10
Me parece estar saboreando el café con leche del desayuno del lunes, la mermelada de frambuesa que unté en la tostada, el olor del desinfectante con el que habían limpiado el bar, que acababa de abrir. Apenas había podido pegar ojo, consultando el móvil de manera absurda durante toda la noche. Desesperado, había intentado escribir un SMS casual, un «cómo va todo» que a quién querría engañar. Pero me equivoqué tantas veces escogiendo las letras del texto, tuve que borrarlo en tantas ocasiones, que, frustrado, acabé tirando el móvil sobre la cama, desechando la idea. Probablemente tampoco habría acabado enviándolo.
Qué tranquilo estuve en aquel bar de paredes cubiertas por tablones de madera que tanta calidez conferían a la estancia. Mis manos rodeaban la taza y se refugiaban en su calor acogedor para evitar los temblores que las alteraban. Era inútil pretender que no estaba pasando algo. No habíamos hecho ningún plan para quedar y cada vez tenía más claro que me iba a tocar a mí dar el primer paso. Me puse como plazo hasta la hora de comer. Si a las dos no había recibido ninguna comunicación por su parte, le preguntaría si le había gustado el escrito. Me ofrecería a pasarle otros, por qué no. Algunos que eran francamente mejores, bla, bla, bla.
Cómo me preocuparía que aceptase con gusto la propuesta, aliviado de desviar la atención sobre el argumento del relato, desvirtuando su intención última al convertirse por arte de birlibirloque en uno más de entre tantos. ¡Y peor sería que actuase con indiferencia, como si la cosa no fuese con él! Estaba hecho un mar de nervios. Pero no lo hubiera cambiado por nada.
Solo estas semanas compartidas me separaban del tedio de los últimos años, y me pesaba la responsabilidad de no dar un paso en falso. Todo iba a salir bien, me aseguraba. No, iba a ser un desastre, me contradecía. Apuré la taza, consciente de que estaba a merced de la confusión, víctima de una zozobra inédita, molesta y placentera, como cuando de pequeño se me estaba a punto de caer un diente y lo movía con la punta de la lengua.
De vuelta en el segundo hogar. Abrí la librería y me situé tras el mostrador: tenía que preparar el presupuesto para un cliente. Iba a traer una caja de libros de la que ya me había aportado el listado a partir del que calculé el importe de la transacción. Agradecí tener la cabeza ocupada, y cuando escuché las campanillas alcé la vista con la idea de encontrarme con el vendedor. Pero era Adrián.
Se aproximó hasta situarse junto a la caja registradora. Se colocó de tal manera que esta se interponía entre ambos, como si fuese una barrera física de separación. No me pareció una buena señal.
—Ayer fui a tu casa.
—Ya lo sé.
—Pero no estabas.
—Ya.
Un escrito de una página había provocado la incomodidad que ocho años separados no habían conseguido generar entre nosotros.
—Leí tu relato. Muy interesante.
—Gracias.
Silencio.
—No mencionas el nombre de la discoteca, pero diría que te referías al Nube. ¿Es así? —Como pude, asentí con la cabeza. ¿Había escuchado bien?—. Ya me lo parecía. A mí me pasó algo muy similar. Somos carne joven en el mercado, género expuesto en un escaparate. Está muy bien, pero para cuando tengamos treinta, ¿no?
Parecía obsesionado con fijar esa edad como la nota de corte que separaba a los jóvenes del resto de los simples mortales. Qué lejana le resultaba esa cifra, un horizonte que ni se divisaba, allá en los confines del mundo, inalcanzable para nosotros, los eternos mancebos.
—¿Te imaginas que nos hubiésemos encontrado allí? —prosiguió—. Qué cosas, ¿verdad?
Traté de articular alguna palabra. Pero me temblaba todo el cuerpo, y ser consciente de ello todavía me puso más nervioso. Era la segunda vez en poco tiempo que vivía en este mismo lugar un encuentro que lo iba a cambiar todo. Las casualidades no existían, segunda parte. Solo podía ser cosa del Destino. Vivir se había convertido en una aventura maravillosa. A mí, que siempre me habían molestado las exacerbaciones literarias de los grandes momentos, y aquí estábamos, agotando los recursos del diccionario de la pedantería.
—Mira, te he traído una cosa —continuó—. Yo suelo ir aquí. Está mucho mejor. La música es muy divertida y la gente es de nuestra edad. Menos Libertonaje, claro, pero también forma parte del encanto del lugar, créeme.
Me tendió una tarjeta de un lugar llamado Corner. Un dibujo representaba a dos chicos bailando desinhibidos en una pista de baile. Globos de colores caían con destreza a su alrededor junto a guirnaldas y oropeles, todo tan ingenuo y encantador como podía serlo, además de inequívoco.
—Estos días voy a estar un poco liado con un trabajo que tengo que entregar, pero te propongo ir el sábado. ¿Te apetecería?
—Sí, estaría bien.
—Genial. Vamos hablando. Quién lo iba a decir, ¿no? Cualquier día de estos te lo iba a comentar, ya ves tú, pero no le daba importancia. Sabía que tarde o temprano acabaría saliendo el tema.
—Sí, es verdad —respondí sin pensar. No sabía ni lo que estaba diciendo.
—¿Puedo entrar ahí detrás?
Había señalado al mostrador. Asentí. Lo hizo, y me abrazó, la cartera cruzada aprisionada entre los dos. Mis brazos permanecieron flácidos, atrapados entre los de él. Antes de poder reaccionar, me dio un beso en la mejilla y se fue, contemplando los libros que cercaban su recorrido.
—¿No sería genial distinguir el último ejemplar de una edición? Destacar la última existencia física de una historia. Por ejemplo, un recuadro rojo en el lomo o tras la última página. ¿No crees?
Desde la puerta, se giró y exclamó un «qué bueno» antes de perderse en el exterior. No bien se cerró la puerta, volvió a abrirse. El vendedor del presupuesto, sosteniendo el portón con su espalda, accedió al interior cargando con la caja de libros.
¿Qué acababa de pasar?