El espacio entre tu amor y mi amor •Capítulo 1•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de El espacio entre tu amor y mi amor, de Laurent Kosta; la novela que da fin a la serie que comenzó con Montañas, cuevas y tacones. En esta ocasión, entraremos de lleno en la historia de Romeo que, pese a su juventud, siente la necesidad apremiante de huir, incluso de sí mismo. Ahora bien, te advertimos dos cosas:

  1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
  2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!


LA CAUSA…

 

I

El chico de la cazadora rosa está abstraído. Su mirada no se despega de la pantalla de su teléfono, que ilumina sus ojos de un azul intenso. Da la impresión de que está en otra parte, nada a su alrededor lo puede distraer. Ni siquiera el otro par de ojos, estos pardos tirando a verdosos, que lo observan con el mismo detenimiento desde el extremo opuesto de la habitación. Que no es una habitación exactamente, un espacio entre espacios; más bien, un espacio entre tiempos, una sala de espera, con hileras de sillas plegables incrustadas al suelo, en una disposición en apariencia organizada, aunque con un orden peculiar, unos enfrentados a otros, formando líneas perpendiculares, o corros, indistintamente, para aprovechar su capacidad. Nadie habla, y si lo hacen es casi en susurros por respeto al propio silencio, aunque sus voces se pierden de todas formas en el universo sin fin de salas y pasillos, con el ruido de fondo de un murmullo continuo de voces, pasos, puertas, llamadas, carros, camillas, como un runrún constante y metálico. Solo de cuando en cuando se rompe la quietud forzada con el anuncio de la voz chillona de la enfermera soltando un nombre como una pregunta que queda en el aire —¿Fernando Ortiz?—, despertando las miradas por unos segundos, mientras los habitantes accidentales de la sala de espera del Hospital Doce de Octubre se miran unos a otros buscando al culpable en cuestión, para que se levante y atienda a la llamada, para que no los haga perder más tiempo.

No en cambio el chico de los ojos azules; él se mantiene pegado a su pantalla de teléfono, sin hacer caso de las interrupciones. El otro chico, el chico del gorro de lana negro que lo observa, está inquieto. Le sudan las manos y lleva un rato limpiándoselas en la tela de sus vaqueros gastados; se ha levantado unas ocho veces a buscar algo en la máquina de bebidas que finalmente no compra, solo da una vuelta, regresa a su asiento, intenta también, sin éxito, distraerse con su teléfono. Sabe que es el día. Lo había decidido, llegó completamente seguro de que ese sería el día, y sin embargo lleva ya veinte minutos con un nudo en el estómago intentando armarse de valor. Tal vez esa sea su última oportunidad, tal vez él no vuelva la semana que viene, pero lleva diciéndose lo mismo las últimas dos semanas. El chico del gorro de lana se levanta con decisión, se acerca y se sienta dejando tan solo un asiento libre entre los dos. Aunque el chico de los ojos azules ni se inmuta, continúa absorto en su pantalla.

—Qué poder de abstracción —comenta, con una sensación suicida al sentir que rompe la barrera que hasta entonces los protegía. Los ojos azules levantan la mirada de golpe, conscientes de su presencia, como si los hubiesen arrancado de una realidad alternativa. Pero el chico no dice nada, confuso aún por la interrupción súbita—. Debe ser muy interesante…

Pestañea un par de veces antes de decidirse a responder, tal vez por obligación de explicarse o por cortesía.

—Estoy estudiando… un examen…

—Oh, vaya. No quiero molestarte si tienes un examen.

—No, es… es la semana que viene…

—¿Y ya estás estudiando? Jo, yo no consigo estudiar hasta la noche antes, por mucho que me ponga…

Parece que está a punto de sonreír, pero desiste.

—Ya, bueno. No tengo nada más que hacer.

—Ya…, es un rollo…

Baja la mirada al teléfono, pero está incómodo, porque sabe que sería descortés ponerse a estudiar otra vez, aunque se nota que quiere hacerlo. El chico del gorro de lana piensa en preguntarle si ha venido solo, aunque ya sabe que sí, lo ha visto otras veces, siempre solo. Él, en cambio, ha necesitado horas de negociación para convencer a su madre de que se vaya a la cafetería. Piensa en las preguntas audaces que ha ensayado, pero las descarta.

—¿De qué es el examen? —pregunta, en cambio. Mejor ir a lo seguro.

—Filosofía —responde.

—¿En serio?

Y hablan un rato del instituto, aunque él tendría que haber empezado la universidad ese año, pero no pudo ser. «El año que viene», dice. También el chico de los ojos azules tendría que haberse ido a Londres. «¿Londres? Qué guay…», pero no pudo ser. El año que viene, sí, el año que viene. Los dos saben por qué, pero no lo dicen. Saben también que quizás no haya un año que viene, pero tampoco lo dicen. Piensa que resulta estúpido que no lo digan, así que se lanza a formular una de las que había ensayado.

—¿De qué te estás muriendo tú? —Su gesto es de sorpresa, sus ojos azules se abren mucho. Aprovecha para acercarse un poco, se cambia al asiento de al lado y le llega una leve oleada del olor de su colonia—. ¿No lo sabes? Esta es la sala de los moribundos; no se llama así oficialmente, aunque estoy seguro de que entre los enfermeros le ponen motes por el estilo. —El comentario surte efecto y él sonríe, aunque es más bien una risa muda—. Lo mío es obvio —dice señalando su cabeza calva bajo el gorro de lana como efecto de la quimio—. Me han extirpado un testículo —confiesa acercándose mucho—, una putada…

—Una putada —convienen. Y le gusta que no haga preguntas, ni comentarios condescendientes.

—¿Y tú?

—VIH.

No se espera esa respuesta, pero disimula bien su sorpresa.

—Ya nadie se muere de VIH.

—Ya, eso dicen todos…

—Pero no quieres oír eso, ¿verdad?

—No.

—Es una mierda.

—Sí, es una mierda.

Y una vez más los dos saben de lo que hablan. Se han quedado mirándose a los ojos unos instantes. Pero los ojos azules se retiran; no vuelve a su pantalla, busca en el infinito una salida que no parece encontrar, queriendo refugiarse en un anonimato que ya no existe.

Le ha gustado ese instante de encuentro, y ya está sentado a su lado de todas formas, así que se arriesga.

—Me gusta tu pulsera.

Los ojos vuelven con algo más de intensidad que antes, luego se dirigen a la pulserita de hilos de colores que forma un pequeño arcoíris alrededor de su muñeca, que él comienza a marear con la otra mano como un tic nervioso. Y sabe que ya está vendido. Los ojos se vuelven a cruzar unos segundos y a él se le escapa otra sonrisa. Incluso le parece notar que se ruboriza ligeramente, y entonces se da cuenta: es tímido. Lo había tomado por indiferencia, pero no es eso, solo timidez. Y le gusta.

«¡Pablo Tapia!».

Anuncia en ese momento la enfermera con su indiscreción habitual, como si los nombres personales de cada uno pudieran airearse sin pudor, exponiéndolos al escrutinio de los demás.

—Eso es por mí —se lamenta. Pablo se levanta y se siente observado. Las miradas aburridas del resto de la sala del hospital se le clavan en una mezcla de anticipación y curiosidad. Tal vez debería marcarse un bailecito para entretener a la audiencia. Se siente observado, juzgado, o más bien decepcionado. Se ha roto el espejismo, la pequeña burbuja temporal que habían creado—. Bueno…, nos vemos… —dice a modo de despedida.

—Nos vemos —contestan los ojos azules. Y percibe una pizca de tristeza en la despedida.

Comienza a caminar hacia la consulta de su médico, pero justo antes de entrar se detiene. Su madre ya está abriendo la puerta, ha vuelto, aunque no sabe en qué momento. Todo le resulta demasiado estúpido, falso. Justo antes de entrar, da media vuelta, regresa apresuradamente y se sienta una vez más junto al chico de los ojos azules, que al instante advierte su presencia.

—¿Sabes? Hace como un mes le pedí a la enfermera si podía hacer coincidir mis citas con las del chico guapo de los ojos azules. Y es una tía muy maja, porque desde entonces coincidimos todos los martes a esta hora…, aunque no me había atrevido a hablarte, hasta hoy. Y quién sabe si volveremos a coincidir, y puede que tú y yo no tengamos todo el tiempo del mundo, así que parece estúpido andarse por las ramas y seguir perdiendo tiempo que quizás no tengamos… —Sin dejar de hablar, le quita el teléfono móvil de las manos y, hábilmente, entra en la página de contactos donde empieza a escribir su número—. Así que, si te apetece, me llamas y quedamos, y hacemos lo que tú quieras… —Y cuando le devuelve el aparato, sus ojos vuelven a coincidir una vez más. Aunque él los desvía, consciente de que han despertado la curiosidad de los asistentes, entretenidos con la inesperada interrupción de su tediosa rutina de espera, que tenía pocos alicientes.

—Vale —contestan los ojos azules, en voz baja.

—Vale —repite también Pablo, de forma tonta. Y los dos sonríen a la vez.

Pablo se aleja y desaparece tras la puerta de la sala de consultas número tres. Los ojos azules se quedan solos, y buscan refugio tras la pantalla del teléfono, escondiéndose de las miradas prejuiciosas de los otros. Una mujer lo observa sin tapujos desde la esquina con una sonrisa compasiva. Tiene ganas de desaparecer. Se hunde un poco más en el incómodo asiento plegable, y no consigue concentrarse en su libro, que no son los apuntes de filosofía que debería estar estudiando, sino una novela de misterio. Por suerte no tardan en llamarlo.

Entra en la consulta número uno para que le den los resultados del análisis de sangre que se ha hecho previamente. Se sienta frente a su médico y lo invade el familiar olor a antisépticos. Mientras escucha la monótona retahíla sobre los niveles de CD4, el recuento de linfocitos —aún están probando medicación—, le hace las preguntas habituales, si tiene náuseas, mareos, fiebre… Pero no presta atención. Su cabeza se ha quedado pegada a la conversación con el chico del gorro de lana. Piensa que es la primera vez que le cuenta a alguien que acaba de conocer que tiene el virus que todos temen y del que nadie quiere hablar, y piensa que, lejos de salir huyendo, le ha dado su número de teléfono. Piensa también que ha sido la conversación más sincera que ha tenido en los últimos meses y que resulta extraño pensar que le hubiera gustado quedarse un rato más a hablar.

Sale de la consulta llevando en la mano su análisis de sangre y una hoja del panel químico con una larga lista de siglas y números que no entiende. Su médico le ha dicho algo sobre la alimentación que no ha escuchado, pero no le importa nada de eso. Se queda perdido entre pasillos, observando puertas, inadvertido como una sombra. Le escribe a su hermano que no hace falta que venga a recogerlo, que va a tomar el autobús. Piensa que podría preguntar, pero no se anima a hacerlo, así que espera sin saber si aguarda a algo o a nada. No tiene prisa.

Después de unos minutos, la puerta de la consulta tres se abre y sale el chico del gorro de lana. Su madre detrás se queda hablando aún con la doctora que los ha acompañado hasta la puerta. Se ven. Sonríen. Le hace una señal con la mano para que cruce la sala y se acerque. Él le dice algo a su madre, que sigue ocupada preguntando a la doctora, y se acerca trotando hasta el pasillo en el que lo aguarda con una sonrisa.

—Hola de nuevo… —dice Pablo en cuanto está cerca. No le contesta, lo agarra de la muñeca y tira de él hacia el hueco de las escaleras de emergencia, que se esconden tras unas puertas abatibles.

De pronto están solos, en la penumbra que se crea en el rellano de las escaleras que nadie utiliza y que carece de ventanas. Se miran a los ojos, y en ese momento lo saben, no necesitan decirlo. Los labios se juntan, y se besan. Luego se miran y ríen. Porque es tonto, y es una travesura, y carece de sentido y, al mismo tiempo, es lo único que importa.

—¿Nos vamos? —sugiere el de ojos azules.

—¿A dónde?

—A donde sea. —Quiere decir algo más, pero no le sale, o quizás le parece que sobra.

—Mi madre me está esperando.

—Mándale un mensaje, dile que has tenido que irte.

—Estás loco… —dice, pero no ha dejado de sonreír.

—¿Yo? Si has empezado tú… Hay un autobús que para en la esquina. ¿Subimos?

Unos minutos más tarde bajan los dos a toda velocidad por las escaleras de emergencia, saltando los escalones de dos en dos, riendo sin parar. O más bien huyen, escapan de la muerte que les viene pisando los talones, y por primera vez en meses siente que está vivo, que tiene ganas de reír sin motivo. Cuando llegan a la planta baja y va a abrir las puertas de salida, él lo detiene, tirando de su brazo para frenarlo.

—¡Espera! Aún no sé cómo te llamas.

Se gira hacia él y contesta:

—Romeo. —Piensa en las explicaciones que suele dar, en la larga historia para explicar cómo acabó llamándose así, pero no añade nada, cree que él lo entenderá.

—¿Romeo? —Una sonrisa distinta asoma por la esquina de sus labios—. Creo que me he enamorado de tu nombre.

Y vuelve a besarlo, esta vez con lengua, con manos que se buscan, con sus respiraciones mezclándose, con todo. Y el tiempo ya no existe.

Después, más tarde, siguen corriendo. Y ya han dejado de ser el chico de los ojos azules y el chico del gorro de lana. Ahora son Romeo y Pablo quienes cruzan el aparcamiento del hospital, cogidos de la mano, hasta la parada a la que el autobús ya está llegando.

—Te echo una carrera.

Y corren, con todas sus ganas, como si les fuera la vida en ello, y tal vez sea así, y por lo mismo no dejan de reír.

—He ganado —dice Romeo, que ya está subido y le tiende la mano para ayudar a Pablo, que jadea en exceso.

—No vale, yo estoy en quimio…

Y algo más tarde están sentados juntos en la última fila del autobús mirándose a los ojos, tontamente, las manos aún entrelazadas.

—¿Otra carrera? A ver quién se muere antes.

Y Pablo, lejos de escandalizarse, deja escapar una carcajada.

—¿Y quién gana?

—El que se muere antes, claro.

Se escurren en los asientos, sus rodillas quedan colgando del respaldo del asiento que tienen delante y las cabezas hundidas de modo que se crea la ilusión de estar a solas en un cuarto separado, donde nadie puede verlos o molestarlos. Solos en una burbuja en la que ellos dos lo entienden todo al fin, y por eso se ríen y se enamoran, porque ya no importa, o tal vez sea lo único que importa.

—¿Sabes? El dos de febrero del año que viene será capicúa —dice Pablo.

—¿Eso qué quiere decir?

—Que se puede leer igual para un lado que para el otro. Será el cero dos, del cero dos, del dos cero, dos cero. Hay quien dice que es un día mágico…, aunque también se dice que llega el fin del mundo. ¿Eres supersticioso?

—No lo sé. Creo que no.

—Elige: magia o fin del mundo.

Romeo se lo piensa, sabe que es una pregunta importante, mira al techo en busca de su respuesta antes de contestar:

—Normalmente diría fin del mundo…, pero hoy quiero que sea magia.

—Vale, yo también elijo magia. Entonces no moriremos en el dos mil veinte.

Y allí, en la burbuja que han creado, en la que puede existir la magia, se besan, y se hacen fotos que conservarán para siempre, y se cuentan secretos, y se sienten invencibles, libres, inmortales.

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