El Caminante •Capítulo 8•

Cura de humildad

 

Marcus se giró en su catre una vez más, y con esa llevaba unas mil desde que intentaba dormir. Esa era la palabra, intentar, porque el sueño no había hecho su aparición. Hubo un momento, unas horas atrás, en que casi le pareció sentir la presencia del letargo adormeciendo sus músculos, pero algo se movió en su cabeza, los pensamientos viraron de nuevo a lo acontecido esa noche y se encontró de nuevo tan despierto como tras una sesión en el frigidarium.

Estaba furioso, sí. Pero también estaba confundido y preocupado, incluso había una parte de él que se sentía culpable. Sí, culpable por haber golpeado a un esclavo que se lo merecía cuando, después de todo, era culpa suya. Culpa suya por no haber marcado las distancias, por no haber sabido imponer respeto. La reacción de Mael había sido su propio fracaso como domine. Si algo le habían enseñado desde siempre era que el respeto se ganaba con una vida y se perdía con un instante.

—¿Legado? —dijo una voz amortiguada desde la entrada de la tienda—. Te lo he dicho, está durmiendo— cuchicheó.

—Se supone que tenemos que despertarlo— replicó otra voz.

—Aún no ha salido el sol, no pienso despertar al legado. El muerto seguirá muerto dentro de unas horas.

—¿Muerto? —preguntó Marcus alzando la cabeza. ¿Quién había muerto?

—Oh…, disculpe que lo importune a estas horas, legado Cota —empezó el legionario asomando la cabeza por la tela que cubría la entrada de la tienda.

—¿Quién ha muerto? —preguntó de nuevo.

—No… no lo sabemos aún. Pero lleva un uniforme del ejército. Parece uno de nuestros hombres.

—Ahora voy —respondió con una voz alta y seca que hizo que ambos regulares se cuadraran enseguida y dejaran la conversación.

Marcus se levantó. Se calzó las cáligas en un momento con una destreza adquirida por la práctica. La ropa que tenía más a mano era la toga de la noche anterior, pero estaba mojada, era complicada de poner y no era apropiada para el campamento, así que la descartó por completo. No tardó en localizar una túnica corta, pero con eso no tenía ni para empezar. En su día a día, necesitaba varias capas de tela y refuerzos para que el metal de la armadura no le destrozara la piel. Mael era el responsable de buscar su ropa y prepararla, pero el galo no estaba.

Una punzada de tristeza lo atacó durante un segundo. Solo un segundo. Frunció el ceño y sacudió la cabeza como si así consiguiera sacudirse la imagen del esclavo. Cogió la lorica, se la colocó de cualquier forma y salió por la puerta con el cinturón en la mano.

—Explíqueme qué ha sucedido —pidió mientras caminaba por el suelo enfangado del castrum y se apretaba las correas de su armadura.

El sol apenas había empezado a salir y seguía lloviendo, aunque no con la intensidad de la noche anterior. El castrum estaba cubierto por una fina capa de neblina gris, un manto de bruma que impregnaba todo envolviéndolo con su tacto frío.

—No hay mucho que explicar, legado —dijo el soldado—. Un esclavo encontró el cuerpo en el bosque. Llevaba la lorica segmentata[1], así que suponemos que estaba de guardia en el momento en que murió. Tiene el rostro completamente destrozado —murmuró para sí—. Quien haya hecho eso no era humano.

—Quizá fuera una bestia —aventuró el otro legionario—. Se fue a mear y lo pilló con la guardia baja. No… no pretendía hacer un chiste, señor —se disculpó entre titubeos.

Marcus no contestó, atravesó el campamento con paso firme y rápido, pero no demasiado apresurado. Las prisas conllevaban múltiples interpretaciones, y ninguna tenía que ver con control. No tardó más de un par de minutos en recorrer el camino que lo separaba del círculo de hombres que esperaba cerca de la entrada. Al verlo llegar, rompieron la formación abriendo una entrada. En el suelo, había lo que parecía un cuerpo cubierto por un lienzo empapado.

—Centurión Belio —saludó al reconocer al gigante, que parecía llevar la voz cantante.

—Legado Cota —saludó a su vez poniéndose firme—. Me imagino que ya lo habrán puesto al corriente de lo sucedido.

—Más o menos —asintió.

—Yo se lo muestro, si quiere. —Belio se puso en cuclillas en el suelo y retiró parte de la sábana que cubría el cadáver.

Marcus se obligó a no desviar la vista. Era fácil ver por qué era difícil identificar al soldado. Le faltaba la mayor parte de la cara incluyendo la mandíbula inferior, que parecía haber sido arrancada de cuajo. En la masa sanguinolenta que ocupaba el lugar donde antes se hallaba la boca, se distinguían las primeras vértebras de la columna.

—¿Y ya está? —preguntó—. ¿No hay heridas o señales de lucha?

—A mí me parece que la cara ya es bastante señal de lucha, pero… No, no hay más heridas. Bueno, excepto… —Belio carraspeó un poco antes de continuar—. Le falta la polla. También se la han arrancado. Y la mandíbula está allí —señaló un paquete de tela situado cerca del cuerpo—, pero la polla no aparece. Tengo algunos hombres buscándola.

—¿Dónde apareció el cuerpo? —preguntó.

—En aquella zona —dijo Belio y señaló con el dedo la zona del bosque que flanqueaba el campamento.

—Allí está el campamento de esclavos —dijo Marcus observando el conjunto irregular de tiendas que se amontonaban al otro lado del río—. El puente está allí, pero hacia aquella zona hay un vado por el que también se puede cruzar.

Belio negó con la cabeza.

—Lo veo difícil, con las lluvias aquella zona se ha inundado por completo. Solo un loco intentaría cruzar.

—Cierto, pero las lluvias comenzaron ayer —recordó—. Hasta entonces habíamos encadenado varios días de buen tiempo y el vado era practicable. —Belio se vio obligado a admitir que tenía razón—. ¿Cuándo fue la última vez que pasaron revista a las tropas?

—Ayer, señor —contestó el centurión—. Hubo algunas bajas, pero la mayoría las justificamos.

—¿Las justificasteis? —se extrañó Marcus.

—No hay una amenaza a la vista y…, puede que nos hayamos ablandado —admitió el gigante—. Cuando un soldado llega tarde a la revista, lo ponemos a limpiar letrinas o algo similar y no suele repetirse.

—Comprendo… Lo que intenta decirme es que a lo mejor faltó alguien, pero no se anotó esa falta porque supusieron que aparecería más tarde, ¿no es así?

—Así es, señor.

—Y ahora no hay ninguna forma de saber quién faltó ayer.

—Sí, la hay, pero es algo más complicado —respondió Belio.

—Pues resuélvalo —atajó—. Quiero esos nombres antes del mediodía. También quiero hablar con el esclavo que encontró el cuerpo.

—Eso es fácil —suspiró Belio, aliviado—. El pelirrojo está allí. Tengo un par de hombres vigilándolo, pero es más para mantenerlos ocupados que porque haga falta. Su chico vino directamente a informar. Aunque, para ser sinceros, es un poco sospechoso, ¿no cree? ¿Qué hacía allí fuera en medio de la lluvia y en noche cerrada?

Mael estaba de pie, junto a una de las tiendas cercanas. A su lado había dos legionarios, pero, tal y como había predicho Belio, no parecían tener demasiado interés en evitar que el galo escapara. El joven se abrazaba a sí mismo intentando entrar en calor, estaba empapado y cubierto de barro. Sus labios tenían un tinte azulado y temblaban sin parar. Y ni siquiera todo el lodo podía ocultar la herida abierta de su ceja, ni el ojo inflamado, ni el cardenal que comenzaba a extenderse por toda la cara.

—Llévatelo y que se lave, ocúpate de que le cosan esa ceja —dijo en voz baja—. Después, busca a alguien en el otro campamento que pueda ejercer de asistente.

—Es solo un golpe —dijo Belio sin comprender—. No creo que el chico necesite un sustituto.

El chico no, pero él sí que necesitaba distancia. Distancia para templar sus sentimientos, para poder mirarlo sin querer abrazarlo y pedirle perdón. Distancia para recordar que era un esclavo y que como tal debía tratarlo. Distancia física primero. Distancia real después.

—Mael estará demasiado ocupado atendiendo a los otros galos —gruñó Marcus—. Quiero que se ocupe de ellos, que les lleve la comida, que recoja sus excrementos. Quizá con un poco de trabajo duro aprecie más el que tiene.

Marcus no lo miró. Apenas le dedicó un vistazo de reojo, así que ¿cómo iba a hablar con él? En vez de eso mandó a Belio. El centurión no era tonto y algo debió imaginarse, aunque no dijo nada.

—Vamos a ocuparnos de esa cara —murmuró al verlo y le dio un golpecito en el hombro.

Mael buscó con la mirada a su domine, pero Marcus hablaba con sus hombres y le daba la espalda. No parecía tener el más mínimo interés en hablar con él de nada, ni siquiera del cadáver. Aunque, claro, tampoco era que él pudiera aportar mucho.

Tragó saliva para intentar disipar el nudo de su garganta, el mismo que provocaba el molesto cosquilleo en la nariz que precedía al llanto. Negó con la cabeza y siguió los pasos del centurión a través del campamento, sin alzar la cabeza, deseando que el barro lo camuflara lo suficiente para esconder su vergüenza.

—¿Qué demonios hacías tú ahí fuera? —preguntó Belio.

—Volver de la casa de baños —respondió Mael con voz átona, temblorosa por el frío que atería su cuerpo.

—Entiendo… ¿Y el golpe? —Mael agachó aún más la cabeza y no respondió—. Debiste cagarla bien para cabrear tanto a Cota.

—Eso parece.

No quería hablar de ello, parecía un mal sueño. En un momento todo iba bien, al siguiente todo era un desastre de proporciones épicas que parecía agravarse a cada segundo. Arrastró los pies por el lodo; tenía hambre, frío y sueño, mucho sueño. Y le dolía la cabeza por el golpe y los brazos por los arañazos de las plantas. No era el mejor momento para pensar nada, porque nada de lo que dijera podía tener sentido.

«¿Por qué no te das un baño caliente, comes algo y te metes en la cama?». No pudo evitar una risa nerviosa al pensarlo. Estaría bien, ¿verdad? Eso sería genial.

—Tienes que lavarte —comentó Belio cuando llegaron delante de un tonel que contenía agua de lluvia. Agua fría, por supuesto—, no sé si hay más lodo en el camino o en tu pelo.

Mael tomó aire y sumergió la cabeza dentro de la tina. Lo mejor era no pensar. Cuando la sacó, el frío se había convertido en dolorosas agujas que se clavaban en su cráneo y en su cuello.

—Menudo golpe —dijo el legionario acompañando sus palabras con un silbido de admiración—. Te quedará una buena cicatriz.

—¿Una cicatriz?

Por algún motivo extraño, esa posibilidad lo sacudió por dentro. Pulvio tenía mucho cuidado de que sus castigos no dejaran marcas. Ninguna. La única marca que su domine quiso que fuera permanente fueron las iniciales que llevaba marcadas a fuego en su espalda. Pero una herida en la cara era diferente, era la advertencia implícita de que no era un buen esclavo, de que había desafiado a su amo. Aunque las cosas entre él y Marcus llegaran a arreglarse, sería el recordatorio eterno de que no siempre fue así.

—No pongas esa cara, pelirrojo —comentó Belio; se veía que intentaba quitar hierro a la situación—. Las cicatrices dan carácter. Darán un aire rebelde a tu cara bonita.

—Muy mal tengo que estar para que elogies mi cara en vez de mi culo —bromeó Mael obligándose a sonreír. «Si sonríes, todo es más fácil».

El legionario soltó una estruendosa carcajada.

—¡Ese es el pelirrojo! —exclamó—. Una ceja partida no significa nada. Además, seguro que mi chico puede arreglártela.

—¿Tu chico? ¿Magus es tu chico?

—Bueno. —Belio carraspeó, era divertido ver a alguien tan grande como él sonrojado al hablar de un muchacho—. Es obvio que no es mío de propiedad, pero… a su domine no le importa mucho y él es… Joder, pelirrojo. No lo parece, pero es una fiera en la cama. ¡Y parecía un mozalbete asustado!

—Belio, ¿qué…? —Mael no continuó, era difícil visualizar la situación—. Dime que lo tratas bien, por favor. Dime que no lo has forzado.

—¿Por quién me tomas? —exclamó Belio visiblemente enojado. Clavó un dedo en su clavícula, buscó sus ojos y no le dejó bajar la mirada cuando quiso hacerlo. Los ojos grises del gigante chisporroteaban encendidos por la ira—. ¡Puede que te parezca un bruto, pero no lo soy! ¡Soy centurión de la tercera cohorte! ¡Tengo muchos hombres a los que putear y poner de rodillas! ¡Si quiero sexo, puedo pagar por él en la caupona del pueblo o a las prostitutas del otro lado del río! ¡No tengo la necesidad de abusar de un crío!

—Vale, vale. —Mael se apresuró a levantar las manos en señal de paz—. Siento haber dudado, Belio, ya sé que tú no eres de esos. Hace un par de días…

—Lo sé —lo interrumpió el centurión—. Sé lo que le pasó. Cota me ordenó que hablara con los hombres e intentara averiguar quién fue. La sangre me hierve al imaginarlo. Tuve que hablar de ello con el chico, fue desagradable al principio, pero…, no sé cómo, una cosa llevó a la otra y… ahora tengo las marcas de sus uñas en mi pecho —presumió con una carcajada y se apartó las protecciones del cuello para enseñarle las marcas rojizas que apenas se distinguían entre la lorica y la piel—. Soy el primer sorprendido, pero estoy contento: me gusta ese chico.

—Supongo que Magus deseaba estar con alguien que no lo tratara como una pieza de carne —murmuró Mael pensando en voz alta—. Puedo entenderlo.

—¿Eso fue lo que pasó anoche entre tú y Cota? —preguntó Belio con curiosidad mientras se colocaba bien la ropa—. ¿Pasión desatada mal contenida?

—No, no —se apresuró a negar—. Marcus tiene tanto miedo a tratarme como a un trozo de carne que no puede imaginarse que quiera que alguien me toque por propia voluntad. Supongo que sigo siendo un trozo de carne, una que no se puede comer. No… —Fue consciente de que había hablado demasiado ante un subordinado de su domine—. Oye…, no debería hablar así, lo siento. Estoy muy cansado y digo muchas tonterías. Por favor, no…

—No tengo por qué decir nada a Cota, no voy contándole todos los chismes que dicen los chavales —lo tranquilizó—. Es el comandante, nos mantiene alejados de nuestra casa buscando faunos en el orinal del imperio. Cada vez que uno de los chicos se moja bajo la lluvia se caga en la madre del legado, en su padre, en todos sus ancestros y en sus descendientes. Si tuviera que contarle cada vez que sucede algo así, estaría todo el día a su lado y nuestros hombres harían cola para ser azotados. Por fortuna, son lo suficientemente listos para callar cuando él está cerca.

—Ya…, yo no soy tan listo —murmuró Mael esbozando una mueca—. Suelen decirme que mi lengua será mi perdición, y creo que tienen razón. ¿Qué va a ser de mí, Belio? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Te ha dicho algo?

Belio asintió con la cabeza.

—No sé qué hiciste, pero no se va a contentar con dejarte la cara morada. Me ha pedido que te busque un sustituto.

La revelación del centurión fue como un golpe en la boca del estómago, lo dejó sin aliento y lo dobló por la mitad. Sin embargo, no lo cogió por sorpresa. Dolía, claro que sí, pero no le sorprendía. Marcus no quería verlo; quizá fuera por unos días, quizá nunca más volvería a su puesto. No le daba miedo el trabajo duro, eso no le preocupaba.

—Creo que lo echaré de menos —murmuró con una sonrisa que intentaba disimular las lágrimas no derramadas—. ¿Qué tendré qué hacer? ¿Quién me dará las órdenes ahora?

—Quiere que te ocupes de los galos, supongo que sacará partido a tus conocimientos del idioma y te mor-tificará un poquito más. No creo que sea permanente —añadió—. Además, soy yo el que tiene que buscar a tu sustituto, ya me ocuparé de escoger a alguien que haga que te eche de menos él también.

Ese comentario consiguió arrancarle una carcajada y casi parecía de buen humor cuando llegaron al valetudinaria[2].

No había muchas camas, y la mayoría estaban vacías. Eso reforzaba la idea de que, aunque llevaban ya un año en Vorgium, el castrum era temporal y todo lo que los rodeaba podía ser desmantelado en cualquier momento. Cuando alguien se ponía enfermo, enfermo de verdad y necesitaba atención médica más preparada, recurrían al valetudinaria de la guarnición, con más personal y medios que esa pequeña tienda.

De hecho, era extraño encontrar a alguien en aquel lugar. El médico se pasaba más tiempo con la guarnición de Leto que en su puesto, y en ese momento no estaba allí. Por eso era el esclavo griego el que, bajo la atenta mirada de otro legionario, se ocupaba de un herido con un corte feo en la cabeza.

—¿Qué ha pasado, soldado? —preguntó Belio extrañado al ver el herido.

—Nada grave, señor. Un simple accidente durante la instrucción matutina —explicó el que permanecía de pie junto a su compañero—. Alguien se golpeó con su propio escudo.

—No avisaste —protestó el herido.

—De eso se trata —se defendió el otro.

Belio puso los ojos en blanco.

—Esperemos que Cota nos movilice pronto —murmuró en voz baja solo para los oídos de Mael—. Si seguimos sin hacer nada, nos acabaremos matando entre nosotros de puro aburrimiento.

—Esto ya está —dijo Magus dando por terminada su labor—. Tiene que mantenerla limpia y seca.

—Es imposible mantener algo seco con esta lluvia —gruñó el legionario herido y ambos se despidieron con una inclinación de cabeza mientras salían de la tienda.

—¡Mael! —exclamó al verlo, abriendo mucho sus ojos grises—. ¿Qué te ha pasado?

—Hola, pequeño —dijo Belio, sujetó al joven por la barbilla y lo besó en los labios. Nada extraño en un encuentro entre amantes, o esa era la impresión de Mael, pero Magus se tensó ante la reacción del centurión. No se apartó ni rehuyó el gesto, pero no pareció corresponderlo—. No te preocupes, se lo he contado. Puedes fiarte de él.

Magus frunció el ceño y miró a Mael, este le respondió encogiéndose de hombros. No tenía la menor importancia, o eso creía. El esclavo griego tardó un poco en reaccionar y, cuando lo hizo, su sonrisa no pareció del todo sincera. O quizá solo era una impresión.

—Lo siento, no quería molestarte, es que me has pillado por sorpresa —se excusó el joven—. ¿Has venido a besarme o…?

—No, claro que no, aunque es un buen motivo para venir a verte —dijo Belio. La forma en la que inclinó la cabeza, la sonrisa que no llegó a los ojos… La actuación de Magus lo había herido, pero no lo mostraría—. Pero… yo tengo que irme. Me encantaría quedarme, pero el legado necesita nombres antes de mediodía. Déjalo bien guapo, ¿eh? Cuando acabes aquí consigue algo de ropa limpia y come algo. Después vete al fortín con los galos, allí alguien te dirá lo que tienes que hacer. Nos veremos en el entrenamiento de mañana.

—¿Sigo teniendo entrenamiento? —preguntó, extrañado.

—Yo no tengo órdenes contrarias; hasta que las reciba, todo sigue igual. Adiós, Magus. ¿Podré verte más tarde?

—Te buscaré —respondió el muchacho moviendo la cabeza con un gesto vago mientras rebuscaba entre el material de cirugía.

Mael percibió la apática expresión en el rostro de su maestro antes de que se marchara, así que, apenas salió por la puerta, se giró hacia el griego.

—¿Qué demonios ha pasado entre vosotros? —preguntó directamente mientras tomaba asiento en un taburete bajo, delante del muchacho.

—Nos acostamos —respondió Magus sin alzar la voz—. Esto te va a doler —le avisó justo antes de clavar una aguja torcida en la piel inflamada sobre su párpado. Mael reprimió un gemido, pero procuró no moverse—. Para cerrar la herida con un par de puntos bastaría, pero si quieres que quede bien, necesitarás tres o cuatro.

—Dame los que necesites —dijo mientras apretaba los dientes para reprimir una retahíla de tacos—. ¿Sexo y ya está?

—Belio es centurión, puede que sea el escalafón más bajo en la cadena de mando, pero la mayoría de los hombres del campamento le deben respeto. Puede protegerme para que no vuelva a pasar nada como la otra vez. Lo necesito —dijo con una frialdad que lo sorprendió—. No hay mucho más que decir. Yo no tengo un amo como el tuyo. Yo no tengo un cartelito colgando del cuello que dice que quien se meta conmigo se las verá ante el legado. No te atrevas a juzgarme.

—¡No seas capullo! ¡Yo no he abierto la boca! —protestó Mael—. Es solo que… Belio me cae bien y me parece que le gustas de verdad. No tiene por qué ser recíproco, pero no te cuesta nada ser amable con él.

—Soy amable con él —suspiró—, es solo que no esperaba encontrarlo aquí. Tienes razón, Belio es muy amable. Es… como un niño grande, muy efusivo.

—Pues no sé quién fue el que le dejó las marcas en el pecho —bromeó mientras tomaba aire e intentaba no lagrimear demasiado. Cada vez que el hilo atravesaba su piel, parecía que la iba a partir.

—Solo falta uno —dijo Magus ignorando su comentario. El joven sopló suavemente su ceja. Sus ojos eran grises y muy grandes, parecían dos enormes espejos de agua en los que podía reflejarse. Turbado, Mael desvió la mirada, no quería ver su reflejo. No en ese momento—. Lo aguantas mejor que la mayoría de los legionarios. Tan fuertes, y todos son unos quejicas. Incluso Belio. Esto ya está —dijo, y cortó el hilo que sobraba—. Es una buena brecha, pero sigue el recorrido de la ceja, apenas te dejará cicatriz. ¿Cómo te diste este golpe?

Mael expulsó el aire lentamente y no contestó. Ya había hablado demasiado con Belio y prefería no tentar a la suerte. Desde su experiencia, sabía que a los amos no les gustaba que los esclavos airearan sus miserias en público. Ni siquiera ante otros esclavos. Mael había cometido un error, uno muy grave, y no pensaba cometer ninguno más.

«Conseguiré que me perdone», se dijo.

Se sobresaltó cuando los dedos de Magus rozaron su mejilla, justo en la zona lastimada.

—¿Merece la pena? —le preguntó—. Todo lo que pasas por él, ¿merece la pena?

—No sé de qué me hablas —dijo Mael. Intentó fruncir el ceño, pero el gesto le recordó que sus cejas no estaban para moverse en ese momento y que tardaría en poder poner mala cara—. Oye, tengo trabajo y quiero encontrar ropa limpia y comer algo antes de ponerme con él. Mejor si no me entretengo demasiado.

—Quizá sea lo mejor. Alejarte de él —se explicó al ver su mirada interrogante—, quizá sea lo mejor.

Mael negó con la cabeza incapaz de dar crédito a esas palabras. ¿Lo mejor? ¿Cómo podía ser lo mejor alejarse de Marcus? Y, sin embargo, si no hacía algo pronto, eso era exactamente lo que iba a suceder. Eso era lo que estaba sucediendo.

—Piénsalo bien —continuó Magus—. Lo más seguro para ti es dejar de ser su sombra. Lo que hay entre vosotros es… confuso, como poco, y no acabará bien. No puede acabar bien de ninguna de las formas. Haz bien tu nuevo trabajo, que no te vea, que no te escuche, que se olvide de ti. Es lo más fácil y lo más seguro.

La preocupación del joven esclavo parecía sincera y sus palabras no carecían de razón. Después de todo, la mejor forma de sobrevivir era no llamar la atención y pasar desapercibido. Sin embargo, Mael esbozó una amplia mueca sardónica.

—¿Bromeas? —exclamó—. Me estás pidiendo que no llame la atención… Eso es como pedirme que deje de respirar. ¿Qué gracia tiene ser el mejor si no te aplauden por ello? Volveré con Marcus —le aseguró y se aseguró a sí mismo—. La cagué con él, lo reconozco, pero lo arreglaré. Encontraré la forma de arreglarlo y que todo vuelva a ser como antes.

«Sí que lo haré. Todavía no sé cómo, pero lo conseguiré».

«Primo Léntulo…».

Ese era el nombre del cadáver que Mael había encontrado en medio del bosque. Un veterano de treinta y cuatro años que dejaba una madre anciana y dos hermanas. Según Belio, era dado a la bebida y muy malo con los dados, pero se podía contar con su escudo sin sombra de duda. Marcus intentó ponerle un rostro, pero se encontró con que era incapaz. Eso no decía mucho de él como comandante. Si su esclavo no hubiera cruzado esa noche por allí, ¿cuánto tiempo habría pasado hasta que alguien lo hubiera echado en falta? Era un legionario, uno de los suyos, muerto en misteriosas circunstancias y no sabía ni por dónde empezar a buscar culpables.

Extendió sobre la mesa el plano de la zona. Casi todas las construcciones cercanas estaban reflejadas en él, así como los ríos, barrancos, caminos… El castrum no estaba, pero Marcus cogió una manzana para representarlo; otra fruta, en el otro lado del río, representaba el otro campamento. Calculó más o menos el punto en el que había discutido con Mael y lo había arrojado del carro. No se entretuvo demasiado en recordarlo, solo quería una ubicación, no buscaba regodearse en los errores pasados. Se imaginó al esclavo, quizá desorientado, bajo la lluvia. Era noche cerrada y, aunque era luna llena, el cielo estaba tan nublado que no suponía ninguna diferencia. Lo único que alguien tendría para guiarse eran las hogueras del campamento. Trazó una línea imaginaria, más o menos recta, entre el camino y su posición.

—Cota —exclamó Leto irrumpiendo en la tienda y sacándolo de sus pensamientos—. ¿Dónde te has metido? No te he visto en todo el día.

—Hemos tenido un incidente —contestó secamente. No estaba de humor para ver a nadie, ni siquiera a su amigo—. Esta madrugada apareció el cadáver de uno de mis hombres. Suponemos que murió la noche anterior. Las circunstancias de su muerte son un poco… difíciles de explicar.

—Sí, algo me han comentado —dijo el tribuno tomando asiento a su lado. Buscó con la mirada a su alrededor—. ¿Dónde tienes al chico? Quería algo de vino.

Y ese era otro de los motivos por los que no quería ver a su amigo. Alzó la mano e indicó a su nuevo asistente que atendiera al recién llegado. El esclavo, un muchacho regordete con la cara llena de pecas, lo observó confuso, sin saber muy bien lo que debía hacer en una situación así.

—Trae vino para el tribuno —le ordenó al ver que no se movía.

El joven asintió varias veces y se apresuró a coger las copas.

—¿Nuevo criado? —preguntó extrañado Leto—. ¿Dónde tienes a Mael? ¿Está enfermo?

—Está castigado —respondió con sequedad.

—¿Castigado? Esa sí que no me la esperaba. Si ese chico parece demasiado perfecto para ser real. Y no me estoy refiriendo al sexo, no —añadió para evitar malos entendidos—. ¿Qué ha hecho que sea tan grave que no se solucione con un par de golpes?

—No quiero hablar de ello —replicó—. Dédalo es… era ayudante en la cocina, solo necesita aprender. Con un poco de práctica será un buen asistente.

—Sí, con tres o cuatro años —comentó Leto al ver que la mitad del vino caía fuera de la copa—. Pero mirémoslo por el lado bueno; si lo que ha hecho tu chico es tan grave, puedes vendérselo a Servilio y así matamos dos pájaros de un tiro. ¡Es broma, es broma! —se apresuró a añadir al ver su expresión—. O no. Después de lo que vi anoche en la casa de Hipatia, he llegado a creer que el odio que te tiene Servilio no es más que envidia por tu esclavo.

—Lo dudo mucho —respondió con desdén.

—Anoche lo acorraló y si no hubiera llegado a tiempo —continuó Leto—, ya se lo habría follado.

—Tú me dijiste que estaba coqueteando —recordó Marcus—. ¿A eso lo llamas coquetear?

—Era un sarcasmo —se defendió el tribuno—, por Júpiter, Cota, estás lento. No, supongo que en ese momento estabas demasiado ocupado pensando en el otro Ganímedes como para preocuparte por el tuyo. Pensaba que después de haber follado tendrías mejor cara. Tienes que descansar un poco.

—Leto… —lo interrumpió.

—Como te iba diciendo —retomó el tribuno—, Dafnis vino a buscarme y, cuando llegué a la cocina, me encontré a nuestro querido edil acorralando a tu esclavo. Supongo que Servilio debió pensar que, ya que tú no le dabas permiso, lo tomaría por su cuenta y ya se ocuparía de pedir disculpas más tarde.

—Mael me lo contó —recordó. También recordó la expresión en sus ojos, la forma nerviosa de morderse el labio—, estaba aterrado.

—¿Eso fue antes o después de merecerse el castigo?

—Antes —reconoció—, justo antes. Puede que tuviera algo que ver, estaba muy nervioso. Me insultó —dijo, al ver que Leto iba a seguir insistiendo hasta que se lo contara todo—. Me insultó a mí, a mi esposa, mandó a la mierda mi sentido del honor, dijo que todo era una… gilipollez, y todo porque no he querido acostarme con él.

Leto se atragantó con el vino y lo contempló extrañado.

—¿Mael hizo eso? —Marcus asintió, a él también le había resultado extraño escucharse—. No parece propio de él.

—No lo es —admitió—. Puede ser descarado, pero nunca me había faltado al respeto así antes.

—¿Qué pudo pasarle para que te dijera algo así? ¿Crees que tuvo algo que ver con la conversación con Servilio?

—Ni lo sé ni me importa —dijo dando un largo trago de vino a su copa.

No quería pensar en ello, quizá mañana, quizá otro día, pero todavía no. Todavía no era capaz de enfrentarse a lo sucedido sin que aparecieran emociones y sentimientos contradictorios de culpabilidad e ira, y todavía no sabía si estaba más enfadado con el esclavo o con sí mismo.

—No hay excusa que valga para su comportamiento.

—Lo sé, no voy a excusarlo, solo me gustaría comprenderlo. Pero si a ti no te importa, supongo que a mí no debería importarme —dijo Leto, acompañando sus palabras con un largo suspiro de hastío—. De todas formas, yo no he venido a decirte cómo debes tratar a tu esclavo. Venía a rapiñarte el vino y a traerte noticias, y creo que ninguna es buena.

—¿Alguna vez me has traído una noticia buena? —bufó Marcus.

—Un momento que piense… No, nunca te traigo buenas noticias. No sé por qué me molesto en hacerme el interesante —comentó sin darle demasiada importancia y le tendió un pergamino. Marcus lo desenrolló y comenzó a leer—. No te esfuerces, ya te lo explico yo. Es una carta de nuestro amigo el tratante agradeciendo de antemano nuestra ayuda con los galos y recordando lo difícil que es cruzar los Alpes en invierno.

—Todavía faltan meses para el solsticio de verano —murmuró Marcus mientras sus ojos repasaban el contenido de la misiva—. Esto es ridículo. Ya da por sentado que se los llevaremos. Como si no tuviera bastantes problemas…

—Hablando de problemas, ¿Hipatia te dijo algo del suyo?

Marcus apretó las mandíbulas e hizo crepitar las vértebras de su cuello. La tensión estaba empezando a pasarle factura. Los problemas aparecían por todas partes, cuando menos lo esperaba, como las setas. Y si al menos fuera capaz de resolver alguno… Toda esa situación hacía que se le acumularan el trabajo, las preocupaciones y la sensación de que no estaba a la altura.

La discusión con Mael, el descubrimiento del cadáver, el problema con los esclavos galos, Servilio… Eso sin contar con el único motivo que le hacía permanecer allí, en el culo del mundo, propenso al malestar de sus hombres y de su familia, con su honor en juego.

El problema de Hipatia era una ridiculez comparado con todo lo otro. Así que no, no había vuelto a pensar en ello desde que abandonara la casa de baños. Desde antes, incluso; desde que había decidido resolver uno de sus problemas con un joven pelirrojo. Y seguramente no habría vuelto a pensar en él si su amigo no hubiera sacado el tema.

—El chico que se suicidó —dijo a su pesar—. Mi lista de problemas no deja de crecer. No tengo tiempo para ocuparme de eso.

—¿Te has dado cuenta de que la mayoría de tus problemas tienen un denominador común? —comentó el tribuno—. Piénsalo bien. El problema de Hipatia es Servilio, Servilio es el que te impuso a los galos, el que quiere que te marches y el que afectó a Mael tanto como para hacerle decir un montón de estupideces fuera de lugar. Si él no estuviera, tu vida sería mucho más sencilla.

—¿Me sugieres que lo mate? —bromeó.

—He estado pensando en ello, pero no se me ocurre ningún plan que no te deje como principal sospechoso —comentó Leto dando un nuevo trago a su copa de vino. Marcus tuvo que mirarlo dos veces para asegurarse de que estaba bromeando—. Tu animadversión por nuestro querido edil es conocida por todos —añadió a modo de excusa—. Casi deberías rezar a Juno por su salud. Si mañana muriera por comer pescado en mal estado, te inculparían a ti por envenenamiento.

—Ja, qué gracioso —respondió Marcus con una mueca forzada.

—Legado Cota —los interrumpió el legionario que guardaba la entrada de la tienda—. Su esclavo solicita permiso para hablar con usted.

¿Mael? Marcus frunció el ceño, pero antes de que pudiera decir nada, Leto se levantó de su asiento.

—Creo que es mejor que me vaya —dijo—. Como tú mismo acabas de decir, ya tienes una lista de problemas muy grande. ¿No crees que deberías borrar alguno? Mañana ven tú a cenar a la guarnición, aunque si me dices que vuelves a tener un servicio decente, estaré encantado de beberme tu vino. Hazlo pasar —le dijo al regular antes de que él pudiera objetar algo.

El soldado se marchó y no tardó ni un segundo en regresar seguido por el galo. Un segundo en el que Leto aguardó expectante, retándolo con una sonrisa.

Mael entró con paso dubitativo, estaba temblando. Su cabello cubría parcialmente su cara, pero ni siquiera así podía disimular el enorme hematoma que se extendía por su lado izquierdo. ¿Tan fuerte le había pegado? Marcus cerró el puño y contempló el anillo de plata con el sello familiar.

—Tienes un buen puño —admiró Leto acompañando sus palabras con un silbido—. Recuerda que no te haga enfadar.

—Te recuerdo que no me hagas enfadar —replicó Marcus de malos modos mientras le señalaba la salida de la tienda.

Leto hizo una mueca, pero no dijo nada más y se marchó despidiéndose con un gesto de desdén de la mano.

Mael lo miró de reojo mientras se iba. Se había cambiado de túnica, pero la que llevaba no estaba limpia. Ignoraba si no había encontrado una sin manchas o si se había manchado en su nuevo cometido. Siempre había sido muy cuidadoso respecto a su aspecto personal. De hecho, su aspecto impoluto contrastaba siempre con el ambiente sucio del campamento. Hasta ese momento.

—¿Y bien? —preguntó Marcus. La presencia de Mael lo hacía sentir incómodo, eso no había pasado nunca.

El chico dio un respingo, sobresaltado ante la sequedad de su pregunta. Parecía asustado. La idea de que el joven le tuviera miedo lo hizo sentirse peor. Cerró los ojos, quizá fuera mejor que le dijera que se fuera, así todo sería más fácil para ambos. No tenía ningún sentido que Mael estuviera allí, no podía decir nada que mejorara la situación y si pensaba recriminarle algo, no era una buena idea.

Sin embargo, lo que pasó no se lo esperaba y encogió su corazón.

Mael asintió un momento con la cabeza, como para darse fuerzas, tomó aire y se postró de rodillas.

—Lo siento, domine —dijo sin levantar la cabeza del suelo—. Nunca pretendí ofenderos, pero lo hice. Sé que no tengo perdón y soy consciente de que merezco mi castigo, así que no voy a rogar que me perdonéis. —Su voz temblaba y surgía estrangulada, apenas un hilo quebradizo. No lloraba, pero si no lo hacía era porque ponía su esfuerzo en contener las lágrimas—. Sin embargo, quería haceros saber que lo siento mucho y que no volverá a suceder.

—Mael, no seas idiota —murmuró, molesto por la horrible sensación que le daba ver a alguien como él humillarse así—. Tú no eres de los que se arrodillan.

—Yo soy lo que quieras que sea —respondió él en un murmullo—. Solo quiero demostrarte que sé cuál es mi lugar.

—¡Yo no quiero un esclavo que se arrodille! —exclamó. ¿Por qué se enfadaba? ¿Por qué lo irritaba tanto que Mael actuara así cuando era evidente que el chico solo quería complacerlo?

—Pero… —Mael se incorporó, aunque mantuvo la mirada baja. Dudó antes de continuar—. Pero tampoco quieres uno que diga lo que siente. Es difícil encontrar el equilibrio —esbozó una sonrisa que se desvaneció enseguida—. Marcus…, sé que anoche obré mal. Sé lo que quería decir, pero no pensaba bien y las palabras que empleé no fueron las adecuadas. Te falté al respeto y no era mi intención. Sé que sobrepasé el límite entre esclavo y domine. Soy consciente de que merezco el golpe y el castigo y, como te he dicho, no pretendo tu perdón. Solo quería que supieras que… lo siento mucho, de verdad.

«Solo quería que supieras que lo siento».

Mael acababa de pronunciar esas palabras. Las mismas que él había intentado pronunciar cien veces y no había podido. Quizá todo era más fácil si eras un esclavo, si no tenías una reputación que mantener, si no tenías el peso del honor de tu familia aplastando tus espaldas. Sin embargo, debía reconocer que había valor en esa declaración y sinceridad en sus ojos.

—Eso es todo —balbuceó el galo al ver que no recibía una respuesta—. Con tu permiso, me retiraré.

Marcus se levantó y se acercó al muchacho. Mael se mantuvo firme, no hizo el más mínimo gesto de retroceder ni apartarse. No era miedo. El galo seguía temblando, pero no era miedo. Eso lo reconfortó. Alzó la mano y, con un gesto suave, casi delicado, apartó el cabello pelirrojo que ocultaba su rostro. Se obligó a ver de cerca lo que había hecho con su arrebato, porque él no podía pedir perdón, pero debía ser consciente de sus actos. La brecha seguía el dibujo de la ceja, sobre un párpado inflado y oscurecido por el hematoma que cerraba su ojo y descendía por su mejilla en una cascada de púrpuras. Tardaría días en desaparecer, quizá semanas.

—¿Te duele? —preguntó en voz baja.

—Un poco —dijo, encogiéndose de hombros como era habitual en él.

—¿Cómo ha ido con los esclavos?

—Prisi… —empezó a corregirlo, pero se lo pensó mejor y rectificó sobre la marcha—. No muy mal, desde luego mejor que la última vez. Les he debido dar lástima.

—Seguirás con ellos. Al menos, por ahora —dijo Marcus—. Creo que te vendrá bien cambiar de trabajo un tiempo, te dará perspectiva.

«Me dará perspectiva», se corrigió mentalmente.

Mael asintió.

—Me echarás de menos —bromeó—. Soy un gran criado. El mejor doblando túnicas.

A su pesar, Marcus se rio y se vio obligado a asentir.

—Sigues con los entrenamientos de Belio, no lo olvides. No quiero que, llegado el momento, te escondas tras una puerta. Puedes retirarte —añadió tras tragar saliva para aliviar el molesto nudo que estrangulaba su garganta.

—Buenas noches. —Mael le sonrió antes de marcharse y dejarlo con una sensación agridulce.

«Me echarás de menos». Las palabras de su esclavo lo acompañaban mientras lo veía desaparecer.

—Ya te echo de menos —suspiró.

 


[1] Armadura formada por bandas de metal dispuestas de forma horizontal y unidas por el interior con cintas de cuero verticales.

[2] Hospital.

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