Slave •Capítulo 3•

3. Obsesión

 

Entrega.
Solo deseo complacerte.

 

CHRIS

A mitad de semana, me encontré lo suficientemente recuperado como para poder incorporarme de nuevo a mi metódica rutina diaria. Me afeité y me duché, con agua templada para que no me molestase en la sensible piel de la espalda ni en las muñecas. El resto de las señales prácticamente habían desaparecido. Envuelto en el grueso albornoz, regresé a mi cuarto y esquivando el odiado espejo abrí el armario. No tenía demasiada ropa, pero no porque no pudiera. Simplemente, no la necesitaba. Me puse la ropa interior y los calcetines, pantalones vaqueros y un sencillo jersey negro de cuello vuelto. Antes de darle su aprobación definitiva, me aseguré de que las mangas me ocultasen debidamente las sospechosas marcas de mis muñecas. No podía permitirme ningún descuido al respecto, aunque fuese de forma accidental.

Tomé la mochila con los libros de la universidad, colgándomela cuidadosamente del hombro. Al primer contacto no pude evitar una ligera mueca de dolor, pero enseguida comprobé aliviado que apenas era una tenue molestia perfectamente soportable. Por último, cogí mi cazadora de cuero del perchero que había tras la puerta y salí de mi cuarto en dirección al comedor. A una hora tan temprana, mi tío Rusell estaría desayunando antes de irse a trabajar.

Era el hermano menor de mi padre, uno de los dos únicos parientes vivos que me quedaban. Había cumplido ya los cuarenta y cinco, y su melena castaña estaba ligeramente veteada de hebras grises que le daban un aspecto regio, quizá demasiado mayor. Sus iris eran de un gélido tono gris acerado, iguales a los de mi padre. Por lo poco que recordaba se parecían bastante.

—Dichosos los ojos, querido sobrino —comentó a modo de bienvenida en cuanto entré en el comedor. Aquella mañana, cosa extraña, se le veía de buen humor.

—Buenos días, tío Rusell.

—Creía que ya no volverías a salir de tu cuarto. ¿No desayunas?

Miré con sentimientos encontrados la humeante fuente con huevos y beicon, los bollos recién hechos, las tostadas de mermelada y los cereales. También había café y una enorme jarra con zumo de naranja.

Los entrañables momentos familiares no eran mi fuerte. La actitud ambigua de mi tío, quien me había criado desde niño, no me gustaba en absoluto. Nunca sabía intuir sus verdaderas intenciones. Lo mismo me daba una orgullosa palmadita en la espalda que, al segundo siguiente, me agarraba iracundo tirándome del pelo. Me desconcertaba hasta tal punto que en mi fuero interno sentía que no podía confiar plenamente en él. Jamás me había maltratado, pero tampoco me había demostrado el afecto propio de un familiar tan cercano.

—Ya tomaré algo en la facultad. —Decidí con indiferencia.

Me miró atentamente, esbozando una cínica sonrisa. Él tampoco se dejaba engañar.

—Entonces supongo que has venido a darme algo, ¿no?

Se le veía entusiasmado, pero no me molesté en contestarle. Metí la mano en el bolsillo interior de mi cazadora y saqué un abultado sobre que dejé caer despreocupadamente sobre la mesa.

—Ahí lo tienes.

Mi tío se apresuró a echarle un primer vistazo para intentar calcular la cantidad aproximada que sumarían todos aquellos billetes. A mí me habían costado un montón de moretones en la espalda, no poder sentarme en tres días y perderme el examen del lunes. Fríamente calculado, era un precio muy alto.

—¿Sabes? A veces me pregunto si realmente te compensa tanto el dejarte dar por el culo de la enfermiza forma en que lo haces.

Fue como un puñetazo en pleno estómago. Bastante me avergonzaba yo mismo después de hacerlo, para que encima tuviesen que venir a recordármelo. Lo peor era que el acto en sí no me provocaba esa sórdida repugnancia, sino el hecho de que, incomprensiblemente, pudiese llegar a disfrutarlo. Cada vez que me desnudaba en algún cuarto oscuro me repetía constantemente que solo era una vía rápida de poder ganar más dinero de lo normal.

Si al menos eso hubiese sido cierto, no me habría sentido tan miserable.

—¿No dices nada?

Con mis inestables barreras mentales oscilando al borde del desastre, caí de lleno en su maldita provocación.

—Fuiste tú quien me metió en esto —le reproché apretando los dientes con rabia.

—Cierto, sobrinito —concedió mi tío mientras removía distraídamente su café—. Y creo que no hace falta recordarte el porqué.

No me pasó inadvertido el leve desprecio irónico que había camuflado en su voz. El corazón me latía dolorosamente, la sangre bullendo descontrolada en mis venas. Supe que me veía como lo que realmente era: una sumisa puta de lujo obligada a resarcirle una enorme deuda.

Y no, no tenía el valor suficiente para decirle lo contrario.

Tenía que salir de allí, antes de que mi escasa cordura explotase por algún lado. Escuché el súbito y desagradable arrastre de una silla arañando el suelo de madera justo cuando me di la vuelta dispuesto a marcharme.

—Christopher.

Me quedé clavado en el suelo. Ya que yo mismo me había encargado de echar mi dignidad por el retrete, tirando además de la cadena, al menos confieso a mi favor que me quedé de espaldas sin la menor intención de mirarlo a la cara.

—No me tengas en cuenta este penoso incidente, sobrino. —Sentí su mano sobre uno de mis hombros, apretándolo durante un eterno momento. No se acordó de mis golpes y el dolor me hizo ponerme aún más pálido—. Sabes perfectamente que eres mi única familia, Chris. Solo nos tenemos el uno a otro. No lo olvides.

No, no lo olvidaba. Aquello me pesaba más como una condena que como una afortunada bendición.

 

ERIC

La modesta asesoría de Drew (y mi lugar de esclavitud) tenía su sede en una de las calles trasversales que partían de la avenida Liberty, en Richmond Hill, un populoso barrio de clase media de los que tanto abundan en Queens. Era una oficina tan pequeña y corriente que nadie ajeno a nuestro poco limpio negocio hubiese imaginado nunca lo que en verdad se cocía allí. Delinquíamos en un semisótano de apenas cuarenta metros cuadrados, con un socorrido lavabo y dos habitaciones. Drew tenía un despacho privado en la sala interior mientras Dallas y yo compartíamos la que quedaba, la cual también funcionaba la mayoría de veces a modo de recepción.

Imperaba un sistema jerárquico simple: Drew era el dueño del circo, Dallas su maestro de ceremonias, y el último aunque adorable monito, un servidor. Nuestro eslogan, «Discretos, eficientes y rápidos», atraía a pequeños empresarios y mafiosillos de media escala que confiaban en nosotros para regularizar sus ingresos. El hecho de que el mismísimo Abraham Foster hubiese elegido precisamente nuestro humilde agujero para que le limpiásemos el culo nos elevaba a otra categoría superior: habíamos pasado de simples timadores de barrio a criminales fraudulentos.

Mi abarrotada y caótica mesa era la más cercana a la puerta. Casi agradecí que la ventana estuviese prácticamente a medio metro del suelo, con lo que inmediatamente descarté la tentadora posibilidad de tirarme por ella.

—¡¿Diez millones?! —Me escandalicé una vez más, sintiendo que mis incrédulas pupilas empezarían a girar sobre sí mismas si no me esforzaba en tranquilizarme—. ¡¿El viejo verde quiere que le blanqueemos diez millones de dólares?!

—Imagínate lo rico que serías si te casaras con él —me animó Dallas con aparente indiferencia.

—¡Está completamente loco! ¡Y vosotros también! —Me llevé ambas manos a la cabeza, frotándome histéricamente los desordenados cabellos—. ¡¿Cómo coño se supone que vamos a invertir esa cantidad, si ni siquiera tenemos dónde caernos muertos?!

—Precisamente por eso. —Drew, apoyado en el quicio de la puerta de su despacho, me dedicó un guiño cómplice que no me apaciguó en absoluto—. La policía investiga en las asesorías con más renombre, las que disponen de suficientes recursos para manejar libremente el capital. Jamás sospecharán de nosotros. Si esto sale bien, ganaremos tanta pasta que incluso podré jubilarme antes de tiempo.

Me derrumbé con aire derrotado encima de mi mesa, apoyando la frente sobre un montón de carpetas con informes.

—Mi joven y estrecho culo será profanado por ávidas hordas de viles criminales en las oscuras y frías mazmorras de la cárcel —vaticiné.

—Bueno, eso de estrecho se podría discutir… —terció Dallas enarcando una ceja.

Alguien nos interrumpió justo cuando estaba a punto de tirarle la grapadora.

—Hola, chicos… Veo que seguís igual que siempre.

—Holly, querida, cada día estás más maciza…

—Y tú cada día estás más salido, Drew. —La recién llegada, una voluptuosa pelirroja de larga melena y curvas peligrosas, nos dedicó una atractiva sonrisa—. Dallas, Eric, me alegro de volver a veros.

—Hola, preciosa —saludé desplegando mi cultivado encanto—. ¿Tienes algo para nosotros?

—No seas maleducado, Eric. Invita a la señorita a que se ponga cómoda.

—En realidad, hoy no puedo quedarme mucho tiempo —contestó Holly tendiéndole a Drew un sobre blanco y cerrado de grandes dimensiones—. Ahí tienes lo que me pediste.

—¿Ya está todo? —Fingió asombrarse mi jefe—. Qué rapidez…

—Cuatro millones en terrenos y propiedades comprados a la generosa Constructora Berkley —resumió la joven balanceando a su espalda la larga mata de tirabuzones rojizos—. Mi padre espera que le recompenses generosamente por mojarse el culo de esta arriesgada manera.

Drew se echó a reír.

—Bueno, no serán cuatro millones, pero sí unos cuantos miles. Dile que le enviaré el dinero a través del torpe de mi asistente en cuanto Foster me lo autorice.

—Ah, en verdad da gusto hacer negocios con vosotros. —Holly se inclinó sobre el risueño y torpe asistente para plantarme un cariñoso beso en la mejilla—. Nos vemos otro día, ¿vale?

—Echa por la sombra, querida, que los bombones al sol se derriten…

Una agradable risa cantarina nos alegró los oídos hasta que Holly volvió a dejarnos a solas cerrando la puerta. Me recosté hacia atrás en mi sillón giratorio, cruzando una pierna sobre la otra para apoyar el tobillo de una en la rodilla contraria. Miré inquisitivamente a Drew mientras tamborileaba distraído con los dedos sobre el gastado reposabrazos de madera.

—Yo que hablaba del juez, y resulta que tú eres un maldito viejo verde igual que él.

—Da gracias a que a mí no se me ha ocurrido aún espabilarte con un látigo.

—Si dejo que me pongas el culo como un tomate, ¿me subirías el sueldo?

—Métete bajo mi mesa y hazlo lo mejor que puedas, quizá entonces me lo piense.

—¡Joder! Eres imposible…

—Y tú deja ya de decir chorradas y ponte a trabajar.

—Para tu información, ya terminé de ordenar los expedientes. —Le señalé triunfante el generoso montón de carpetas amarillas.

—Estupendo, porque pensaba pedir un favor al que estuviese menos ocupado. —Drew esbozó una dudosa sonrisa inocente.

—Yo estoy repasando todas las inversiones privadas de Foster en los últimos meses —se apresuró a explicar Dallas sin apartar siquiera la vista de la brillante pantalla de su ordenador—. Que vaya el chico de los recados.

—¡Soy asistente! —puntualicé ofendido.

—Pues eso, el asistente de los recados…

—¡Fantástico! —Drew se colocó a mi lado y me obsequió con varias palmaditas de afecto en mitad de la espalda—. Ya sabía yo que podía contar contigo para estas cosas.

Dándome por vencido, puse los ojos en blanco. Aquellos astutos lagartos me habían hecho una buena encerrona, como de costumbre. El día menos pensado acabarían provocándome una úlcera.

—¿Qué es lo que tengo que hacer? —Me rendí.

—Hay que ir a la biblioteca de la universidad, porque necesito consultar unos cuantos datos en los libros de Derecho Fiscal.

—¿Ahora? Joder, es que no me apetece nada ir andando hasta allí…

—Corrección: o mueves ese joven y estrecho culo, como tú mismo lo denominas, para ir cagando leches a la biblioteca, o te envío a ver a Foster para que le entregues los contratos de compra de la Berkley. Tú decides.

—Creo que, ahora que lo dices, también puedo coger el autobús.

—¿Ves como sí que nos entendemos, Eric? —Drew estaba pletórico—. En ese folio de ahí he anotado todas las referencias. Llévatelo.

Con cara de total resignación, abandoné mi puesto y cogí mi cazadora vaquera del respaldo del sillón. Menos mal que el dictador de mi jefe no me exigía ir con traje y zapatos al trabajo, excepto cuando se trataba de algún cliente importante o alguna reunión. Mis nuevas zapatillas deportivas iban a venirme de perlas aquella mañana. Refunfuñando en voz baja, aunque lo bastante audible como para que Drew y Dallas escuchasen perfectamente palabras como «abuso», «acoso» o «explotación», metí el folio arrugado en uno de mis bolsillos y me di la vuelta dispuesto a marcharme.

—Anda, toma.

Drew se apiadó de mí en el último momento, lanzándome las llaves de su amadísimo Bentley descapotable. Las recogí al vuelo, mirándolas con ojos brillantes.

—¿Va en serio?

—Sí. Lo tengo asegurado a todo riesgo.

—Qué pasada…

—Un solo e insignificante rasguño, y te juro que me haré un tapizado nuevo con tu escroto.

—Vaaaaaale, tendré cuidado.

Drew tuvo que disimular una frugal sonrisa cuando su torpe y encantador asistente, más contento que unas pascuas, caminó a saltitos hacia la puerta.

 

CHRIS

Por regla general, yo siempre había odiado los lugares concurridos y bulliciosos, en donde no tenías intimidad alguna y mucho menos la tranquilidad y el silencio que tanto me gustaban. La abarrotada cafetería era un sitio que siempre procuraba evitar a toda costa, pero no había desayunado nada en mi casa y forzosamente me había entrado hambre a media mañana. Así que allí estaba, tratando de pasar desapercibido en una de las grasientas mesas del rincón, bebiendo un humeante café a pequeños sorbos y mordisqueando sin mucho entusiasmo una rancia tostada de albaricoque. Para evitar que alguien pudiese molestarme, aunque no lo creía posible debido a mis escasas habilidades sociales, tenía el libro de Física intencionadamente abierto en mi regazo.

—¿Chris?

Bien, estaba visto que ese alguien no sabía captar las indirectas. Antes de ahuyentarle con un bufido de fastidio, alcé la cabeza para averiguar al menos de quién se trataba el inoportuno visitante.

—Eh…, perdona —me dijo ella, insegura—. ¿Te molesto?

—¿Necesitas algo, Rebeca?

Quizá soné un poco más abrupto de lo que había pretendido. Las pálidas mejillas de la joven se tiñeron súbitamente de un leve sonrojo, no se supo a ciencia cierta si por aquella pregunta impaciente o por el simple hecho de estar hablando con la persona más estúpida e intratable de toda la facultad. Si me hubiera esforzado habría podido reconducir mi merecida fama de capullo antisocial a un plano menos drástico, pero dadas las circunstancias especiales de mi doble vida, lo cierto era que no me convenía.

—Eh… Me… me preguntaba si después de clase te apetecería…

—Lo siento, pero tengo cosas que hacer —la corté secamente.

Rebeca acusó el golpe y me di perfecta cuenta de que la había herido con mi habitual hostilidad. Jugueteando nerviosamente con uno de sus mechones castaños, me dedicó una temblorosa sonrisa y fingió a duras penas que no le importaba.

—Oh, bueno…, entonces nada. Nos vemos…, ¿vale?

La observé marchar hasta reunirse en la puerta con su inseparable grupo de amigas, las cuales parecían querer clavarme a una diana para acribillarme hasta la muerte con dardos envenenados. Nunca había hablado con ellas, pero mis constantes y poco amables rechazos hacia su adorada líder las hacían odiarme con admirable intensidad. No era la primera vez que Rebeca pretendía invitarme a salir, pero yo no tenía la menor intención de corresponderle. Si ella supiera…

Se me escapó una cruda sonrisa.

Si todos lo supieran.

Christopher Coldstone, el estudiante perfecto, el primero de la clase. El brillante alumno que consiguió las mejores notas de ingreso y una beca completa, envidiado por los alumnos y respetado por sus profesores. El sobrino menor del famoso magnate Rusell Coldstone, dueño absoluto de todo un vasto imperio financiero.

Si todos me vieran.

Atado, marcado y forzado, jadeando de placer.

Esos necios creían que, con solo abrir la boca, yo podía tener cualquier cosa que deseara. Y no había nada tan rematadamente lejos de la realidad. Lo único que yo quería me estaba costando sangre, sudor y lágrimas. Después de tres largos años había conseguido reunir poco más de la mitad.

Necesitaba más, más.

Mucho más dinero, no importaba de la manera en que fuese.

No presentarme al examen del lunes había significado suspender la asignatura entera, por lo que tendría que recuperarla en los exámenes finales o repetirla de nuevo al año siguiente. Si mis notas empeoraban me quitarían la beca, y ya no podría seguir estudiando sin tener que recurrir a la humillante experiencia de pedirle dinero a mi tío. Todo lo que ganaba, convirtiéndome durante unas horas en la obediente mascota sumisa de las altas esferas neoyorquinas, lo invertía en solventar aquella enorme y asfixiante deuda. Precisamente por aquellos motivos había decidido asistir a una universidad pública en lugar de a un prestigioso centro privado. Y tenía demasiado claro que hubiese preferido irme a vivir a una alcantarilla antes que pedirle a mi tío que me pagase la carrera.

A lo mejor, aún podía hacer algo al respecto.

Me terminé el amargo café de un solo trago, guardé mi libro en la mochila y abandoné la mitad de la insípida tostada en el plato, sin molestarme en recoger. Mis piernas me guiaban por numerosos pasillos y tramos de escaleras, porque sabían perfectamente a dónde tenían que ir. El despacho del rector estaba en la cuarta planta, cerca de los laboratorios. Alcé una mano para dar unos flojos golpecitos en la puerta cerrada y esperé. No mucho.

—Adelante.

Denzel Gray no ocultó una agradable sorpresa al verme entrar en la habitación.

—Hola, señor Coldstone, me alegro de verlo.

—Buenos días, profesor Gray —saludé correcto, siempre tan formal—. Me gustaría pedirle un favor.

Y tan directo.

—¿Es sobre el examen del lunes, al que no se presentó?

—Veo que mi tutor ya se ha encargado de ponerle al corriente.

—Tiene una beca —me recordó el rector con severa amabilidad—. No puede permitirse ningún descuido, por pequeño que sea.

—Estuve enfermo.

Sí, era el término adecuado para alguien que disfrutaba incomprensiblemente con el propio dolor.

—Entonces no habrá ningún problema. Traiga el justificante médico y le repetirán el examen.

—Es que… no tengo ningún justificante.

El rector dejó escapar un hondo suspiro y sacudió negativamente la cabeza, observándome con una cierta pizca de compasión que me hizo sentir incómodo. ¿Lograría conmoverle un poco si le enseñaba las marcas de mi espalda?

—Lo siento, pero en ese caso no puedo transgredir el reglamento.

Una de las directrices más observadas en mi intachable conducta era la de no empezar a suplicar, ya fuese para parar el látigo o bien por alguna otra causa mucho más mundana. En aquella desesperada situación, me la pasé por el forro.

—Por favor, profesor Gray.

Mis ojos decididos, impenetrables, sostuvieron una muda conversación que apenas duró tres segundos con el otro par, de una bondadosa y suave tonalidad castaña. Yo nunca había tenido ninguna mancha en mi brillante expediente, era un alumno modélico y mis extraordinarias notas elevaban satisfactoriamente las calificaciones medias de toda mi clase. Casi lo conseguí.

—Está bien, señor Coldstone. Lo pensaré.

 

ERIC

«Joderrrrr… Al final sí que me ha merecido la pena venir aquí».

No lo decía por las escasas y sugerentes minifaldas de las universitarias, que en algunos casos extremos bien podían hacerse pasar perfectamente por un cinturón. Me refería a las turgentes nalgas de los jugadores del equipo masculino de baloncesto que se hallaban entrenando en la pista de abajo, a los que no les quitaba ojo desde el otro lado de las cristaleras.

Por suerte, el acceso a la biblioteca de la Universidad de Nueva York era libre y gratuito para todo el mundo, pero solo podías llevarte los libros a casa si tenías el carné de estudiante. Los volúmenes que mi jefe me había apuntado en la lista eran un auténtico coñazo, y estaba deseando terminar.

«Requisitos mínimos para estimar un delito tipificado como fraude fiscal, capítulo treinta y dos, epígrafe siete…».

Esbocé una sonrisilla sardónica. El viejo zorro de Drew siempre procuraba no dejarse al aire ni un solo centímetro de su experimentado trasero. Por mucho que yo vaticinase desgracias varias y detenciones policiales, en el fondo estaba tranquilo. Mi jefe era listo y confiaba en él. Y de él, lo había aprendido absolutamente todo.

Nada más acabar la secundaria abandoné los estudios porque, tenía que reconocerlo, se me daban fatal. Era incapaz de mantener la concentración durante más de media hora, desesperándome hasta la histeria cuando se trataba de memorizar. Drew me había insistido en costearme una carrera universitaria, pero tampoco quise abusar. Demasiado había hecho con cuidarme desde que me había recogido en su casa cuando yo acababa de cumplir dieciséis años. Así pues, entré a trabajar con él en su turbio negocio convirtiéndome por méritos propios en su inestimable asistente personal. Me había independizado a los veinte años y estaba criando solo a un niño, tenía un trabajo estable, vivía al día y ahorraba lo poco que podía para cuando a Adam le llegase el momento de ir a la universidad.

Puede que yo no supiese las leyes de la física, ni entendiese de arte ni geografía, pero en cuestión de mentiras, tejemanejes, chantajes y timos era toda una eminencia. Bueno, no hacíamos nada malo. No robábamos a los pobres y ayudábamos a los ricos a hacerse todavía más ricos, así que nadie salía perjudicado.

Terminé de copiar el epígrafe con mi atolondrada caligrafía y pasé a leer el siguiente punto de la extensa lista.

«Calificaciones del suelo en la rama inmobiliaria. Tipos de contratos de alquiler y venta. Niñato, mucho me temo que este tema es largo y te vas a hartar de copiar, pero no admito excusas. Si puedes pajearte a todas horas con esa mano díscola que tienes también podrás usarla para escribir. Te quiere, tu jefe».

—¡Será cabrón! —me quejé divertido en voz alta.

Varias personas me miraron con reproche y, recordando súbitamente dónde estaba, me encogí de hombros a modo de silenciosa disculpa. Aún con una subrepticia sonrisa en los labios, me dirigí a la sección de arquitectura y comencé a mirar en las estanterías. No tardé demasiado en localizar el libro, un enorme tocho polvoriento de páginas incontables. Pesaba tanto que tuve que cogerlo con ambas manos, dejando un considerable hueco en el estante.

Fue entonces cuando me pareció quedarme sin aire. Jamás olvidaría esos labios.

 

CHRIS

Las clases habían terminado, pero yo siempre trataba de postergar al máximo el inevitable momento de volver a mi casa. La mayoría de veces me quedaba a comer en la universidad, pues la beca también me cubría las dietas y los desplazamientos, así que por las tardes me iba a la biblioteca un rato y me ponía a estudiar. El perder dos días lectivos me había salido caro. Habíamos empezado con los problemas de Termología y Mecánica Estadística y andaba un poco perdido a la hora de aplicar las fórmulas correspondientes. Los primeros los había solucionado enseguida, pero la dificultad fue aumentando de forma gradual y me vi obligado a consultar un manual de prácticas.

Tenía las gafas enterradas en el libro cuando, de repente, sentí unas leves cosquillas en la nuca, como si alguien me estuviese observando fijamente. Me puse alerta de forma inconsciente, tensé los hombros y alcé la cabeza.

Me topé con los ojos más descarados y extraños que había visto en toda mi vida.

—¡¿Qué coño estás mirando?! —le espeté sin pensar.

El dueño de los susodichos globos oculares pareció despertar de una especie de trance, pestañeando, sin pronunciar una sola palabra. Tenía la boca abierta y eso le confería sin lugar a dudas un profundo aspecto de idiota.

—Perdona, ¿eres retrasado? —insistí mordaz.

El joven voyeur siguió sin contestarme, y me rebullí incómodo. Aquella intensa mirada dorada parecía querer traspasarme como un afilado cristal. Malhumorado e impaciente, cerré de un seco golpe el manual de prácticas dispuesto a terminar de leerlo tranquilamente en mi casa. Volví a la mesa, recogí mis cosas y le pasé el libro a la bibliotecaria para que esta lo registrase junto a los otros en mi ficha informática.

Fuera de la biblioteca ya no quedaba casi nadie, una vez pasada la hora de comer. Si me daba prisa, aún estaría a tiempo de coger el autobús de las tres. Apreté decididamente el paso y salí al exterior, a un día fresco y ligeramente nublado tan típico del otoño.

Un día de mierda.

—¡Espera!

Sentí que me congelaba allí mismo, a pesar del abrigo que me proporcionaba mi gruesa cazadora y de que la temperatura no era tan extrema como para sufrir una repentina hipotermia.

—¡Espera, por favor!

Aquella voz grave y potente me sonaba vagamente de algo.

«Muy bien. Veamos qué es lo que quiere este anormal».

Me di la vuelta justo cuando el muchacho se detenía a escasos metros, apoyándose sobre sus rodillas flexionadas para tratar de recuperar el aliento. Era más o menos de mi misma estatura, aunque casi el doble de corpulento que yo. Habría sido una pelea muy desigual.

—Ho… hola… —me saludó el sonriente chico entre jadeos. Tenía las mejillas muy coloradas por haberme seguido casi corriendo—. Al fin… te… encontré.

Le observé desconcertado y me pasé una mano por los oscuros cabellos, haciéndome el firme propósito de no mandarle a paseo demasiado pronto.

—Mira, no suelo ser grosero con los desconocidos, pero me parece que debes de tener algún tipo serio de trastorno mental.

—Puede que sí que te lo parezca, cuando te diga por qué te he perseguido hasta aquí.

—¿Y bien? —Abrí los brazos, expectante y orgulloso—. Sorpréndeme.

Vaya si lo hizo.

—Quiero follar contigo.

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