La otra versión del Trío •Capítulo 3•

III

 

Nathan se preguntaba cómo había vuelto a dejarse liar por esos dos y por qué había permitido que lo arrastraran a otra fiesta. El marco era diferente y muy atractivo, eso no iba a negarlo. Habían aparcado el coche en una calle flanqueada por dos hileras de casitas de campo, y al cruzar el muro tapizado de enredaderas y encontrarse ante los jardines de aquella hermosa hospedería de doscientos años, había comprendido lo poco que conocía del país en el que llevaba viviendo desde los dieciséis. Sitios así de bonitos los había también en Irlanda, sin duda, y por centenares, solo que su familia nunca había tenido suficiente dinero para desperdiciarlo en viajes de placer. Apenas había abandonado su Clondalkin natal para desplazarse en autobús a Dublín, y ahora, al otro lado del mar de Irlanda, la situación era más o menos la misma. Siendo justos, debía estar agradecido por disfrutar la oportunidad de respirar aire fresco.

El problema era que estaba a cincuenta kilómetros de la ciudad e ignoraba cómo regresaría a su apartamento al final de la jornada, ni en qué estado se hallaría. Niko le había dicho que estaban invitados a dormir y así no tendrían que cortarse a la hora de beber, pero Nathan no había querido ni oír hablar de ello. Aprovecharse de la hospitalidad de alguien a quien no conocía no iba con él. Si pensaban aceptar la invitación, ya se las arreglaría para volver por su cuenta.

Y no era únicamente una cuestión de amor propio. Sabía que, de quedarse, se metería de nuevo en la cama con ellos, bebido en mayor o menor grado, y estaba inquieto por la dirección que tomaban sus actividades a puerta cerrada. Aunque ese chulo bronceado no había vuelto a sugerir a las claras que le complacería hacerle morder una almohada, no las tenía todas consigo respecto a la posibilidad de que pudiera intentarlo. Por otro lado, la forma en que lo abordaban y se metían dentro de sus pantalones… Desde el día de la segunda apuesta lo habían hecho en un par de ocasiones, igual que en su primer encuentro: volviéndolo loco entre los dos, llevándolo al límite y huyendo después con algún pretexto convincente. No lo entendía. ¿Qué sacaban ellos de eso? Aparte de un bulto fenomenal bajo la bragueta, claro, al que con toda probabilidad ponían remedio en su casa, follando como animales. El hecho de ser el fetiche sexual de un par de freaks pervertidos no le hacía ninguna gracia, en especial porque empezaba a disfrutar demasiado de su compañía y de las cosas que eran capaces de hacer dos lenguas sobre su piel, en contraste con todas sus experiencias previas conscientes, en las que no había tenido más que una.

Estaba, además, ese otro asunto que casi había agotado su paciencia.

De manera que allí se encontraba, jarra en mano, hablando de esto y aquello, en un salón con mesas de madera tan antiguas que se podían oler la cerveza y la nicotina de los parroquianos que habían bebido y fumado sobre ellas durante décadas. La asociación de ideas espoleó automáticamente su necesidad de echar un pitillo; se excusó y salió al jardín.

Un camino empedrado en medio del césped lo guió hasta un laberinto en miniatura que se alzaba a un costado del edificio. Sonrió. Dado su reducido tamaño, era imposible perderse en él, por muy altos que fueran los setos que tenía por paredes. Dobló el primer recodo, y un ruido a sus espaldas le avisó de que tenía compañía. Miró por encima del hombro.

—Creía que odiabais el tabaco. ¿Me habéis seguido hasta aquí porque extrañabais su dulce aroma?

—Es la primera vez que vienes y no queríamos que te perdieras —dijo Niko, con una voz que pretendía ser solícita.

—¿En este laberinto? —se mofó el irlandés, adentrándose más en el estrecho corredor—. Para eso me harían falta otras quince pintas, por lo menos.

—Fumador, bebedor… ¿Qué clase de deportista de saldo eres, Nathan?

—¡No fumo mucho! Es decir, fumaba bastante antes de empezar a entrenar, y ahora un paquete me dura tres o cuatro días. Y en cuanto a beber, tampoco suelo emborracharme. A menos que alguien me proponga una apuesta idiota, claro. —Volvió la cabeza y se escudó tras una calada.

—Es normal que te guste emborracharte. Eres irlandés, después de todo.

—Y tú eres medio griego. ¿Tengo que dibujarte un plano de lo que te medio gusta?

Kei escuchaba en intercambio dialéctico en silencio, sonriendo. A pesar de sus eternos enfrentamientos sarcásticos, sabía que Nathan se sentía más cómodo con ellos, solo que…

En el tiempo que llevaba tratándolo, había llegado a familiarizarse con algunos de sus hábitos. Fumaba poco, era cierto, pero siempre solía hacerlo cuando estaba nervioso o irritado.

—Deberías dejarlo —continuó Niko, aproximándose más y murmurando cerca de su oído—. ¿No te han dicho nunca que la nicotina y el alquitrán saben fatal?

—Tranquilo, no te daré ocasión de probarlos —aseguró el rubio, a la defensiva—. Mantén tu maldita lengua lejos de la mía y todos contentos; yo, el primero.

—¿Y quién está hablando de tu lengua, Nat? —La voz del más alto adquirió un tono deliberadamente obsceno mientras le pasaba el brazo por la cintura, lo abrazaba por la espalda y deslizaba la mano hasta su cadera.

—Joder… Estamos en un puñetero jardín, por si no te habías fijado.

—¿Y qué? ¿Tan tímido eres? —Mordisqueó su cuello con suavidad, deteniéndose a introducirle la lengua en la oreja—. Hace mucho que no nos vemos. He echado de menos… esto.

La mano completó el recorrido hasta su entrepierna y la frotó a conciencia por encima de sus vaqueros. El irlandés se volvió de sopetón, rozando con la ceniza del cigarrillo la piel desnuda de su compañero, que retiró el brazo al instante. No fue algo intencionado, y arrojó la colilla al suelo enseguida, pero no se disculpó. Lo había atrapado esa sensación…, esa incomodidad que lo embargaba cuando se enfrentaba a Niko y debía alzar ligeramente la vista para encontrarse con sus ojos. Cinco centímetros, apenas, que para su orgullo ya eran demasiados.

—¿Qué vas a hacer? ¿Bajarme la cremallera y hacerme una paja, como si estuviéramos en el colegio? Oye, no sé qué juegos raros os van, ni me importa, pero déjame informarte que yo, cuando salgo con alguien, es para follármelo. —Ahora fue él quien plantó la palma de la mano en el trasero del joven y apretó—. Aquí nadie es un crío para andar toqueteándose en los servicios del parque, así que ¿qué me dices? ¿Me vais a dar lo que quiero —apretó aún más fuerte— u os vais a ir por donde vinisteis y me vais a dejar en paz?

Lo había hecho… Su paciencia ya se había agotado del todo. ¿Qué otra cosa pretendían que dijera? La verdad era que los deseaba. Casi no lograba contener el impulso de aplastar a Niko contra la pared y metérsela cada vez que tenía a tiro su trasero perfecto. Se moría por comprobar si Kei era menos silencioso cuando tenía a alguien sobre él y hundido entre sus nalgas. Los deseaba como nunca había deseado a nadie, salvo, quizá, a una persona. Y al comparar el tipo de sentimientos que le inspiraban con los que había experimentado en el pasado, no podía más que preguntarse si no sería mejor que rechazaran su primera oferta, optaran por la segunda y lo olvidaran.

—¿Tanto te entusiasmaría clavármela, irlandés? —De nuevo ese maldito arrullo al oído, que lo excitaba y lo enfurecía a la par—. ¿A los dos? No suena muy justo, ¿mmm? Nosotros podríamos pedirte a cambio…

—Nathan —la voz firme de Kei interrumpió, para variar, a la de su amigo—, aunque tú tienes el tacto de no hacer preguntas, creo que te debemos una explicación. Vamos dentro, a algún rincón tranquilo, y te contaremos algo sobre nosotros.

El chico rubio advirtió la manera en que los ojos azules de Niko atravesaron los de su compañero. Fuera como fuese, no abrió la boca, cosa rara en él, y se limitó a seguirlos de vuelta al interior del edificio.

 

—Niko y yo nos conocimos en secundaria, cuando los dos teníamos quince años, y desde entonces mantenemos una relación… se podría decir que abierta.

—Yo diría que hay pocas cosas más cerradas que nuestra relación, amor —interrumpió el joven medio griego, riéndose de un chiste que solo entendían ellos.

—¿Quieres hablar tú, Niko? —preguntó Kei con suavidad. Al interpelado le faltó tiempo para callarse—. Bueno, no somos muy diferentes de los demás respecto a eso: sexo seguro, total y absoluta sinceridad, dar siempre prioridad al otro… Detalles a los que no se puede llamar normas, sino sentido común.

»Esto no significa que no sigamos también unas ciertas directrices, algunas de las cuales ya no son tan comunes. No voy a aburrirte enumerando; sí te diré que, como tan eufemísticamente ha expresado mi compañero, nunca somos pasivos fuera de la pareja.

Tomó un pequeño sorbo de su tónica y fijó los ojos en Nathan por encima del borde de su vaso. El rubio se percató, observando el líquido cristalino y burbujeante, de que el joven no había probado aún ni una gota de alcohol. Luego frunció el ceño y reprochó a su cerebro que divagara con cuestiones secundarias cuando había información importante que procesar.

—Espera un momento… ¿Eso quiere decir que vamos a estar jugando a hacernos arrumacos hasta que me aburra o acceda a poner el culo? —preguntó, airado.

—No, nos ha quedado bien claro que eres una calle de dirección única y que, respecto a ese punto, hemos llegado a un impasse. En otras circunstancias lo habríamos dejado ahí, pero… Lo cierto, Nathan, es que nos gustas mucho. A los dos.

Esos ojos azules tan hipnóticos… El irlandés desvió la vista, incómodo, hasta su compañero. Si lo que quería era una vía de escape no iba a tener suerte, pues Niko guardaba silencio, por una vez, y lo contemplaba con igual intensidad.

Algunas facetas de sus personalidades eran tan similares que resultaba muy turbador.

—¿Y entonces? No sé por qué me contáis esto. ¿Romperéis vuestra regla de oro para acostaros conmigo? Porque no veo otra solución para llegar a un acuerdo.

—Nunca rompemos nuestras reglas, ni esa, ni ninguna otra. Lo que tú puedes pensar que es un disparate, a nosotros nos funciona y nos ha hecho disfrutar de una relación larga y satisfactoria. Nuestra intención es invitarte a que formes parte de ella, en los mismos términos que ha tenido siempre, y como uno más, sin ser el intruso que viene de fuera.

Nathan se quedó sin palabras. Durante un buen rato.

—No entiendo —dijo, al fin—. ¿Qué se supone que significa «formar parte de vuestra relación»? No veo que llevéis anillitos, gracias al cielo, así que ¿de qué se trata?

—De nada fuera de lo común: conocerte, y que nos conozcas. Nos comentaste que no querías ser una carga para el amigo con el que te alojas, ¿cierto? Pues bien, nuestra casa es grande y tenemos un cuarto de sobra, no habría ningún problema si te instalaras allí. Incluso podrías llevar a tus amistades, con tal de que todos respetáramos las reglas. Algo civilizado entre tres personas que viven juntas y comparten lazos afectivos.

—Alto ahí, para el carro… ¿Me estás diciendo que para echaros un polvo tengo que irme a vivir con vosotros? ¿Y qué más? ¿Caminar de la mano? ¿Llamaros novio y…, bueno, y amor en público? —El tono de Nathan se iba volviendo más sarcástico por momentos—. ¿Os dais cuenta de lo rematadamente estúpido que suena? ¿Y quién os dice que no voy a largarme enseguida después de que me haya cansado de la novedad? Si es que no nos cansamos todos el primer día…

—Eres un hombre de palabra y con principios, Nathan. —Kei siguió sosteniendo su mirada—. Si no lo fueras, no te habríamos pedido esto.

—Tú… tú no me conoces, no tienes ni idea de lo que soy —contraatacó, más enfurecido de lo que habría deseado mostrar—. Lo único que quiero, lo que querría cualquier tío normal, es un polvo sin complicaciones y sin que me liéis en vuestras… paranoias. Lo que me recuerda… —Vació el resto de la pinta de un trago, se limpió con el dorso de la mano y se levantó—. Tengo el resto de la noche por delante y aquí hay bastante gente potable, así que, si no queréis que os folle…, ¡que os follen!

Se alejó a zancadas, dispuesto a emprender una cacería despiadada en busca de una víctima conveniente. Los jóvenes lo siguieron con la vista mientras se acercaba a la barra, pedía otra bebida —algo que se servía en vaso en esta ocasión— y entablaba una animada charla con el tipo que se sentaba a su lado. En la distancia se apreciaba su sonrisa radiante, y Niko se preguntó por qué nunca les reservaba semejante cortesía a ellos.

—Ahora no puedes culparme a mí —le aseguró a Kei—, no he dicho ni media palabra.

—Si se hubiera burlado o lo hubiera tomado a broma no habría nada que hacer. Pero se ha puesto a la defensiva. ¿Y qué menos, considerando lo que le hemos ofrecido? Es alguien que no está acostumbrado al compromiso, a deberle nada a nadie ni a dar su brazo a torcer. Creo que podemos seguir insistiendo, aunque… hay ciertos rasgos de su personalidad que me intrigan. Debe tener una historia familiar muy complicada.

—Pppfff… Está siendo más duro de lo que me esperaba.

—Te recuerdo que fue elección tuya.

—Y no me arrepiento, es que debo haberme vuelto perezoso con la edad y la sabiduría. —Kei alzó una ceja escéptica—. No me vengas ahora con la historia de que tú sí lo haces.

Se tomó su tiempo para contestar. Aun así, la respuesta fue rotunda.

—En absoluto.

—Bien. Esperemos que tengas razón y no salga huyendo. Tal vez debiéramos contarle a qué nos dedicamos.

—Eso lo intimidaría aún más.

—Oh-oh… Cabe la posibilidad de que alguien lo haga por nosotros —apuntó Niko, mirando por encima del hombro de su pareja—. Mierda… Qué asquerosa coincidencia…

—¿Ha tropezado con algún amigo nuestro? —Kei ni siquiera se volvió.

—Kev Duncan, el pequeño pony rubio platino que conocimos en un desfile hace dos años.

—¿Conocimos? ¿En un sentido bíblico, dices? —Sonrió. Pequeño pony era un apelativo muy poco amable que Niko usaba para referirse a un determinado tipo de pareja sexual: alguien que se ponía a cuatro patas con extrema facilidad y, al abrir la boca, hacía que brotaran flores, arcoíris y algodón de azúcar. Se giró con tiento y echó una ojeada rápida—. No lo recuerdo.

—A veces me asombra lo bien que juzgas a la gente y lo pésimo que eres recordando sus caras. Joder… Elegí este agujero porque solo nos relacionábamos con el dueño, y ahora… Si Nathan le pregunta, esa loca chismosa seguro que le recita nuestras biografías.

—No preguntará, no es de ese tipo de persona. Tampoco llamará la atención hacia nosotros; todo lo más, nos echará un vistazo cuando se vaya con él.

—Eres… —Niko abrió la boca y luego volvió a cerrarla—. Eres un condenado brujo. Acaba de mirar hacia aquí, y están saliendo por el pasillo que da a las habitaciones. Mi respetado maestro, voy a averiguar en qué cuarto se aloja el fogoso pony. ¿Te apuntas?

—Creo que me tomaré otra tónica. Andaré por esta sala.

El joven más alto se levantó, se inclinó sobre él y lo besó en los labios.

—¡Oooh! ¡Oooh, sííí! ¡Qué… qué bueno! No te pares, cielo, más… más adentro… Más a… ¡Aaah! ¡Ahí, ahí! ¡Oh, Dios mío, sí! Eres… tan maravilloso… tan… ¡Ah! ¡Ah! ¡Aaah!

Nathan comenzaba a preguntarse si amordazar a aquel idiota ruidoso era una buena idea. ¿Por qué tenía que chillar como si se lo estuviera follando con un rallador de queso? Por lo pronto, lo agarró por la nuca, obligándolo a apoyar los hombros sobre el colchón, y lo embistió con tanta fuerza que tuvo que hundir la cara en la almohada. Con un poco de suerte, la maniobra ahogaría sus gritos histéricos. Lo malo era que hacerlo así no lo ayudaría a durar mucho, y se estaba contrayendo en torno a su polla de una forma tan deliciosa que hasta su verborrea había dejado de importarle.

Desde que ellos habían entrado en su vida, todo se había complicado. Para empezar, apenas había salido de caza. Nathaniel O’Dowd, última víctima de la frustración sexual… ¿Quién podría creérselo? Y la culpa la tenían esos dos o, más bien, el excesivo tiempo que robaban de sus pensamientos. Si cerraba los ojos, podía evocar la espalda morena de Niko, tal cual se la imaginaba, tendida delante de él, o el trasero estrecho y firme de Kei, que tan apetitosamente se había amoldado a sus manos…

¡Joder… no!

Se obligó a concentrarse en la melena rubia, casi blanca, que tenía enfrente. Ya estaba cerca; deslizó la mano hasta la entrepierna de aquel tipo, apartó con brusquedad la suya y lo masturbó. El ahínco con el que apretó al correrse fue tan brutal que no pudo aguantar ni un par de segundos más.

Se derrumbó a su lado y estiró el brazo para quitarse el preservativo. Como se temía, el joven se acurrucó en busca de mimitos. Genial, justo lo que más le apetecía en ese momento.

—Guau, bien duro, como a mí me gusta, y largo, muy largo —canturreó Duncan, lamiéndole la mejilla, enlazando su pecho y forzando una pierna entre las suyas, demasiado cerca de sus testículos para que fuera cómodo—. Creo que me he enamorado de ti. Y que seguiría amándote toooda la noche. Dime que sí, cariño. Dime que he sido malo, y me vas a castigar.

La pierna subió un poco más. Nathan se giró sobre su costado y lo apartó.

—¿Tienes coche? —preguntó.

—Sí. —Duncan lo miró con curiosidad.

—Pues te castigaré toda la noche, o lo que tú quieras, pero en tu casa. —Se levantó de un salto, se ajustó los vaqueros y recogió la camisa del suelo—. ¿A qué esperas?

Eso era todo lo que necesitaba, sexo sin complicaciones. Y no pensar en nada más.

 

La pareja no sabía que habían contado con público durante toda la duración del espectáculo. Había una puerta de comunicación cerrada con llave entre su habitación y la pieza contigua y, junto a ella, una rejilla que parecía fuera de lugar y que se levantaba con facilidad. Alguien se había librado de la rejilla del otro lado y había presenciado la escena desde la oscuridad, sabiendo que los actores se dejarían las luces encendidas. Al ver que Nathan saltaba de la cama, el espía se retiró con discreción y abandonó el lugar del crimen sin dejar ninguna huella.

—La diversión ha finalizado por hoy. Nuestro joven irlandés ya se ha agenciado un coche para volver y un catre para pasar la noche. Tiene gracia, estoy seguro de que a Duncan no le importaría en absoluto dejarnos mirar cómo realizan prospecciones petrolíferas en su subsuelo, es un exhibicionista de mucho cuidado. Lástima que también tiene la boca muy grande y sería incapaz de callarse.

Kei asintió, distraído. Había pasado un rato muy entretenido desalentando a varias damas algo bebidas y a un caballero muy insistente que había sido testigo de su beso con Niko, y estaba algo agotado, intelectualmente hablando, pues hacía gala de una irreprochable diplomacia incluso cuando rechazaba avances no deseados.

—A veces eres tan prudente —continuó Niko—. El puesto de observación era cómodo y discreto. ¿No sientes curiosidad por saber cómo se desempeña Nathan en calidad de semental? Si he de ser franco, yo no quería llevarme una sorpresa.

—Es algo que no me preocupa. Todo en esta vida se aprende y todos podemos ser adiestrados. Si hubiera resultado un horror durante el sexo no habría retrocedido ante el desafío. Aún recuerdo lo que me… perpetraste la primera vez, y hemos de admitir que algo has mejorado.

Niko se llevó la mano al corazón, pretendiendo que había recibido una herida mortal, y luego rio entre dientes.

—Y tú sabes que no es un horror, ¿eh? —inquirió el joven más alto, frunciendo las cejas con malicia.

—Si lo fuera, lo habría notado en tu expresión, pequeño Niko. En fin, supongo que nuestro amigo no tardará en pasar a darnos las buenas noches.

—¿Lo hará?

—¿Quieres apostar?

—¿Contra ti? ¿Me tomas por imbécil?

Claro que no quería apostar. Nathan se escabulló de su improvisada pareja y se acercó a ellos para advertirles que había encontrado transporte y compañía. Tras una seca despedida, corrió a la entrada y desapareció.

Como había dicho Kei, Nathan nunca hacía preguntas personales. Todo lo que sabía sobre ellos era lo poco que le habían comentado y, por lo que a él respectaba, Niko trabajaba en una agencia de publicidad y Kei en un estudio de grabación; lo cual era cierto, si bien muy incompleto.

Algunos días después de la fiesta, Niko recibió una llamada de su compañero. El manager de cierta artista de renombre que grababa un nuevo álbum en el estudio le había confiado que estaban en pleno proceso de preproducción del vídeo musical del primer sencillo. Dado que su empresa se ocupaba de toda la publicidad de la discográfica, entre otras cosas, el joven conocía perfectamente a su productora musical; y tras finalizar la conversación, no le llevó mucho tiempo localizar su número y contactar con ella.

—¿Margaret? Soy Niko Bradley… También estoy encantado de oírte, por supuesto… Me vas a perdonar por tutearte con semejante descaro, pero cuando nos conocimos me lo pediste de forma tan irresistible, que yo… —Los dos rieron—. Me preguntaba si tendrías un par de minutos para dedicarme. Un pajarito, ya te contaré quién, me ha mencionado el proyecto en el que andáis liados… Exacto, eso mismo. ¿Sabes?, quizás me esté metiendo donde no me llaman; el caso es que mi pajarito particular está siguiendo la carrera de tu chica con gran interés y me ha inspirado algunas ideas que causarían impacto en un vídeo, según mi no-tan-modesta-opinión… —Nuevas risas. La otra parte se enzarzó en un monólogo y Niko escuchó, atento, asintiendo de tanto en tanto—. Ajá… Entiendo. Y dime, Margaret, ¿no crees que sería aún mejor si sustituyerais las escenas de baile por algo más… contundente? Una pelea de artes marciales, por ejemplo: kickboxing, taekwondo… ¡Ja, ja, ja! Gracias por la oferta, me pensaré lo de presentarme al casting… ¿Quedar para comer? Claro, así será más fácil intercambiar impresiones y me alegrarás un almuerzo que se anunciaba gris y solitario… De acuerdo, te veré luego…

Era la hora de cerrar, y Nathan atendía los últimos pedidos de la jornada. Un familiar rostro de rasgados ojos azules apareció en su campo de visión, sonrió, pidió un té y se marchó sin más. El joven rubio concluyó sus tareas y se esfumó todo lo rápido que pudo; como esperaba, Kei estaba fuera, junto a su Honda, tarareando una melodía y jugando con la pajita del vaso.

—Hola de nuevo, Nathan. Espero no molestar, quería comentarte algo de lo que me he enterado en el estudio. ¿Te llevo a casa?

Aunque no era la primera vez que hacía aquel recorrido, entonces se sentía más incómodo. Habían pasado dos semanas desde que se largó con el rubio platino cuyo nombre ya había olvidado, y empezaba a preguntarse si habían decidido rendirse. La respuesta, personificada en un atractivo conductor medio oriental, había revivido una vieja inquietud… y también le había brindado un pequeño —e inconfesable— alivio. Cabía dentro de lo posible que, incluso, se apretara contra él con excesiva fuerza a lo largo de todo el camino de vuelta al apartamento. Invisibles bajo la oscura pantalla, los labios de Kei se arqueaban con satisfacción.

La motocicleta se detuvo bajo el portal, y conductor y pasajero se quitaron los cascos.

—¿Qué tal estos días? —preguntó el primero—. Niko y yo hemos estado muy ocupados en nuestros respectivos trabajos y no hemos tenido tiempo de salir. Supongo que estarás cansado; solo quería darte esto.

Le tendió una hoja impresa a su compañero, que leyó las primeras líneas a toda velocidad y no tardó en arrugar el ceño.

—¿Un casting para un vídeo? ¿Cómo diablos sabes…?

—No te lo tomes a mal. El día que Niko y tú os emborrachasteis, dijiste en el coche que te habías presentado a uno. —Nathan se tensó. Kei lo miró a los ojos, con calma—. Al enterarme del proyecto, pensé que podría interesarte.

—Yo no sé gran cosa de música, ni de baile.

—Sigue leyendo.

—¿Artes marciales? ¿Buscan un actor experto en artes marciales?

—Dijiste que eras Primer DAN de taekwondo, si mal no recuerdo.

—Sí, lo soy. —Sus ojos se iluminaron por un momento, hasta que la duda los asaltó de nuevo—. Oye, ¿no estaréis metidos en esto? Porque yo no quiero favoritismos, ni nepotismo, ni enchufes de los amigos ni nada por el estilo.

—Te doy mi palabra de que no tengo nada que ver con el casting. Lo único que no puedo negar es que este anuncio aún no se ha hecho público. Claro que eso no supone jugar con ventaja, que yo sepa. ¿Te vas a presentar?

—No sé, yo… —El irlandés no podía despegar los ojos del papel—. Tengo que pensármelo.

—Como quieras. Por cierto, y espero que no consideres esto información privilegiada, la cantante es muy buena. Te dejaré que subas a dormir. Buenas noches, Nathan.

Kei se inclinó para besarlo. Un beso en los labios… Al joven rubio no le cupo ninguna duda, pues se detuvo a pocos centímetros de su boca. Al instante retrocedió, con el aire confuso de alguien que ha estado a un paso de meter la pata, se colocó de nuevo el casco y le arrancó un rugido al motor de su vehículo.

Nathan se odió por pensarlo, aunque la verdad era que aquel había sido el mejor «casi beso» de su vida.

Por primera vez desde que se conocieran, el número de Nathan se iluminó en la pantalla del IPhone de Niko en calidad de llamada entrante. Respondió sin tardanza; algo le decía que aquello no presagiaba nada bueno.

—¿Nathan? ¿Por ventura se acerca el Apocalipsis? ¿Cómo est…?

—Tenemos que hablar. No me importa dónde, pero que sea rápido.

«Tenemos que hablar», la frase más ominosa de los tiempos modernos… El británico pensó rápido un lugar de encuentro, incapaz de adivinar la razón.

—Si quieres, podemos quedar en un par de horas en el pub que hay cerca de tu apartamento. ¿Qué es lo que…?

—En un par de horas.

Colgó sin despedirse. ¿Siempre era tan brusco si tenía que pagar él las llamadas? Niko intuía que no, y que algo había debido cabrearlo, y mucho, cuando ni siquiera le había dejado terminar sus dos frases. Rápidamente se puso en contacto con Kei y le comunicó sus planes para la noche. El joven tuvo que abandonar una cena para poder unirse a ellos.

En el pub, Nathan ya esperaba sentado delante de una pinta medio vacía de Guinness. Sus ojos mostraban el mismo color y la misma animación que su bebida, y no se molestó en responder al saludo de los recién llegados, que se sentaron a la mesa con prudencia, como si anduviera cerca una bomba a punto de explotar.

—Hey, Nathan. Sonabas preocupado por teléfono, y veo que no me equivoqué —lo abordó Niko—. ¿Ocurre algo con lo de los ensayos? ¿Algún problema?

Por supuesto, ambos amigos ya conocían la buena noticia de que el irlandés había tenido éxito en el casting antes de que él se topara con ellos por casualidad y se la comunicara con la expresión más entusiasmada que habían visto nunca en su rostro. También sabían que había comenzado los ensayos y que no le había importado dejar su trabajo, por incompatibilidad de horarios, a pesar de que el rodaje sería corto y no muy bien pagado; eran conscientes de que, para él, suponía una oportunidad que llevaba Dios sabía cuánto tiempo esperando. Todo marchaba según lo proyectado, y Nathan incluso había aceptado una salida el próximo fin de semana para celebrarlo, en la que pensaban reiterar su oferta.

Por eso no entendían qué le estaba rondando la cabeza.

—Esta mañana pillé a un tipo muy cabreado hablando con una chica, una ayudante de producción, creo —comentó con voz impersonal—. Al parecer, ya tenía hasta el storyboard con números de baile y la productora lo obligó a cambiarlo todo e introducir una coreografía de artes marciales. Y entonces la chica le contó que la idea se la había sugerido un tío bueno de la agencia de publicidad Sharp Image, y que ella había aceptado porque quería meterse en sus pantalones. Luego la abordé a solas y le pregunté sobre lo que había oído. A ella no le hizo gracia que la hubieran descubierto hablando a las espaldas de su jefa, pero yo también sé sonreírles a las nenas, y así le saqué que el tío bueno en cuestión era un moreno con aspecto mediterráneo y miembro de una familia con pasta, apellidado Bradley. Como no sabía quién puñetas era la familia Bradley, lo consulté en Internet. Adivina lo que encontré: no solo una compañía de publicidad, también acciones de una distribuidora cinematográfica y una discográfica.

Hizo una pausa para estudiar a Niko. No esperaba confirmación ni culpabilidad en sus ojos, ni nada por el estilo. Ya sabía muy bien de qué iba la historia. Su mirada viró bruscamente hacia Kei.

—Me diste tu palabra de que no tenías nada que ver con el casting. ¿Tu palabra no vale nada?

—Nathan, eso era cierto —apuntó Niko—, nosotros no intervinimos en el proceso de selección. Vamos, ni sabíamos qué tal actuabas. Te eligieron porque debes ser bue…

—¡Y una mierda! —Nathan elevó tanto la voz que algunos de los clientes del establecimiento se volvieron para mirarlo—. ¡Dije que yo no quería favoritismos y usasteis vuestra pasta y vuestros contactos para manipularlo todo! ¿Qué coño creíais, que iba a ser más fácil convencerme para… para…? ¡Joder! Quiero ser actor, y quiero llegar con mis propios medios y con mi talento, no con enchufes ni abriéndome de piernas. ¡Me importa poco que el mundo juegue según esas reglas, yo no lo hago!

—Si quieres gritar, vamos a donde quieras y lo haces a gusto, pero no aquí.

—Nathan, tienes que perdonarnos —interrumpió Kei—. Te merecías el trabajo y no se lo robaste a nadie, lo conseguiste por méritos propios.

—¿Y se supone que ahora tengo que estaros agradecido?

Se puso en pie dando un taconazo y abandonó el local a zancadas. Kei lo siguió; también lo hizo Niko, tras detenerse a dejar un billete en la barra. Al alcanzarlos en la calle, vio que su compañero se esforzaba por mantener el paso del testarudo irlandés y justificarse, mientras que el más joven se alejaba en dirección contraria a su apartamento.

—Voy a abandonar. Que se busquen a otro —mascullaba Nathan, con los dientes apretados. Aquello exasperó al joven más alto. Un tío así ¿existía en el mundo real?

—¿De verdad se puede ser tan gilipollas? ¡Acaban de contratarte! Y es tu primer trabajo profesional, ¿no? ¿Crees que la informalidad se perdona en esta industria? Una cosa es que no quieras follarte a un director, pero esto…

—¿También sabes eso? —El rubio se detuvo y se giró de golpe—. ¿Has estado husmeando en mis asuntos?

—Lo contaste tú cuando estabas borracho, idiota. Yo solo te digo que si no estás dispuesto a aprovechar toda la ayuda que recibas, ya puedes ir cambiando de profesión. ¿O lamentaste tu suerte cuando la genética te dio esa cara y ese cuerpo que te van a servir para desbancar a muchos?

—¡Dejadme en paz! —Apretó los puños y casi gritó—. ¿Qué pretendéis de mí? Yo… yo no quiero una jodida relación que no funcionará, ni deberle nada a nadie, ni…

Niko se había calentado en serio. En todos los sentidos. Ya no sabía qué deseaba más, si partirle la cara a aquel cabezota o estamparlo contra la pared y hundírsela hasta el fondo mientras gritaba. En cuanto a Kei…

—De acuerdo, Nathan —dijo—, concédenos un último intento. Te proponemos un trato o, más bien, una apuesta. Si ganas, te prometemos que no volveremos a molestarte nunca más; si pierdes… harás lo que te pedimos. ¿Aceptas?

Vislumbraba lo que había más allá de la negativa y del ruego del muchacho. Sabía que estaba pidiendo algo, una oportunidad y una excusa. Bien, le daría ambas: la oportunidad de huir y la excusa para quedarse. Dependería de él, en última instancia, cuál de las dos aprovechaba.

 

No conocía aquella parte de la ciudad. ¿Casas rodeadas de jardines? Diablos, no conocía ninguna parte de la ciudad en la que vivieran ricachones. Pensar en la pasta que debía costar una choza así le daba dolor de cabeza. Claro que era lo lógico; por lo que había leído en la red, la familia de Niko manejaba mucho dinero. Su natural desconfianza afloró cuando cruzó el umbral de la lujosa vivienda y echó un vistazo al inmaculado recibidor y al salón minimalista en tonos oscuros y metálicos, típico de revista de decoración, del interior.

—¿Tu familia está fuera?

—Aquí vivimos Kei y yo —respondió el joven—. Relájate, ningún padre indignado va a entrar en medio de la noche.

—Joder, debéis ser un par de niños de papá. ¿Qué tío de veinticinco puede permitirse vivir en esta casa, por mucho que lo hayan enchufado en la empresa de la familia?

—¿Quién te ha dicho que tenga veinticinco? —Niko torció los labios en una sonrisa desabrida—. Kei pronto cumplirá los treinta, y a mí tampoco me queda mucho. Pero gracias por el cumplido.

Nathan se quedó helado. Entonces… ¿aquellos tipos tenían diez años más que él? Diez años, diez malditos años…

De súbito, sintió la necesidad de salir corriendo. Procuró pensar en otra cosa; después de todo, lo único que necesitaba era ganar. Y lo haría, sí. A la tercera, iba la vencida.

—¿Tomas algo? No te vendría mal.

—¿Se puede fumar?

—La ventana.

Su anfitrión señaló a uno de los ventanales del fondo. El rubio salió a una terraza, se apoyó en la baranda de piedra y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos. Apenas lo disfrutó, y de hecho se deshizo de él a la mitad. Cuando volvió a entrar, agarró como un autómata el vaso que le tendieron y lo vació de un trago. Niko le hizo señas para que los siguiera.

En la planta superior había varias puertas cerradas. Una de ellas los condujo al dormitorio más grande en el que había estado jamás… y a la cama más enorme que pudiera imaginarse, imponente y fuera de lugar con su anticuada estructura de metal. No era una persona dada a fijarse en los detalles; únicamente se percató de eso, y del amplio espacio vacío en el suelo, cubierto por una mullida alfombra que se hundía bajo el peso de los pies. Imitó a sus compañeros al quitarse los zapatos y los calcetines y se encontró, igual que las otras ocasiones, ansioso ante la perspectiva de lo que iba a pasar en aquella habitación. Como un chaval inexperto.

No era nada extraño que alguien así, alguien que detestaba perder las riendas de su propio destino, sintiera un molesto vacío en el estómago cada vez que estaba a solas con ellos.

—¿Prefieres la alfombra o la cama, Nat? —preguntó Niko, dejándose caer en un gran cojín y recogiéndose la melena con una cinta elástica. Por alguna razón, su rostro despejado se le antojó más dominador a su invitado—. Yo sugiero que nos quedemos aquí abajo, hay más espacio.

—Me importa poco que nos quedemos en la mesa de la cocina, no… no he venido por gusto.

—La mesa de la cocina la dejaremos para un evento especial, junto con un spray de nata baja en calorías y una botella de Peppermint.

Separó las piernas y alzó la vista hasta su compañero, que se acercó y se acomodó en el suelo, entre ellas. De inmediato, Niko comenzó a pasar los dedos por sus cabellos oscuros, y Kei estiró el cuello como un felino con ganas de que lo acariciaran y recuperó esa sonrisa suave y satisfecha de los primeros días; a Nathan, que ya sabía distinguirla del gesto amable que de ordinario curvaba sus labios, se le erizó el vello de la nuca. Ambos tenían los ojos azules fijos en los suyos, y parecían… justo eso: un par de gatos que se desperezaban para jugar con un canario antes de tomar un tentempié. Al joven rubio no le resultó tranquilizadora la estampa. Principalmente, porque el canario debía ser él.

—Entonces, ¿en qué consiste la maldita apuesta? —inquirió, para romper la tensión.

—Es muy sencillo —dijo el joven de piel bronceada, flexionando una pierna y cosquilleando con los dedos en el muslo de su pareja—. Apostamos que seremos capaces de hacer que te corras sin rozarte siquiera tu hermosa herramienta. Ni en directo ni sobre la tela, si te lo estás preguntando.

—¿Qué? —Nathan no se esperaba algo así. ¿Correrse… sin que le tocaran la polla? Torció la boca en una mueca de escepticismo, que pronto se transformó en suspicacia—. Espera un momento, ¿no iréis a…?

—Nadie va a violar la impenetrabilidad de tu sancta sanctorum, tranquilo —aclaró Niko, con afectación y cierto fastidio—. Bueno, ¿qué nos dices? ¿Crees que serás capaz de aguantar?

Demasiado fácil. No sabía lo que tramaban, pero por mucho que le toquetearan o lamieran cualquier parte del cuerpo que pudiera ocurrírseles no iban a tener éxito. No importaba lo excitado que estuviera, él nunca había tenido un orgasmo sin dedicarle atención a su…

—De acuerdo, está bien, sorprendedme. Me muero por ver a dónde sois capaces de llegar, aunque os advierto que no me voy a quedar aquí toda la noche para que me arruguéis como una pasa a base de chupetones.

—¿Una hora está bien? Para que nos dé tiempo de divertirnos.

—Una hora… Vale.

—Ven aquí, Nathan.

Kei se echó a un lado. Niko se palmeó el muslo, invitándolo a sentarse, y sus ojos se tiñeron de suficiencia cuando el rubio se quedó de pie entre sus piernas.

—¿Te has creído que soy tu puñetero perro? —preguntó, dando a sus palabras un evidente tono de desprecio.

—Oh, venga, Nate, no te puedo poner las manos en los sitios más interesantes. Me permitirás, al menos, que me tome ciertas libertades con las demás porciones de tu anatomía, ¿mmm? Te lo pediré por favor, si quieres. —Tiró de su muñeca, sin romper el contacto visual, y lo sentó a horcajadas sobre su muslo. Después lo atrajo hacia sí y se aseguró de que sintiera el roce entre las piernas—. Te advierto que si eres tú el que se restriega contra nosotros, quedaremos eximidos de toda culpa.

—Ya te digo que eso no pasará.

Niko soltó una risita, mordisqueó el vientre de Nathan e introdujo la mano bajo su camiseta, paseándola a lo largo de la piel desnuda de su espina dorsal. Los dedos le acariciaron la nuca y bajaron hasta la base de su espalda.

El irlandés no pretendía colaborar: la vista al frente, el tronco rígido, las piernas tensas, los brazos colgando a los costados… Representaba la viva estampa de la indiferencia. Sin embargo, al final no pudo luchar contra su curiosidad, el impulso natural de no perderse nada de lo que estaban haciendo con su cuerpo. Bajó la vista al rostro de su compañero y, al verlo sortear la tela e introducir la lengua en su ombligo, los músculos de su estómago se contrajeron.

Para Kei, la avidez de los ojos oscuros nunca pasaba inadvertida. Se acercó, le abrazó la cintura y desabrochó la ancha hebilla plateada de su cinturón, tirando despacio del extremo y dejándolo caer al suelo. Se dobló y unió sus labios a los que ya se aventuraban sobre el nacimiento de su vello púbico. Las lenguas se entrelazaron, las bocas se unieron… Un beso sobre el fino pelo rojizo…

Nathan recordó que Niko se había quejado de que su ingle nunca viera una cuchilla, cosa que al joven de ojos rasgados no parecía importarle. Seguía lamiendo y cubriendo de besos el triángulo que coronaba su sexo en tanto su compañero abría el botón de sus vaqueros y tiraba de la cremallera con infinito cuidado, le subía los brazos para librarse de la camiseta, le hundía la cara en la axila y le aplicaba el mismo tratamiento. Las cosquillas solían molestarle, más que divertirle, pero aquel cosquilleo era muy diferente. Estimulante. Excitante. Un hallazgo inesperado, como lo había sido la revelación de que le gustaba que le lamieran los pezones.

Los ojos azules se alzaron y lo atraparon mirando fijamente.

—¿Te librarás del resto de la ropa, Nat? —preguntó Niko, las manos apretando sus caderas—. No quiero que puedas pensar que hago trampas.

Igual que siempre, él se quedaría en bolas y ellos se mojarían lo mínimo. Maldijo en silencio. ¿Por qué tenían que hacerle sentir que era su condenado juguete? Tuvo el impulso de enseñarles el dedo medio, mandarlo todo al infierno y largarse por la puerta. Acabó ganando su código de honor particular, que lo forzó a seguir clavado en el sitio. Una vez más, solo una vez más.

Se puso de pie, tiró de sus vaqueros y su ropa interior con rabia y se los bajó hasta los tobillos. A pesar de la ira —¿o quizá por su causa?— ya estaba empalmado, y casi notaba las miradas taladrándole la entrepierna. Con todo, los comentarios jocosos que esperaba no llegaron. En lugar de eso, Niko se arrodilló frente a él, terminó de sacarle los pantalones y se coló entre sus piernas, reanudando la siembra de besos y suaves mordiscos sobre la cara interior de sus muslos y deteniéndose al borde de la zona prohibida. Kei lo imitó a sus espaldas. Los labios, demorándose en el arranque de la hendidura que separaba las nalgas y separándoselas con gentileza, le provocaron un escalofrío. Intentó apartarse, pero fue el otro el que se detuvo primero.

Al volverse para enfrentar aquel ataque descarado, descubrió que llevaba la camisa desabrochada. El irlandés pudo estudiar su torso a placer: bien definido, sin llegar a ser voluminoso; los hombros anchos y la cintura estrecha, como un nadador; lampiño, con las pequeñas y oscuras tetillas destacando en su piel inmaculada.

Kei avanzó, y Nathan se vio empujado contra su compañero bronceado, que también estaba medio desnudo. Duro, firme y esculpido a base de pesas, ni más ni menos que lo que se imaginaba… y hubo de reconocer que el contacto en su espalda era muy agradable. Los brazos musculosos lo rodearon y tiraron hacia atrás, y ambos aterrizaron de nuevo en el cojín. El joven rubio se sintió incómodo en esa posición, sobre las piernas abiertas del cuerpo que le servía de sillón; claro que su atención fue capturada muy rápido por el movimiento del tercer miembro del grupo, que apoyó las manos en sus muslos.

—¿Cuántas veces te han comido la oreja recordándote lo bueno que estás, Nathan? —susurró el joven tras él, hundiéndose poco a poco en el cojín y flexionando las piernas—. Si pudiera, te follaría con tantas ganas que no te dejaría parar en toda la noche. ¿Notas el bulto, apretando contra ese culo increíble que tienes?

—¿Eso es lo que le largaste a la productora para que cambiara la historia? —masculló él entre dientes, tratando de que no le afectaran sus palabras—. ¿Así convences a las tías facilonas para llevártelas al catre?

La verdad era que sí lo notaba, y no lo estaba disfrutando. En cualquier caso, la distracción sirvió a los otros para colocarlo en una postura muy comprometedora, echado cuan largo era sobre el más alto, las piernas separadas y la entrepierna bien expuesta ante Kei, que se hacía cargo de todas aquellas zonas que no pudieran hacerles perder la apuesta. Al verse así, Nathan se revolvió.

—¿Qué cojones estáis…?

—Tranquilo, Kei no va a hacerte nada que vaya contra las reglas. Tendrás, eso sí, que dejarle probar otras técnicas.

La boca del aludido se perdió entre sus muslos. La sintió muy pronto, ocupada sobre el perineo, y esa húmeda caricia que ondulaba desde el borde de su escroto hasta el de la zona fuera de los límites debía ser su lengua. Su faceta voyeur volvió a aflorar, haciéndole estirar el cuello para conseguir una imagen de ese rostro tan atractivo sepultado bajo su paquete. ¿Qué estás haciendo, capullo?, se preguntó el irlandés. ¿Te dedicas a mirar cómo te lamen debajo de los huevos para que se te ponga todavía más dura? No era fácil razonar con uno mismo sobre ciertas cuestiones. Sobre todo, porque el jugueteo pronto se transformó en algo más serio, y unos dedos largos, de puntas duras y firmes, se unieron y comenzaron a presionar la línea central hasta que la intensa respiración de Nathan se convirtió en un quejido entrecortado.

¡Ah! ¿Qué…?

No, no le había rozado nada que no debiera. Se notaba el bajo vientre ardiendo, y una corriente eléctrica le estaba haciendo vibrar la polla. Casi había olvidado la sensación.

Su primer impulso, cerrar las piernas, fue atajado por las manos de los otros, que subrepticiamente se habían posicionado para sujetarle los muslos. La derecha de Niko, empapada de saliva, se lanzó a pellizcarle el pezón.

—Quieto, encanto —murmuró al oído del rubio, intercalando lametazos entre los susurros—. ¿Nunca te han hecho uno de estos? Aunque es una lástima que no quieras dejar entrar a nadie, hay otros métodos para encontrarte la próstata. Relájate y disfruta.

¿Relajarse? ¿Se pensaba que tenía intención de perder? Recordó que aquellos tíos estaban cerca de los treinta. No eran los típicos niñatos fáciles de domar con los que acostumbraba a acostarse, a la fuerza tenían que conocer un par de trucos. Se mordió el labio con fuerza, abochornado por la manera en que su pecho subía y bajaba y por las sacudidas bastante apreciables de su miembro, cuya punta se había humedecido y brillaba bajo los potentes focos del techo. Era más de lo que podía soportar. No veía el momento de que se cumpliera el plazo para poder salir corriendo de allí. No era cierto que estuviera disfrutando como un condenado. No quería…

Gimió, aún más fuerte.

¿Sería capaz de provocarle un orgasmo solo con eso? La poca cordura que le quedaba le decía que no, que nunca lo habían hecho antes y, por más incitante que fuera, no estaba sensibilizado hasta ese extremo. Los ojos azules de Kei apuntaron a su cara y lo pillaron espiando más allá de la erección que se interponía entre ellos. El joven mantuvo la mirada un buen rato… y se detuvo.

Nathan lo siguió en su lento ascenso hasta colocarse a su altura, cuidándose bien de no rozarle el vientre. Estaba frente a él, y tan cerca; si se hubiera estirado unos centímetros, habría podido besarlo. Ninguna norma dictaba que no pudiera hacerlo.

Pero Kei tenía otros planes. Se inclinó y enredó la lengua con la de Niko, que seguía retozando por allí. El chasquido resbaladizo sonó bien claro junto a su oreja, y no pudo reprimir una punzada de frustración. El respaldo humano del irlandés separó entonces las piernas y lo dejó deslizarse hasta tocar el cojín, se echó a un lado e introdujo las palmas de las manos en los pantalones de su compañero más bajo. Nathan pudo apreciar cómo amasaban sus nalgas bajo la tela, y cómo las rodeaban dirigiéndose hacia el frente y contribuían a hacer más pronunciado el abultamiento que se adivinaba ahí debajo. No tardaron en salir y desabrochar los botones de la prenda, propinarle un enérgico tirón junto con la ropa interior y bajarlas hasta más allá de las rodillas. Kei se arrodilló entonces de espaldas a su pareja.

Aquella era la primera vez que el esbelto cuerpo se exhibía en su totalidad delante de sus narices, y el rubio no desaprovechó la oportunidad de recrearse. La piel de su trasero ya estaba enrojecida tras el asalto recibido de manos de Niko, lo cual no impidió que este siguiera manoseándolo, exponiendo sin ningún recato su entrada posterior. En cuanto a la parte frontal, también estaba erecta. El joven lo apretó contra sí y lo hizo frotarse sobre su bragueta.

Nathan asistía a la escena, confuso y un poco picado. ¿De qué coño van estos dos?, pensó. ¿En serio pretenden pasar de mí y ponerse a joder a mi lado mientras el tiempo corre? ¿Creen que voy a quedarme a mirar, como si nunca hubiera visto a nadie follando? Y de nuevo fue más fácil pensar en apartar la vista que hacerlo en realidad, sobre todo cuando Niko recogió su cinturón, el de la gran hebilla plateada, lo usó para atar las muñecas de su compañero, aseguró el extremo suelto a una de las enormes barras metálicas de los pies de la cama y tiró con fuerza de sus caderas, obligándolo a inclinarse. Entonces se desabrochó su propio pantalón, apartó los boxers ajustados azul marino y apuntó su miembro entre las nalgas de Kei. La mano izquierda le resbaló por la espalda arqueada que se ofrecía ante él y se posó en su nuca, enredándose en los cabellos oscuros.

El glande rojizo se abrió camino con dificultad. Nathan tenía presente que no habían realizado preparación previa ni utilizaban preservativo, y por muy acostumbrados que estuvieran a aquello, Niko la tenía demasiado grande para que entrar sin lubricación pudiera ser completamente indoloro. Dirigió los ojos a la cara de Kei, esperando hallar esa reacción apasionada que ya antes había buscado en él. No, nada más que jadeos impacientes. De hecho, ninguno de los tres había dicho una palabra. El grueso tronco penetró un poco más; el joven intentó bajar la cabeza, y su pareja le sujetó la nuca con violencia. Un nuevo empujón…

El irlandés sabía que estaba haciéndole daño, que debía decirle que parara y usara algo de gel. Entonces, ¿por qué no era capaz de abrir la boca? ¿Por qué se limitaba a mirar, igual que un maldito pervertido, sintiendo cómo se le sacudía la polla cada vez que Kei jadeaba más fuerte? La respuesta, en la que no quería pensar, era muy sencilla: porque habría querido ser él quien entrara en ese trasero estrecho, sin condón, sin lubricante, nada más que piel contra piel, y poder sentir la deliciosa presión, y el calor, y aquel cuerpo estremeciéndose debajo del suyo.

Niko ya se había hundido por completo, y se movía rítmicamente. Sus acometidas eran tan fuertes que empujaban poco a poco al otro contra las barras, y llegado a un punto hubo de detenerse y arrastrarlo de vuelta a la posición inicial. Sin apoyo, con los doloridos brazos tensos ante él, a Kei le resultaba más difícil guardar la compostura. Sus labios separados y sus cejas fruncidas se le antojaron a Nathan tan sensuales… La mano se le desplazó por su cuenta a la ingle y empezó a masturbar con desmaña su brutal erección.

Cuando fue consciente de ello, hizo lo que pudo para detenerse. Era absurdo. No les regalaría la victoria, no dejaría que lo mezclaran en sus líos extravagantes, no se pondría a merced de nadie.

Observó a Niko. Ya no mostraba esa perenne sonrisa de suficiencia, su rostro solo reflejaba abandono y placer. Era lo más erótico que había visto en mucho tiempo.

Si yo te la clavara como has hecho con él, y embistiera con tanta fuerza, ¿me mirarías así?

Se volvió hacia Kei. Otro tirón había vuelto a estirarle los brazos, y en esa ocasión escuchó con claridad el suave quejido que dejó escapar. Los ojos rasgados se giraron y atisbaron justo por encima del borde, cruzándose con los suyos. Aunque su boca no era visible, Nathan habría jurado que sonreía.

Una elección disfrazada de apuesta… Un par de sacudidas más concluyeron el trabajo. Se miró la mano, cubierta de semen, y dejó de pensar.

Al parecer, su orgasmo especió en cierta medida el humor de los otros dos, que no tardaron en imitarlo. Se quedó allí tirado, disfrutando del resto del show, hasta que Kei se disparó entre los dedos de su compañero, que hacía lo mismo dentro de él. Niko debía ser de los que disfrutaban el contacto después de correrse; no la sacó enseguida, sino que permaneció es esa posición un buen rato, y solo entonces se acercó a soltarle las muñecas. Pero antes de que pudiera hacerlo, Nathan se plantó frente al joven atado, lo agarró por la barbilla con muy poca gentileza, lo forzó a separar los labios y lo besó. No encontró resistencia. Su lengua se plegó con docilidad a sus deseos, y le permitió explorar cada rincón de esa boca en la que había pensado tantas veces. Era dulce, y suave, y sabía bien. Y lo enardecía de una forma que no podía permitirse en su actual estado de agotamiento físico y mental. Se separó muy rápido y se dejó caer en la cama. De fondo apenas se oía el tintineo de la hebilla de su cinturón contra las barras de metal.

Alguien se interpuso entre él y la potente luz de los focos: Niko. El joven de rasgos mediterráneos se tumbó a su lado, y su cuello obedeció sin rechistar el movimiento de los dedos morenos, que lo tomaron delicadamente y lo giraron en su dirección. Los ojos azules tenían una expresión tan… diferente…

Tampoco protestó cuando lo besó. Fue lento, profundo y húmedo, y le lamió y mordisqueó los labios al final. La clase de beso que le gustaba.

—Quédate esta noche, Nathan —sugirió, con voz queda—. Mañana, si quieres, te ayudaré a traer tus cosas.

—No, tengo que marcharme. Por favor, dejadme… dejadme terminar el vídeo antes. Solo eso. Solo eso, y luego me mudaré cuando queráis.

Antes de que Niko pudiera protestar, Kei se sentó al borde del colchón, flanqueando a su invitado.

—Claro, tómate tu tiempo —ofreció, rozándole la mano—. Acaba el trabajo, y cuando estés libre de preocupaciones ya lo prepararemos todo. No te preocupes.

En joven irlandés se vistió a toda prisa y salió corriendo. Parecía una fuga en toda regla, lo que no dejaba de ser paradójico, ya que tenía muy presente que se había quedado atrapado en una jaula y no tenía ningún sitio a donde huir.

Y también sabía que había sido él, en persona, quien se había colocado el grillete.

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