por qué te pones tus manolos para ir a la cueva? —interrumpió Mel.

—Iván dijo que lleváramos suela de goma…

—¿Por qué no te pusiste unas deportivas?

—Yo no me pongo deportivas… jamás.

Perdieron casi una hora intentando rescatar en vano los zapatos de Richi. Iván no podía creer que alguien pudiese pagar casi dos mil euros por un par de zapatos que ni siquiera eran muy prácticos. La vida de aquellos hombres no dejaba de resultarle exótica e incomprensible, y por más que intentara verse reflejado en ellos, encontrar algún punto de encuentro, era evidente que eran polos opuestos. ¿Cómo podían ser lo mismo y ser tan distintos a la vez? ¿Qué significado tenía eso? Si no encajaba en su mundo, ni tampoco en el de ellos, ¿estaba condenado a quedarse solo el resto de su vida?

Tras la comida y una larga sobremesa, Iván sugirió que los que se sintieran con ganas hicieran el segundo recorrido para ver la sala de los fantasmas. Se trataba de un camino de mayor dificultad, pero les aseguró que merecía la pena. En principio parecía que un reducido grupo de los más jóvenes y atléticos se apuntaba a la aventura, pero sin saber muy bien cómo, algunos de ellos se fueron autodescartando hasta que finalmente decidieron que era mejor que fuera solo Ramiro para hacer algunas fotos y que el resto preferían esperar tomando el sol. Tal vez fuera su ingenuidad, o su falta de experiencia, o puede que solo su inseguridad, pero a Iván se le escapó por completo el juego de despiste que se traían entre manos sus compañeros de viaje al igual que el gesto burlón de Ramiro ante la encerrona descarada de sus amigos.

Creyó sentir una punzada de pánico cuando fue consciente de que entraría a la cueva a solas con Ramiro. De todos los de la casa era con el que menos había hablado, principalmente porque lo ignoraba por completo. Aquel joven elegante siempre parecía estar en su mundo, con frecuencia se quedaba al margen del resto, ensimismado en sus asuntos, con su portátil o con algún libro. Su actitud distante, su mirada fría y su aire de intelectual le fascinaban a la vez que le cohibían sobremanera. Lo imaginaba culto, creativo, un artista que viajaba por el mundo entero compartiendo su tiempo con otros artistas interesantes. No era de extrañar que no mostrara interés alguno por un chico de pueblo, que estudiaba a distancia y lo más lejos que había llegado era a Andorra.

Se dijo a sí mismo que no se dejaría intimidar, ese era su espacio después de todo, llevaba años haciendo los mismos recorridos, primero acompañando a su padre, y más tarde trabajando como guía por su cuenta. Empezó por ayudarle a colocarse el equipo necesario, que se alquilaba también a la entrada de la gruta: un casco con linterna, pues la gruta por la que iban a meterse ahora ya no estaba iluminada para el público, y un arnés de cintura semejante al que llevaba Iván en la cadera, salvo que este tenía una extensión que rodeaba el pecho en forma de ocho. Al ajustarle el arnés al cuerpo, sintió un cosquilleo eléctrico que se esforzó en ignorar para evitar sonrojarse como solía hacer.

—¿Por qué tú no llevas uno como este? —preguntó el fotógrafo, refiriéndose al arnés de pecho que Iván solo había usado de niño.

—Porque yo he hecho esto muchas veces —respondió sin poder dejar de sonreír.

—Me estás haciendo parecer un novato.

—Es que eres un novato… Confía en mí, así irás más seguro. —Y antes de acceder a la gruta le dio algunas instrucciones básicas—. Vamos a tu ritmo, si tienes cualquier duda o necesitas que paremos me lo dices. —Ramiro llevaba una mochila con su cámara que parecía bastante pesada—. ¿Quieres que te lleve esto? Para que vayas más ligero…

—Mi cámara no la toca nadie, ¿entendido?

Era difícil relajarse con el fotógrafo. No se esforzaba por ser amable, a menudo llegaba a resultar arrogante y cortante, y no acababa de decidir si le caía bien o no.

—Claro, como quieras.

El camino empezaba con una enorme señal de advertencia sobre la dificultad del tramo y la necesidad de llevar equipo adecuado para atravesarlo. Y solo para demostrarlo, nada más entrar tuvieron que hacer uso del arnés para descender por una pared hasta la gruta por la que harían el resto del camino. Eran apenas unos dos o tres metros de bajada, y los anclajes estaban ya preparados para los excursionistas, por lo que no suponía un gran reto para alguien acostumbrado a la escalada, pero sí para quien lo hacía por primera vez. Iván preparó la cuerda con agilidad de experto, y luego la sujetó al arnés de Ramiro con un mosquetón y cinta exprés asegurándose de que quedaba bien sujeto a su cadera y a su pecho.

—Si sigues haciendo eso no voy a necesitar las manos para sujetarme a las piedras… —aseguró Ramiro atravesándolo con sus ojos azules, e Iván casi se atraganta.

—Perdona… —Por unos instantes no supo a dónde mirar o cómo colocar las manos, lo que hizo sonreír al fotógrafo, y luego a Iván al percatarse de que solo bromeaba.

Iván descendió primero sin problema, sujetándose a la cuerda únicamente con las manos, y explicándole el procedimiento para descender en rápel por la pared. Cuando llegó el turno de Ramiro, Iván sujetaba el otro extremo de su cuerda, haciéndole bajar lentamente.

—Échate hacia atrás y baja caminando… —Iván hacía bien de guía, y Ramiro parecía estar en forma, por lo que no tuvo mucha dificultad para descender por la pared de roca.

En cuanto estuvieron dentro de la gruta, la oscuridad se hizo omnipresente, y el camino se fue estrechando progresivamente hasta que solo podían andar uno delante del otro.

—Joder, no se ve una mierda.

—No intentes mirar a tu alrededor, fija la mirada en un punto cómodo cerca del suelo, y mantén ahí la luz —le aconsejó.

Mientras caminaban por el largo pasillo de piedra, sus pasos y sus respiraciones se amplificaban hasta convertirse en lo único tangible en medio de la oscuridad, la única prueba de que no estaban solos. Tardaron unos diez minutos en completar la primera parte del recorrido, tras la cual llegaron a una sala algo más amplia donde debían escalar por unas rocas. No era excesivamente difícil, las rocas formaban grandes escalones por los que se podía subir, pero era imprescindible ayudarse con las manos. En el último tramo, algo más inclinado, Iván le ofreció la mano para ayudarlo, pero Ramiro, en un alarde de orgullo, rechazó la ayuda. Las rocas estaban algo resbaladizas, por lo que antes de llegar arriba patinó, y solo la ayuda de Iván, que lo agarró con fuerza del brazo justo a tiempo, evitó que cayera hasta abajo.

Una vez en lo alto, debían meterse a gatas por un agujero estrecho.

—Estás de coña —protestó el fotógrafo—. ¿Hay que meterse por ahí?

—No es muy largo, al otro lado se hace más amplio, tranquilo.

—Más vale que esa sala de los fantasmas merezca la pena.

Cruzaron, casi a rastras, los ocho metros de la estrecha gruta, y encontraron al otro lado, efectivamente, un espacio más amplio, en el que la bajada de temperatura y la humedad se intensificaban. La sensación de aislamiento se hacía cada vez más presente, de fondo se escuchaba el sonido de alguna gota cayendo, y el frío se te metía en el cuerpo.

—No pierdas de vista el suelo, esta zona es muy irregular y hay algunas cavidades —advirtió el escalador, y su voz parecía amortiguada por las toneladas de roca y tierra bajo las que se encontraban.

La zona, efectivamente, era mucho más abrupta, tenían que subir, rodear o saltar entre rocas gigantescas, aunque Iván estaba en todo momento pendiente de indicarle la mejor forma de sortear cada obstáculo y asegurarse de que cruzaba sin problemas. El momento más tenso fue cuando tuvieron que pasar por encima de una gruta que se hundía profunda entre las rocas. Era un pozo negro del que no se adivinaba el final. La distancia hacia el otro lado era apenas un paso amplio, pero la negrura del barranco sin fin que reposaba ante ellos asustaba.

—¡Joder, eso acojona! —exclamó Ramiro, intentando vislumbrar el final del pozo.

—Vale, no mires abajo, es solo un paso.

—Ya, pero esta mierda resbala de cojones. ¿Qué altura tiene?

—Mejor no pienses en eso. —Y entonces Iván se colocó con un pie a cada lado del pozo sin fin para ayudar a Ramiro a cruzar al otro lado.

—¡Joder, no hagas eso! —protestó, evitando mirar al escalador que era capaz de colocarse al borde del agujero con tanta naturalidad.

—Tranquilo —Iván se reía—, estoy bien agarrado, venga, cruza, no vas a caerte.

—Vale. —Y Ramiro cruzó, sin problema, supervisado por Iván, que se puso a su lado más para darle confianza que por verdadera necesidad.

Después de ese último tramo, no tardaron en llegar a la que era conocida como la sala de los fantasmas. Para entonces Ramiro estaba sudado y agotado, a pesar del frío, y al entrar en la sala comprobó que, al igual que en el resto del camino, no había luz.

—Genial, ¿cómo quieres que haga fotos aquí?

—Espera —Iván se acercó a un generador y lo puso en marcha—, hay luz, solo que aquí hay que encenderla.

El ruidoso aparato se puso en marcha, era un sistema bastante rudimentario, pero funcionaba. Iván levantó una palanca y de golpe se encendieron cientos de diminutas bombillas de luz blanca entre las rocas alumbrando la sala como un cielo estrellado. Al fin Ramiro pudo contemplarla en todo su esplendor, era realmente asombrosa. La sala se extendía por unos cuatrocientos metros cuadrados y acababa en un barranco profundo, pero lo más impactante eran sus miles de estalactitas que creaban picos desde el techo como dientes enormes de un monstruo y los otros cientos de estalagmitas que surgían del suelo como si fuesen, en efecto, fantasmas que asomaban desde cada rincón de la caverna. La iluminación era mucho más cuidada que los enormes focos que alumbraban las galerías de la primera cueva, las luces pequeñas iluminaban el contorno de cada roca de forma sutil, casi mágica. El fotógrafo no hizo ningún comentario, aunque no tardó en sacar su cámara y empezar a hacer fotos. Había hecho algunas de las primeras salas también, pero Iván supo que estaba impresionado, pues se notaba que se esmeraba mucho más ahora, buscaba los ángulos adecuados, se movía de un lado a otro, se agachaba o incluso se tumbaba sobre el suelo entre las columnas de rocas para sacar la mejor toma de cada rincón.

—Déjame adivinar. ¿Tu padre tuvo algo que ver con la iluminación de esta sala?

—Sí, a veces dejaba que lo ayudara. Esas de allí las pusimos mi amigo David y yo.

—¿Y cómo llegabais a esos rincones?

—Con un arnés y cuerdas… Es como escalar una montaña.

—Suena peligroso, aunque divertido.

—Lo era. Por aquel entonces esto no estaba tan supervisado, cada uno entraba por su cuenta y riesgo. Era más divertido, aunque también había más accidentes.

—Venga, te hago unas fotos.

—¿A mí? No, a mí no.

—Te vendrán bien para esos folletos de guías.

—Vale… ¿Qué hago?

—¿Qué soléis hacer los escaladores?

—Espeleólogos —lo corrigió Iván.

—Eso. Escala unas rocas o algo de eso.

Iván intentó posar, o algo parecido, aunque no le gustaba ser el centro de atención, menos aún con Ramiro observando tan detenidamente a través del ojo de su cámara. En un principio no se había fijado tanto en él; Richi o Jon eran guapos de una forma mucho más llamativa, pero según pasaba el tiempo su actitud serena y displicente le hacía resultar intrigante y atractivo. El fotógrafo era un hombre esbelto, brazos y piernas bien formadas, pelo negro. Sus ojos, de un azul casi transparente, destacaban entre unas pestañas tupidas y oscuras que delineaban perfectamente el contorno de los párpados, lo que intensificaba su mirada en un rostro anguloso, enmarcado por una barba que llevaba casi a ras de la piel, de líneas rectas dibujadas con precisión sobre la cara. Su voz era grave y sexy, como la de un actor de teatro; su aspecto bohemio, su gesto cínico y su sinceridad aplastante lo hacían aún más interesante.

Una vez que se puso a hacer fotos, pareció olvidarse por completo de los peligros de la cueva. Ya no le importaba subirse a lugares escarpados, o acercarse al precipicio si el ángulo que buscaba lo requería. Hasta tal punto llegó a olvidar dónde estaba que, al saltar de una roca a otra, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer muy cerca del barranco. Con el movimiento brusco para recuperar el punto de equilibrio, la cinta de su cámara, que llevaba colgada, quedó enganchada en una estalagmita, y al tirar para evitar la caída, la cinta se partió y la cámara, con cinta incluida, se deslizó de su hombro y desapareció en la oscuridad del barranco. Durante unos segundos el gesto estupefacto de Ramiro se quedó congelado, bien porque se percataba del peligro que acababa de correr, bien porque aún no se creía que acababa de perder su cámara.

—¡Mierda, mierda, mierda…! —reaccionó al fin—. ¡Joder! ¡Soy gilipollas…! —continuó soltando todo tipo de exabruptos, cargando contra sí mismo por su torpeza. De vuelta en la zona más plana de la galería, se llevaba las manos a la cabeza sin dar crédito aún a su perdida—. ¡Joder, todas las fotos de Tony estaban allí, mierda! —Y siguió insultándose y castigándose. Mientras tanto, Iván se había acercado al precipicio con una linterna potente y observaba en silencio.

—La veo —anunció—, se ha quedado enganchada.

—¿Qué? —Ramiro se acercó hasta donde estaba, de rodillas junto al barranco siguió la luz para descubrir que, efectivamente, su cámara estaba colgada de otra estalagmita unos cinco metros más abajo—. ¡Hija de puta! ¿Alguna idea?

—Puedo bajar a por ella.

—¿Qué? ¡No! ¿Estás loco?

—No es tan difícil. —Y mientras lo decía, ya estaba soltando la cuerda de escalada y enganchándola a su arnés.

—Vale. Mira, es una cámara muy cara, y me encanta, pero, la verdad, creo que tu vida vale algo más, no hace falta que bajes a por ella, puedo comprar otra, repetiré las fotos…

—Tranquilo, puedo hacerlo, no es un problema. —Siguió mientras colocaba los mosquetones que lo sujetarían a la roca.

—Vale, vale, vale… —Ramiro parecía ahora más nervioso—. ¿Sabes?, en realidad no es por ti, prefiero que olvides la cámara, y es por puro egoísmo, no creo que pueda salir de esta cueva sin tu ayuda, ¿vale? Así que…

—Enseguida vuelvo. —No había acabado de decirlo cuando saltó al vacío, y empezó a descender.

—¡Joder! —gritó Ramiro casi verde de la impresión de verlo desaparecer de golpe en la oscuridad—. ¡Tenía que hacer eso el cabrón! —exclamó.

Tras solo un par de minutos de silencio, se escuchó un «¡la tengo!» desde la oscuridad de la caverna en la que se perdía su figura.

Descender había sido fácil, pero para volver Iván tuvo que escalar por la pared de piedra, agarrándose con las yemas de los dedos y la punta de sus zapatos. A pesar de la dificultad, no tardó en regresar a la superficie con la cámara, sana y salva, en su mano. El fotógrafo sonrió admirado.

—Joder, acabas de rescatar mi cámara. Eso ha sido bastante impresionante, y me ha dejado los huevos como canicas.

Cuando se pusieron en marcha para volver, Ramiro le entregó la mochila con su cámara.

—Creo que mejor la llevas tú, estará más segura. —E Iván sintió un cosquilleo en el estómago cuando sus dedos se rozaron en el intercambio.

De vuelta en el exterior, encontraron al resto del grupo sentados al sol con tapas y cervezas. Ramiro empezó a contar lo ocurrido.

—Aquí el Capitán América se ha lanzado al vacío para rescatar mi cámara… Tendríais que haberlo visto… —comenzó a narrar la aventura, con algo de sarcasmo, pero con una admiración clara, y más enérgico que nunca—. Ha sido una pasada, tendríais que haber venido, en serio… —Y estuvo un buen rato relatando la experiencia vivida en la gruta. Era la primera vez que Iván lo veía tan hablador, tan exultante; a pesar de sus quejas durante el camino, se notaba que lo había disfrutado.

 

Por la noche, de vuelta en el refugio, volvían a charlar dispersos por la pequeña sala común, a media luz, algunos en sillas, otros en el suelo, bebiendo buen vino, riendo y charlando afablemente. En la penumbra de la habitación, desde la otra punta, Iván descubrió al fotógrafo mirándolo fijamente. Los ojos cristalinos de Ramiro se fijaban en los suyos un instante, luego se iban a otra parte, pero sin soltarlo del todo, pues en un parpadeo volvían a engancharlo. Era una forma de mirar concreta, una mirada que le hablaba, y que enviaba un mensaje alto y claro: lo deseaba. Comenzó un juego de mirar a un lado, a otro, y volver una vez más a posarse en el objeto de deseo, incluso de permitirse contar alguna anécdota que hacía reír al resto, pero sin alejarse del todo. Volvían a buscarlo, a asegurarle que no se olvidaba de él. Iván resistía la tentación de huir de sus ojos, y le respondía también con la mirada, le decía que sabía lo que significaba esa forma de mirar, y que él también deseaba lo mismo. Se sentía traspasado, hinchado, desbordado, cada poro de su cuerpo entregado por completo a los ojos azules que lo acariciaban, atrapándolo en ese diálogo privado que mantenían en el silencio. La noche avanzaba, ajena a ellos dos, y aunque era consciente de que todo seguía moviéndose a su alrededor, la realidad se le antojaba ahora fingida, solo como una representación de la realidad que había sido hasta ahora. Iván nadaba en su mirada, se sumergía en el deseo líquido de sus ojos, se dejaba tocar, se dejaba arrastrar por el anhelo de lo que sabía que iba a ocurrir. No sabía en qué momento, cómo, cuándo, pero ocurriría, se lo susurraban el uno al otro, y la expectación que le causaba la promesa de sus ojos convertía su cuerpo en barro. Le faltaba el aire para respirar, y el corazón estaba a punto de cabalgarle fuera del pecho bajo la luz cálida del anochecer, en la que reposaban todos, ociosos, distraídos, mientras que Iván flotaba sin saber cómo contenerse.

La velada se agotó despacio, y ya de madrugada se encaminaron todos hacia los dormitorios, cansados y dispersos. A Iván le pareció que el tiempo agonizaba con demasiada lentitud, no veía la hora de que desaparecieran todos, y que la noche y el silencio propiciaran el secreto. Esperaba alguna señal de Ramiro, que no llegó, y se sintió torpe por no saber qué se esperaba de él. Mientras aguardaba en su cuarto a que se dejaran de escuchar voces que aún tenían una última cosa que decirse, puertas que aún se cerraban o abrían, las dudas empezaron a comérselo. ¿Se le había escapado algo? ¿Había malinterpretado las señales como ya había hecho aquella otra vez con el chico moreno? No, había ocurrido, lo sabía, y aun así dudaba. Cuando al fin la cabaña quedó en silencio, se decidió a salir, caminó por el suelo de madera procurando no delatarse, esforzándose por ser imperceptible, y se detuvo ante la puerta en la que sabía que estaba él. Y aún dudó un rato más. Le temblaban las piernas y el corazón le ametrallaba en el pecho; si lo iba a hacer, sería mejor hacerlo cuanto antes, alguien podía volver a salir de un cuarto en cualquier momento y sus intenciones quedarían expuestas sin remedio. Pensó en una excusa, algo que poder decir si el gesto de él no era lo que esperaba, pero todas las que se le ocurrían le parecían pobres. Así que dejó de pensar. O lo hacía o no, y antes de que su cabeza se hubiese decidido, su puño ya estaba llamando a la puerta. Y cuando, tras un breve silencio, escuchó el ruido de la puerta amenazando con abrirse, sintió vértigo, y por un instante quiso salir corriendo, como cuando eran pequeños y tocaban el timbre de algún vecino y corrían a esconderse para espiar su gesto desconcertado.

La puerta se abrió. Un Ramiro a medio vestir lo recibió al otro lado, lo miró a los ojos y no hizo falta inventar excusas, pues una ligera sonrisa de complicidad asomó en aquel rostro atractivo en cuanto lo vio. No dijeron nada, Ramiro se apartó, lo invitó a pasar y cerró la puerta tras él. No se alejó mucho, aún temblaba de miedo, se quedó allí mismo, pegado a la pared junto al marco de la puerta, y otra vez lo engancharon esos ojos del color del agua, la intensidad de su mirada, y le pareció más guapo que nunca. Ramiro apoyó una mano sobre su cadera, y bastó ese ligero gesto superficial, ese mínimo contacto con su piel, para que una vibración intensa se extendiera despertando cada átomo de su cuerpo. Entonces lo atrajo ligeramente hacia él, se acercó lentamente, sin perder sus ojos, hasta rozarlo con su aliento, y se le cortó la respiración. Su boca tan cerca de la suya era una agonía, y al fin, sus labios, cálidos, suaves se posaron sobre los suyos, despacio, buscando hacerse un lugar en su boca. Ahora su otra mano, sobre su espalda, lo atrajo un poco más hasta apretarlo contra su cuerpo, sus pelvis chocaron, notando el contacto duro en sus pantalones al tiempo que su lengua entraba entre sus labios y exploraba, de pronto con brusquedad, en su interior, y su cuerpo entero se estremeció con aquella transgresión deliciosa de su cuerpo. Era la primera vez que lo besaba un hombre, el recuerdo de los años que llevaba anhelando sentir eso hizo que se le humedecieran los ojos y sintió vergüenza al notar que no era capaz de controlar la emoción que lo sobrecogía.

—Lo siento —susurró, sin saber muy bien por qué.

—¿Quieres que pare?

—No —saltó enseguida—. No, por favor… —alcanzó a decir con la voz entrecortada.

Ramiro sonrió, y se mordió el labio inferior en un gesto increíblemente sexy. Rodeó su cara con las manos y volvió a besarlo, y esta vez Iván también lo atrapó entre sus brazos, con fuerza, para que no se alejara, y disfrutó del contacto de sus lenguas traspasándose sedientas. Su respiración tan henchida que parecía querer escaparse. Pensó que no podría aguantarlo, que era demasiado, todo su cuerpo despertaba de una forma que no reconocía. Las manos expertas de Ramiro se colaron bajo su camiseta, y en un movimiento decidido se la quitó por encima de la cabeza, la tiró al suelo y, antes de que Iván pudiera corresponder a la iniciativa, estaba ya lamiendo su cuello, bajando hasta uno de sus pezones, y al sentir un ligero mordisco, dejó escapar un gemido que parecía un lamento. Volvió a besarlo y, sin darle tregua, Ramiro empezó a desabrocharle el pantalón, lo suficiente para poder colar sus manos cálidas, rodear su culo y estrujarlo hacia su erección, restregándose contra él con ímpetu. Iván estaba completamente perdido, la respiración entrecortada, cada parte de su cuerpo sobrepasada por el contacto con el otro cuerpo, sus dos pollas rozándose, sus bocas devorándose, sus manos acariciando. Ardía. Cada poro de su piel parecía estar en llamas. Él era el fuego que lo quemaba, y a la vez era el agua que podía calmarlo. Cuando Ramiro se abrió paso entre sus glúteos y llegó al contorno de su orificio, cuando empezó a acariciarlo, suavemente, solo con la punta del dedo, sin soltar el resto de su cuerpo, ni su boca, Iván no pudo contenerse más; entre espasmos y gemidos descontrolados estalló en un orgasmo como ninguno que hubiese tenido antes.

—¡Oh, dios! ¡Joder! —Y aún con los espasmos del orgasmo que se prolongaba en sus pantalones, y el cuerpo entero temblando de placer, volvió a sentirse avergonzado—. Lo siento —repitió, apoyando la frente sobre el hombro del fotógrafo, que soltó una discreta risilla antes de empezar a lamerle la oreja.

—¿Tu primera vez con un tío? —preguntó, solo por certificar algo que ya imaginaba.

—Mi primera vez… del todo… —confesó.

—Vaya. Qué responsabilidad.

Siguió entreteniéndose con su oreja, pasando la punta de la lengua por el contorno; luego mordió el lóbulo, para continuar bajando por su cuello hasta su clavícula. Iván empezó a jadear otra vez, con la respiración agitada. Era absolutamente cautivador, y notó cómo empezaba a endurecerse otra vez. Para cuando su lengua volvió a entrar en su boca, profunda, hasta alcanzar su garganta, volvía a estar completamente rendido ante él.

—Anda, a ver si esta vez conseguimos llegar a la cama antes de que te corras otra vez —bromeó el joven de ojos azules que lo tenía completamente poseído.

Ramiro lo guio hasta dejarlo tumbado boca arriba sobre el colchón, luego se sentó encima de él, con una rodilla a cada lado de sus muslos y al fin se quitó la camiseta, quedándose solo con unos boxers de licra oscura ajustados. Iván pudo admirar entonces su cuerpo, los músculos marcados de sus pectorales y sus brazos perfectamente formados. Un tatuaje étnico en tinta negra le cubría el hombro izquierdo, rodeando su brazo hasta la línea de la camiseta, y parte del pectoral, y volvió a sentirse intimidado. Sabía que él también tenía un cuerpo atractivo, no era eso, era la constatación de saber que estaba a años luz de él. A su lado solo se sentía un crío inexperto, ingenuo, ignorante.

Ramiro se había colocado a cuatro patas sobre él, y volvía a besarlo.

—Tengo ganas de hacerte tantas cosas —le susurró al oído, y la vibración de su voz grave consiguió que se le erizara la piel; podría haberse corrido solo con escuchar esas palabras.

Y antes de que pudiera pensar una respuesta, el fotógrafo ya estaba lamiendo la línea de su abdomen hasta su ombligo. Y siguió bajando hasta el borde de su pantalón semiabierto, jugando a enredarse entre su vello púbico mientras empezaba a tirar de sus vaqueros para quitárselos; y fue tirando hasta liberar su pene, que volvía a estar tan duro como la primera vez. Ramiro se incorporó lo suficiente para seguir tirando y liberarlo por completo de su ropa. Luego se quedó un momento admirando su cuerpo desnudo, e Iván tuvo que luchar contra la tentación de cubrir su desnudez ante los ojos ávidos del fotógrafo.

—Sí que estás bueno, Capitán América —dijo, y se mordió el labio inferior con esa media sonrisa tan sexy, como si se relamiera ante un menú exquisito, justo antes de volver a inclinarse sobre él para empezar a lamer el tronco de su polla con entrega absoluta.

Iván tuvo que agarrarse a la almohada y cubrirse la cara para que no se escucharan sus gemidos violentos por todo el refugio. Bastó que rodeara su glande, y en cuanto envolvió su polla dura con la boca dejándola entrar hasta el fondo, Iván no pudo contenerse una vez más, y su semen salió disparado en su garganta sorprendiendo también a Ramiro, que no imaginaba la precocidad de su joven amante.

—Normalmente se avisa, capullo —dijo limpiándose algún resto de semen de la barbilla.

—Joder, lo siento…

Ramiro volvió a ponerse sobre él.

—Deja de pedir perdón.

—Lo sien… ¡Mierda! —Ramiro sonrió antes de besarlo otra vez. Notar el sabor de su propio semen en su boca le pareció lo más erótico del mundo—. Quiero hacértelo yo a ti —se atrevió decir.

—Venga. —Y el joven de ojos azules se desnudó rápidamente, sin pudor, sin vergüenza, y se tumbó sobre la cama para ofrecerse, sujetando su enorme polla con la mano, acariciándose a sí mismo, preparándose para su boca.

Le llamó la atención la piel desnuda, carente de vello púbico alrededor de su pene y sus testículos, perfectamente afeitados y limpios de una forma como jamás había visto en un hombre. Iván se arrodilló entre sus piernas y fue directo al grano, recorriendo el tronco de su polla con la lengua. Al llegar a la punta de su glande notó el sabor salado del líquido preseminal, provocando un ligero gemido de placer cuando rodeó el glande de su amante con la boca. Tenía tantas ganas de conseguir que se retorciera de placer como había hecho él…; quería hacerlo bien, y se entregó por completo, pero no tardó en darse cuenta de que era demasiado grande para su boca, y los torpes intentos que hizo para metérsela hasta la garganta solo le hicieron ahogarse.

—Espera —indicó el fotógrafo—, cógela con la mano aquí abajo. —Ramiro le dio instrucciones, e Iván enseguida se afanó en cubrir su pene por completo entre su mano y su boca, lamiendo y succionando con esmero, acariciando arriba y abajo, consiguiendo que el joven de ojos azules jadeara ahora con más fuerza—. Espera, despacio… —volvía a indicar—. Si sigues así voy a correrme… —Pero Iván no paró, quería eso precisamente, quería que se volviera loco, que no pudiera contenerse—. Iván, joder, para… —siguió entre jadeos, y escucharlo pronunciar su nombre solo sirvió para que se afanara aún más—, voy a correrme… ¡Ah! ¡Hostia! —Y el chorro de líquido caliente salió despedido dentro de la boca de Iván.

No había previsto que fuera tanto, ni que fuera tan amargo; quería tragarlo, como había hecho él, pero una arcada lo obligó a correr al baño atragantado con la invasión inesperada. Mientras intentaba recuperar el aliento, escuchó la risa de Ramiro en la habitación, y una vez más lo atormentó su sentido del ridículo. Una vez recompuesto, se apoyó en el marco de la puerta del baño para observar a Ramiro, que se partía el culo a su costa, y al fin también él se rio de sí mismo:

—No te burles, es cruel —se quejó.

—Anda, ven aquí —dijo indicando que se tumbara a su lado. Iván obedeció, y cuando ya estaban tumbados uno al lado del otro, el fotógrafo se acercó y lamió algún resto de su propio semen, que había quedado en su cara, y a Iván se le cortó la respiración unos segundos por lo erótico de aquel gesto.

—Escucha, no deberías hacer eso, tragarte el semen de cualquiera sin tomar precauciones.

—Tú lo has hecho.

—Ya, pero tú eres virgen. Tranquilo, no voy a pegarte nada, yo estoy sano, pero nunca te fíes de nadie de esa forma, ¿vale?

—Vale…

—Aunque creo que no te has tragado suficiente para pillar nada. —Y una vez más empezó a reírse—. Bueno, creo que necesito dormir un rato, un tío muy sexy me ha machacado hoy en una cueva.

—Claro. —Iván se incorporó para vestirse, y Ramiro lo detuvo.

—¿A dónde crees que vas? Anda, ven aquí. —Lo atrapó de la muñeca y volvió a tirar de él hacia la cama. Iván se tumbó a su lado, y Ramiro lo rodeó con un brazo antes de cerrar los ojos y dejarse llevar por el sueño. Esto también era nuevo para él, jamás había dormido desnudo junto a otra persona, con el olor a sudor y sexo entre las sábanas y el calor del cuerpo de aquel hombre atractivo acariciando el suyo con cada respiración. Era un regalo completamente inesperado y maravilloso. Le costó conciliar el sueño con la mente abrumada por tantos nuevos estímulos.

3 replies on “Montañas, cuevas y tacones •Capítulo 3•

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