La savia de los dioses •Capítulo 4•

LAS VISIONES SE NUBLAN EN LA OSCURIDAD

 

La penumbra era una envoltura tenaz. A pesar de sus esfuerzos por enfocar la vista, la escena no llegaba a adquirir un mínimo de nitidez. Más tarde comprendió que no podía hacer nada para evitarlo, que el velo que lo emborronaba todo no se levantaría por mucho que se frotara los ojos. Distinguía, sin embargo, la figura casi desnuda de Caradhar, inconfundible y magnética, y una forma inmensa a lo largo del resto de su campo de visión. Caradhar la enfrentaba sin vacilar —una mancha roja sobre un fondo negro—, con esa calma suya tan característica. Él, en cambio, se sentía inquieto. Necesitaba acercarse más, apartar la bruma. Necesitaba saber, si bien ignoraba cómo hacerlo.

Navhares despertó de golpe y miró a todos lados. Le tomó algo de tiempo identificar dónde estaba; cuando lo consiguió, se preguntó por qué le latía el corazón tan deprisa. Desde su paso por Dervarn experimentaba premoniciones a diario, algunas de las cuales no sabía interpretar, como la del espejo. Eran armas de doble filo. Sabía que lo más prudente era pedir consejo a su padre cuando la impresión de la escena aún estaba fresca, pero le avergonzaba confesar ese pequeño matiz de sensualidad. Además, estaba solo en la casa. Acudía a su memoria el vago recuerdo de haber ignorado los buenos días de sus compañeros para poder seguir durmiendo; como confirmación, en la planta principal había una bandeja de desayuno junto con una nota que rezaba: «Nos partía el alma sacarte de la cama. Acude a los círculos de combates después de llenar la barriga». El estilo de Vira, sin duda. Mascullando una maldición, engulló a toda prisa un cuenco de leche y torta de especias, hizo uso de la tina de agua tibia y vistió las ropas que halló sobre la silla de su dormitorio, uno de los atuendos silvanos de Caradhar. Una oleada de placer lo tomó al asalto al verse envuelto en aquellas telas que antes estuvieran en contacto con su piel. Tras aspirar el aroma, corrió en busca de los otros.

 

El espacio consagrado ante los tres árboles bullía de ternas enfrascadas en sus entrenamientos. El murmullo provocado por la llegada de un visitante del exterior —más una corriente de pensamientos furtivos que un sonido real— rompió la precaria concentración de Dranaris. Llevaba dándole vueltas a cierto dilema desde la cena, y por eso casi sintió alivio cuando se le presentó la oportunidad de afrontarlo en directo. Casi; ese tipo sonriente que se aproximaba desde el asentamiento, el tal Vira, era un tronco duro de talar, y habría preferido a cualquier otro de sus paisanos. En cuanto los alcanzó, saludó a todos con una donosa reverencia y se colocó a sus espaldas. Dranaris esperaba que le lanzase uno de sus socarrones comentarios sureños, pero se limitó a contemplar las evoluciones de los luchadores con un interés que bien podría haber pasado por auténtico. Agotada su paciencia, lo abordó sin preámbulos.

—¿Por qué nos elogiaste anoche ante Kaledias?

—Buenos días a ti también, amigo. ¿Habrías preferido que le contase lo poco que te costó darnos esquinazo? Pues nada, tomaré nota para la próxima.

—No esperaba que mintieras por nosotros, unos desconocidos, ni me gusta arrogarme méritos que no me corresponden.

—¿Mentir? Únicamente mencioné lo agradable de vuestra compañía, no su duración. En cuanto a aprender de vuestras tradiciones…, ahí sí espero que seáis más flexibles. Esto es nuevo y apasionante para nosotros, imaginad: ¡parientes recluidos en las montañas durante siglos! Permitidnos ser parte de ellas, convertirnos en espectadores atentos. Prometemos robaros poco tiempo. Sois grandes luchadores; sería lamentable que empañaseis vuestro esfuerzo levantando las suspicacias de Kaledias, cuando este arreglo de ser nuestros supervisores puede convertirse en algo grato para ambas partes.

—Hablas con muchos ringorrangos. ¿Eso es una amenaza de presentar quejas si no te complacemos?

—Por la diosa, ¿habrá alguien más desconfiado en todos los territorios del norte? Te acabo de ofrecer un cumplido y una solución para tu problema. Acéptalos sin discutir.

—Yo acepto por los dos. —Azor, más práctico, decidió tomar parte en la conversación—. Comprenderás que nos cueste confiar en los extranjeros cuando los humanos rapiñan las montañas y nuestra propia gente se nos sube a la chepa. ¿Y ese interés por la elección de los Nudhakavie?

—Me fascinan la lucha y los desafíos y soy experto en los dos campos. En Dervarn no tenemos nada similar, los tejedores especializados en combate (como yo) son muy escasos. Me he fijado en que no usáis talentos visibles. ¿Los reserváis hasta la competición oficial o de verdad prescindís de ellos?

—Ignoro de qué manera peleáis allá, pero aquí los talentos son letales y los reservamos para nuestros enemigos. No, lo único permitido son las habilidades empáticas. Tenemos árbitros vigilando que a ningún telépata se le escapen órdenes mentales, que los telequinéticos usen sus músculos en lugar de sus poderes para lanzar a los oponentes fuera del círculo…

—Vaya, debe ser muy duro contenerse. Tu fuerte es la magia de defensa, ¿no?

—¿Y eso lo has deducido de un simple combate? Muy avispado.

—¿Y la tuya, Dranaris?

—Elementalista; agua, viento —respondió Azor por él. Luego añadió, en voz más baja—: Fuego.

—¿Tres elementos? —Vira silbó por lo bajo—. Invocar y modelar dos ya es un logro. Y… ¿fuego? Debes ser un fenómeno.

—No soy invocador del agua ni del fuego, sino mero modelador —intervino Dranaris, molesto por el exceso de franqueza de Azor—. Simplemente les doy el uso limitado que requiero de ellos. Ningún Silvano sensato alentaría a un elementalista de fuego.

—Desde luego. Ninguno sensato. —Por el tono de Vira, cualquiera habría deducido que a él no le incomodaba cierta cantidad de insensatez—. Un miembro defensivo y otro ofensivo, un equipo equilibrado. Dejadme adivinar: la tercera era una telépata de categoría.

Resultó obvio que Dranaris no se tomó nada bien la alusión a su camarada perdida. Por suerte para Vira, la llegada de Navhares lo salvó de una réplica ácida. También le permitió estudiar con más detenimiento la deferencia que los norteños mostraban hacia los videntes; a su paso, todos volvían los ojos hacia él y se rozaban las frentes en un gesto de devoción, como si rogasen que los dioses les enviaran buenos presagios a través de sus sueños. Vira sonrió. Sabía que el muchacho ni siquiera se daba cuenta de ello porque su concentración estaba puesta en otear los alrededores en busca de cierta persona. En efecto, tras saludar al trío inquirió:

—¿Dónde está Caradhar?

—Salió temprano para complacer la curiosidad de los sanadores sobre los dotados. Ni un temblor de tierra te habría despertado, así que te dejó dormir hasta más tarde. Escucha esto, nuestros amables guardianes me estaban explicando las particularidades de sus tradiciones. Observo que vuestros tatuajes varían de un grupo a otro. ¿Cada uno posee su propio diseño?

—Forjamos las ternas muy pronto, la mayoría cuando apenas hemos dejado de ser unos mocosos. Los primeros entrenamientos son los más importantes; durante esa época descubrimos con qué camaradas somos compatibles. Tras prestar el juramento de permanecer unidos para defender Dallankor y tomar parte en el primer combate ritual, los tatuadores ponen manos a la obra. Lleva años completar un tatuaje. El nuestro representa el respeto que sentimos hacia las manifestaciones de los dioses cuando van a la guerra.

—Dragones…

Vira y Navhares se acercaron a estudiar el patrón de líneas que lucían los dos luchadores. No eran bestias entrelazadas, según habían supuesto en un principio, sino una larga franja donde esas magníficas criaturas se mostraban en posición de alerta, desplegando las alas o enzarzadas en combate. Les recordaron las antiguas leyendas donde se mencionaba que los dragones eran la forma de batalla de las divinidades, y Navhares se permitió una sonrisa al pensar en su viejo juguete mecánico, regalo de Caradhar, y en las miradas codiciosas que la pequeña Deilessa le dedicaba de tanto en tanto. Las imágenes de sus seres queridos, tan próximas a él y a la vez tan separadas, le provocaron un alfilerazo de nostalgia. Se percató entonces de que su nariz estaba muy cerca del pecho de Dranaris —demasiado cerca— y se enderezó de golpe. En honor a la verdad, los estándares de recato de los norteños debían ser más relajados, ya que Vira aún estaba más pegado que él y ninguno parecía incómodo.

—Fascinante —murmuró este al fin—. ¿Y el arte continúa pernera abajo?

—¿Quieres que nos bajemos los pantalones para demostrártelo?

—Vaya, Azor, ¿lo haríais?

—Tal vez, si fueras una moza y no un sureño con hechuras de tronco de árbol.

—Ah, te gustan las mozas, qué lástima. Entonces, ¿me complacerías si adopto la apariencia de una? Dime cuál es tu tipo.

—Mi tipo no es asunto tuyo.

—Oh, vamos. Hasta haré que la ilusión se destape un poquito para corresponderte.

—Tronchante humor sureño. —Quizá la expresión de Vira destilara cierta malicia, pues el elfo de los ojos de ave añadió—: Respeta los círculos de combates, nada de quedarse en pelotas ante los árboles sagrados. Por si te lo estabas planteando.

—El cielo me libre, solo bromeaba. Y esos adornos en las orejas, ¿qué representan?

La atención del Silvano se trasladó entonces a la colección de pendientes de Dranaris. Su lóbulo estaba atravesado por un aro grueso de oro del que colgaban tres anillos plateados mucho más finos. Dos piezas similares se alineaban sobre él, seguidas por otro par de anillos sueltos. Y arriba, en la parte superior del hélix, un cilindro atravesaba el cartílago y servía de funda para un bastoncito de metal verdoso, fijo en su sitio gracias a dos remates. Los extremos mostraban un diminuto relieve de tres árboles dispuestos en triángulo.

—Victorias. —A pesar de la lacónica respuesta, el orgullo de Azor no pasaba desapercibido—. Cada año se celebran encuentros arbitrados por el consejo de antiguos Nudhakavie que suponen tantos para las ternas vencedoras. Un aro de bronce representa una victoria; de plata, tres; de oro, nueve; la perforación de savavieh —señaló el metal verde— equivale a treinta victorias o a un año perfecto sin derrotas.

—Admirable. ¿Y en vuestro caso fue…?

—El año perfecto —explicó Azor—. Justo antes de que…

Al notar la sombra en los ojos de Dranaris, los visitantes adivinaron al instante que su compañero se refería al momento en que la terna se convirtiera en dúo. Esta vez, sin embargo, Vira no dejó que el ánimo del norteño arruinase la charla.

—Según escuché anoche, ganarán quienes consigan el mayor número de triunfos. ¿De qué manera ayudan esas victorias pasadas?

—Contarán en caso de empate.

—Pues tenéis las orejas muy cargadas. Debe ser duro mantener el equilibrio con tanto peso. —Alargó la mano al descuido para rozar la colección de marcadores rituales—. Espera, estos dos aros se han enganchado.

Al observar los manejos de Vira, su sonrisa zorruna mientras recolocaba las piezas de orfebrería o señalaba detalles vistosos del tatuaje, Navhares frunció el ceño. No era la primera vez que lo sorprendía forzando el contacto físico con otro elfo y, aunque Dranaris aún se mostraba frío y poco receptivo, tampoco lo apartaba. Se preguntó si estaría usando su empatía para congraciarse con los Silvanos locales o si solo buscaba una víctima de esa promiscuidad que lo caracterizaba, según palabras de su padre y de Sül. No hemos venido para divertirnos —pensó—, sino para ayudar a resolver un problema enorme. Y no lo vamos a conseguir si este se lanza sobre el primero que pasa y nos avergüenza. ¿Por qué me ha dejado Caradhar con él?

El joven respiró aliviado cuando vio llegar a los dos ausentes a través del claro. El recuerdo de su sueño y el deseo de hablar en privado con su padre volvieron a asaltarlo, pero dudaba que la oportunidad se le presentase tan pronto. Los extranjeros se habían convertido en el centro de atención de la cerrada sociedad de Dallankor; la intimidad era un lujo fuera de su alcance.

—Eh, vosotros, ¿qué tal la mañana? —Vira se adelantó en el saludo—. ¿Te han exprimido los sanadores, Caradhar?

—Lo habitual. ¿Estás bien, Navhares?

—Sí, aprendíamos sobre los combates rituales. ¿Te has fijado en los dragones de su tatuaje? ¿A que son semejantes al que me regalaste cuando era…?

Lo último que el joven pretendía era parecer débil o inmaduro, y por eso se mordió la lengua al percatarse de que hablaba de sus juguetes infantiles. Por suerte para él, ambos bandos estaban tan ocupados examinándose mutuamente que sus palabras quedaron en el aire. Sül había tomado prestados los bastones de Azor y los blandía con maestría, admirado de su resistencia y magnífico equilibrado pese a estar hechos de madera. Los luchadores no tardaron en reconocer a un colega experto.

—Sabes moverlos, ¿eh, Darshinavie? —preguntó una elfa entre los mirones, usando el dialecto local para referirse a la antigua orden del elfo—. ¿En las ciudades enseñan a combatir… o a bailar?

—Ya no soy un Darshi’nai —replicó Sül sin inmutarse—. Y no sé qué aprenderéis vosotros con todas estas ramitas de árbol. Nosotros peleamos con acero, nos va la vida en ello.

—Ja, tu lengua es bien larga para no poseer ni una gota de savia en las venas. Usamos madera porque sabemos hacer daño. Dame un simple cuchillo de la fruta y te cortaré en dos, sureño.

—Nada de magia entre vosotros. Eso sí, cuando viene el extranjero hay que lanzarle todo lo que tenéis, no vaya a ser que os pegue una paliza a base de puro músculo.

—¿Subido a un taburete? —se burló uno de los más altos—. Los del llano tendéis a crecer poco. Debe ser vértigo.

—Los de la montaña, en cambio, tenéis las patas largas. Así es más fácil patearos la entrepierna.

—Veremos quién patea la entrepierna de quién. Aunque con la tuya no se perdería mucho. La mía, por lo menos, sirve a su propósito.

—¿El propósito de complacer a tu madre, quien, además, es tu hermana? ¿Y tu esposa? ¿Y tu cabra?

Navhares se horrorizó ante tal hostilidad, hasta que comprendió, gracias a las sonrisitas de Vira y Azor, que era un simple intercambio de bravatas entre guerreros. Y atacaban sin piedad. Quizá los defensores fuesen un modelo de disciplina, pero en la atmósfera más relajada de los entrenamientos no hacían remilgos a divertirse sin sutilezas. Por fortuna para Sül, haberse criado entre la escoria resultaba útil para seguirles el juego. La escena se remató con un murmullo de aprobación y algunas palmadas en su hombro.

—Eh, si tan bueno eres, ¿por qué no lo demuestras? ¿Quién se ofrece voluntario para medirle los lomos al elfo de ciudad? ¿Dranaris? ¿Azor? Como sus guardaespaldas, seréis más piadosos cuando muerda la hierba.

—Que se enfrente a su compañero de Dervarn —sugirió el primero.

—No sería muy justo, damas y caballeros. —Una graciosa inclinación acompañó la excusa de Vira—. Es imposible (y absurdo) desconectar las habilidades empáticas durante un enfrentamiento, talentos de los que, según sabéis, mi querido Sül carece. No estaríamos en igualdad de condiciones, con lo que el desenlace sería poco representativo de nuestros méritos.

—Me conmueve tu consideración. No hables por mí y agarra un arma, lengualarga.

Al verlo elegir una vara, recogerse la trenza y aceptar el calzado especial, Vira se preguntó qué tramaba el antiguo Sombra. Porque las intenciones de Dranaris —aprovechar para observar su técnica antes de retarlo él mismo— ya le habían quedado claras desde el principio. Por más que lo fastidiara perder el factor sorpresa, no encontraba motivos para negarse, así que imitó a su contrincante y se situó con su propia vara en un círculo de combates despejado para ellos.

—Fuera el jubón y la camisa —ordenó Azor—. Es nuestra tradición. Y cuidado con esas trenzas de señoritingos. Para lo único que valen es para darles un asidero a vuestros enemigos.

El Silvano se encogió de hombros y lanzó las prendas al borde de la circunferencia, consciente de que en su físico no había nada de lo que avergonzarse. Navhares lo contempló con una punzada de envidia; aunque entrenara día y noche sin parar durante cien años no sería capaz de desarrollar un cuerpo tan perfecto. Perfecto… La asociación de ideas hizo que se fijase en Sül, en su mueca de indecisión y en la manera en que volvía el rostro hacia Caradhar. Él era uno de los pocos que conocían los motivos del elfo para evitar desnudarse en público. Sabía que su padre los respetaba, y por eso se sorprendió al advertir el ligero asentimiento de este, invitándolo a aceptar. Jamás habría previsto la acogida del público cuando Sül dejó caer su camisa con un suspiro: perplejidad, embeleso, murmullos de admiración… Un corrillo de curiosos se congregó en torno a su espalda escarificada, algunos dedos audaces se adelantaron a rozarla con inapropiada familiaridad. Ni Azor ni Dranaris permanecieron inmunes ante las franjas, ondas y remolinos tallados en la piel.

—¿Representa motivos de tu clan?

—¿Es común entre los Darshinavie?

—¿Cuánto tardaste en adquirirlo?

—¿Es obra de un modelador de carne o de una hoja afilada?

—¿Te adormecieron o acogiste el dolor con la entereza de un guerrero?

El interrogado respondió a la oleada de preguntas lo mejor que supo, desconcertado ante aquellas muestras de interés. ¿Quién habría de imaginar que toda una comunidad apreciaría sus mutilaciones? Aunque era obvio que Caradhar sí lo había hecho, según atestiguaba su expresión satisfecha. Para los defensores de Dallankor, el cuerpo no era más que el vehículo de su devoción y el lienzo donde relatar sus progresos. Quizá Sül no fuese un tejedor, pero sus marcas y cicatrices hablaban un lenguaje que todos ellos entendían.

—Ejem. —Vira carraspeó con contundencia—. Veo que te has apropiado del favor del público. A riesgo de sonar mezquino, ¿te importaría apartar a tus adoradores y empezar ya con lo nuestro? A menos que te lo hayas pensado mejor y prefieras dejarlo correr.

—No voy a dejarlo correr. ¿Qué pasa? ¿Se te han subido las pelotas a la garganta?

—Si ese fuera el caso, ya llegarían más alto que tú. No malgastes tus fanfarronadas conmigo y colócate en posición.

Los dos elfos ocuparon sendas mitades del círculo ante la mirada de los defensores, quienes abandonaban sus propios entrenamientos para presenciar el combate. Era obvio que la balanza se inclinaba a favor del Silvano con las dos marcas de la magia, pues, por hábil que fuese el argailiano, nada podía hacer contra un tejedor más fuerte y corpulento. Vira pensaba igual y, aun así… La facilidad con la que Sül había aceptado ser vapuleado en público era sospechosa, igual que la calma de Caradhar al tomar asiento ante los árboles. El luchador experimentado que era desechó tales vacilaciones y se concentró.

Tras años de intercambiar golpes, los dos habían llegado a conocer muy bien las capacidades de cada uno. Las florituras de Vira al hacer girar la vara no eran nada nuevo, dada su tendencia a los alardes. Tampoco extrañó a nadie el estatismo con el que Sül, siguiendo la costumbre Darshi’nai de conservar la energía, sujetaba la suya. Lo que sí consiguió pasmar a muchos fue la habilidad de este último para esquivar los primeros varazos. Vira estaba entre ellos. Sus percepciones empáticas, una burbuja que englobaba y analizaba cada movimiento del antiguo Sombra, le comunicaban de manera instintiva en qué lugar se centraba la mirada de este, a dónde desplazaba sus miembros y cuáles eran sus puntos menos resguardados; no obstante, al disparar hacia ellos sus rapidísimos ataques, el luchador corregía su trayectoria para evitarlos. Esperó a realizar algunas comprobaciones más para estar seguro. Cuando su oponente saltó sobre un barrido que habría tumbado a un ciervo y, sobre todo, tras bloquear a ciegas un formidable golpe dirigido a su costado, con una tranquilidad rayana en indiferencia, Vira confirmó que algo no marchaba según lo esperado. ¿Uso no reglamentario de la magia? —pensó—. No, es de suponer que alguien lo detectaría. Entonces, ¿qué? ¿El contacto con Caradhar ha hecho que desarrolle sus propias habilidades empáticas? Imposible, Sül no posee el talento. Es bueno, muy rápido e intuitivo, pero no hasta este extremo. ¿Dónde está el truco?

De no haberlo juzgado absurdo, Vira habría bloqueado su mente para defenderse en lugar de expandirla. Mucho menos confiado, lanzó unos cuantos ataques más. La visión de los dos elfos en igualdad de condiciones —sus cuerpos un par de máquinas soberbias al desplegar sus musculaturas, sus trenzas atadas a la nuca volando tras ellos— ofrecieron un gran espectáculo a los ocupantes de la explanada. También alzaron más de una ceja ante la aparente ineficacia del Silvano para doblegar a un adversario menos digno. Ni el alcance extra que su altura le ofrecía ni la potencia de su mayor volumen lograban encauzar la contienda. ¿Voy a tener que hacerlo bailar hasta agotarlo?, se lamentó. Lo que había planeado como una corta demostración —y por el Telar que iba a ser amable y permitirle conectar algún golpe— iba camino de convertirse en un ejercicio de desgaste.

Por desgracia para Vira, las tornas cambiaron, y el que había comenzado a la ofensiva se vio forzado a poner todo su empeño en cubrirse para no recibir algún impacto serio. El problema con la agilidad de Sül era que aprovechaba huecos tan pequeños que su vara no lograba mantenerlo apartado y a raya. Resignado al contacto, decidió intensificar la fuerza con la que la balanceaba para desarmarlo, ya que un Sombra sin nada en las manos tendía a cometer más fallos. Y llovieron así los golpes, contundentes y poderosos, sobre los puntos de agarre de este. Tal era su ímpetu que Sül, en efecto, no fue capaz de sostener el trozo de madera y tuvo que dejarlo ir. Mas el pequeño triunfo rompió la concentración de Vira durante un instante muy largo, lo suficiente para que su propia arma fuese pateada fuera del círculo. A duras penas logró contener un exabrupto a medias airado, a medias jocoso. Que me ahoguen en savia si no voy a tener que enfrentarme a este pequeño asesino fullero a tortas. De inmediato colocó brazos y piernas en posición, buscando el equilibrio mientras empezaba a dar vueltas en torno al otro elfo. Su técnica era superior, pero eso no le ofrecía mucha confianza. Había algo poco tranquilizador en la pose recta de Sül, como si el joven supiese algo que él desconocía. Como si adivinase por dónde iban a llegarle los próximos ataques.

Comprendiendo que sus habilidades empáticas no le servían de nada, Vira optó por tejer un escudo, tomó de nuevo la iniciativa y emprendió una danza de puñetazos y patadas que serviría, al menos, para mostrar a los norteños lo bien que sabía moverse. Por desgracia, la liza se estaba haciendo eterna, pues a cada impacto, barrido y giro Sül respondía con un salto, voltereta o finta. Al final, con la sonrisa ya desvanecida por completo, el tejedor de Dervarn se resignó a adaptar su estilo a la desesperada y luchar a impulsos para que el otro no pudiese anticiparse. El éxito relativo que solía cosechar con esa maniobra brilló por su ausencia, sobrepasado por un antagonista que aparentaba haberse acomodado dentro de su cabeza.

Su último recurso antes de perder la paciencia era la fuerza bruta, terreno en el que superaba a Sül. En teoría; para agarrarlo y someterlo habría tenido que ponerle las manos encima. Lo intentó varias veces con sus más arteras tácticas y poses, apurando al máximo la rapidez de un físico que ya mostraba las primeras señales de fatiga. Y en uno de los volatines que usó para colocarse a su espalda, el argailiano aprovechó la más pequeña de las aberturas en su defensa, saltó hacia atrás, le rodeó el cuello con las piernas —rápido, tan rápido que muy pocos siguieron el movimiento— y se dejó caer de costado. A Vira le tomó un instante reaccionar. Cuando lo hizo, su campo de visión limitado por dos muslos hechos de pura fibra le ofreció una imagen vergonzosa de sus pantorrillas fuera del círculo. Sül había logrado sacarlo, siquiera a medias. El antiguo Darshi’nai sin poderes mágicos lo había derrotado.

Un murmullo de incredulidad y algunas exclamaciones de asombro celebraron el inesperado desenlace. La parte más desvergonzada de Vira se planteó hacer un comentario obsceno sobre aquella pose, aunque estaba tan fastidiado que no sentía ganas de bromear.

—Te ha dado una buena. —La obviedad de Azor hizo más leña del árbol caído—. Y sin savia.

—No ha jugado limpio —rezongó Vira, una vez en pie y tras sacudirse la hierba—. En realidad, ha hecho trampas como un bellaco.

—¿No será el despecho lo que habla por ti? Hay árbitros, sureño, este no es terreno de aficionados. Ninguno de los dos ha hecho un uso ilegal del talento.

—Nosotros no. Me refiero a ese pelirrojo que se está aguantando las carcajadas ahí detrás.

Todas las miradas convergieron en la silenciosa figura de Caradhar, aún sentada a la sombra de los tres árboles. Lo cierto era que no parecía estar a punto de echarse a reír, pero sí que lució una sonrisa complacida al incorporarse y caminar hacia ellos. Los pelirrojos eran muy infrecuentes en Dallankor; los dotados, muchísimo más; y los que hacían trampas en el círculo… Bien, todavía estaba por verse si tal espécimen de elfo existía.

—Tu amigo sostiene que nos habéis tomado el pelo, tu Darshinavie y tú. Explica cómo has utilizado tu talento sin que nadie lo detectase.

—Yo no he dicho que hiciera eso —masculló Vira—. No, el muy desgraciado se las ha arreglado para conseguir algo mucho peor.

—Muy perceptivo. No he utilizado magia, hemos luchado con vuestras mismas armas. —La voz de Caradhar poseía un matiz de chanza—. Hace años que Sül es mi fulcro. Mis capacidades son las suyas y viceversa.

—¿Insinúas que vuestra coordinación es tan instantánea que puedes leer a su oponente a través de él y hacerlo reaccionar con semejante rapidez? ¿Como si su cuerpo fuese tu cuerpo y tu mente su mente? Nadie consigue ese nivel de excelencia.

—¿Y por qué has intervenido? —exigió saber otro elfo—. Extranjeros o no, deberíais saber que aquí se pelea con limpieza y respeto.

—Solo quería demostraros que podéis contar con él en igualdad de condiciones. Yo no soy buen luchador, él sí. Y no tiene sentido que sus aptitudes desmerezcan por haber nacido sin el talento.

Se levantó una ola de murmullos entre los Silvanos, algunos de los cuales se preguntaban si aquel dotado tan singular pretendía burlarse de ellos. Ahora bien, dado que no había intentado negar su culpa, que podían entender las frustraciones por la falta de magia y —y esto no era lo menos importante— que el espectáculo había sido excelente, la gran mayoría pasó el tema por alto. Dranaris, uno de los pocos insatisfechos con las explicaciones de Caradhar, dejó de lado su reserva para abordar a Vira.

—¿Es cierto que Caradhar posee ese dominio sobre su fulcro? ¿No es una jugarreta elaborada?

—Eh, yo también me he llevado una sorpresa desagradable. Si lo hubiera sabido, no habría corrido a que me apaleasen.

—Quizá estés desentrenado.

—Ah, no, eso sí que no, amigo; te invito a que vayas a comprobarlo por ti mismo. Pídele un turno a Sül y experimenta las delicias de un dotado telépata y empático en tus propios lomos. O mídete conmigo y valora si estoy desentrenado o no.

—Puede que lo haga.

—Cuando quieras. Aunque ya me has visto moverme (porque no eres ciego) y a estas alturas sabrás que no me falta pericia.

—Ni te sobra modestia.

—La modestia se la dejo a quienes carezcan de todo lo demás.

Se produjo un silencio incómodo. Vira no penetraba las mentes con la facilidad de Caradhar, pero tenía una idea aproximada de lo mucho que su interlocutor debía codiciar un talento semejante, si bien su orgullo le impedía preguntarle al interesado. A sus labios afloró una sonrisita cómplice: ese orgullo no había sido un obstáculo para preguntarle a él.

—No merece la pena darle vueltas, Dranaris. ¿Un elfo con el Don y la magia, sangre mezclada y todo eso? Los dioses sabrán qué sorpresas se guarda en la manga.

—Esa compenetración proporcionaría a cualquiera una ventaja decisiva en los combates.

—Ya tendrás oportunidad de estudiarlo de cerca en los próximos días. Es más —palmeó la espalda del norteño con confianza—, te ofrezco mi colaboración para sonsacarlo. Después de tantos años siendo el fulcro de unos y otros, va siendo hora de buscarme el mío propio y aprender algunos trucos.

—¿Nunca has tenido uno? ¿Un hermano de armas, una pareja?

—Me temo que carezco de todo eso. Mi vida ha sido… complicada.

—En Dallankor algo así es inconcebible.

—Ya veo. Es muy probable que tú puedas enseñarme un par de cosas. Bueno, ¿para cuándo nuestro enfrentamiento amistoso?

Entre el corro de curiosos que interrogaban a Caradhar y Sül y el acercamiento de Vira y Dranaris había una tercera parte, Navhares. El joven observaba mudo, sus ojos oscilando desde la atención brindada al antiguo Sombra —mientras que él, un vidente de sangre noble, era evitado por la mayoría— hasta los dedos de Vira sobre el hombro de su imponente compañero. Se sentía desplazado; tan fuera de lugar como en Argailias, donde era una rareza entre dos mundos cautiva del silencio. Finas arrugas se formaron entre sus cejas, arrugas que ni la rápida mano tendida por su padre ni el largo paseo que dieron juntos consiguieron borrar del todo. Por suerte, Caradhar fue persistente, y a la hora de regresar a su alojamiento Navhares había recuperado su buen talante. Pero no había olvidado.

 

—¿Por qué has tardado tanto? Ya es de noche.

Cuando fue el turno de Vira de entrar por la puerta no lo recibió un amable comité de bienvenida, sino el tono inquisitivo del muchacho. Este se había reclinado en un diván y aparentaba leer un tomo sacado de la estantería del salón, si bien llevaba algún tiempo detenido en una página abierta al azar.

—Mi queridísima mamá, por mucho que me halaguen, tus desvelos por mi bienestar no te pegan nada. Me he pasado el día tendiendo puentes hacia nuestros nuevos amigos. La pregunta, más bien, es por qué no estás tú con ellos.

—Sé reconocer un flirteo. ¿Te interesa Dranaris?

—Un… Un flir… —Las carcajadas fueron tan escandalosas que Navhares no supo dónde posar la vista. Y la cosa empeoró en el momento en que el Silvano eligió el respaldo del diván para sentarse—. Chiquillo, yo no flirteo. Si me atrae alguien, me encargo de hacérselo saber de manera inequívoca. Eh, es la segunda vez que me sometéis a este interrogatorio. Quizá Sül se haga el duro, pero tú sí que pareces despechado por no ser el blanco de mis atenciones.

—¡Yo no estoy despechado! ¡Y nunca he pedido tus atenciones! ¡Por mí, puedes meterte en la cama de quien te apetezca, aunque sea un bravío con la espalda garabateada que solo sirva para pelear!

Había una referencia evidente a otro elfo en esas palabras, y Vira no la pasó por alto. Sus ganas de burlarse empataron con cierto toque de comprensión.

—Agradezco tu permiso y te confirmo que mi esparcimiento no va a interferir en mis lealtades. Prometí a los guías que cuidaría de ti y… Eh, eso me recuerda que estoy en contacto con Savran y es hora de repetir tu ritual de purificación. Desabróchate la camisa, vamos.

—¿Ahora? Las ventanas están abiertas.

—Las ventanas se cierran.

—Caradhar y Sül están arriba.

—Ocupados, no se enterarán. —Apartó el libro a un lado, lo empujó con suavidad y empezó a desatar los cordones de su jubón.

—¡Puedo hacerlo solo!

Tras la ligera reticencia, Navhares apretó los dientes y se prestó al proceso, preguntándose si el alcance de los talentos del guía bastaría para cruzar la larga distancia entre ellos. En el fondo, le gustaba observar esa expresión seria y concentrada del Silvano, muy diferente a la que le mostraba a diario, y esas manos que, a pesar de ser los instrumentos de un guerrero, lo trataban con gentileza al absorber la corrupción alquímica. Si aquel largo y penoso ritual le resultaba tolerable, si se sentía a salvo expuesto de esa manera, era gracias a la actitud del mudo tejedor.

Por eso le extrañó que, a diferencia de la sesión anterior, en esta rompiese el silencio.

—¿Notas la diferencia tras esta temporada lejos de la ciudad? Toda esa savia debería ayudar.

—Ignoro qué he de notar. Experimento más…, uh…, visiones. —La fricción de las palmas sobre su vientre le provocó un escalofrío—. ¿Has de bajar tanto? Mis pulmones están más arriba.

—Shhh. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿No estás cómodo conmigo?

—Nadie me, hum, toca así. Ni mi esposa lo hacía.

—¿Y las bonitas damiselas que mariposean en torno a ti en Argailias?

—Claro que no, el consorte de la Senniam ha de ser un ejemplo de virtud. Y yo ya tengo a Mereios y Deilessa. He cumplido con mi deber y no es preciso que haga nada más.

—Fascinante. ¿Significa eso que, cumplidos tus deberes procreativos, vas a renunciar a su parte agradable? —Aunque Navhares esperó más risas, la voz era suave y en absoluto burlona—. Aún no has alcanzado la edad de un adolescente y ya razonas igual que un anciano. Eres demasiado joven y demasiado guapo para desperdiciarte así. ¿Quieres ser un consorte modelo? Déjalo para cuando estés en palacio. Nada de lo que hagas fuera de tu cárcel de cuarenta y nueve cúpulas llegará a oídos de tus carceleros.

—¿Soy demasiado guapo? Un momento, ¿insinúas que…? —Se revolvió para enderezarse. La presión de las manos del Silvano volvió a tumbarlo—. ¿Qué insinúas?

—Que mires a tu alrededor y escojas. Las muchachas de Dallankor, sin ir más lejos, formarían una fila ordenada para ti.

—Estas elfas son muy diferentes a las de Argailias, tan altas y anchas de hombros. Y ya oíste el ofrecimiento de Kaledias, no les importa intimar con extraños. Por nada del mundo voy a arriesgarme a… a…

—¿A qué?

—¡A hacer hijos con ellas! —soltó, en su mejor tono conspiratorio.

—Lo que tú consideras defectos pueden ser virtudes a ojos de otros. En cualquier caso, está a tu alcance probar con compañeros de juegos menos arriesgados e igual de placenteros.

—¿Compañeros de juegos?

En la pausa que siguió a esas palabras, lo primero que notó Navhares fue la ausencia completa de dolor; la purificación había acabado hacía rato sin que se percatara de ello. El contacto, sin embargo, seguía allí. Las palmas de Vira se adaptaban al contorno de sus costados; los pulgares oscilaban sobre su cintura, rozaban la piel al borde de sus pantalones. Cuando, en uno de los vaivenes, penetraron bajo la tela y trazaron dos líneas audaces en torno a su ingle, el simple cosquilleo experimentado hasta entonces se convirtió en una corriente eléctrica que le contrajo los músculos del vientre y el pecho. Su cuerpo no alcanzó a contener una sensación tan intensa: tuvo que dejarla escapar a través de los labios, en un gemido agudo, suave… y sorprendido.

—¿Qué estás haciendo?

—Tu mente está llena de imposibles que no te permiten ver más allá, Navhares. Vacíala, déjate llevar. Hasta ahora has obedecido cuanto te han ordenado y has suspirado por lo que no podías tener. ¿No crees que es tiempo de divertirte un poco?

Vira era grande en todos los sentidos, diferente por completo de la figura delicada de su esposa o de la belleza esbelta y flexible de Caradhar. Al observarlo antes en el círculo de combates, medio desnudo junto a aquel norteño de su tamaño, lo había invadido la sospecha de que sus ropas de elegante manufactura eran el disfraz de algo mucho más salvaje. Era cierto que sus dedos no seguían descendiendo y que no lo miraba con malicia, pero su proximidad bastaba para alterarle el ritmo de la respiración. ¿Por qué no hacía algo por apartarlo, se preguntaba? Una pequeña parte de su consciencia se consoló con la idea de que debía estar usando sus hechizos de atracción. Otra se quedó quieta mientras se inclinaba sobre él. Muy quieta, expectante…

El avance del Silvano cesó cuando una mordaza de metal se materializó sobre sus labios. Por la expresión de sus ojos, Navhares dedujo que algo no iba bien, y no se equivocaba: la mordaza era, sin duda, obra de su talento mágico. Lo que el muchacho ignoraba era que el tejedor no la había conjurado de manera voluntaria.

—Vira, ¿qué estás haciendo?

—¿Caradhar? Bueno, esto es increíble. ¿Me utilizas para lanzar mis propios hechizos sin mi permiso? ¿Desde cuándo puedes hacerlo?

Se irguió e hizo desaparecer la molesta traba metálica.

—En serio, ¿cuál es el maldito límite de los malditos fulcros que puedes usar, maldito pelirrojo? Y ya que hablamos del tema, ¿no se te ocurrió avisarme?

—Si no hubieses estado tan distraído, no me habría costado tan poco vencer tus protecciones. Distraído encima de mi hijo, por cierto.

—Ejecutaba el ritual de purificación a través de Savran.

—Terminaste hace un rato. Y para eso no hacía falta desvestirlo.

—Tiene dos críos, creo que no carece de nociones sobre cómo fabricarlos. ¡Oh, por amor de los dioses, sal de aquí! ¿No estabas con Sül? ¿Ya sabe que te metes en la cabeza de otros elfos mientras retozas con él?

—Navhares es casi un niño. No pretendo dármelas de moralista ni cortarle las alas, pero preferiría que se mantuviera a salvo de tu experiencia.

—Claro, es mucho más sano que sueñe con colarse en la cama de papá en lugar de desfogarse con alguien más. Oye, no planeaba hacerle nada, es muy joven para mí. Es la verdad, ni quiero ni puedo mentirte. Lo único que pretendía era enseñarle que hay vida fuera de palacio y muchos chicos atractivos para pasarlo bien por una vez. Algo que tú, su padre, tendrías que haberle…

—¿Vira?

La voz preocupada de Navhares puso fin al diálogo mudo entre los tejedores. El Silvano recompuso su sonrisa, se puso de pie con la agilidad de una pantera y devolvió su libro al muchacho como si nada hubiera sucedido.

—Ya estás listo por ahora —dijo—, no estaría mal que descansaras un poco. Y medita sobre lo que te he contado, ¿de acuerdo? Si ves un chiquillo guapo al que te apetecería hincar el diente, ¡a por él!

Navhares se encontró solo en un salón silencioso, con el jubón abierto y el corazón aún latiendo a toda velocidad. Estaba confuso y frustrado; se sentía un novato embaucado al que le habían quitado de las manos algo que ni siquiera había querido desde un principio. E, ignoraba por qué, eso lo ponía furioso.

Los días que siguieron se le antojaron a Navhares cortados por el mismo patrón: Caradhar complacía la curiosidad de los estudiosos, Sül respondía a las preguntas menos comprometedoras sobre Darshi’nai, Vira acudía a los entrenamientos de las ternas… En cuanto a él, poco hacía de provecho, salvo sufrir sueños velados e incompletos que, más que imágenes, le mostraban esbozos de un futuro enigmático. Y siempre con la presencia de su padre. Llegó a pensar que confundía las visiones con sus propias obsesiones; que, a diferencia de lo esperado por los Silvanos, la proximidad a las fuentes de la savia estaba ahogando su maltrecho talento. Con todo, no quiso discutir el tema con nadie. Se temía que lo mandasen de vuelta a Dervarn a través de ese hechizo del portal si no conseguía aportar algo útil al grupo.

En la siguiente noche de luna nueva, Kaledias les comunicó que había llegado la hora de conocer el santuario. Confinados a la arboleda y al claro, las oportunidades de los viajeros para explorar las cavernas y pasos circundantes habían sido escasas. Aquella jornada iba a suponer su iniciación en los misterios de Dallankor, reservados para sus habitantes, y comenzaría con una visita al corazón de las montañas, a varias millas de profundidad.

Acompañados por Kaledias, Dranaris, Azor y una pequeña escolta, los cuatro fueron conducidos a los túneles de descenso situados en la parte norte, más allá de los tres árboles. Navhares se preguntó por qué habían elegido el ocaso para emprender la marcha, considerando que podría llevarles varias horas; no le agradaban los sitios oscuros y estrechos. Consciente de ello, Caradhar tejió un capullo protector para atemperar los estímulos y no se apartó de su lado. Todavía recordaba la dureza de su primera incursión bajo las montañas de Ummankor, lo poco que habría aguantado de no ser por Lioges. No permitiría que el muchacho sufriera lo mismo.

Por suerte para Navhares, existían tramos donde los corredores se ensanchaban y desembocaban en grutas naturales excavadas por el agua. Nada lo había preparado para descubrir toda esa belleza sepultada tan honda en la tierra: columnas, estalactitas, estalagmitas, geodas… La luz de las antorchas las hacía brillar con destellos blanquecinos para reflejarse después sobre lagos tapizados de piedras tornasoladas. El espectáculo, que variaba a medida que bajaban de nivel, era singular. Al pasar por una de aquellas cuevas kársticas reparó en otra formación aún más inusual, una masa de sogas muy compactas que brotaban del techo y se expandían en el agua antes de volver a hundirse en la roca. Movido por la curiosidad, se rezagó para echarles un vistazo. Su color era extraño, con un matiz rojo purpúreo; de hecho, delgadas hebras de un tono idéntico se concentraban en el líquido. Cuando la imagen de tres troncos relampagueó en sus retinas, Navhares comprendió que no eran sogas, sino…

—Son raíces de nuestros árboles sagrados. —La intervención de Kaledias confirmó su sospecha—. Se extienden desde el claro hasta las entrañas de Dallankor, nutriéndolos con la savia.

—La superficie está a mucha distancia. ¿Cómo pueden ser tan largas y traspasar la piedra?

—Algo que solo saben quienes los crearon. Tú eres el vidente, mi querido muchacho. ¡A ti te corresponde preguntarles!

Esa imagen tan temible de un interrogatorio a los dioses dejó a Navhares sumido en cavilaciones hasta que, después de recorrer más y más túneles, llegaron a una caverna amplia y mejor iluminada que las demás. Una pareja de guardias vigilaban una abertura en la pared del fondo. Los dos miembros de la terna y la escolta se quedaron de pie ante ella.

—¿No nos acompañan? —inquirió Vira.

—Los custodios deciden quién accede al santuario. Vosotros habéis recibido ese honor en representación de nuestros hermanos de Dervarn, pero los demás han de permanecer fuera. Además, los defensores no suelen ser muy bien recibidos aquí; se precian de no hincar la rodilla ante nadie, ni siquiera un inmortal. Seguidme.

Kaledias abrió la marcha por la abertura y los guio hasta una estancia mucho más extensa, inundada casi en su totalidad por un lago de color corinto en cuyo centro descansaba el esperado sarcófago translúcido. La similitud con el corazón de Ummankor era tan evidente que los sureños, a excepción de Navhares, se sintieron transportados a la tierra que era su morada. En contraste, las diferencias saltaban a la vista: en Dervarn, la luz llenaba cada rincón y todos eran bienvenidos a presentar sus respetos a la diosa, mientras que el Durmiente de Dallankor permanecía en penumbra y estaba acompañado por un mero puñado de tejedores. Mas para el joven argailiano cada detalle era nuevo y sorprendente, y aquel lugar bendecido que apenas había conocido en sueños o de oídas lo dejó sin palabras.

—La fuente de la savia, de la cual beben los tres árboles —murmuró cuando recuperó el habla. Era bien cierto; la masa de raíces que descubriera en su descenso tocaba ahí fondo y se expandía como un bosquecillo, y por ellas se remontaba el líquido oscuro hasta la planicie misma—. Y ese es el Durmiente, y más allá… ¿Qué es eso?

Su impulso natural fue pegarse a Caradhar al descubrir varios seres cuadrúpedos en el área más alejada de la caverna. Las criaturas corrían de un lado a otro, inquietas, con la ocasional parada para beber algunos sorbos de la laguna. Por más que supiese lo que eran, contemplar cara a cara esos cuerpos pálidos de largos colmillos y ojos lechosos no fue una experiencia placentera.

—¡Abominaciones!

—Torturados —lo corrigió el guía—. Así la rabia de los dioses fulmine a Therendas y sus degenerados.

—¿Qué les sucede? Por lo general, la savia los calma de inmediato.

—Están inquietos desde que los malditos alquimistas metieron sus picos en los túneles. Y claro, la cosa empeoró con la primera grieta. Ya no abandonan nunca al dios.

—El dios… —Navhares parpadeó—. Ah, es cierto, es diferente de la figura femenina de Dervarn, ¿verdad?

—Se os permite acercaros y contemplarlo. Quitaos los zapatos, caminad con tiento y no lo toquéis bajo ningún concepto.

Los cuatro se encontraron descalzos y cruzando el lago en pos de Kaledias. Con la proximidad, las señales sobre la roca se hacían más patentes; grandes fisuras atravesaban el material translúcido, que formaba cámaras vacías en torno al cuerpo en lugar de abrazarlo como una joya hecha de ámbar. Cuando Navhares lo tuvo a su lado, lo primero que registraron sus ojos fueron las innegables señales de la virilidad de la figura. Luego, y con cierto bochorno por tal desvergüenza, estudió sus facciones ambiguas, ni élficas ni humanas. Más que en un letargo de siglos, semejaba estar inmerso en un sueño ordinario. ¿Era su imaginación o se percibía un sutilísimo aleteo de las pestañas? ¿Vida bajo los párpados? ¿Un temblor en los labios?

—Está… vivo.

—Claro que está vivo. Es la manifestación de una deidad.

Navhares se giró para descubrir quién había pronunciado esas últimas frases. Tenían compañía. ¡Y qué compañía! Facciones delicadas, rasgados ojos verdes, párpados pintados, brazaletes y anillos en las muñecas y los dedos, una melena de un caoba oscuro tejida en multitud de trenzas… Habría juzgado que era una elfa de no ser por sus ropajes, los cuales revelaban un pecho esbelto y decididamente masculino. Y cada porción de su piel, de los brazos, las manos e, incluso, las uñas, estaba decorada con diseños naturales o geométricos delineados con tintura vegetal. Alguien tan llamativo… ¿Cómo no lo había visto antes?

—Disculpad, no sabía que estuvieseis ahí —balbució, para justificar su sacudida—. Serán las sombras.

El muchacho enmudeció, amortiguados sus sentidos por una de esas visiones lúcidas que le sobrevenían en los últimos tiempos. Era, no obstante, la más insólita de cuantas había tenido hasta entonces: sin imágenes, sin sonidos. Un pozo de negrura total, centrado en el espacio que allí ocupaban. Por fortuna, pasó pronto.

—Tutéame, por favor. —Hasta la voz del desconocido sonaba andrógina, y su acento era tan marcado que a los argailianos les costó entenderlo—. ¿Te encuentras bien? Muchos tejedores principiantes se desorientan al rodearse de tanta energía concentrada. Navhares, vidente de Dervarn, es un privilegio conocerte.

—Os presento a mi hijo Seriam —se adelantó Kaledias—, uno de los custodios del Durmiente, como ya os conté. La tarea es sacrificada, vaya que sí. Jornada tras jornada de permanecer aquí abajo sin ver el sol, velando cuando los demás duermen, ayunando cuando los demás comen…

—Me abochornas, padre. —El aludido sonrió—. Estamos ante el acontecimiento que todos esperábamos. Si algo grave sucediera en tanto yo me dedico a descansar, no me lo perdonaría jamás.

—¿Ha sufrido más transformaciones? —Vira se adelantó a curiosear. Sus compañeros sabían que Savran, desde su morada allá en el sur, también se asomaba a sus pupilas mientras lo hacía—. Las fracturas de la roca son… más que notables.

—La que va desde su rostro a la superficie se ha ensanchado lo bastante para exponerlo al aire —señaló Seriam, marcando la trayectoria de la grieta con una uña teñida—. Y se está fragmentando, cuando siempre poseyó la dureza del diamante. Estoy ansioso. Temo y deseo lo que sucederá pronto, la apertura y…

Ya fuese causado por una arista del sarcófago o sus propias joyas de metal, un corte profundo cruzó el antebrazo de Seriam de un extremo al otro. Lo primero que hizo este fue retirarlo y envolverlo en su túnica para que la sangre no contaminase el santuario. Luego echó un vistazo a la piel y los diseños arruinados.

—¿Cómo he podido ser tan torpe? Semejante falta de respeto al Durmiente…

—Torpeza efecto de un descanso insuficiente —gruñó su padre—. ¡Eres más tozudo que un jabalí! Ahora no tienes elección, ve a arreglarte ese estropicio.

—Permíteme.

Caradhar se cortó la muñeca con cuidado y derramó algunas gotas en la herida. Seriam no opuso resistencia, al contrario; el rostro se le iluminó con un gesto de alivio al experimentar la magia curadora en su carne.

—Recibo los honores del Don y vuestra visita en un mismo día. Os lo agradezco desde lo más profundo. Ahora lamento no haber podido estar en la superficie para daros la bienvenida.

—Habríamos bajado antes.

—Los dioses marcan los plazos a su propio ritmo y no decretaron que vuestra visita fuese adecuada hasta ahora.

—¿Hablas con los dioses? —se atrevió a preguntar Navhares, vencida su timidez habitual—. Kaledias dijo que aquí no había otros videntes.

—No los hay. Ya que he de librarme de esta túnica impura, ¿me permitirías invitarte a acompañarme? Quisiera conocer mejor a quien heredó ese talento singular. Siempre supe que no tardarías en manifestarte.

—Bueno, debes saber que no soy un tejedor completo.

—Padre terminará de mostrarles el santuario a tus compañeros. Ven, caminemos juntos hacia la entrada.

El dotado les lanzó una mirada inexpresiva mientras cruzaban el lago de vuelta a la zona seca. Meditaba; incluso dejó de escuchar al guía para intercambiar unas frases silenciosas con Sül.

—¿Cuál es el talento de Seriam?

—Lo ignoro, Adhar. No creo que lo hayan mencionado.

—Es extraño. He realizado un tanteo somero de sus pensamientos; lo imprescindible para averiguar si sus intenciones son amistosas.

—¿Y bien?

—Nada. Es decir, ha de tener el mejor escudo que he visto jamás, porque no he logrado penetrarlo.

—Qué hijo de… ¿Tan buen telépata es?

—No me ha dado esa impresión. Es… como si no estuviera ahí. Como si hubiese un espacio oscuro donde debiera estar su mente.

Fingiendo que seguía las explicaciones de Kaledias, y con un desprecio total hacia la ética y la diplomacia, se coló en los ojos y oídos de los guardias exteriores para vigilar a la pareja. Cualquier método era aceptable para velar por la seguridad de Navhares, al menos hasta que averiguase más sobre ese elfo extravagante.

 

A corta distancia, Seriam era aún más llamativo. Navhares tuvo ocasión de comprobarlo durante el trayecto de vuelta a los túneles: un rostro que la naturaleza había modelado con curvas, huyendo de los ángulos y la firmeza; párpados perfilados con tintura carmesí, en contraste con el blanco inmaculado de sus escleróticas; una multitud de trenzas, finas y largas hasta la cintura, entretejidas con hilos castaños y anaranjados que se ahogaban en la intensidad de sus cabellos caoba… Era hermoso a su singular manera, una manera que pocas elfas —y menos las de Dallankor, sospechaba el joven argailiano— habrían apreciado. Quizá no fuese la compañía más convencional que podría esperarse, pero para él, resignado al aislamiento desde su venida a la planicie, una cara amable era bien recibida en cualquier circunstancia.

—¿Qué opinas de mi tierra? —se interesó Seriam—. Duro, ha de ser duro estar apartado de casa y de tu familia. ¡Y de un lugar tan magnífico como será Argailias! Jamás he visitado una ciudad así, aunque he visto algunos dibujos de buenos artistas y confieso que no me importaría pasear por el modelo original.

—Todos dicen que es la más espléndida, sí. Y también abrumadora y demasiado formal. El palacio lo es, al menos. No se me presentan muchas oportunidades de moverme más allá del primer círculo.

—Ahora has llegado lejos.

—Y ya sabrás de qué forma… vergonzosa.

—Viste el portal y sentiste el impulso de atravesarlo. Yo habría hecho lo mismo.

—Nadie habría sido tan irresponsable. —Envalentonado por la conversación más larga que había mantenido hasta entonces con un norteño, confesó—: Creo que todos me juzgan, y con razón.

—¿Por qué lo dices?

—Porque nadie suele dirigirse a mí. Caradhar… Mi padre dice que es por respeto. Yo sé que esa no es toda la verdad.

—Sí lo es. Eres un vidente de sangre mezclada, tu estirpe es única y lo saben. Tienes mucha suerte.

—Mi estirpe es la suya y ante él nadie desvía la mirada. De hecho, tú eres el primero, aparte del guía, que se ha detenido a hablarme.

—Con mis disculpas por mi gente, puedes estar seguro de que así muestran deferencia. Déjame adivinar, no se muerden la lengua a la hora de interrogar a los tuyos sobre la tierra de donde venís y eso te choca, ¿a que sí? En el sur sois más reservados. Sin embargo, nadie se atrevería a actuar con familiaridad ante un vidente. Se le escucha, se le piden bendiciones, se procura no interferir en su diálogo con las divinidades… A la larga son duros tales miramientos, lo sé por experiencia. Te sientes aislado.

—Entonces, ¿sí que compartes mi talento?

—A veces intuyo cosas, a veces recibo pequeños fogonazos de posibles futuros… Nada comparable contigo. Antes mencionaste que no eras un tejedor completo, pero es porque todavía no has desarrollado tus habilidades debido al veneno de la alquimia. Por eso pedí que te proporcionasen un cuenco de la savia más pura cada noche, para ayudarte a purgar sus efectos.

—¿Fuiste tú? No lo sabía. Duermo junto a ellos, aunque no he llegado a probarlos. ¿No es… atrevido por mi parte beber la esencia de la divinidad?

—¿Y qué uso iba a ser más digno, sino purificar al único vidente de Dervarn y Dallankor?

—No lo entiendo. ¿Por qué insistís todos en eso si tú también percibes imágenes del porvenir? Savran me explicó que ninguna otra clase de tejedor es capaz de hacerlo. ¡Eres como yo!

—Navhares, no sabes lo que dices. Tu talento es el sol esperando a que pasen las nubes; el mío es el brillo de una luciérnaga. La misión de iluminar a nuestra gente no puede depender de mis tibias aptitudes. Aun así, agradezco cada día lo que me han dado las tres deidades. Otros no son tan afortunados.

La dulzura y el gesto divertido de Seriam contrastaban con la seriedad de sus palabras. A Navhares lo alegró encontrar un espíritu tan cordial en medio de los bravíos de Dallankor. Por desgracia, las horas de marcha y lo avanzado de la noche hicieron mella en él, y su imagen de noble diplomático se vio destrozada por un bostezo monumental. Su sonrojo fue evidente incluso en la penumbra.

—Debes estar muy cansado. Me disculpo por convocaros tan tarde. Privar a un vidente de su sueño es casi sacrílego.

—Soy yo quien se disculpa por mis modales, estoy bien. Y en cuanto a eso…, ya tengo bastantes sueños.

—Acompáñame y reposa un rato antes de ascender de nuevo. —Lo condujo a una estancia excavada en la roca donde los norteños habían dispuesto una mesa, dos sillones y dos divanes; allí le sirvió una copa de vino y un cuenco de fruta—. ¿Sueñas a menudo, entonces? ¿Te inspiran las divinidades?

—Pocas cosas relevantes, me temo. Admito mi ignorancia, no sé mucho de vuestros dioses de la Tierra y el Bosque. En Argailias y en Dervarn se venera sobre todo a la diosa de la Luna. ¿Cuáles son sus características? ¿Cómo he de dirigirme a ellos para que me inspiren?

—¿Solo a Luna? ¿De qué manera lográis así el equilibrio? ¿No teméis que los otros se sientan ofendidos?

—Lo siento. —Cerca estuvo de ruborizarse, como si las decisiones del culto entre su gente fueran responsabilidad suya. Sorbió un poco de vino—. Por lo que he aprendido de Savran y mis tutores, rezamos a la diosa porque ella es quien ilumina la búsqueda de conocimiento. Este vino es… fuerte.

—Toma un poco más. La fuerza, esa es la virtud que complace al dios de la Tierra. Puede que la sabiduría se ajuste más a tu temperamento o al mío, pero en Dallankor el fervor se mide por la fortaleza. Esta región de montañas y rocas… ¿Qué mejor lugar para encarnarla? Mientras la diosa deambula por el espacio nocturno y tachonado de luces que es su morada, el dios se fortifica en lo más profundo y nos protege; un escenario, si bien no tan vistoso, imprescindible, pues sustenta nuestros pies igual que el cielo cubre nuestras cabezas.

—Entiendo. ¿Y el dios del Bosque?

—No es un dios, sino una divinidad andrógina. Ni masculina ni femenina y ambas a un tiempo. Es la que media entre las otras dos, la que da la vida, la que nos envuelve y nos nutre. Aquí los ojos se vuelven al suelo y en Dervarn a las alturas, pero hay otros lugares al oeste donde no necesitan más que mirar a su alrededor.

Navhares recordó vagamente la visión que experimentara al ver por primera vez los tres árboles —luna, tierra y bosque fundidos en la misma imagen— y comprendió que aquellos a quienes representaban ya habían intentado darse a conocer a su llegada. Si tan solo fuese más aplicado… Si tan solo fuese más libre…

—Eres un gran profesor, Seriam, y me encantaría visitar esos lugares. —Bostezó de nuevo antes de echar una ojeada a su copa vacía—. En serio, el sabor del vino es…

—Puedes reclinarte en el diván. Savia, es savia.

—¿Estoy bebiendo savia?

—Ya sabrás que aquí el mayor premio es obtener un fragmento del cristal del Durmiente; no en vano, Nudhakavie significa bebedores de savia. En su estado puro es la segunda mejor recompensa, aunque no todos pueden soportarla porque concentra en exceso la energía mágica. Un vidente de tu categoría, no obstante, será capaz de tejer magníficas visiones con ella.

—Antes lo intenté. Estaba oscuro y era extraño y… Hum, qué vergüenza, me estoy durmiendo. Debería regresar. Es mucha distancia hasta la superficie, causaré problemas a Caradhar, Vira se reirá de mí y…

—Nadie se ríe de mis invitados. Duerme si quieres, sueña. Yo me quedo aquí muy a menudo. Es en este lugar, junto al sarcófago, donde recibo mis pequeñas revelaciones. ¿Decías que experimentaste una visión oscura y extraña?

—No lo sé. Por un instante fue como… apagar las luces. Tal vez se deba a que no hay luna.

—¿A qué te refieres?

—Savran me dijo que la diosa parece favorecer mis talentos, que estos se… mmm… diluyen durante las noches de luna nueva.

—Sí, ya imagino que armonizas con aquella bajo cuyos auspicios naciste. Los defensores afirman que su afecto es más remiso que el de su enamorado y necesita sentirse libre una semana de cada cuatro.

—¿Cómo?

—¿No cuentan esas historias en el sur? —Seriam cubrió al joven con una manta y se acomodó junto a él—. Se dice que Luna y Tierra son amantes, siempre juntos salvo los días en que ella se oculta de la vista.

—Entonces no son una pareja muy feliz.

—¿Por qué no habrían de serlo? ¿No estás tú ahora separado de tu esposa?

—Ella no me echa de menos. Yo no quería echar de menos a… —El alcohol y el sopor desinhibían la lengua de Navhares y tiraban poco a poco de sus párpados—. ¿Por qué en las historias siempre se enamoran una elfa y un elfo? ¿Esa que mencionas es real o se trata de una leyenda?

—Real hasta donde narran los libros antiguos. Claro que, ¿quién ha llegado a sorprender a los dioses en mutua compañía? Respondiendo a tu pregunta, no siempre son una elfa y un elfo. A la deidad del Bosque no le hace falta una pareja para engendrar.

—¿No tiene a nadie? Debe sentirse tan sola…

El norteño sonrió; aunque su invitado ya daba cabezadas, aún se resistía con testarudez a dormirse. Con ese timbre tan peculiar, mixtura de matices masculinos y femeninos, entonó un nathta’tua, un tipo de composición poética sin rimas cuya musicalidad venía dada por las modulaciones de la voz.

Dices que ella es esquiva
y me culpas a mí de ocultarla de tu vista.
Piensa bien antes de acusarme.
¿Acaso no dejo desnudas tus cumbres más altas?
Allá donde subes tan arriba que alcanzas a tocarla,
¿no se hace también la oscuridad?
Allá donde estallas en fuego, después de amarla,
¿no se hace también la oscuridad?
Inconstante es el afecto de la luna,
estéril el éxtasis de la roca,
y nada cambia que yo esté en medio.
Admitiré, amigo mío,
que sus curvas remueven mis humores.
Admitiré, amigo mío,
que tu calor enciende mi vientre.
Si vuestras pasiones así me inflaman,
¿a quién se daña?
¿Acaso hubo alguna vez otra terna más civilizada?

A pesar del áspero acento septentrional, Seriam era tan expresivo que transmitía la morbidez del monólogo con increíble gracia, y Navhares se dejó arrullar por sus versos. Quizá habría llegado a distinguir las metáforas carnales de haber estado más lúcido, pero el cansancio tras toda aquella jornada acabó por pasarle factura. Al entrar en su busca, Caradhar se lo encontró dormido, con la expresión plácida que mostraba cuando reposaba sin sueños. Sus ojos vagaron entonces por la cueva y se detuvieron en la copa con restos de color corinto.

—Vino y savia —susurró Seriam antes de que le preguntara—. No hay problema en que Navhares pase aquí lo que resta del día. Mi padre espera que los dioses nos manden alguna señal del futuro. ¿Qué mejor modo de aumentar las probabilidades que dormir junto a uno?

—No deseamos invadir tu privacidad. —De nuevo sondeó la mente del norteño y de nuevo se topó con ese inquietante hermetismo—. Lo llevaremos de vuelta a nuestro alojamiento.

—Insisto, sería una lástima molestarlo. Yo he de ir a asearme, ¿por qué no os quedáis con él? Os resultará más tolerable regresar después de haber descansado unas horas.

Caradhar dudó. Aunque no quería dejar a su hijo al cuidado de aquel enigmático personaje, sentía curiosidad y esperaba volver a hablarle antes de que se aislase de nuevo en sus deberes de custodio. Seriam no le dio pie a negarse; aprovechando el silencio, le deseó buenas noches y se perdió en los corredores superiores.

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