9
Paris
Al día siguiente me desperté tarde y sin resaca, de hecho me encontraba genial, mejor que nunca, tenía una energía desbordante. Desayuné un café solo con prisas y me senté al piano, arriesgándome a despertar a Romeo si seguía dormido, pero estaba seguro de que no se enfadaría… mucho. Necesitaba tocar, estaba inspirado. Cogí el cuaderno donde había escrito los esbozos de las canciones que intentaba componer y trabajé en ellas, dejándome llevar; sentía la magia en la punta de los dedos, los planetas se habían alineado y mi corazón latía acelerado, guiando mi música.
Al contrario de la creencia popular, me costaba más crear cuanto más atormentada se encontrase mi alma. Como si cargase con un peso que la aplastaba y la hundía, me hundía, y solo era capaz de resistir y arrastrarme a través de los días, de la vida. Ese peso creció cuando me abandonó Kata y me encontré solo y perdido, sin amigos y sin el apoyo de mi familia. Había tocado fondo. Pero desde que conocí a Romeo, el peso se había aligerado lo suficiente para poder respirar, reír y volver a componer tímidamente.
Ese tío gruñón semidesnudo que tanto me había asustado y enfadado se había convertido en un soplo de aire fresco, lo había respirado, llenando mis pulmones, y me había dado fuerzas para levantarme y mirar hacia arriba; desde el fondo en el que estaba hundido se veía el cielo azul.
Sonó el timbre.
¿Había despertado a la bestia?
Me levanté para abrir la puerta y nada más hacerlo el vecino gruñón semidesnudo entró en mi casa gruñendo y fue directo al salón, donde se tiró sobre el sofá, llevando solo unos calzoncillos ajustados negros. Se puso bocarriba y se tapó los ojos con un brazo.
—Tú sigue tocando —dijo con voz ronca—. Ya que voy a escucharlo, prefiero hacerlo desde aquí.
Volví al piano despacio, me senté en la banqueta y puse los dedos sobre las teclas, pero mi mirada se desvió hacia el sofá. Las cortinas estaban abiertas y la luz entraba por la ventana, un rayo de sol caía sobre el abdomen de Romeo. Cruzó un tobillo sobre el otro y apartó un poco el brazo de los ojos para mirarme.
—¿Te molesto?
—No —contesté con un hilo de voz.
Se cubrió los ojos de nuevo y posó la otra mano sobre el abdomen, tapando el lunar que iluminaba el rayo de sol. Pensé que debería escribir una canción sobre ese lunar.
Le di la espalda, tomé aliento y empecé a tocar de nuevo, intentando ignorar la presencia de mi vecino semidesnudo. Me equivoqué de nota cuatro veces. Media hora después desistí. En el silencio que siguió al eco de la última nota escuché la profunda respiración de Romeo, se había quedado dormido. Me acerqué al sofá mordiéndome el labio para no reírme y me agaché a su lado; así de quieto y silencioso parecía un angelito, no como cuando estaba despierto.
Me permití recorrer su cuerpo con la mirada, sintiéndome solo un poco extraño por contemplar así a otro hombre. No podía negar que era impresionante, muy atractivo y masculino, con los músculos marcados y las líneas de sus facciones como hechas con cincel. No me cuestioné a mí mismo que su belleza despertase algo que nunca había sentido, simplemente me permití admirarlo y dejar que esa sensación floreciese.
Lo dejé descansando un poco más mientras me comía una manzana y le preparaba una taza de café. Cuando estuvo lista regresé al salón y le acerqué la taza humeante para que la oliese.
—Despierta, bella durmiente.
Le quité el brazo de la cara y abrió los ojos somnolientos.
—Por favor, dime que el café es para mí —dijo, tras lo cual soltó un gemido y se estiró a lo largo de todo el sofá como un gato.
—Sí, toma, levántate que ya son horas.
Se sentó y dio un par de tragos al café en silencio, saboreándolo, empezando a despertarse.
—¿Quieres quedarte a comer?
Asintió con los labios pegados a la taza.
—Pero tienes que ayudarme a cocinar —añadí.
—Vale —suspiró.
Le dejé una camiseta y unos pantalones, aunque su casa estaba a un paso de distancia, y le asigné las tareas más fáciles en la cocina. Preparar la ensalada: limpiar la lechuga ya cortada, trocear un tomate y un pepino, y abrir una lata de atún y un bote de espárragos blancos. Y el postre: dos tazones de macedonia de frutas en trocitos pequeños. Mientras, yo hacía lasaña casera y la metía en el horno. Seguíamos manejándonos muy bien en la cocina juntos, como en todo lo demás. Era muy fácil estar con Romeo, hablar con él, reír con él, relajarme, respirar, ser yo mismo.
—¿Te lo pasaste bien ayer? —preguntó durante la comida.
—Sí, no recuerdo la última vez que salí de fiesta y me divertí tanto, tal vez porque no había sucedido nunca. Tus amigos son geniales.
—¿No salías de fiesta con tu novia? —Debió notar cómo me encogía ante su mención, porque rápidamente añadió—: Perdona si te molesta hablar de ella o recordarla.
—No me molesta, aunque todavía duele un poco, y no, con ella no salía así, teníamos un estilo más esnob.
—¿Algo habitual en el ambiente de la música clásica?
—No, pero en el mío y el de mis padres sí, es lo que aprendí y es lo que hacía.
—Aunque no te gustaba —adivinó, mirándome a los ojos mientras se metía un trozo de lasaña en la boca.
—Era agradable, pero no divertido, no me sentía libre. También he ido a fiestas de compañeros, en sus casas, con música y alcohol, lo normal, pero seguía sin sentirme libre del todo, sin disfrutarlo del todo.
—Porque no era una compañía que hubieses elegido tú, te la impusieron —dijo, leyéndome como un libro abierto.
—Supongo —contesté, un poco avergonzado.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro, ya hemos hablado de mucho como para ponernos límites.
—Has dicho que eran compañeros, pero no amigos. ¿Tenías amigos de verdad, de esos que son familia?
—No —contesté con dolorosa sinceridad, sin apartarle la mirada—. Pensaba que Kata lo era, pero estaba equivocado.
—Yo puedo serlo —dijo Romeo, con una sonrisa en los labios que desbordaba ternura, la comisura manchada con un poco de tomate, como un niño pequeño, inocente e inofensivo.
Le hice una señal para que se lo limpiase y se lo lamió.
Con otra persona podría haber pensado que me tenía pena, que solo lo decía por eso, pero sabía que Romeo no era así, no haría nada solo para agradar a otra persona, no diría nada solo por quedar bien.
—Eso me haría muy feliz, y serlo yo también para ti —contesté.
¿Cómo sería tener una familia que no me juzgase ni me rechazase por no seguir el camino por el que querían arrastrarme? Ojalá pudiera llegar a averiguarlo. Conocía la idea de que los amigos son la familia que eliges, la familia del corazón, no de la sangre, pero pensaba que era algo que solo les pasaba a otros, que yo nunca la encontraría.
Después de comer nos recostamos en el sofá, cada uno en una esquina, y le pedí que me ayudara a elegir una estantería para comprar online, y estuvimos mirando varias tiendas desde la tablet. Me prometió que me ayudaría a montarla y al final elegí una blanca de tamaño medio; llegaría el lunes por la tarde. Decidimos que la pondría al lado del pequeño mueble de la tele. Me serviría para colocar lo que tenía guardado en cajas, pero si compraba más libros, películas, discos y vinilos (y pensaba hacerlo) necesitaría otra pronto.
—¿Te lo puedes creer? Fabio me ha bloqueado en el chat y en todas las redes sociales.
—Pues un poco sí me lo creo, era de esperar que fuese de esos. Además, no terminasteis muy bien.
Romeo se rio e intentó sofocar la risa tapándose la boca.
—Soy una persona horrible, ¿lo ves? Soy un capullo —se quejó.
—Deja de decir tonterías, él también tiene su parte de culpa en lo que ha pasado, y para la edad que tiene no debería ser tan infantil.
—¿Y tú qué tipo de persona eres: de las que llevan bien la soltería o de las que necesitan a alguien a su lado en cuanto sanan las heridas del corazón?
—Ahora mismo lo único que quiero a mi lado son amigos.
—Bien —dijo, y se levantó del sofá de un salto—. Pues si crees que podrás estar unas horas sin mí, voy a regresar a casa; me apetece terminar el libro que estoy leyendo.
—Si son solo unas horas…, vale, sobreviviré —contesté con burla, y Romeo me sacó la lengua.
—Mañana te devuelvo la ropa lavada, no hace falta que te levantes, conozco el camino.
Me tumbé cuando escuché la puerta cerrarse. Romeo a veces era como un huracán, se apropiaba de todo por donde pasaba, arrasando mi tiempo, mis planes y todo. Pero me gustaban su personalidad y su presencia. Habría preferido que se quedase conmigo en vez de irse a leer. Puse la televisión y me quedé dormido con el murmullo de alguna película de fondo.