El espacio entre tu amor y mi amor •Capítulo 2•

UN AÑO Y MEDIO MÁS TARDE...

SEPTIEMBRE

 

II

Romeo sale de la estación de metro. Echa un vistazo a las indicaciones del GPS de su teléfono antes de comenzar a andar, solo por estar seguro, para que no lo vean rectificar, para que no parezca que no conoce el camino, aunque nadie está prestando atención. Camina por la acera de piedra blanca, hay un parque diminuto entre dos edificios, pasa frente a una iglesia, pequeña también, y localiza un Sainsbury’s en un cruce, no muy lejos; también pasa por delante de una cafetería de mesas chiquititas, un pub inglés con sus ventanillas de madera verde, un mercadillo turco con la fruta expuesta en la calle en cajones de madera y un quiosco de kebabs.

Cuando llega a su destino, se encuentra frente a un edificio de fachada antigua, de ladrillos rojo sangre con la puerta negra, de estilo victoriano, cree. Mira a su alrededor y piensa que es justo como te imaginas que será Londres. Está algo apartado de la universidad, pero, de todas formas, la mayoría de sus clases se siguen dando online.

En la puerta B del tercer piso le abre un chico alto y desgarbado, de piel oscura, con una nariz cuyo tabique parece dividir su rostro que es asimétrico, picassiano diría alguien; lo observa con ojos sorprendidos, de un negro intenso.

—¿Puedo ayudarte? —dice con voz grave, en un perfecto inglés a pesar de su aspecto extranjero, de ascendencia paquistaní cree adivinar.

—Vengo por la habitación —responde también en un inglés bastante fluido.

—¿La habitación? —se extraña el joven, y por un instante cree haberse equivocado—. ¿Has llamado?

—No. Solo… ¿no está libre?

—Sí, sí. Está disponible aún. Pero la gente suele llamar antes.

—Estaba por aquí… —miente—, pero si no es un buen momento…

—No, ya que has venido, pasa.

Le abre al fin y entran por un pasillo largo y poco iluminado. El suelo de madera, con el barniz gastado en una línea central, se queja con cada paso que dan. Mientras lo cruzan el anfitrión va explicando.

—Tienes suerte de que esté aquí. Normalmente no hay nadie en la casa a esta hora. El resto está fuera, precisamente. —Llegan a un salón, hay un sillón grande, de cuero color mostaza, gastado, una mesa de comedor bastante amplia a un lado, una televisión enorme, pocos ornamentos y muchas consolas. Para su sorpresa el chico se sienta a la mesa del comedor con un cuaderno—. Tengo que hacerte unas preguntas. —A Romeo le parece una pérdida de tiempo si aún no ha decidido si se queda con la habitación. Pero tiene la impresión de que el joven del cuaderno no va a variar su rutina, así que se sienta resignado en la punta opuesta de la mesa y se quita la mascarilla—. ¿Tu nombre?

—Romeo.

Su interlocutor levanta la mirada de su cuaderno.

—¿Es una broma?

—No. Es un nombre.

El otro sonríe tomándolo por una broma, su sonrisa parece una mueca que desfigura su rostro, y vuelve a su cuaderno para comenzar un interrogatorio: ¿fumas?, no, ¿eres vegetariano?, no, ¿te duchas por la noche o por la mañana?, mañanas… Va marcando las respuestas en casillas que ya debe tener preparadas en su cuaderno, y Romeo empieza a pensar que no quiere vivir con un maniaco del control.

—Supongo que eres gay —dice finalmente el anfitrión.

—Sí. —Eso era lo que ponía el anuncio de gay flatshare en la página web LGTB Households.

—¿Puedes demostrarlo?

—¿En serio? —¿De qué va ese tío?—. No voy a acostarme contigo.

Los ojos negros del anfitrión se le clavan al instante, ojos despiertos, inquisitivos.

—Eso es muy categórico —comenta, con un deje retórico—. No me refería a una demostración práctica.

—¿Por qué iba a mentir?

—Te sorprenderías…

Romeo busca en su teléfono la foto que encabeza su pantalla. Tiene muchas fotos de Pablo y él besándose, pero esa es especial, fue la primera, sentado en la parte de atrás de aquel autobús. También es la que tiene más a mano. Se la muestra al tío de la nariz grande, y le molesta compartirla con alguien que acaba de conocer y que ni siquiera le ha caído muy bien.

—¿Te vale?

Se acerca y observa con curiosidad.

—¿Es tu novio?

—Eso no te interesa.

—Disculpa —se ofende el otro.

—¿Puedo ver ya la habitación?

Abandonan el salón, que ahora que se fija es bastante amplio y luminoso para ser Londres, y sigue a su anfitrión hasta una de las puertas, que carece de cerrojo, como ha visto en otros pisos. Y al entrar, empieza a comprender a qué venía tanta suspicacia. La habitación es enorme, de unos treinta o treinta y cinco metros cuadrados; con los techos altos de las construcciones antiguas da una sensación de amplitud inusual para una habitación de estudiantes. Tiene dos ventanales largos, como puertas, que dan a una valla con aspiraciones de ser una terraza, y desde los que entra un chorro de luz que ilumina el cuarto. Se acerca a las puertas, que dan a una calle peatonal con árboles, y las sillas y mesas rodeadas de macetas con plantas de algún restaurante que permanece cerrado a esa hora crean la ilusión de un parque. En la habitación hay una cama doble en el centro, un armario de madera clara y una mesa amplia como escritorio a juego. Por lo demás está vacía, como un lienzo en blanco esperando a que alguien lo impregne con su personalidad. Intenta abrir una de las puertas de la fingida terraza, se atasca, el dueño del piso viene en su ayuda, empuja una de las hojas de la puerta con una mano para liberar la otra.

—Es un edificio antiguo —se excusa.

Romeo le da las gracias y asoma a ese esbozo de terraza, una oleada de aire fresco lo invade, la calle parece tranquila hasta el punto de que podrías olvidar que estás a escasos kilómetros del centro de una de las ciudades más concurridas del planeta, y de golpe sabe que ese es el sitio en el que quiere vivir. Aunque algo le dice que es demasiado bueno para ser verdad.

—¿Y el precio son ciento treinta y nueve libras por semana?

—Eso es. El baño está al final del pasillo, lo compartís entre cuatro… —continúa explicando el anfitrión, pero le da igual.

—¿Dónde está el truco? —lo corta. No ha visto nada por ese precio con tan buenas condiciones.

—Que tienes que ser gay.

—Pues me lo quedo.

—¿No quieres ver la cocina?

—No hace falta. Me vale.

—Tienes que dejar dos meses en depósito y pagar la primera semana…

—Vale. ¿Cuándo podría mudarme? —vuelve a cortarlo abriendo su cartera, dispuesto a pagar.

El paquistaní parece pensárselo un momento antes de contestar.

—Está libre. Cuando quieras. Lo había reservado un amigo de Gavin, pero al final se ha ido a vivir con su novio…

—¿Podría ser esta noche?

Su ímpetu parece pillar desprevenido a su interlocutor. Ni siquiera sabe cómo se llama, pero no le interesa. No viene a hacer amigos, viene a estudiar, pero sobre todo viene a olvidar. Y aquel lugar luminoso de paredes blancas parece el lugar perfecto para empezar a pasar página.

—Por supuesto —responde, al tiempo que coge el dinero que ya le está ofreciendo Romeo—. Español, ¿verdad? Los españoles siempre sois tan impulsivos…

Cuando sale del edificio media hora más tarde, sin embargo, siente un nudo en el estómago. Intenta apartar las dudas de su cabeza, aunque sabe que no son dudas, es el miedo que le sobreviene cada vez que elige un camino y descarta otros. Por eso es mejor no pensar. Desde hace un año le cuesta tomar decisiones. Mudarse a Londres fue su intento de romper con el bloqueo, así que se fuerza a sí mismo a seguir adelante y no pensar demasiado.

Saca el teléfono para mandar un mensaje a su hermano: «Ya tengo piso», escribe, y lo envía. Entonces lo ve, la madre de Pablo ha vuelto a escribir. Deja de caminar y se queda inmóvil con la mirada fija en la pantalla. Durante unos instantes siente que le cuesta respirar, el aire se ha vuelto espeso. No consigue reaccionar. Sabe que debe contestar, desde hace semanas, pero no sabe cómo decirle que no va a estar para el primer aniversario de la muerte de Pablo. Debería estar ahí, pero no puede…, no puede hacerlo. Necesita dejarlo atrás, también porque se lo prometió a él, que no tiraría la toalla. Porque cada día que se levanta le cuesta encontrar un motivo para tomar las malditas pastillas que le revuelven el estómago y le secan la boca… Sí que ganaste, Pablo, se dice. Y él… él está perdido, inmóvil en medio de la acera sin poder dar un paso.

El teléfono suena. Es Iván. Contesta.

—Así que ya tienes piso. —No es una pregunta, lo anuncia, porque Ramiro ya se lo ha contado.

—Sí, está guay. —Empieza a hablarle de la habitación, del barrio, está algo lejos, dice, pero tiene el metro a dos pasos.

—Y ¿qué tal los compañeros?

—Solo he conocido a uno, un poco imbécil, pero me da igual. Mejor, así me concentro en estudiar…

—Bueno, tampoco hay que exagerar.

—No hagas que me lo piense o me volveré loco… —Y siguen hablando y sin darse cuenta ha empezado a caminar en dirección a la boca del metro. A veces le parece que Iván tiene un radar para detectar su estado de ánimo. Y sigue caminando, un día más, o un día menos en el camino hacia su muerte, según el punto de vista.

One reply on “El espacio entre tu amor y mi amor •Capítulo 2•

  • Martín T.

    “El espacio entre tu amor y mi amor” tiene desde el primer capítulo los elementos narrativos necesarios para captar la atención del lector y lograr que este quiera llegar a un final, que a pesar de anticiparse, es lo suficientemente incierto como para no querer leer más.
    Con diálogos ligeros, sin grandilocuencia narrativa e imágenes más que sugerentes, es una opción de lectura para reflexionar o simplemente distraerse en un ejercicio narrativo que da vida a vidas ocultas, que merecen visibilizadas.

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