El alquimista eterno (parte III) •Fantasía a cuatro manos•

París, 18 de enero de 1912

 

No sabía muy bien qué hacía allí. En realidad, sí lo sabía pero no sabía por qué había decidido ir. No había nada entre ese chico y él. Nada. Pero hele allí, vestido con su disfraz de persona normal y respetable, de nuevo en aquel sanatorio de postín. El enorme mausoleo donde los muertos aún se movían.

Apenas había puesto un pie en la recepción cuando un rostro familiar le interceptó. Ni siquiera había llegado a saludar a la enfermera de los labios de cereza. Puso los ojos en blanco y se preparó para la embestida del toro.

—¿Qué haces aquí? —le gruñó Charles nada más verle. No tuvo mucha oportunidad de defenderse mientras el médico le agarraba del brazo y le instaba, con muy poca sutileza, a que le acompañara a un lugar más apartado, alejado de las miradas y los oídos de los curiosos—. Ya te di lo que me pediste, no puedes…

—Relájate, Charles —dijo Clauzade, francamente divertido ante el arrebato histérico del que había sido un íntimo amigo. Sacudió el brazo para liberarse de la presa del doctor y se arregló bien el traje que el médico había arrugado en su impulsivo arranque paranoico—. Vengo a visitar a un amigo.

Charles le miró extrañado y, pasados unos minutos, asintió con la cabeza al recordar el último encuentro.

—Ah, sí…, el joven Dulac. No es un buen momento —dijo en un susurro—. Anoche tuvo una crisis y… lo hemos trasladado a la sala de vigilancia. Allí no puede recibir visitas. Además, cuando sucede algo así se llama a la familia así que tiene a su padre en la sala de espera y no creo que…

—¿Ha tenido una crisis? —se extrañó Clauzade, y no pudo evitar que un leve matiz de angustia tiñera su voz—. Hace dos días estuve hablando con él, apenas parecía enfermo. Solo parecía un chico que había dormido poco.

—Así es esta enfermedad, un día estás bien y al otro estás muerto —replicó Charles con frialdad.

Clauzade se sentía hueco, un viento frío se había colado en su interior arrancando ecos a las paredes de su alma. Puede que una nube hubiera cubierto el sol, aquel lugar se le antojó frío y oscuro. Muy oscuro.

—¿Entonces… Philippe está muerto? —dijo en un murmullo.

El doctor le miró de arriba abajo, como si no le conociera. No podía culparle, ni siquiera él se reconocía.

—Todavía no —dijo—, pero no creo que supere esta noche.

—Esta noche… —murmuró. Se llevó una mano a la cabeza y se apoyó en el bastón como si de verdad lo necesitara. Solo había coincidido con él un par de veces. Apenas se habían besado. Quizá era eso…, quizá buscaba más y ahora sabía que nunca lo tendría—. Quiero verle. No es necesario que me presente a su padre —replicó antes de que el médico pudiera protestar—. Dudo que me conozca y no voy a montar un numerito, pero ese chico me pidió que viniera a visitarle y le dije que lo haría. Siempre cumplo mis promesas.

—¿Por qué el joven Dulac querría que alguien como tú viniera a visitarle?

—Quizá porque no le juzgo —espetó, de forma demasiado enérgica.

¿Por qué lo había hecho? Él no era así. Él estaba por encima de todas esas estupideces. Sabía que su estilo de vida horrorizaba a la gente, la misma gente que después se peleaba por participar en sus fiestas. Estaba acostumbrado al desdén y vivía por encima de eso. La vergüenza de otros era su pan de cada día y su sustento. Los ratones llegaban a su casa, se lo pasaban en grande jugando a ser gatos, y volvían a sus madrigueras satisfechos y liberados por unos días. Hasta la siguiente fiesta.

Philippe no era así. Philippe no se escondía. Philippe no negaba ni mentía. Quizá por eso le atraía tanto.

Charles desvió la mirada y asintió con la cabeza. Parecía incómodo con su respuesta, quizá avergonzado por su propia cobardía.

«Ratones», pensó con desdén.

—Está bien pero…, por favor, Clauzade, hagas lo que hagas, no montes una escena.

—¿Por quién me has tomado? —dijo en voz lo suficientemente alta para que todo el mundo se girara a verle. Acentuó su sonrisa y abrió los brazos de par en par, como un mago antes de hacer un truco de magia.

Charles frunció el ceño.

—Te acompañaré —accedió con un suspiro.

—Si lo consideras necesario…

—Lo considero muy necesario.

Clauzade no ocultó su sonrisa y caminó con paso confiado tras el nervioso doctor. Atravesaron algunos pasillos, se cruzaron con algunos enfermos y un rosario de familiares con rostros llorosos, y llegaron a un ala algo alejada del edificio principal. Allí, tras unas puertas grandes, había una larga estancia con camas situadas en paralelo.

—Cuando tienen una crisis los trasladamos aquí, para tenerlos vigilados —le explicó Charles en un susurro—. Se recomienda a las visitas que no entren. Pero… se les avisa para que puedan despedirse. Aquel de allí es el padre de Philippe —dijo señalándole con discreción a un caballero con largo mostacho que permanecía en una de las butacas leyendo un libro. Clauzade frunció el ceño al advertir que el libro en cuestión era la Biblia.

—Por favor —murmuró con desdén.

No lo hizo en voz alta, pero fue lo suficiente para recibir una mirada reprobatoria por parte del médico. Clauzade esbozó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero se parecía demasiado a una burla.

—Ese hombre está a punto de perder a su único hijo —le recordó Charles endureciendo su semblante—. Si ese chico te importa lo suficiente como para sentir su muerte, imagínate cómo se sentirá él.

Clauzade se sintió avergonzado. No solía pasarle así que Charles podía apuntarse un tanto en su marcador.

—Pero quiero verle —le dijo—. He venido a ver a Philippe, no a su padre.

—No… no puedes entrar sin su permiso y no deberías entrar incluso con él —dijo el médico—. En estos momentos es cuando la enfermedad es más contagiosa. Los esputos sanguinolentos son habituales y… no puedo garantizar tu seguridad incluso con una máscara. Clauzade…, ¿por qué no te limitas a mandarle flores como hacen todos?

Clauzade prefirió no contestar a esa pregunta. Arrugó la nariz y le costó un poquito más que de costumbre dibujar de nuevo la sonrisa en su rostro.

—Preséntame a Monsieur Dulac —se limitó a decir.

Charles suspiró, pero asintió con la cabeza y le acompañó ante el caballero.

Jean-Luc Dulac no debía tener cincuenta años y, sin embargo, parecía mayor. Tenía los mismos ojos grises que su hijo pero a eso se reducía todo su parecido. A eso, y a la ojeras que decoraban su rostro. El hombre se levantó de su asiento al ver que el doctor se dirigía a él.

—Doctor Fontanelle…, ¿ha pasado algo que…? —preguntó, y aunque había cierto nerviosismo en su voz, no había el terror de quien espera la noticia de la muerte de un hijo. Al parecer, Philippe no era el único que se había hecho a la idea de lo que tenía que ocurrir.

—Oh, no, no, Monsieur Dulac —le tranquilizó Charles—. No ha habido cambios. Este es… —titubeó un momento antes de presentarle— Monsieur Servais es…

—Soy un amigo de Philippe —dijo Clauzade con un cabeceo cortés—. Le prometí que vendría a visitarle y… me gustaría cumplir mi promesa.

Jean-Luc intercambió miradas con el doctor Fontanelle.

—Philippe no está bien —dijo—. No creo que una visita sea una buena idea.

—Está con ataques de fiebre, lo más probable es que ni siquiera le reconozca —continuó Charles.

—Pero… me gustaría verle —insistió Clauzade con suavidad reprimiendo todos los instintos que tiraban de él empujándole a responder de una forma sarcástica—. ¿Creen que sería malo para él? Se lo prometí…

—No, supongo que no —admitió Charles dándose por vencido—. Nada de lo que le diga le hará cambiar de opinión, ¿verdad? Si Monsieur Dulac le da permiso…

—Creía que conocía a todos los amigos de mi hijo —se extrañó Jean-Luc.

—Sí, estoy seguro de que lo creía —respondió mordaz, tras suavizar la respuesta que tenía en mente. Había ido allí a ver a Philippe, no a pelearse con nadie—. Por favor —insistió.

Monsieur Dulac le miró a los ojos. Ojos grises, como los de su hijo, pero no tenían ese brillo que hablaba de tormentas desatadas y de un cielo iluminado por relámpagos. Tan iguales y a la vez tan diferentes. ¿Qué vería él en sus ojos? ¿Buscaría su alma?

«Buena suerte con ello, entonces», pensó Clauzade con más amargura que diversión.

—Adelante —asintió Jean-Luc con un murmullo, como si en realidad no importara. Desvió la mirada y se sentó de nuevo. Cruzó las piernas y abrió el libro del que no se había desprendido ni un instante.

Clauzade le miró un momento y luego centró su atención en el doctor.

—Es la penúltima cama —le explicó este—. No hagas ruido, no alces la voz y, por lo que más quieras, intenta no ser tú mismo.

—¿Por quién me tomas? —preguntó, haciéndose el ofendido.

Charles bufó y le miró con desconfianza.

—Ponte una mascarilla —insistió pasándole el trozo de tela que le tendió una de las enfermeras.

Clauzade la cogió con cierto desdén —como si a él le pudiera afectar algo una maldita enfermedad—, pero se la puso, aunque solo fuera para no tener que escuchar su voz insistiéndole.

La enfermera le abrió la puerta para que pudiera pasar. Charles no le acompañó. Clauzade miró a su espalda un momento y siguió caminando por aquel pasillo eterno lleno de camas blancas, apenas separadas por cortinas que se agitaban ligeramente, columpiadas por una brisa fresca. Una de las ventanas estaba abierta y el aire invernal se colaba por ella enfriando la estancia. Las toses se sucedían como una molesta banda sonora, monótona y previsible, aunque de vez en cuando, una tos excesivamente fuerte, un estertor agónico, se alzaba sobre los otros.

Un pasillo de moribundos, eso era aquella habitación. Las enfermeras se paseaban entre los lechos tomando la temperatura y dando agua y medicinas a los pacientes. El olor del láudano flotaba en el aire, junto con otro olor, uno acre con un punto dulzón; el olor de la sangre.

Llegó a la penúltima cama sin mirar demasiado a los ocupantes de los otros lechos. Philippe parecía adormilado, el sudor perlaba su frente y sus ojos se hundían en su rostro en unas areolas rojizas.

—Philippe —llamó en un susurro. Philippe se agitó inquieto y entreabrió los párpados.

—¿Quién…? —preguntó con dificultades. Intentó incorporarse pero apenas podía moverse. Clauzade le dio la mano, estaba ardiendo, y le ayudó a sentarse—. ¿Dónde estoy? —dijo mirando a su alrededor.

—En el sanatorio —le recordó Clauzade con voz suave.

—La sala de la muerte —dijo, y casi le pareció ver una sonrisa—. Bien, empezaba a impacientarme. ¿Crees que podrían darme más láudano? —preguntó—. Me duele respirar.

—No lo sé —respondió negando con la cabeza y buscó con la mirada a una enfermera. La más cercana estaba atendiendo a un paciente cinco camas más allá—. ¿Quieres que se lo pida?

—No hace falta, no… —Entonces Philippe le miró y pareció verle por primera vez. Parpadeó confuso y sorprendido—. ¿Qué haces aquí?

—Te dije que volvería a visitarte —le recordó Clauzade—, tú me lo pediste.

—No… —Philippe se ocultó el rostro tras las manos—. No… no tenías que verme así. No era necesario. Gracias por cumplir tu palabra, ahora puedes irte.

—¿Por qué te escondes? —se extrañó Clauzade y cogió sus muñecas obligándole a enseñarle el rostro—. No te escondas, Puck.

—¡No me llames Puck! —respondió Philippe en un arranque de furia—. ¡No soy tu maldito Puck! ¡No soy nada tuyo! ¡No tienes por qué verme morir! Tú no… —Intentó hablar, pero las palabras no le salían. La tos irrumpió y Philippe giró el rostro alzando la mano para evitar que se acercara.

—Philippe… —dijo con suavidad—, sé que no soy Didier, sé que nadie es Didier pero… solo quería verte. Tú me lo pediste, ¿recuerdas?

—Lo siento, lo siento, lo siento —Philippe rompió a llorar—. Lo siento, lo siento, lo siento —gimió de nuevo con la voz quebrada por el llanto—. No quería estar solo. No quería estar solo pero siempre estoy solo. Pero ahora no me importa, de verdad —dijo, agitando la cabeza con vehemencia—. Eres muy amable pero no puedo pedirte que te quedes a mi lado ahora. No se lo puedo pedir a nadie y no se lo quiero pedir a nadie. Quiero estar solo. Gracias por venir, de verdad, pero quiero estar solo.

Clauzade suspiró, cogió su rostro entre las manos y le obligó a encararle con suavidad. Sus ojos brillaban encendidos. Tras las nubes llovía, pero ya no había relámpagos. Solo agua y dolor.

—En realidad, no quieres estar solo —le dijo.

—Y tú en realidad no quieres estar conmigo —replicó el joven con voz cansada.

—La verdad es que hoy no estás tan guapo como de costumbre —reconoció Clauzade con una amplia sonrisa. Philippe sonrió débilmente y hasta le pareció escuchar una risa ahogada—. No te rindas, Pu… Philippe —dijo tras tragar saliva—. No te rindas. Recupérate y vendré a verte, vendré a verte todos los días. A contarte historias obscenas y hacerte reír. A besarte y conquistarte hasta que quieras acostarte conmigo porque me lo debes.

—¿Te lo debo? —repitió Philippe alzando una ceja en un gesto encantador que deslucía un poco con el rostro demacrado.

—Me lo debes —sentenció Clauzade con seguridad.

—No recuerdo…

—Es la fiebre —bromeó—. No te acuerdas por la fiebre. Prométemelo —le pidió.

—No voy a acostarme contigo —replicó Philippe y, a pesar de la fatiga, consiguió dotar a su voz de amargura y desdén.

—Eso no, prométeme que saldrás de aquí, que te recuperarás de esta crisis. Prométemelo.

—¿Para qué? —preguntó arrastrando las palabras. Los ojos se le cerraban y su piel ardía—. ¿Qué importa hoy o mañana?

—A mí me importa —insistió.

—No voy a acostarme contigo —bromeó Philippe con algo que parecía una sonrisa.

—Oh, sí lo harás —insistió Clauzade divertido, era todo un reto y si con eso conseguía hacerle sonreír, lo seguiría intentando—. Ya lo verás. Prométeme que te pondrás bien.

—No puedo prometerte eso.

—Vale, prométeme que saldrás de esta.

—¿Por qué te importa tanto?

—Te lo he dicho: quiero follar contigo. Y no descansaré hasta que lo consiga.

¿Era eso? Clauzade bromeaba, pero solo en parte. Ese chiquillo despertaba su deseo y él conseguía todo lo que deseaba; aunque tuviera que arrebatárselo a la mismísima muerte.

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