La senda de los abrazos abandonados •Capítulo 1 (4)•

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Agosto fue un mes de inspiración y aprendizaje. La casa del señor Manuel resultó ser una prolongación natural de la librería, lo que ampliaría si cabía todavía más la sensación de aventura que iba a acompañar todo el proceso de formación. Era difícil encontrar un rincón en el que no estuviese apilada una montaña de libros. Eran columnas de folios nutridos de historias por revelarse a través de la promesa de la lectura.

—Tarde o temprano, todos tendrán que acabar allí. —Siempre se refería a la librería como allí, en contraste con el aquí con el que definía su piso. Adverbios de lugar que delimitaban terrenos que pertenecían a un mismo mundo—. Una de tus funciones será catalogarlos y llevarlos allí. Pero eso será más adelante, cuando llegue el momento.

Puede que ya supiera que no iba a poder regresar a su segundo hogar, aunque si era así, no me lo dijo. Lo que estaba claro era que le dolía desprenderse de aquellos libros, no importaba que no quisiera o no pudiera leerlos. Su mera presencia hacía que se sintiese acompañado y protegido de los problemas de salud que acechaban. Eran los compañeros de vida que nunca lo habían abandonado, y gracias a ellos había edificado fortificaciones de calidez en los espacios vitales en los que transcurrían sus días y sus noches. Yo miraba, escuchaba y aprendía, disfrutando de cada minuto y, a su vez, deseando que llegase el miércoles uno de septiembre.

El negocio se basaba en la compraventa de libros. Era la primera parte del término la que me iba a comportar más problemas, y tenía que prestar especial atención a sus indicaciones. Más pronto que tarde aparecería alguien con ejemplares para vender, ya fuese por falta de espacio en su casa, por necesidad de dinero o porque los había conseguido a saber cómo y necesitaba desprenderse de ellos. Era fundamental distinguir a aquel que tenía en mente primar el beneficio económico de la transacción sobre el práctico que solo pretendía quitárselos de encima, y a la inversa. Y, en ambos casos, actuar en consecuencia.

Mi misión iba a consistir en ser asertivo y estar atento a los pequeños detalles. Por encima de todo, no podía dejarme llevar por las emociones personales. En esos momentos de negocio puro y duro, la clave estaba en olvidarse de filias y fobias. Iba a tocar valorar grandes obras clásicas a precio de calderilla, de la misma manera que no quedaría otro remedio que cotizar al alza rostros mediáticos populares, por mucho que nos repateasen el estómago.

Tenía que asumir que esa era la parte más desagradecida. El objetivo era sobrevivir como negocio, y, a la hora de mercadear, habría que ponerse la careta de especulador. El señor Manuel y Teresa confiaban en que con el tiempo aprendería a desarrollar la mirada que distinguía apariencia de demanda. Una primera edición encuadernada en piel podía estar revalorizada en el mercado, pero no era descartable que la oferta derivada de una edición exagerada lo hubiese saturado. De la misma manera, cuidado con esas publicaciones recientes que, por escasez de tirada, problemas de distribución o de censura se habían convertido en cotizadas piezas de coleccionista que un buen día alguien querría malvender sin saber lo que tenía entre manos. Yo memorizaba cada palabra. Y, en caso de duda, siempre podría tomar nota de títulos y años de edición y consultarlo con mi maestro antes de llegar a ningún acuerdo.

Durante aquel caluroso mes de agosto, Teresa fue la encargada de enseñarme todo lo que tenía que saber sobre los aspectos prácticos del día a día que iban más allá de los libros, desde el uso de la caja registradora hasta el mantenimiento del local, pasando por las normas de la comunidad del edificio en el que estaba ubicada la librería. Tanto ella como el señor Manuel me dijeron que tenía permiso para leer todos los libros que quisiera, ni que decir tenía que cuidando de ellos. Incluso podía llevármelos a casa, siempre y cuando al día siguiente estuviesen expuestos de nuevo al público. Coincidieron en que sabían que lo iba a hacer, tuviese permiso o no, pero que era su obligación decírmelo.

Cumplí con el formulismo necesario de firmar el contrato y se me hizo entrega de una copia de las llaves sin ninguna ceremonia, aunque en mi interior me parecía estar escuchando una sonora fanfarria de trompetas anunciando la solemnidad del acto, la espada de la sabiduría posándose sobre mis hombros. Me sentía, y tal vez fuera, la persona más afortunada del mundo.

Con un termo de café y un bocadillo en la mochila inauguré mi vida laboral. Un autobús me llevaría de puerta a puerta desde casa, sería un cuarto de hora, veinte minutos dependiendo del tráfico. Paseando, en función del ritmo, tardaría entre treinta y cuarenta y cinco minutos de agradable paseo. No había color.

Aquella mañana, las calles comenzaban a sacudirse el calor y la inactividad del verano. Lentamente, la ciudad se desperezaba ante la perspectiva de regresar a las nuevas viejas rutinas. Mientras caminaba, tomaba notas en una libreta. Hacía unas semanas que había dejado atrás la narrativa de ficción para comenzar a escribir sobre mí mismo en un estilo que no era ni un diario ni un relato en primera persona tanto como un ejercicio de practicar sobre el papel diferentes maneras de transmitir sensaciones. A la larga, serían fotografías caligrafiadas que plasmarían momentos valiosos, páginas de una vida que comenzaba en cada capítulo, sin un destino determinado, pero disfrutando desde el primer hasta el último párrafo como si me fuera la vida en ello.

Abrí la puerta y encendí las luces. El silencio era absoluto; nunca había visto la librería así. Era algo más que por la ausencia del señor Manuel o de Teresa. Exacto, el problema radicaba en que el hilo musical estaba apagado. Me habían explicado de manera pormenorizada hasta el contratiempo más improbable con el que me pudiera encontrar, pero a ninguno de los tres se nos había ocurrido pensar en cómo se encendía la banda sonora de la librería.

Me situé tras el mostrador y busqué a derecha y a izquierda. En un lateral, divisé un interruptor que pulsé de manera instintiva. Me hizo gracia pensar la que se formaría si fuese alguna especie de alarma, lo que me hizo darme cuenta de que tampoco me habían explicado cómo debería reaccionar si alguien entrara a robar. Unas notas de piano desviaron mi atención y alejaron los problemas. Ahora sí que estaba en casa.

Con calma, paseé frente a las diferentes estanterías. Tenía todo el tiempo del mundo para repasar y familiarizarme con los títulos, incluidos los de la segunda hilera trasera que no quedaban a la vista, un mundo por descubrir al que en contadas ocasiones había accedido, ya que implicaba tener que desmontar la primera barricada de tomos colocados a presión para aprovechar el espacio.

Me detuve primero frente a la sección de crónica negra, buscando algún tratado sobre desapariciones. Uno se centraba en el tema, pero se había publicado dos años antes del desvanecimiento de aquel niño, así que no me iba a aportar nada al respecto. Después, me detendría en el apartado de idiomas extranjeros. Con los dedos rozaría los lomos de la pequeña sección de libros franceses. Fue una caricia de bienvenida, la única manera que tenía de seguir compartiendo lo que me pasaba con él, aunque fuese sin él.

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