La melodía del corazón •Capítulo 7•

7

Romeo

 

Al día siguiente Lucía volvió a la librería y por fin pude hablar con ella sobre Paris; no había tenido tiempo de contarle nada. Se quedó alucinando y, al igual que mis amigos, quiso conocerlo en cuanto terminé el relato. Con ella me sentiría más cómodo porque estaba seguro de que no lo espantaría, sabía muy bien cómo comportarse y no disfrutaba mortificándome. También quería que Paris conociera a mis amigos, sobre todo porque presentía que necesitaba conocer gente nueva para estar menos solo, pero cuando había alcohol de por medio podían descontrolarse mucho las lenguas y las bromas, y todavía no conocía tanto el carácter de Paris como para saber si lo asustaríamos o si podía encajar con nosotros.

—Podemos cenar mañana en tu casa y lo invitas, así nos conocemos y se sentirá más arropado cuando lo eches a las fieras.

—Es una idea genial, eres la mejor.

—Lo sé, pero pagas tú.

Le guiñé un ojo y seguí colocando algunos libros nuevos que nos habían llegado esa mañana; los expuse en la estantería de novedades y reorganicé los demás. Al contrario que a mi prima, me encantaba esta parte del trabajo. A ella le parecía tedioso tener que recolocar los libros e ir cambiando los mostradores y estanterías, pero yo lo disfrutaba mucho; estar rodeado de libros eran mi paraíso, mi remanso de paz. Y abrir las cajas con todas las novedades me volvía loco de alegría, como si fueran todos para mí.

Lucía atendió a unos clientes y le recomendó un libro a una niña preadolescente que quería leer una aventura de fantasía y amor, qué monada. Mis clientes favoritos eran los niños lectores, eran adorables.

Al volver a casa después de cerrar la librería llamé a casa de Paris para invitarlo a la cena. No se escuchaba ningún ruido de dentro hasta que apreté el timbre y al poco sus pasos se acercaron. Cuando abrió la puerta casi me dio un infarto al verlo, solo llevaba puestos unos pantalones cortos grises de tela deportiva. Su esbelto pecho al descubierto me robó el aliento, se le marcaban los abdominales y no tenía nada de vello en su sedoso torso. Escuché un carraspeo y me di cuenta de que estaba mirándolo como si fuera comestible, tal vez un poco boquiabierto y salivando. Al alzar la vista hasta sus ojos verdes no parecía molesto, solo un poco avergonzado, sin mantenerme la mirada. Se movió, incómodo, y se apoyó contra el marco de la puerta, cruzando los brazos ante el pecho, marcando más los pectorales y los bíceps sin ser esa su intención. Tuve que esforzarme por respirar. El cabello dorado caía suelto sobre sus hombros, tenía una melena preciosa. Era tan angelical como pecaminoso.

—Perdona si te molesto —dije, de repente cohibido por su presencia, abrumado por su belleza—, solo quería proponerte un plan.

—No estaba haciendo nada, dime.

Por fin me miró a los ojos con un ligero rubor en las mejillas.

—Mañana viene a cenar mi prima a casa, Lucía, y quería invitarte a ti también, si te apetece y no estás ocupado.

Cuánta formalidad, los nervios me hacían desvariar.

—Claro, me encantaría —contestó mostrando entusiasmo—. ¿Llevo algo? ¿Os gusta el vino?

—No es necesario, y por la comida no te preocupes, ¿prefieres asiático o italiano?

—Me gusta todo.

Tragué saliva con fuerza. ¿Por qué había sonado tan sexual? Estaba delirando. Con él medio desnudo y con ese aspecto, incluso si me dijera «me pica un codo» me sonaría erótico.

—Genial, pues mañana nos vemos sobre esta hora —contesté apresuradamente.

Entré en casa con rapidez mientras él me observaba, lo escuché cerrar después de que lo hiciese yo. Golpeé la cabeza contra la puerta, me costaría mucho quitarme su imagen de la cabeza, tendría que haberle mandado un mensaje o una maldita e inofensiva nota.

Me apoyé contra la puerta y no pude evitar reírme entre dientes, aunque también me notaba sonrojado por la vergüenza y un poco agitado. ¿Eso que había sentido emanar de Romeo era tensión sexual? Estaba abrumado por la intensidad de su mirada. Nunca me había sentido deseado por un hombre. Por Dios, nunca me había sentido deseado así por nadie. Y después de que Kata destrozase mi corazón y un poco mi autoestima, esa mirada de Romeo había sido… reconfortante, electrizante… y excitante. Nunca me habían mirado así, nadie, ni hombre ni mujer, como si quisieran recorrer cada centímetro de mi piel con la lengua. Me atravesó un escalofrío con ese pensamiento.

Luego me pareció triste que nadie me hubiera hecho sentir así antes. Todas las personas que me habían acompañado a lo largo de mi vida me habían valorado por una cosa, la misma cosa: mi música, mi talento. Incluso las pocas parejas que había tenido; claro, todas formaban parte del mundo de la música también. Eran sofisticadas, hermosas, contenidas; nuestra prioridad nunca era la persona amada, sino la música. Sí, yo también era así, hasta que no pude soportarlo más tiempo. Necesitaba sentirme vivo, así me había hecho sentir Romeo, vivo y con el corazón acelerado. Aunque nunca me había gustado ningún hombre y ni siquiera me lo había planteado jamás, sí me había gustado su mirada, sentirme deseado.

Estaba llegando a casa con la comida caliente desprendiendo un olor delicioso desde la bolsa de papel cuando mi móvil empezó a vibrar como loco. Le pasé la bolsa a Lucía y al sacarlo del bolsillo vi una llamada perdida de Berta para que mirase el chat; como los tenía silenciados casi siempre, se valían de esos trucos para llamar mi atención. Qué casualidad que insistiesen tanto justo en ese momento, antes de la cena. Miré a mi prima de soslayo y ella también me estaba mirando, y al teléfono. Resoplé, anticipándome.

—¿Se lo has contado? Serás bocazas.

—Anoche hablé con Berta y se me escapó, perdona.

Me miró haciendo un puchero infantil y la ignoré, abriendo el chat.

Berta:

Espero que vuestra cenita íntima vaya genial SIN NOSOTROS.

Diego:

Me siento rechazado.

Nosotros tuvimos la idea primero.

Zareb:

Tengo que darles la razón.

Sabes que no habría dejado que lo espantaran.

Berta:

No confías en nosotros, somos los segundones.

Diego:

La traición duele tanto…

*Emoji del corazón roto*

Los tres empezaron a llenar la pantalla con corazones rotos y no sabía si reírme o estrellar el móvil contra el suelo. Ahora estarían dándome la tabarra sin descanso hasta conocerlo y tendría que ser cuanto antes, por el bien de mi salud mental.

—Estarás contenta, has despertado a las fieras antes de tiempo y están hambrientas.

—Lo sientooooo.

Vio la pantalla llena de corazones rotos y apretó los labios para no reírse. Abrí la puerta del portal y la dejé pasar primero, fulminándola con la mirada. Les contesté mientras esperábamos el ascensor.

Romeo:

Dejad de lloriquear.

El viernes quedamos todos.

Berta:

¡Genial!

Diego:

Si luego notas retortijones acuérdate de nosotros, amigo.

Habrá funcionado el vudú.

Romeo:

*Emoji de la peineta*

Diego:

*Emoji de la caquita sonriente*

No esperé para leer lo que estaban escribiendo en respuesta, cerré el chat y puse el móvil en modo avión para que no me molestasen. Pese a las bromas me sentía un poco culpable porque sabía que les había molestado que no contase con ellos esta noche, pero se les olvidaría rápido, no era importante. A veces eran salvajes y Paris parecía tímido, de verdad no quería espantarlo.

Abrí la puerta de casa para que entrase Lucía y fuese sacando la comida en la cocina y llamé al timbre del vecino. Cuando abrió, me alivió y decepcionó al mismo tiempo no verlo semidesnudo; llevaba pantalones vaqueros largos y una camiseta de manga corta blanca. Si hubiera estado sin camiseta otra vez no habría podido concentrarme en toda la noche.

—¿Estás listo?

—Sí, dame un segundo —respondió justo antes de dirigirse a la cocina.

Me fijé en que también llevaba las zapatillas puestas, sí que estaba preparado, esperándonos. Regresó con una botella de vino blanco en una mano y una de tinto en la otra.

—No sabía cuál iría mejor con la cena o vuestros gustos, así que he comprado una de cada —dijo, con una sonrisa tímida.

—Muchas gracias, pero ya te dije que no era necesario. Y nos gusta todo —contesté, guiñándole un ojo.

Le ayudé a cerrar la puerta con un tirón y entré en mi casa detrás de él. Fue hacia la cocina y allí se encontró con Lucía, que estaba abriendo las bandejas de comida. Dejó la tarea en cuanto lo vio, y sus ojos se agrandaron un instante ante el primer contacto visual. Sí, Paris era guapísimo, causaba esa primera impresión. Lucía se recompuso con rapidez y con una sonrisa amigable.

—Hola, Paris, qué alegría conocerte. —Se dieron dos besos sonoros y entusiastas—. Romeo me ha hablado mucho de ti.

—¿Mucho? —preguntó él, arqueando las cejas.

—Qué exagerada —dije riéndome para quitarle importancia.

Lucía me miró de soslayo con un brillo pícaro en los ojos y supe que lo había dicho a propósito. ¡Se suponía que ella debía comportarse, no ponerme en evidencia!

—Bueno, a mí también me ha hablado mucho de ti —contestó Paris.

—Todo bueno, sin duda, soy la mejor prima del mundo.

—Y la más humilde también —añadí.

Entre los tres pusimos la mesa del salón y repartimos la comida: tallarines tailandeses, arroz frito con verduras, empanadillas de cerdo al vapor y rollitos vietnamitas. Elegimos el vino tinto y Paris abrió la botella y sirvió las copas.

—Bueno —dijo Lucía, tras probar el vino y darle su aprobación con una sonrisa—, me alegro mucho de que hayas podido perdonar a mi primo por ese horrible encontronazo que tuvisteis la primera vez.

—Perdonado y olvidado, a veces las primeras impresiones no son de fiar.

—Oh, sí, te aseguro que sí. Romeo puede ser un bruto cuando pierde la paciencia, solo que lo compensa teniendo muchísima paciencia y siendo adorable el resto del tiempo.

Carraspeé con fuerza mientras removía suavemente el vino en la copa, luego los fulminé con la mirada.

—¿Qué tal si dejamos de hablar de mí como si no estuviera?

Di un trago. Paris sonrió avergonzado y mi prima me sacó la lengua en un gesto infantil. Empezamos a comer.

—¿Qué tal os va en la librería?

—Muy bien, no es un trabajo que vaya a sacarnos de pobres, pero nos va bien, y es muy agradable —contestó Lucía mientras yo me mantenía un poco al margen para que se conociesen ellos—. Creo que trabajar con nuestros tipos de clientes es muy entretenido.

—Seguro que tenéis anécdotas que contar.

—¡Ni te imaginas! Algunos son exasperantes, Romeo no los soporta y a mí me divierten muchísimo: los que no leen y quieren regalarle un libro a alguien, pero no tienen ni idea de lo que buscan, solo saben algún dato de la portada o de la trama y ahí empieza el juego de las adivinanzas. A veces encontramos el libro y otras veces no, entonces nos echan la culpa a nosotros y se van refunfuñando.

—Creo que yo tampoco los soportaría, pero sería divertido escucharos jugar a las adivinanzas con uno —contestó Paris entre risas.

—Eso sí que merece la pena —dije.

—¿Y tocar el piano cómo es?

—Solitario —contestó apartando la mirada, removiendo los tallarines.

—Excepto cuando das un concierto delante de cientos de personas, ¿no?

Lucía intentaba ser agradable, pero no era un tema con el que Paris se sintiese cómodo. No había compartido datos íntimos con ella sobre él porque no me parecía correcto, pero tal vez debería haberla avisado de esto. Sus hombros se tensaron y sus labios se apretaron en una fina línea. Solo duró un instante, pero para mí fue como un libro abierto. Aun así, intentó ser educado y contestar forzando una sonrisa en los labios.

—Cuando te acostumbras es igual que tocar en el salón de casa.

—Lucía tiene un pequeño trauma con eso —dije para desviar la conversación—. En quinto curso del colegio tuvo que dar un recital con la flauta en el festival de navidad…

—Oh, no, ¡cállate! —replicó ella con un gruñido.

Me reí entre dientes, mirándola con malicia.

—Lo cierto es que tocaba muy bien, por eso la eligieron —continué—, pero estaba tan nerviosa por el público que empezó a fallar una nota tras otra, subida en ese escenario con los focos sobre ella, y acabó marchándose entre lágrimas.

—Pobrecita.

—Gracias —le dijo a Paris, a mí me clavó un dedo en el brazo—. Y tú también tienes trapos sucios, primito.

—Soy el anfitrión, merezco un respeto.

—No, por favor, cuéntame alguno —suplicó Paris, más relajado y animado.

—Vale, te mereces una anécdota vergonzosa en la que también terminases llorando.

—Cuánta maldad, necesito más alcohol —dije, y me rellené la copa.

Mi prima lo pensó unos instantes, teníamos muchos trapos sucios a lo largo de los años. Miedo me daba.

—¡Ya la tengo! Esta es la historia de su primer beso…

—Joder —gruñí, y cogí la botella para beber directamente de ella. Paris soltó una carcajada y animó a Lucía para continuar.

—Teníamos siete años. Había una niña de clase que estaba enamorada de él, lo seguía a todas partes, se sentaba a su lado en clase y le ponía ojitos todo el rato. Yo la veía en el recreo y era muy mona, pero a Romeo lo tenía harto; le tiraba de las coletas para que le dejase en paz, pero ella era incansable. Así que un día, jugando con sus compañeros, lo pilló desprevenido y lo besó, así, de golpe, y Romeo se apartó asustado, se limpió la boca y le dijo: «¡Déjame en paz, no me gustas tú, yo estoy enamorado de Carlos!». —Lucía empezó a sobreactuar gesticulando de forma exagerada entre risas—. Y fue corriendo hacia Carlos para besarlo, lo besó y el niño lo apartó de un empujón, rechazándolo y rompiéndole el corazón; ahí es cuando Romeo se marchó llorando. —Intentó dejar de reírse para dramatizar—. Pobre Romeo pequeñín —concluyó, acariciándome el pelo.

Fingí beber directamente de la botella de vino, pero estaba mirando fijamente a Paris, atento a su reacción. No estaba seguro de si había intuido que me gustaban los hombres, pero ya no cabía duda alguna. Intenté adivinar cómo se lo había tomado, pero no hubo nada delator en su rostro, excepto una mirada brillante por el efecto del alcohol y una sonrisa tierna en sus labios.

—Pobre Romeo pequeñín —dijo, imitando a Lucía, y me acarició también el pelo, rompiendo a reír a carcajadas.

Intenté hacerme el ofendido, pero por dentro suspiraba de alivio.

—Mi primer beso está marcado por el rechazo, no tiene gracia.

—Tienes razón, estoy seguro de que Carlos todavía se arrepiente, él se lo pierde —contestó Paris, más que animado, con las mejillas sonrosadas. Su piel era tan clarita que lo dejaba en evidencia, en cuanto se alteraba un poco ya se le notaba.

Me mordí la lengua para no contestar nada inapropiado y lo aparté con un empujón suave. Me quitó la botella para rellenarse su copa.

Durante el resto de la cena charlamos sobre anécdotas menos vergonzosas y más divertidas. Paris escuchaba encantado, con una sonrisa deslumbrante y genuino interés, bromeando con nosotros, cómodo pero contenido. Él se mostraba menos abierto a compartir cosas personales, prefería escuchar y no ser el centro de atención, y no le presionamos en ningún momento. Yo me sentía complacido porque conmigo sí había bajado las defensas, pero había personas a las que en grupo les costaba abrirse; florecían como orquídeas, tímidamente, despacio y con mucho mimo.

—Bueno, malos amigos, tengo bombones helados, ¿alguien quiere?

—Siempre hay hueco para el postre —contestó Lucía, palpándose la tripa.

—Estoy de acuerdo —añadió Paris.

Me levanté para ir a recogerlos, Paris me ayudó a dejar los platos sucios en el fregadero y aprovechó para decirme que mi prima era maravillosa y que lo estaba pasando genial. Parecía muy feliz y me sentí satisfecho. Lucía estaba apurando su copa sin ayudarnos, la botella ya estaba vacía. Llevé la bandeja entera de bombones a la mesa y los tres los probamos.

—Romeo, primo querido, ¿puedo quedarme a dormir?

—Sí —suspiré.

—Debería irme ya, vosotros mañana madrugáis.

—O puedes quedarte —dijo Lucía con voz sugerente, guiñándole un ojo. Luego rompió en carcajadas.

—Perdónala, no le ha sentado bien el vino.

—Pero si me quedase no dormiríamos en toda la noche —contestó Paris, bajando el tono de voz seductoramente.

Alcé las cejas sorprendido y me guiñó un ojo.

—Dormir no es tan necesario.

—Vale, parad ya, por favor —dije nervioso y un poco celoso.

Me levanté para guardar los bombones que habían sobrado y escuché sus risitas mientras estaba en la cocina bebiendo agua fresca.

Paris se estaba despidiendo de Lucía cuando volví. Lo acompañé hasta su puerta, que estaba a un solo paso de la mía.

—Gracias, Romeo —dijo mientras entraba en su casa.

—No me las des todavía, esto solo ha sido la preparación.

—¿Para qué? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta. Recordé verlo en esa misma postura sin camiseta e intenté borrarlo de mi mente.

—Para el viernes, tienes que conocer a mis amigos, es inevitable.

—¿Les has hablado de mí?

—¿Crees que podría no hablarles del vecinito Paris? —pregunté, bajando el tono de voz e inclinándome hacia él.

El verde de sus ojos me pareció deslumbrante. En cuanto me percaté de lo cerca que estábamos di un paso atrás. No podía tontear con él, si se daba cuenta podría fastidiar nuestra amistad.

—Tranquilo —añadí —, Lucía y yo te protegeremos de las fieras.

—Vale, iré preparado.

Nos dimos las buenas noches y retrocedí hasta entrar en mi casa; cerramos las puertas a la vez. Las luces del salón estaban apagadas, encontré a Lucía metida ya en la cama con una camiseta mía puesta, me quedé en ropa interior y me tumbé a su lado.

—¿Qué piensas?

—Qué estás jodido, primito, jodido pero bien, por el vecinito Paris.

Suspiré profundamente.

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