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Nuestros padres siguieron la estela del reencuentro, dichosos de que los avatares del destino hubiesen cruzado sus caminos de nuevo. Nosotros, por nuestra parte, comenzamos a vernos cada día. Desayunábamos antes de que Adrián fuera a la facultad y yo entrara en la librería, o venía a pasar horas muertas rodeados de libros, o cenábamos al finalizar nuestras jornadas, íbamos al cine…
También dábamos paseos, lentamente adueñándonos de una ciudad compartida que volvía a pertenecernos, de los bares y rincones en los que alzaríamos banderas de conquista, nuevas páginas que reescribirían nuestra historia.
Teníamos mucho tiempo por recuperar, y podía decirse que pusimos todo el empeño en que así fuera. Y nos abrazábamos, por supuesto. No comentábamos nada al respecto, ni antes ni después de juntarnos. ¿Qué necesidad había? Era lo que los dos queríamos, nos sentíamos bien y, cuando sucedía, todo cobraba sentido. Qué importaba lo demás.
Estábamos tan a gusto juntos que, cuando nos separábamos, no nos despedíamos sin haber acordado el encuentro del día siguiente. Qué lejanos quedaban los años de estar sin él, que ahora, por uno de esos juegos extraños de la mente, recordaba como un lapso pactado, una ausencia de duración establecida y caducidad programada. ¿En serio alguna vez había creído que no volveríamos a estar juntos? La mera idea parecía inconcebible.
Hablábamos de todo, y no había ni un solo tema que nos esforzásemos en esquivar. Sin embargo, en ningún momento surgió el asunto de la atracción física o de las parejas. Si había pasado algo en París, no lo sabía, y no preguntaba nada en espera de que el tema saliera de él. Lo mismo sucedería a la inversa. O no, no lo sabía. Él no mostraba ningún interés recíproco, y deseaba que tal vez también estuviese esperando a que diera yo el primer paso, al más puro estilo de las comedias de errores.
En las primeras semanas tras su regreso, ni se me pasó por la cabeza ir al Nube. Sabía lo que me aguardaba allí, y no era un destino que fuese a mejorar la alternativa de quedarme en mi cuarto leyendo. Pero había acumulado tanta revolución interna, tanta inquietud, que al final de aquella jornada de sábado de mediados de noviembre volví a la discoteca. Por la tarde, Adrián había venido a la librería y habíamos estado hablando sobre las nuevas adquisiciones que habían entrado esa misma mañana.
Por la noche tenía una cena con sus compañeros de facultad, y ya vino arreglado para la ocasión. Sí, era una de esas personas (normales) que vestían distinto de día y de fiesta, y sería por esta asociación de ideas que recordé a los habitantes nocturnos de la nube.
—Hemos quedado por el cumpleaños de uno de clase, pero, si te digo la verdad, preferiría cenar contigo. Ha sido una idiotez aceptar por no quedar mal. Si ni siquiera me cae bien. Dime que me quede contigo y me habrás alegrado la noche.
«Quédate conmigo».
—Ya te has comprometido con ellos. Ya tendremos tiempo de quedar nosotros. —Había respondido casi sin pensar, motivado por mi torpe necesidad de mantener el orden de las cosas.
—Tienes razón. Menos mal que sigues siendo el más cuerdo de los dos. Siempre sabes lo que hay que hacer.
Ese día cerré más tarde de la hora estipulada. Lo hacía con frecuencia, bien porque apuraba para acabar alguna lectura que estaba en sus postrimerías, bien porque no me había dado cuenta de la hora, pero en esta ocasión quería hacer tiempo. Me comí un bocadillo en un bar y fui para la discoteca, arrepintiéndome a cada paso que daba.
Me sentía especialmente solo, y no podía dejar de dar vueltas a lo que me había dicho Adrián. ¿Era eso cierto? ¿Sabía siempre lo que tenía que hacer? Esta noche no solo iba a demostrar que no era verdad. Para colmo, no se lo iba a demostrar a nadie. Si acaso, iba a ser yo mismo la víctima de este pulso contra el vacío. No se me daba nada bien saltarme mis propias normas.
Cuando llegué, la discoteca acababa de abrir sus puertas y el clima estaba desangelado. Todavía no se había formado el ambiente denso característico del lugar. Solitarios paseaban copa en mano, buscando con la mirada a conocidos o anónimos por conocer. Nunca había venido tan pronto, ya que en las incursiones anteriores lo había hecho bien entrada la noche, cuando ya me había cansado de leer en mi cuarto y la madrugada se anunciaba especialmente claustrofóbica. A esta hora, la iluminación era más clara de lo que sería en breve, y me entretuve fijándome en los detalles de la decoración. Carteles con juegos de palabras anunciaban, sobre torsos desnudos, mensajes como «ten la cabeza en las nubes» o «siéntete en una nube».
No me sentía así en absoluto. Era la primera vez que venía tras recuperar a mi amigo y comprendí al instante que no tenía ningún sentido que estuviera allí. Adrián no me había dicho dónde iban a cenar, y no sabía si se encontraría cerca o no, pero nos veríamos al día siguiente, eso era seguro. Estaba perdiendo el tiempo de una manera impropia de mí. ¿A qué estaba jugando? Me había equivocado. Sabía lo que quería, pero había ido a buscarlo al lugar erróneo. No, no era eso. Siempre había sabido lo que quería, pero ahora sabía dónde necesitaba estar.
—Hola.
¿Me lo habían dicho a mí? Me giré y vi a un chico de mi edad que me sonreía. También estaba solo y parecía tener ganas de hablar. Hizo un saludo simpático con el brazo extendido y la mano abierta, moviéndola en el aire de manera circular, del centro a la derecha como si fuese la manecilla de un reloj. Tenía el pelo largo y ondulado, le llegaba hasta los hombros.
—Me están esperando, lo siento.
Me dirigí hacia la salida, con una determinación en mente. De alguna manera, no había dicho ninguna mentira a ese chico. No es que importara, pero no soportaba mentir, aunque fuera a un desconocido, y al día siguiente iba a dar un paso adelante que tenía que meditar. Sí: a diferencia de los últimos años, me estaban esperando.