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El 20 de noviembre iba a ser otra fecha para marcar con rotulador indeleble en el calendario de las primeras veces. Durante toda la semana nos habíamos llamado cada día para hablar de nuestras respectivas anécdotas en la facultad y la librería, planificando, a su vez, los detalles logísticos sobre cómo quedaríamos el sábado. Pasaría a buscarme por la librería a las ocho. Cenaríamos algo por ahí y acabaríamos en el Corner. No veía el momento de que llegara el día.
La cena estuvo marcada por la urgencia de mi anticipación. Estaba donde y con quien quería estar, pero al mismo tiempo el Corner —del que tanto estaba oyendo hablar— se me antojaba como un refugio prometedor en el que podríamos dar rienda suelta a esos sentimientos que habían hibernado durante demasiado tiempo.
No necesitamos hablar de nada relacionado con el tema. Conocíamos al dedillo nuestros puntos de partida y habíamos actualizado los tramos desconocidos del camino lo justo para retomar el presente orientados en una misma dirección. Todo lo demás era irrelevante. Solo importábamos nosotros.
—¿Estás preparado? —preguntó, cogiendo su cartera para, supuse, extraer de ella un cigarrillo. Acerté. Ya comenzaba a conocer sus hábitos.
Y sí, estaba preparado.
Acabaría yendo al Corner en muchas más ocasiones de las que podría recordar, pero ninguna superó la intensidad de aquella primera vez. Afectado por la oscuridad estética del Nube, el Corner fue una explosión de luces y sensaciones, de alegría y de esa calidez que sientes cuando sabes desde el primer momento que vas a estar a gusto en un entorno, a pesar de lo fuera de lugar que me encontré en la noche del estreno.
En el centro de la pista de baile se alzaba una pequeña tarima a la que se accedía subiendo por unas escaleras metálicas. En dos de los laterales del local que la circundaban, sendas barras servían bebidas a los chicos que se agolpaban en ellas. Adrián tenía razón. Éramos de los más jóvenes, pero la media general de edad difería por mucho de los habituales del Nube.
Vestían como se suponía que tenían que vestir cuando salían de fiesta. Me sentí ridículo con la misma ropa que había llevado en la librería y supe que tendría que hacer algo al respecto. Pero a nadie parecía preocuparle; todos estaban demasiado ocupados en pasarlo bien sin estar pendientes de los demás. Esa, y no la edad, iba a ser para mí la principal diferencia con el Nube.
Avanzamos al ritmo de la música disco de los setenta, al son del cual bailaban quienes no habrían nacido cuando se puso de moda. Adrián repartía saludos a mano alzada y besos en mejillas con los chicos con los que nos íbamos cruzando. Estaba claro que era un público recurrente, y que él formaba parte activa del mismo.
—¿Una cerveza? —me preguntó, con el camarero ya aguardando.
—Vale.
No me apetecía nada, y me costaría un mundo acabarla. Pero por encima de mi cadáver habría pedido un zumo, aunque bien a gusto lo hubiera tomado para quitar el mal sabor de boca. Y lo mismo pasaría con la segunda, y la tercera, que entraría más rápido, pero me sentaría peor. Me costó mantener el ritmo de Adrián, mucho más avezado en el mundo de la noche. Pensé que, por suerte, al día siguiente era domingo y podría dormir hasta tarde. Era la primera vez que me alegraba de no ir a la librería, una idea que no me iba a tener en cuenta. Era una noche de demasiadas emociones como para pensar con claridad.
—Ven, que comienza.
Adrián me cogió de la mano y me condujo por la pista hasta la primera fila delante del escenario. Las luces se habían apagado y tres focos iluminaron la tarima, a la que se subió un transformista que me hizo reír por su apariencia forzadamente destartalada. Una combinación imposible de colores desconjuntaba las piezas de su vestido, a juego con un maquillaje que pretendía pretender ser elegante, pero que se había forzado al extremo para provocar el efecto contrario.
Cómo reímos con sus interpretaciones desquiciadas de clásicos del pop que nunca más volverían a ser lo mismo tras pasar por sus manos. Cómo gesticulaba cuando otorgaba dobles sentidos a versos en apariencia inocuos, provocando una carcajada colectiva que disfrutábamos como si fuésemos partícipes de un secreto que la ciudad desconocía.
Observé a Adrián, que estaba tan pendiente de la actuación que no reparó en mi atención. Cuando se reía, alzaba el mentón y cerraba los ojos. Me lo imaginé estos meses en los que habría disfrutado a su aire de las ocurrencias de Libertonaje, y me sentí dichoso de que me hubiese permitido entrar a formar parte de esta parcela de su mundo, la última que me faltaba por conquistar. Me sentía tan afortunado que pensé en la librería, que en ese momento estaría oscura y en completo silencio, con el hilo musical desactivado. Me gustaba pensar en ella cuando no estaba allí, y aventuré que, a partir de esta noche, me sucedería lo mismo con esta discoteca.
Le di un beso en la mejilla. Me miró y, riéndose, me guiñó un ojo.
El abanico de Libertonaje me golpeó una, dos, tres veces en el hombro. La canción había acabado y, micrófono en mano, se dirigió a mí.
—Tú no vienes mucho por aquí, ¿no? Para ser nuevo, te veo muy suelto. El espectáculo está aquí arriba, rey. No lo olvides.
Reí, agradeciendo que con la luz velada no se apreciasen mis mejillas enrojecidas.
—¡Ya eres famoso! —me gritó Adrián al oído, entre risas—. ¿Te lo estás pasando bien? Vamos a bailar.
Y bailamos. Solos, con los ojos cerrados, perdidos en versos que remitían a pasiones añejas, pero que describían a la perfección las emociones de aquel presente eterno. Los ritmos nos juntaban con unos, con otros, coreografías grupales que nacían y morían sin orden ni concierto, pero que se sucedían sobre la pista con un encaje tan natural que era como si no pudiese ser de otra manera.
Empujones fortuitos nos acercaban y reíamos, algo azorados y sudorosos, brazos alzados, tan cerca que podíamos olernos, pero sin llegar a tocarnos. Así que eso era la euforia. Estaba tan preocupado por defenderme en una situación tan novedosa que ni se me pasó por la cabeza dar el paso de atacar. Y me encontraba ligeramente mareado, no estaba acostumbrado a beber tanto. Nada importaba. Nunca busqué, porque siempre había sabido. Amar a Adrián me había liberado.