El Don encadenado •Capítulo 10•

ATRAVESADOS

 

La curiosidad de la Maediam hacia el nuevo aprendiz no quedó satisfecha con una sola cita. Volvió a llamarlo pasada una semana y de nuevo al cabo de otros siete días. Conservar la fiereza de los inicios era extenuante para Caradhar, tanto más cuanto que él sí había perdido interés en la novedad. Un encuentro con la dama se desarrollaba igual que una dura sesión de entrenamiento con las armas: enfocar la ira, moverse rápido, golpear con fuerza. Y siempre con imágenes ominosas del pasado presidiendo sus pensamientos.

Durante esa temporada no recibió visitas de Sül. La sensación de vacío era tan extraña, después de todo ese contacto ininterrumpido, que empezó a llenar algún que otro momento recordándolo. Ciertamente, se asemejaba a Nestro en sus rasgos superficiales. Sin embargo… El maestro de armas había sido la estampa misma de la satisfacción: bromista, fácil de complacer, próximo, sin máscaras. Sül no se quedaba atrás en lengua ágil, pero parecía dispuesto a salir a correr en el momento en que alguien tratase de levantar un borde de su caperuza. Además, parecía disfrutar irritándolo con sus alusiones a Darial, cosa que intrigaba a Caradhar más que nada, pues, si era así, ¿por qué no se alegraba de perderlo de vista?

Y justo cuando se dio cuenta de que deseaba volver a verlo, irritante o no, el Sombra acudió con la misma sonrisa de antaño, el mismo tono ligero y esa particular manera de dejarse caer en el borde de la cama. Manteniendo las distancias.

—¡Eh, chico! Has estado muy ocupado, ¿eh? Diría que estás perdiendo peso otra vez. Debe ser todo ese sexo, tch, tch, menuda viciosa insaciable es la Maediam. ¿Algo nuevo?

—No he conseguido aún mantener una conversación larga con ella. —El despliegue de naturalidad tomó a Caradhar por sorpresa—. Solo la he visto otras dos veces. Ayer nos encontramos en su…

—Ya, detalles irrelevantes —lo cortó Sül, quizá demasiado rápido para mantener la fachada de despreocupación—. ¿Y en el laboratorio? ¿Hay progresos?

—Me propongo ser elegido para una expedición a Ummankor. Creo que nos haremos una idea más aproximada de lo que buscan allí si lo veo con mis propios ojos. Mi nivel es más avanzado de lo que creen; los humanos van al grano cuando entrenan aprendices, son menos formalistas.

—Ummankor es un lugar muy peligroso.

—Ya he estado antes. —Se encogió de hombros.

—No me convence el plan. Las cavernas son un entorno complicado y me las veré y me las desearé para cubrirte las espaldas. No siempre podré estar a tu lado.

—Estas últimas dos semanas no te ha costado gran cosa dejarme solo.

Sül se mordió la lengua. No quería decirle que no había dejado pasar ni un día sin venir a comprobar cómo estaba, a pesar de haber tenido que realizar otras tareas. Tampoco quería confesar cuánto le costaba encararlo con tanta desenvoltura. Decidió cambiar de tema.

—Pues yo tengo noticias impactantes, no he estado tocándome las pelotas. Escucha esto: el Sennim ha comunicado a los Maedai que planea casar a su única hija. La noticia no se ha hecho pública, pero unos oídos entrenados escuchan hasta en el silencio.

—No veo qué tiene eso de impactante.

El Sombra enarcó las puntiagudas cejas. A veces resultaba curioso el desconocimiento de los asuntos más comunes del que adolecía Caradhar.

—Te lo resumiré en dos partes. Primera: alguna de las Casas, con seguridad del primer círculo, sentará a un hijo junto al trono de Argailias. Eso supone un golpe para Arestinias porque, ya ves, no hay chavales por aquí. Segunda: ¿a qué viene correr tanto? La heredera del Sennim es aún joven, apenas tiene tetas. Nació ya en la madurez de sus padres y es muy improbable que tengan otro hijo a estas alturas. Si esperasen a su mayoría de edad, podrían tomarse con calma lo de buscarle un marido apropiado. Con toda esta prisa, en cambio, habrán de conformarse con el primer niñato que pillen. O bien alguien presiona al Sennim o hay algo más que no sabemos.

—¿Y qué tiene todo eso que ver con lo que hacemos aquí?

—Hay alguna conexión. Mi neidokesh lo cree y yo también.

—El ataque en Ummankor ocurrió hace muchas semanas. Si la decisión del Sennim acaba de darse a conocer, no veo cómo pueden estar relacionadas ambas cosas.

—Siempre hay Casas que se hacen con información privilegiada. Me apuesto el culo a que nuestra Maediam Neska le ha calentado el catre al Sennim, por lo menos una vez, y está al tanto de novedades que los demás averiguan más tarde. Pasando por alto que ni los caballos de los establos están a salvo cuando ella anda cerca, sabe sacar ganancias prácticas de lo que tiene entre las piernas.

En cuanto lanzó esas palabras preñadas de inquina, Sül se giró con brusquedad y expuso inadvertidamente el costado izquierdo. A través de una rasgadura en la tela se distinguía una larga herida cubierta de sangre seca que le cruzaba la cintura y parte de la espalda. Captado su interés de experto, Caradhar alargó la mano para examinar el daño; poco se esperaba la reacción desproporcionada del Sombra, que consistió en cubrirse y saltar fuera de su alcance.

—¿Cómo te hiciste eso?

—¿Esto? Naaa, una tontería, un saliente roto de una cornisa. Me está bien empleado por trepar con la torpeza de un principiante.

—Ven aquí, me ocuparé de ello.

—No, es un triste rasguño. Ni te molestes.

—Ven aquí, he dicho.

La voz sonaba tan autoritaria e incisiva, los ojos rojos lo taladraban de tal manera… Sül no pudo sino obedecer. Se acercó de nuevo a la cama y allí permaneció, con los puños apretados y las mandíbulas encajadas. Tras examinar la herida, Caradhar dictaminó que, si bien no parecía seria, era mejor prevenir infecciones, así que se hizo un corte en un dedo y extendió su sangre curativa a lo largo de la piel afectada. El Sombra sintió un extraño hormigueo y una sensación cálida. Era su primera experiencia con el Don y no sabía a qué obedecían los escalofríos, si a los efectos de la curación sobrenatural o bien al roce de aquella piel suave. La voz de Caradhar lo sacó del trance.

—¿Qué son esas marcas?

Al tironear de la tela rajada, Caradhar dejó al descubierto una serie de curvas blanquecinas que serpenteaban por la espalda del Darshi’nai. La impresión fue breve; Sül agarró su mano con dureza implacable y la apartó al tiempo que se daba la vuelta para ocultar el desgarro.

—¿Más cicatrices? —insistió el dotado—. ¿Puedo echarles un vistazo?

—¡No! Escucha, te agradezco que me hayas ayudado con la herida, pero lo de mi espalda ya es viejo. Olvídalo, por favor.

El tono del Sombra era de súplica. El dotado se apartó sin replicar, con una de sus expresiones neutras. Otra huida al tratar de husmear bajo el borde de sus vestiduras… Los dioses sabían que no estaba acostumbrado a tanta resistencia. ¿Sucedía así con todos los Sombra o era una peculiaridad del que le había tocado en suerte?

Igual que en su último encuentro, la tensión volvía a ser palpable al separarse.

Las cinco jornadas de festividades para celebrar la noche más larga del año eran un evento importante en el calendario de los elfos. En cada hogar de Argailias, y también en las Casas nobles, la actividad se trasladaba a las horas de oscuridad y las llenaba de banquetes, cánticos y danzas. Por el día, en cambio, la ciudad dormitaba y recuperaba fuerzas para comenzar la siguiente vigilia de excesos.

Todos estaban dispensados del trabajo, y a quienes no pertenecían a Arestinias les permitían abandonarla para celebrar las fiestas con su propia gente. Dado que ese era el caso de Caradhar, aprovechó para comunicar al Sombra una idea que le venía rondando la cabeza desde hacía tiempo.

—Ahora la seguridad estará más relajada que de costumbre. Si permanezco en la Casa, quizá se me presente una oportunidad para colarme en el laboratorio y echar un vistazo en el despacho donde el Gran Alquimista celebra esas reuniones con la Maediam.

—Ya lo había pensado, pero no es prudente. Si alguien descubriese que han estado curioseando por allí, tú te convertirías en el principal sospechoso, precisamente por ser de fuera y haberte quedado en Arestinias. Es mejor que aproveches los cinco días y te largues de forma bien notoria. Yo me encargaré de todo.

—Tú no eres alquimista. No estás capacitado para conducir ese registro, se te podrían pasar por alto cosas relevantes.

—Soy lo mejor que tenemos, así que habrá que apechugar.

—¿Y si me llevas contigo?

—¡Ja! Bastante difícil es para uno solo sin el problema de cargar con un crío fastidioso. No. Nos arriesgaríamos mucho.

—No sería la primera vez y, que yo sepa, en la otra ocasión las cosas salieron según lo planeado.

—¡Casi te matan! —El Sombra tragó saliva al recordar el episodio con el Maede Killien y el cuello seccionado del joven.

—No es tan fácil matarme, ya te lo he dicho. Déjame intentar algo más de lo que he estado haciendo hasta ahora.

Precipitado en la corriente de un dilema, Sül fue incapaz de nadar a una u otra orilla. Para ser sinceros, Casa Arestinias no presentaba un gran desafío en lo que a seguridad se refería. Sin embargo… Observó a aquel Caradhar extraño de cabellos negros, tratando de no imaginarse lo que le sucedería a alguien tan joven e inexperto si lo descubriesen. Inexperto… Al instante rememoró su encuentro con la Maediam, las miradas de la elfa, las manos de uñas lacadas que lo toqueteaban a su antojo. Eso no necesitaba imaginárselo porque ya lo había presenciado. Y seguiría ocurriendo en tanto se prolongase la misión que los mantenía allí.

—De acuerdo. Ahora bien, más te vale obedecer cuanto te diga y no despegarte ni una puta pulgada de mí, ¿estamos?

 

Llegadas las fiestas, Caradhar solicitó a su mentora, Raisven, licencia para abandonar la Casa y corrió a encerrarse en el escondrijo de Sül en la Zanja. Curioseó por el cuartucho mientras el Sombra preparaba el terreno durante la primera noche de vigilia. Era poco más que un agujero sin ventanas con un catre, una lámpara de aceite, un lavamanos desportillado y una estera acolchada en el suelo. Caradhar torció el morro al recordar que el Sombra se había atrevido a decirle que su habitación en Therendanar era un nido de ratas. Dado que no había más efectos personales ni nada para entretenerse, se echó en el catre, se envolvió con la manta y cayó en un profundo sueño, ignorando las risas y el estruendo de fuegos artificiales que llegaban desde el exterior. Incluso en la Zanja, la fiesta del solsticio era uno de los eventos más populares del año.

Cuando despertó, descubrió que un encapuchado lo contemplaba en silencio desde la pared contraria. Se incorporó de golpe y se colocó en guardia, puñal en alto, hasta que la risa suave del recién llegado le anunció que no había ningún peligro. Era Sül.

—¿Todavía no has aprendido a reconocerme? No te asustes, pequeño. Falta poco hasta que amanezca, creo que es la mejor hora para salir. Pero antes…

El espía apartó la estera. Aunque el viejo suelo de madera bajo ella parecía idéntico al del resto de la habitación, al presionar en varios puntos se levantó una trampilla que escondía ropas, armas y varias cajas selladas. Sül sacó un atuendo igual que el suyo y un par de estiletes y se los lanzó a su compañero, quien se cambió sin decir nada.

—Mi ropa no te ajusta tan mal.

—Por suerte.

—Yo lo detesto. Esta será la primera y última vez que la uses. Vamos.

El ruido en las calles se estaba apagando poco a poco, pasada la algarabía de la noche. Llegaron a Casa Arestinias no sin algo de esfuerzo para Caradhar, ya que el Sombra había elegido un camino que discurría en parte sobre los tejados. Una vez allí, Sül colocó en el calzado de ambos una especie de suela auxiliar para no dejar huellas, se deslizó a través de una claraboya y pidió a su aliado que aguardase. Al cabo de un rato asomó la nariz e hizo una seña con la mano que significaba vía libre.

Dentro había una habitación atestada de cajas y barriles. Caradhar los sorteó manteniéndose cerca del espía, salvo en los momentos en que este se adelantaba a estudiar el terreno. Después de abandonarla, saltaron desde una balaustrada de madera a la viga más próxima del techo de una sala familiar: los almacenes del laboratorio. Si no recordaba mal, el corredor al otro lado de las puertas desembocaba en su mesa de trabajo. Cruzaron entonces la viga hasta llegar al extremo, donde el Sombra desencajó una celosía de listones de madera que cubría un conducto de ventilación; a juzgar por los anaqueles vacíos a ambos lados, el conducto había servido antaño de cámara para macerar sustancias. Tras retirar una celosía idéntica al final, se encontraron contemplando el laboratorio desde lo alto.

Sül dejó caer una cuerda fina y resistente por la que descendieron. La dejó allí, preparada para ser su ruta de huida. Sin explicar el porqué, destrabó la puerta principal y luego caminó al despacho del Gran Alquimista.

El Sombra indicó al dotado que vigilara mientras él se concentraba en abrir la complicada cerradura de la puerta. Así lo hizo Caradhar durante el largo rato en el que las manos expertas trabajaron con las ganzúas. No bien el clic de los resortes anunció su éxito, el espía amateur siguió al auténtico al interior de la habitación.

Un extraño erizamiento del vello de la nuca —el instinto natural de los Sombra— avisó a Sül de que algo no marchaba bien. El movimiento de volverse y empujar a Caradhar, casi simultáneo, evitó que una daga impactase en el cuello desprotegido del dotado; la hoja le pasó rozando. Tomado por sorpresa, este trastabilló y se golpeó la sien contra la pared. Apenas percibió una imagen borrosa de su compañero agachándose y tratando de patear la inesperada figura que se había materializado junto a ellos. Por el atuendo, el elfo dedujo que era otro Darshi’nai.

El segundo Sombra esquivó la patada y contraatacó arrojando la daga a su contrincante. Este rodó sobre un costado, se alzó de nuevo con la celeridad de un cepo para fieras y desenvainó dos estiletes. Como el recién llegado bloqueaba la puerta e imposibilitaba la huida de su protegido, Sül lo obligó a recular con una carga. Sabía que eludiría el ataque e iría a por sus flancos descubiertos, pero eligió correr el riesgo; lo único que deseaba era despejar el hueco para que Caradhar pudiese poner tierra de por medio. Adivinando sus intenciones, este se escurrió fuera del despacho, excepto que, en lugar de correr, empuñó su propia arma y se abalanzó sobre la espalda del Darshi’nai de Arestinias.

Sül había estudiado los movimientos de su enemigo y sabía que no era un principiante. De hecho, le recordaba a su maestro por sus rápidas reacciones, como si la tierra no tirase de él y maniobrar no le supusiera ningún esfuerzo. Era un tipo peligroso, y por eso se alarmó cuando vio, por el rabillo del ojo, a Caradhar tomando posición tras ellos. Su preocupación estaba justificada: el segundo Sombra, con un movimiento digno de una sierpe, arrojó una nueva hoja que se clavó en el hombro derecho del dotado, forzándolo a soltar su estilete. Sül ladró un perentorio «¡corre!». El instante de irresolución de este antes de volverse y obedecer bastó para que su oponente le lanzase una estocada que le desgarró la capucha y desparramó algunos mechones teñidos sobre sus hombros. Ya a la desesperada, Sül empujó una estantería llena de libros sobre el Sombra. Mientras la esquivaba, Caradhar aprovechó para llegar a la cuerda y trepar hasta el conducto.

Con su protegido a salvo, Sül se concentró al fin en presentar batalla al segundo espía, pero cuanto más se prolongaba la contienda, más se desvanecían sus esperanzas de acabar con alguien más hábil que él. Pronto, todo cuanto pudo hacer fue pelear a la defensiva. Su último recurso se redujo a arrojarle un puñado de polvo de cegar al rostro, tomar el mismo camino que Caradhar y volver sobre sus pasos. No tardó en alcanzarlo; juntos recorrieron el resto de la ruta hasta la claraboya por la que habían entrado y se alejaron a través de los tejados. Por desgracia para ellos, la silueta del perseguidor se materializó muy pronto a sus espaldas.

El cerebro de Sül trabajó deprisa. Por un lado, sabía que le resultaría imposible huir con el lastre de remolcar a Caradhar. Por otro, no era descabellado suponer que aquel Darshi’nai se habría percatado de que su compañero no era ningún profesional; si se dividían, probablemente iría a por él, con la razonable estimación de que sería más fácil de capturar. Cuando vio que acortaba distancias, se decidió. Arrastró a Caradhar tras un muro, señaló al hueco en penumbra que había entre dos edificios y siseó:

—Salta y espera hasta que sea seguro salir para regresar al refugio. Haré que me siga.

Sin darle opción de réplica, se arrancó la capucha y echó a correr en otra dirección, esperando que el Sombra mordiese el anzuelo cebado con sus cabellos oscuros sueltos. Le costó una hora de correr en zigzag como una liebre ante un lebrel, de colarse por huecos precarios y de soportar la lluvia que empezaba a caer sobre las calles desiertas, pero al final logró darle esquinazo.

Un Sül exhausto, empapado y malhumorado hizo su entrada en el escondrijo de la Zanja y se reclinó contra una pared para recobrar el resuello; tras dos simples parpadeos, se percató de que Caradhar no estaba allí. Aguardó durante un tiempo que se le hizo interminable, maldiciendo la inconsciencia del dotado; maldiciéndose a sí mismo, sobre todo, por haberlo dejado solo. Cuando ya no aguantó más, salió en su busca.

Puso todos sus sentidos en desandar el trayecto que hubiera debido seguir desde el punto donde se separaron en los tejados de Arestinias. Aunque temía que aquel formidable enemigo se abalanzase sobre él desde cualquier esquina, no dejó palmo de terreno por inspeccionar ni escondite por rebuscar. La perspectiva de volver a enfrentarse a él era mucho mejor que la alternativa: que el Sombra diese antes con Caradhar.

Lo encontró al cabo de seis horas. Se hallaba justo en el lugar donde lo había dejado, en una grieta en penumbra entre los muros de dos edificios. Al saltar a ciegas, confiado en su capacidad para sanarse, el espía aficionado había pasado por alto los restos de una estructura metálica abandonada en el fondo. En el impulso de su caída, se había empalado con una barra de más de cuatro codos de largo; la horrenda pieza de hierro le sobresalía del pecho por la parte donde debiera estar su corazón. Sül se quedó sin aire. Un par de palmos de la parte sobresaliente estaban cubiertos de restos de sangre medio diluidos por la lluvia, pero más espesos y concentrados que en el resto de la longitud del metal. Comprendió entonces lo que le había ocurrido al elfo: cómo la herida se había cerrado alrededor del objeto extraño; sus tentativas de impulsarse fuera de la barra a pura fuerza de sus músculos; el dolor al sentir las fibras de su propio corazón desgarrarse a cada intento y volver a regenerarse, hasta que la energía lo abandonaba…

Tomó el cuerpo exangüe en sus brazos. Estaba helado y empapado y el agua le había disuelto el tinte del pelo, dejando negros surcos en su rostro. Al observar que el joven había tenido la suficiente presencia de ánimo para arrancarse un jirón de la ropa y hacerse una mordaza que acallase sus gritos al tratar de liberarse, algunas lágrimas se mezclaron con las gotas de lluvia en el rostro del Sombra. Él ni siquiera las notó; lo único importante era que Caradhar estaba vivo. En cuanto aflojó la mordaza, el dotado recuperó la consciencia y le devolvió la mirada a través de un par de ojos vidriosos.

—Duele…

—Lo sé, lo sé. Tranquilo, shhhhh. —La voz de Sül mostraba la típica dulzura reservada a los niños. De manera automática, acarició sus cabellos empapados para calmarlo—. Ahora te sacaré de ahí. Lo siento, voy a hacerte daño una vez más y después pasará todo, lo prometo. Solo una vez más.

—Tienes que… taparme la boca o gritaré.

Sül asintió, sintiendo cómo se le formaba un nudo en el estómago al volver a anudarle la tela. Su mente en caos estudió cuál sería el procedimiento menos doloroso de liberarlo. Tras decidirse por empujar, en lugar de tirar de él, se acuclilló bajo Caradhar, le sujetó los costados, apretó los dientes y se impulsó hacia arriba. La mordaza y la lluvia no consiguieron amortiguar por completo el aullido del joven antes de volver a desmayarse.

Al cargar con él, una nueva sensación de ahogo oprimió el pecho de Sül, pues a través de la terrible herida distinguió el corazón, latiendo despacio, y un atisbo de su propia mano al otro lado, sujetándolo. Por suerte para su cordura, la carne seccionada pronto empezó —a falta de una definición mejor— a expandirse, y los extremos separados volvieron a tocarse unos con otros hasta que no quedó orificio alguno, tan solo una gran mancha de sangre y óxido. No se atrevió a esperar más, expuestos como estaban a que el otro Sombra los capturase o a tener que sortear el bullicio de la noche. Confiando en que la lluvia borraría su rastro, se colocó a hombros el cuerpo inanimado y regresó al refugio.

Ya en la habitación, depositó a Caradhar en el catre y le quitó la rota y empapada camisa, frotando su pecho y sus brazos para devolverles calor. Su corazón latía por fin con normalidad, su piel pálida adquiría un poco de rubor. A continuación tomó un paño húmedo y lavó los restos de sangre coagulada y las marcas oscuras que el tinte había dejado sobre su rostro y su pelo. Nunca lo había tocado así; sus ojos quedaron prendidos por un momento en las delicadas facciones dormidas, en las cejas y pestañas rojas, en la suave curva de los labios. La mano que sostenía el trozo de tela resbaló del pecho hasta la cintura, el ombligo y el vientre, y continuó descendiendo más y más hasta que Sül volvió en sí de aquel trance febril y dejó caer el paño como si quemase.

Contemplar el agua rojiza del lavamanos atemperó en cierta medida sus afectados nervios y lo ayudó a recuperar la compostura. Cuando, tras unas cuantas inspiraciones profundas, retomó la tarea, descubrió que el dotado ya estaba despierto e incorporado en el catre y lo miraba fijamente.

—¡Caradhar! —exclamó, arrodillándose junto al pequeño lecho—. ¡Dioses, lo siento! Si no te hubiera dejado venir, si te hubiese encontrado antes, yo…

No le quedó más remedio que interrumpirse, porque el aludido lo agarró por el cuello de la ropa y la emprendió a tirones con las cintas que mantenían las prendas en su lugar. El sorprendido Sül reculó sobre la estera, ayudándose de las manos, pero su perseguidor saltó del catre y se colocó a horcajadas sobre él para continuar desvistiéndolo.

—Te dije que no era fácil matarme —fue su único comentario.

—¡Espera! Yo no puedo…

En el rostro del Sombra, angustia y deseo formaban una extraña mixtura. Caradhar posó la mano en su entrepierna, donde una erección difícil de disimular presionaba contra las calzas negras. De sus labios brotó una orden simple:

—Cállate.

Cansado de batallar con los cierres, le deslizó la camisa a lo largo del torso y los brazos. Las yemas de sus dedos delinearon los altibajos de su pecho y abdomen, demorándose un poco más en las viejas marcas de heridas salpicadas aquí y allá. Dado que eso no bastó para satisfacerlo, lo instó a colocarse boca abajo sobre la estera. El panorama que se presentó entonces ante sus ojos lo dejó boquiabierto: un mapa de blancas cicatrices, trazadas siguiendo un intrincado diseño de líneas rectas y curvas, cubría cada pulgada de su espalda y se perdía en las profundidades de su cinturón.

La mano del dotado pasó y volvió a pasar sobre aquel tapiz tejido en la piel, sin más afán que disfrutar el tacto de sus relieves. Deseando ver el cuadro en su totalidad, tiró de las calzas y las hizo resbalar sobre el trasero del Sombra. El dibujo se extendía, en forma de pico, hasta el coxis; sus dedos lo siguieron hacia el punto donde se iniciaba la hendidura entre los glúteos y se detuvieron. Dentro de sus propios pantalones su miembro ya había despertado por completo. Los desató, se escupió sobre la palma y la restregó por la carne rígida, mezclando la saliva con la humedad de su excitación. Luego aferró las caderas del Sombra y tiró hacia sí sin contemplaciones, con la vista fija en el único acceso posible. Sül lanzó un grito sofocado.

—¡No! ¡Espera! Por ahí nunca me han… ¡Argh!

El Darshi’nai solo pudo apretar los dientes en preparación al ariete que se abrió camino en él, a costa de esfuerzo y testarudez. En cuanto penetró por completo, comenzó a ir y venir sin tregua. El ritmo lento inicial aumentó poco a poco su cadencia, siempre brusco, siempre hasta el fondo, asegurándose de que sintiera cada uno de los golpes. El dolor lo tomó por sorpresa; era como una hoja candente que se deslizara dentro de sus entrañas una y otra vez. Trató de distraerse concentrándose en pequeños detalles, en el cálido cepo sobre sus caderas, en la caricia de los cabellos que rozaban su espalda, en el sonido de la respiración jadeante, más y más acelerada. Cuando creía que ya no podría soportarlo más, Caradhar afianzó la presa y se quedó inmóvil, su orgasmo pulsando y bombeando en su interior. No cesó ahí la marea de sensaciones. Una súbita sesión de caricias se abatió sobre su ingle: manos que lo rodeaban, que se deslizaban y rozaban los puntos más vulnerables, que le transmitían una inesperada corriente de goce.

Para su propia sorpresa, Sül también eyaculó.

 

Permanecía tendido de costado sobre la estera, con los brazos de Caradhar en torno a la cintura y una aguda presión en el pecho, allá donde su corazón aún latía a toda velocidad. Envuelto en la calma que seguía al sexo, Sül ya no sabía qué había sido más intenso, si el deleite o el dolor. Tampoco importaba, en realidad; estaba con la encarnación de años de sueños y no habría cambiado aquel acercamiento por ninguna otra cosa. Al girarse, un escozor lacerante en el trasero le arrancó un quejido. Había restos de sangre entre sus muslos. El dotado bajó la vista, consciente por primera vez de lo que había hecho, y frunció el ceño.

Mientras el Sombra esperaba a que el malestar cesase, un nuevo toqueteo entre los glúteos reactivó la tensión de cada músculo de su cuerpo. Caradhar pegó los labios a su oído y le susurró que no temiese nada, que solo debía relajarse y dejarlo utilizar su sangre curativa. El contacto de los dedos fue muy reconfortante, similar al de su primera experiencia con el Don, salvo que la zona era infinitamente más sensible. Pronto, el escozor se volatilizó y fue sustituido por un cosquilleo más tórrido: el calor ascendía, prendía de nuevo su vientre.

—No más, por favor —suplicó Sül, saliendo del trance—. Déjame recuperarme o, al menos, permíteme que sea yo quien te…

—No volveré a hacerte daño. Te doy mi palabra.

Se desembarazó de sus calzas, hizo lo propio con las de Sül, aún enredadas en sus rodillas, y acarició despacio la piel recién descubierta. Aquellos ojos del color del fuego eran tan profundos… El hipnotizado Sombra estiró el cuello en busca de sus labios, pero Caradhar prefirió enterrar el rostro bajo su mentón, besarlo, lamerlo. En el correr de su lengua sobre la piel caliente llegó hasta las tetillas, donde se demoró hasta conseguir erguirlas, y prosiguió hacia más al sur, dejando una línea de saliva a lo largo de los abdominales y la lisa y suave pelvis. El deseo, que había vuelto a despertar la carne de Sül, puso una hendidura húmeda en su camino. La enloquecedora lengua jugueteó con ella hasta que la erección apuntó de nuevo al cielo. Eso fue demasiado para el Sombra, cuyas manos aferraron la masa de cabello desplegada sobre él, en muda súplica para que aquella boca mágica concluyera allí su viaje. A duras penas reconocía al mismo amante tras unas maneras tan distintas.

Y la boca obedeció. Mientras se cerraba al frente para complacer las exigencias de Sül, los dedos retomaron su empeño de expandir por segunda vez la retaguardia. Esta cedió al asalto tras una temerosa resistencia inicial, plegándose con docilidad a aquella condenada destreza que no tardó en localizar la fuente de su placer. Sül separó más las piernas, onduló las caderas para que las caricias se hicieran más intensas. Un gemido brotó de su misma alma.

—Ah… Adhar… Sigue y me correré.

Se apartó entonces Caradhar, con un chasquido obsceno, para buscar otros lugares donde hundirse. No esquivó entonces sus labios. El ansia de las lenguas al encontrarse, entre jadeos y bocanadas de aliento cálido, le reveló lo mucho que Sül había deseado ese beso. Lo sintió bajo él, respondiendo con todo su cuerpo, abrazándolo con tanta fuerza que casi le hacía daño. Una separación decepcionante para el Sombra, un parpadeo, una mirada a los ojos oscuros… y de nuevo lo hizo volverse de espaldas.

La obra de arte de las escarificaciones se desplegó ante la vista de un Caradhar que no se cansaba de admirarla. Recorrió los remolinos, las curvas y las ondas. Bordeó sus fronteras, desde la nuca hasta el coxis, como si trazase los márgenes de un cuadro. Se tomó tiempo para alimentar su excitación, aunque anhelaba sumergirse de nuevo en la brecha que ya había hecho rendirse. Nunca, en todos los años de vida del Sombra, había recibido su piel un homenaje semejante.

Cuando Caradhar se acomodó de nuevo entre sus nalgas, Sül se tensó de manera involuntaria. No se esperaba la ristra de pequeños besos desde el cuello hasta la punta de la oreja ni la voz serena que lo arrulló repitiendo «no volveré a hacerte daño». Cerró los ojos. Recuerdos espontáneos de todas las veces que había espiado a su protegido en la cama con Darial o con la Maediam Neska afloraron en su memoria; si bien no eran agradables, en ninguno aparecía susurrándoles palabras tranquilizadoras ni abrazándolos como lo estaba abrazando a él. Alzó una mano y se las arregló para acariciar el hermoso rostro, incitándolo a continuar.

El Caradhar de ese segundo encuentro fue muy distinto del primero: esperaba a que se amoldase a sus formas antes de empezar a moverse, dejaba escapar jadeos sobre su nuca, se preocupaba de que los dos disfrutasen en la misma medida. Parecía querer purgar su anterior vehemencia con un poco menos de pasión animal y una buena dosis de pericia. Sül no habría sido capaz de elegir entre uno u otro. Quizá estaba tan infatuado que no razonaba con objetividad, pero ambos lados de su carácter —el apasionado que respondía al dolor y a la violencia con dolor y violencia; el amante experimentado— lo atraían por igual. Lo volvían loco.

Alcanzó el clímax una vez más, casi a la par que él. Y en esa ocasión no se sorprendió.

 

En el catre se combatía mejor el frío, a base de arrimarse mucho en el escueto espacio. Sül reposaba boca abajo, la vista fija en la pared desnuda; Caradhar, con la mejilla apoyada en el dorso de la mano, se complacía en volver a estudiar las cicatrices del Sombra. Al fijarse con más detenimiento descubrió que era un tatuaje de escarificación viejo y muy inusual, ya que consistía en una línea continua que se iniciaba en una espiral en el omóplato izquierdo y recorría toda la piel hasta finalizar en el otro costado. No la habían trazado de golpe; en algunos lugares se distinguían tramos algo abultados, allá donde el filo de la hoja había retomado la labor de una sesión anterior. Palpó en busca de esas interrupciones y se maravilló de lo largos y precisos que habían sido los cortes.

—Ahora me pregunto si me has follado a mí o a mi tatuaje —ironizó el Sombra.

—¿Todos los Darshi’nai tienen uno?

—Por los fuegos del abismo, no. Tampoco me apasiona que lo encuentres tan arrebatador. No quería que lo vieras porque, bueno, siempre ha sido mi vergüenza.

—¿Por qué? Es hermoso. Es perfecto.

Sül giró la cabeza hasta que alcanzó a enfocar a Caradhar por el rabillo del ojo. ¿Se estaba burlando? Aunque, por lo que sabía, el dotado no había bromeado en su vida, le costaba creer que admirase de veras su espalda mutilada. La única explicación posible era que hacía gala de un gusto bastante estragado.

—¿Quién te lo hizo?

Sül vaciló. Aquellos eran recuerdos que no le apetecía sacar a la luz, a pesar de que lo acosaban más a menudo de lo que hubiese querido. Nunca los había compartido con nadie.

—Mi neidokesh. «Para templar los nervios», decía. ¿Los nervios de él o los míos? Eso nunca me quedaba claro. En fin, a veces la jodía a lo grande en los entrenamientos. Entonces me hacía tumbarme boca abajo, sacaba la hoja y cortaba. Yo era un crío, pero ni aun así me permitía moverme o gritar o siquiera morder un palo. Era efectivo, dioses, porque durante las siguientes sesiones me esforzaba el triple: sudaba como un cerdo, me doblaba como un junco, saltaba hasta echar los pulmones por la boca de puro agotamiento, y todo para no cometer ni una sola pifia. Bueno, pues incluso tras esas raras jornadas de ejecuciones impecables, cuando le venía en gana, iba a por su juguetito y continuaba rajándome por donde se había quedado antes.

»Yo no lo entendía. ¿Qué estaba haciendo mal? Al final me armé de valor y le pregunté por qué me castigaba cuando no cometía fallos. Él me miró, compuso esa sonrisa suya que hacía que se me encogieran las pelotas y me respondió, muy tranquilo: «Oh, ¿así que crees que esto es un castigo? No has comprendido nada». Ese día me hizo tanto daño que la boca se me llenó de sangre, de morderme la lengua, y después frotó las heridas con sal. Me desmayé, no me siento orgulloso de reconocerlo. Lo que sé es que, desde entonces, jamás volví a cuestionarle nada.

»Ahora entiendo que no mentía, lo que pretendía era templar mis nervios. Hay muchas ocasiones en las que un Darshi’nai tendrá que contener las arcadas, volverse insensible y aguantar lo que le echen hasta bien pasado el punto de no poder más. Es muy efectivo. Lo que no quita que mi neidokesh sea el mayor cabrón que ha pisado esta ciudad.

—¿Por qué lo soportabas? Sabías sobrevivir en la Zanja. Podrías haber regresado a ella antes de convertirte en su hijo adoptivo y un Sombra. Podrías haber escapado a Therendanar o al norte.

—Darshi’nai no se abandona una vez que pones el pie en ella. Y aunque me hubiese atrevido… Tú no conocías a mi neidokesh en aquellos tiempos; supongo que ni siquiera habías nacido o que llevabas pañales. Era (y es) diferente, ¿sabes? Temido y respetado hasta por sus superiores, con una presencia que llena las puñeteras habitaciones por las que pasa. Hasta después de probar los primeros castigos me vi incapaz de largarme, porque… porque no quería volver a estar solo. Sabía que me adiestraría, que se ocuparía siempre de mí. Que nunca se cruzaría otro como él en mi camino.

El dotado escuchó sin llegar a identificarse ni a compadecerlo: la compasión era una idea abstracta y, además, un insulto que en nada se aplicaba a un elfo con la valentía y la fortaleza de Sül. Terminada la historia, apoyó la mejilla sobre el tapiz de escarificaciones expuesto bajo él.

—Ahora que lo pienso, sí que es una lástima no haberte tenido cerca entonces —se lamentó el Sombra, con una sonrisa amarga—. Habrías podido borrar las cicatrices.

—¿Destruir algo tan hermoso? Nunca lo habría hecho.

No, Caradhar no se burlaba. Y esa rotundidad inspiraba a Sül sentimientos contradictorios, a medias entre el orgullo y el escalofrío. Lo encaró con seriedad, privándolo de su entretenimiento del momento, e inquirió:

—¿Y es lo único que te atrae de mí?

—No. Ya me interesabas antes de verte la cara y lo demás.

—¿Por qué?

—Porque eras Darshi’nai. Porque me intrigabas. ¿No es lo mismo para los dos? La gente se interesa cuando sabe que poseo el Don.

No siempre. A mí me fascinarías aunque tu sangre no fuese especial, pensó Sül. No se atrevió a expresarlo en voz alta ni tampoco a confesar que la respuesta del dotado lo había decepcionado un poco. Para ocultar su desengaño, emprendió un aturrullado cambio de tema.

—La verdad es que me ha sorprendido cómo eres en la cama.

—Te prometí que no volvería a suceder. Ignoro por qué he sido tan brusco, no es propio de mí.

—Me refiero a que siempre te había visto debajo de Darial y creía que mi, eh, culo estaría a salvo.

Caradhar frunció el ceño. Luego replicó, con voz átona:

—Si quieres acostarte conmigo, así son las cosas. Si lo que pretendes es cambiar posiciones, te sugiero que busques a otro.

Maniobró para darle la espalda. Sül reaccionó a toda velocidad y lo abrazó, hundiendo la nariz en sus cabellos. No iba a permitir que su comentario bocazas diese al traste con la invitación implícita en esas palabras.

—¿Eres idiota? —susurró—. Yo era virgen por ahí detrás y he permitido que un chaval flaco me empale como si fuera una trucha a la brasa en lugar de apartarlo de un manotazo. Claro que no quiero buscarme a otro.

Relajado en sus brazos tras la pintoresca confesión, Caradhar se durmió. Sül se pasó mucho tiempo escuchándolo respirar, maravillado de que ese sonido suave pudiera imponerse sobre la algarabía que se filtraba a través de los muros. Llevaba tanto tiempo deseándolo… Casi desde la primera vez que lo viera junto a Darial, con aquella mirada fría que expresaba: «Es cierto, estás encima de mí, pero aunque tú creas que me posees yo no le pertenezco a nadie». Sí, puede que estuviese infatuado, y no iba a negar que era un tanto ingenuo e impresionable en lo que al sexo se refería. Sus experiencias hasta entonces habían consistido en esporádicos encuentros con muchachas de la Zanja; nunca antes se había planteado acostarse con otro elfo de aquella manera. Se había resistido, había intentado mantenerse alejado, actuar con la disciplina propia de un Darshi’nai.

Ya no había vuelta atrás. Había desobedecido la orden más tajante de su neidokesh, no intimar con protegidos. Una falta que podría llegar a costarle muy cara.

Por el momento no pensaría en ello. Lo estrecharía; aspiraría su aroma, tan dulce; disfrutaría el tacto de aquella piel inmaculada. Se permitiría, incluso, caer dormido durante un rato, con los sentidos envueltos por el embrujo de Caradhar.

Hasta aquí la lectura gratuita de los primeros capítulos de la novela. Somos malos y sabemos que te has quedado con ganas de más, así que ya sabes… wink

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