Fantasía a cuatro manos •Capítulo 2•

7 de diciembre de 1910

 

Pasó los siguientes días en la cama con brotes de fiebre esporádicos, temblores y sudor frío. Al tercero, su salud empezó a mejorar y Philippe pudo abandonar su habitación. Era un poco prematuro para salir a la calle, pero ahora, al menos, no tenía que estar encerrado con sus recuerdos, sus mentiras y sus miedos.

Había tenido tiempo de pensar, demasiado tiempo; sin embargo, no había llegado a una conclusión.

Sus pasos lo llevaron a la sala de música, allí un piano de cola lo invitaba, sugerente, a acariciarlo. Se sentó y descubrió el teclado, rozó las teclas recordando la partitura de Schubert. No sonaba igual. Faltaba otro par de manos para que la pieza tuviera sentido. Él se sentía como esa melodía incompleta, también necesitaba a alguien para sonar bien.

—El rey de las cursiladas —se reprendió con una sonrisa triste.

—Señor —le interrumpió Louis con educación—, ha venido a verlo el señor Hérault.

—Hazlo pasar —dijo, sin alzar la vista ni dejar de tocar el piano. Bufó un poco y se imaginó lo que diría René si le escuchaba tocar eso. Siempre tenía algún comentario desagradable sobre su sensiblería, así que cambió de melodía y empezó a tocar algo más alegre, una canción de vaudeville.

—Así que es cierto; solo tocas cancioncillas.

Philippe dejó de tocar casi al instante. Un escalofrío recorrió su espalda al reconocer esa voz, suave y grave como un ronroneo, que le erizaba la piel con el susurro de una caricia. Tragó saliva y se giró, lentamente, para ver a Didier, todavía con su abrigo puesto y el sombrero en la mano.

Sin mediar palabra y procurando no mirarlo, Philippe se levantó y cerró la puerta, dejando a Louis al otro lado. Tenía que hablar con Didier y no quería oídos indiscretos, ni siquiera los de su mayordomo de confianza.

—No se me da muy bien el piano —confesó—. Carezco de talento para él. Lo que sé tocar es por insistencia. Mucha, mucha insistencia. Mi padre me animaba a que siguiera intentándolo pero lo volvían loco mis ensayos continuos, podía ser muy desesperante. Así que me construyó esta habitación, completamente insonorizada.

Notó la fuerza de una mirada oscura que lo atravesaba e hizo acopio de voluntad para no ponerse a temblar como un chiquillo demasiado asustado para ser coherente. Didier asintió con la cabeza comprendiendo lo que quería decirle: «Puedes hablar con libertad, nadie puede oírte».

Didier llevaba el cabello recogido en una coleta. El abrigo, de paño negro y largo hasta las rodillas, estaba empapado pero, a pesar de eso, no se había desprendido de él, así que no pensaba quedarse mucho tiempo.

—Mi hermano me contó que estabas enfermo —dijo, rompiendo el silencio incómodo que se había asentado en el pequeño cuarto de música.

Philippe asintió, sin alzar la mirada.

—El resfriado mal curado —dijo, y esbozó una efímera sonrisa.

—Ya… —Didier carraspeó antes de continuar. Jugueteaba con su chistera y estaba visiblemente nervioso. Eso le pareció curioso. El saber que no era el único afectado por lo que pasó entre ellos le daba cierto consuelo—. He estado pensando formas de justificar mi comportamiento, pero no he encontrado ninguna —confesó con una mueca—. Así que lo mejor es que aceptes mis disculpas, con la seguridad de que no se volverá a repetir.

«¡No se volverá a repetir!». El corazón de Philippe se detuvo.

—¿Por qué? —preguntó en un hilo de voz antes de ser consciente de que estaba hablando.

—¿Por qué? —repitió Didier con un gañido histérico—. Esta es buena. Pues… no sé. Supongo que había bebido y…

—No estabas borracho —recordó Philippe. No había recriminación alguna en su tono de voz, alto y firme, como si hubieran invertido los papeles. «Debo de tener fiebre otra vez», se dijo. «Yo sí que debo de estar borracho o delirando».

—No, no estaba borracho —admitió Didier—. Philippe, no tengo ninguna excusa. Ninguna. Te besé porque quería hacerlo.

—¿Pensabas en tu profesor de piano? —preguntó. «¿Por qué le haces esa pregunta? ¿Te estás volviendo loco? ¿Qué es lo que pretendes?».

—En mi… —Didier reprimió una maldición. Sacudió la cabeza en un gesto de desdén—. Voy a matar a mi hermano —masculló—. ¿Te sentirías mejor si te digo que era así? ¿Es mejor pensar que besé a un antiguo amante antes que a ti?

—¡No! —protestó Philippe, herido por su comentario—. Solo quiero saber la verdad —añadió en voz baja—, eso es todo.

Didier lo miró, jugueteó un rato más con su chistera y se sentó en la butaca del piano que hasta hacía unos minutos había ocupado él mismo. Philippe se había quedado apoyado en la puerta, tras cerrarla, como si temiera que en cualquier momento fuera a abrirse.

—La verdad es que no era un buen día —dijo—. Era uno de esos días horribles que hacen que cualquier otro merezca la pena. Si has hablado con René sabrás que no soy lo que la gente suele considerar… normal y aquel día acababa de discutir con mi padre sobre eso. Supongo que pensé que las cosas no podían ir a peor así que… decidí arriesgarme. Te había visto otras veces, con mi hermano, y me había parecido percibir ciertas… señales. No te escandalices —añadió, como si él hubiera dicho algo, pero Philippe no se había movido. Seguía allí, escuchándolo, bebiendo de sus palabras, memorizando todos sus gestos—. No digo que esas señales existieran, supongo que sencillamente quería verlas.

Si antes el corazón de Philippe se había detenido, ahora amenazaba con reventar su pecho en cada nuevo latido. Las sístoles resonaban poniendo una banda sonora de percusión, rompiendo la calma tensa que se había condensado en el ambiente. Tenía la sensación de que, si se movía, crearía ondas. Ondas que viajarían y se estrellarían contra las paredes fragmentándose en ruido inconsistente.

Y aun así habló.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo.

—¿Nunca tienes bastante? —masculló Didier—. Ya te he dicho que lo siento, te he pedido disculpas y te he prometido que no volverá a suceder. ¿No puedes conformarte con eso? ¿Necesitas que me humille más?

—No… —Tragó saliva, y pensó en ondas que se rompían, en ruido, en patrones establecidos que se desdibujaban, en límites que se confundían—. No soy muy listo —confesó, avergonzado—. Sacaba buenas notas en la academia porque me pasaba estudiando días enteros. No soy brillante. Es… como con el piano, como con todo. No soy bueno, solo… tenaz. No actúes como si lo supiera, por favor. Esto es nuevo, solo… explícamelo.

—No te entiendo —negó Didier—. ¿Qué se supone que tengo que explicarte?

—Quiero que me expliques por qué me duele tanto que me digas que no volverá a suceder si yo sé que es lo correcto. ¿Por qué me duele, Didier? —dijo, empezando a desesperar—. Me duele el pecho como si se fuera a partir. Quizá sea el resfriado —bromeó con una mueca histérica.

—Philippe… —Didier parecía sorprendido ante su confesión. Él mismo se sentía sorprendido, aterrorizado y escandalizado. ¿Qué estaba haciendo?

—Está mal —murmuró apartando la vista del joven. Su mirada lo abrasaba—. Sé que está mal, lo sé. No debe ser así, no es… no es natural. Pero… no lo siento como algo malo. No hay forma de actuar o de escoger sin que haya remordimientos. No hay una elección buena. No… no es justo.

Una mano detuvo el deambular histérico que había iniciado, moviéndose sin parar, girando una vez y otra, con la mirada fija en el suelo como si allí estuviera la respuesta. Didier lo sujetó. Philippe se detuvo, parpadeó confuso y descubrió unos dedos agarrados de su brazo. Alzó el rostro y se encontró con unos ojos que se clavaban en los suyos, con unos labios que le sonreían con amabilidad.

—Respira —le sugirió Didier con voz suave, alzando su barbilla con el índice—. Te estás ahogando.

Tenía razón. El molesto resfriado seguía sin curarse y tapaba sus pulmones, el aire silbaba cuando abandonaba su boca y a él, en efecto, le empezaba a faltar. Se tomó un par de segundos para centrarse en su respiración. Inspirar, espirar. Tomar aire, expulsarlo…

—Ahora, ¿quieres que te bese otra vez? —De nuevo, la voz de Didier fue como un ronroneo, una caricia que le producía escalofríos.

«¿Estás loco?», se alarmó su conciencia.

Philippe cerró los ojos y asintió.

Ya no apreciaba el sabor del coñac en sus labios, pero seguían teniendo ese punto amargo que no era capaz de reconocer. Una amargura dulce que colapsaba sus sentidos y borraba el mundo a su alrededor. Había dulzura en ese beso, la delicada paciencia de quien no quiere que el otro salga huyendo. Dedicación. Caricias, control, maestría… y un montón de promesas.

«¿Qué estás haciendo, Philippe?», le reprendió su conciencia. «¡Te estás volviendo loco!».

«Hablar, conversar, decir la verdad… No es suficiente». Necesitaba sentir esas promesas, necesitaba llenarse de ellas. Había probado los besos y sabía que no se iba a saciar con ellos, quería más. Pero… ¿cómo podía decírselo a Didier?

—¿Cómo están tus dudas ahora? —le preguntó este, separándose apenas dos centímetros de sus labios—. ¿Ya tienes tu elección?

Philippe resollaba sin aliento cuando apoyó su frente en la de Didier y lo miró a los ojos y, por primera vez, no se sintió cohibido ante ellos. Quizá porque siempre había sentido que su mirada lo desnudaba y en ese momento era lo que deseaba.

Didier lo miró extrañado, aunque esbozó una sonrisa traviesa cuando empezó a dilucidar lo que pretendía el joven.

—¿Necesitas más… argumentos?

Philippe asintió con nerviosismo, sin apartar su mirada de los pozos negros que amenazaban con engullirlo.

—Por favor —acertó a decir con un gañido lacónico.

—Nada me gustaría más que darte los argumentos que necesitas —dijo Didier relamiéndose los labios—, pero si con un beso saliste corriendo, si sigo adelante me odiarás de por vida.

—Ya te odio —murmuró Philippe—. Aunque no me toques, aunque no vuelvas a mirarme… Tu existencia ha puesto patas arriba mi mundo. Te has metido dentro de mi piel. Si cierro los ojos te veo.

—Philippe. —Didier se había puesto pálido de repente, parecía asustado. Retrocedió unos pasos. Al ver su expresión, Philippe no pudo reprimir una risa histérica mientras sentía que algo se moría dentro de él.

«¿Asustado? No tienes derecho a estar asustado. Te alejas, me rechazas».

—Ha sonado mal, ¿verdad? —dijo, apartándose a su vez—. Lo sabía, estoy haciendo el ridículo.

—No es eso —empezó a decir Didier.

—Es solo que estoy cansado de mentir a todo el mundo, de guardar lo que siento dentro de mí, con miedo a decir algo, o hacer algo y que alguien me descubra. Solo quería ser sincero por una vez. Probar a decir lo que siento sin tapujos; pero te he asustado y me he puesto en evidencia. Sabía que no debía…

Sin darse cuenta, había retomado su deambular histérico. Tampoco variaba tanto de la masa nerviosa que solía ser delante de Didier. Un flan de gelatina, trémulo e inestable, así era él. Que a Didier le gustaran los hombres no quería decir que le gustara él. Un beso no significaba nada y conforme pensaba en la situación, más improbable le parecía. Tenía que pedir disculpas y desaparecer, volver a encerrarse en su habitación y esperar a que el mundo acabara.

Entonces, un sonido burbujeante detuvo el hilo de sus pensamientos.

«Ondas que se rompen, patrones desdibujados, límites que se difuminan…».

Didier estaba riendo, probablemente se reía de él, pero si su risa tenía algún matiz cruel él no podía apreciarlo.

—¿Intentas decirme que estás enamorado de mí? —preguntó entre risas.

Philippe se detuvo al escuchar su pregunta.

—Puede que «enamorado» sea una palabra demasiado fuerte —gruñó.

—Como quieras —aceptó Didier sin dejar de reír. Su sonrisa resultaba tranquilizadora y excitante al mismo tiempo.

—¿Por qué te ríes? —le preguntó con sincera curiosidad.

—Sabes cómo es mi casa, ¿verdad? —le dijo—. Sabes dónde está el salón en el que te quedas cuando visitas a René, un poco apartado. No tienes que pasar por él a no ser que quieras, y cuando tú estabas yo siempre buscaba una excusa para pasar por allí, aunque fuera una estupidez. Solo quería verte. Me encanta tu cara de duende travieso.

—¿Duende travieso? —repitió, sintiendo como la sangre se agolpaba en sus mejillas.

—Adoro cuando te ruborizas —continuó Didier, y con cada palabra, la distancia entre ellos se hacía más corta—. No sé cuándo esa atracción física pasó a ser algo más, pero el otro día, cuando saliste corriendo, me dejaste destrozado. —Las palabras de René acudieron a su memoria. «Estaba borracho y la había emprendido a golpes con el piano»—. Entonces me di cuenta de que no eras solo una cara bonita, que mi estúpido gesto te había apartado de mi casa y que no volvería a verte más. Han pasado tres días y hasta hoy no he conseguido reunir el valor para pedirte disculpas y recuperar un poco de lo que perdí. Solo… quería que volvieras al salón.

—Siento haber huido —murmuró—, tenía miedo. Sigo teniendo muchísimo miedo.

—¿De mí?

Philippe negó con la cabeza.

—No, de mí. De lo que siento y de lo que soy. Pero no quiero mentir más, Didier.

—Miénteles a todos —espetó Didier con voz dura—. Miénteles, engáñalos, no dejes que te descubran o te destruirán con palabras amables llenas de buenas intenciones.

—Pero…

—Pero no te mientas a ti mismo; no me mientas a mí.

—¡Jamás! —exclamó rayando la desesperación.

Didier se rio de nuevo y, con una parsimonia que le enloquecía, se tomó su tiempo en quitarse el abrigo y dejarlo bien doblado encima de la butaca. Al abrigo le siguió la chaqueta de su exquisito traje mientras dirigía miradas esquivas cargadas de significado y de promesas silenciosas a un joven que ya de por sí estaba muy nervioso.

—¿Dices que esta habitación está insonorizada? —preguntó en voz baja, arrastrando las palabras con susurros lascivos.

—Completamente —aseguró Philippe.

—¿Y qué creerá tu mayordomo que estamos haciendo?

—¿Tocar el piano? —aventuró encogiéndose de hombros; no le importaba lo que se imaginara Louis. No en ese momento, al menos.

Didier se rio ante su ocurrencia. En un arrebato, lo cogió por la cintura y lo alzó para sentarlo sobre la tapa del piano. Philippe era de constitución menuda y la enfermedad de los últimos días había acentuado esa característica; aun así, se sorprendió de la facilidad con la que Didier lo izó, y se echó a reír.

Sin embargo, la risa se perdió en algún rincón cuando se descubrió ahogándose en sus ojos negros, hundiéndose en el aura de deseo que parecía emanar. Sintió una punzada de vanidad al pensar que eso era por él. Nunca se había considerado guapo, ni listo, ni con talento y, no obstante, allí estaba Didier y lo miraba como si fuera lo único importante en el mundo. Atesoró ese sentimiento de satisfacción y lo hizo suyo, y se prometió a sí mismo que no lo decepcionaría. Haría todo lo posible para conservar esa mirada.

Dudó un momento y se inclinó sobre él buscando encontrarse con sus labios. Didier le sujetó el rostro y lo besó, pero no con la suavidad de antes. Esta vez no había cuidado, esta vez no había dulzura, esta vez sus labios quemaban como presos del fuego que amenazaba con extenderse y consumirle en cenizas. Y él deseaba con toda su alma el ser consumido.

Didier se colocó entre sus piernas y lo ayudó a deshacerse del pesado batín deslizándolo tras sus hombros. Luego lo empujó con firme delicadeza y lo obligó a echarse. La tapa del piano crujió bajo su cuerpo cuando apoyó su espalda en él. ¿Cuánto peso podría aguantar? La pregunta se formó y desapareció en un suspiro, justo cuando la lengua de Didier se abrió camino bajo la camisa del pijama. Philippe ahogó un gemido al sentir la húmeda caricia recorriendo su esternón, trazando caminos de besos que abrían senderos en su piel. Lo devoraba con un hambre insaciable y él se sentía como uno de esos pastelillos de la novela de Carroll que decían «¡cómeme!» en letras bien grandes.

«¡Cómeme, bébeme, hazme tuyo!», pensó mientras luchaba por encontrar los hilos de la coherencia entre el ovillo desmadejado de sus pensamientos. Buscó un lugar para asirse, un punto de apoyo. Sus uñas resbalaron en la superficie barnizada del piano.

Didier se alzó en toda su altura y lo contempló desde arriba. Philippe abrió los ojos y no desvió la mirada. Fuego… Hambre… Podía ver todo eso en el fondo de los pozos negros y no le importaba en absoluto. Lo deseaba. Deseaba hundirse, deseaba arder, deseaba ser devorado.

En contra de lo que esperaba, Didier sonrió con dulzura, se inclinó y lo besó con suavidad.

—Por fin he visto los rayos —susurró a su oído, dejándolo completamente desubicado.

Mas no tuvo tiempo de preguntar ni de preocuparse demasiado; Didier agarró la cinturilla de su pantalón y tiró con brusquedad, liberándolo por completo en un par de gestos. Jadeó al notar sus manos acariciando su miembro más que dispuesto. Se sentía torpe e inseguro, no sabía cómo moverse o qué tenía que hacer, pero Didier no parecía muy preocupado. Los dedos del músico subían y bajaban arrancándole una melodía de gemidos con la misma maestría con la que tocaba el piano.

Su grito de sorpresa prolongó su agonía cuando notó cómo una húmeda cavidad lo rodeaba. Sin darse cuenta, había enredado sus dedos en el oscuro cabello de Didier. El lazo que lo recogía se había perdido en algún momento y, ahora, la melena de azabache cubría su vientre. Desde su posición no tenía perspectiva pero la cabeza subía y bajaba y él acompañaba sus movimientos con sus manos y jadeos. Casi sin advertirlo, respondía, impaciente y enloquecido, alzando los glúteos, yendo en su búsqueda.

Dio un respingo cuando notó un dedo abrirse camino hacia su interior, pero Didier lo calmó con un simple gesto de su mano libre. Philippe intentó recuperar su respiración, todavía le dolía el pecho, mas era difícil conservar el aliento siendo consciente de la vigorosa intrusión a la que lo sometían. Poco a poco, sus músculos se fueron relajando y la tensión inicial fue sustituida por algo muy diferente mientras el fuego se gestaba en su bajo vientre y amenazaba con desbocarse sin remedio.

—Didier —gimió, cuando sus fuerzas amenazaban con abandonarlo.

—Shhhh —le tranquilizó el músico abandonando su presa—. Aguanta un poco, Puck, esto no ha hecho nada más que empezar.

—¿Puck? —preguntó extrañado.

Una carcajada interrumpió el hilo de sus pensamientos. Didier se estaba riendo como si hubiera recordado el mejor chiste del mundo. Apoyó la cabeza sobre su regazo, le besó el ombligo y se rio de nuevo.

—¿Sabes? —dijo, con la barbilla rozando su vientre. Una llama de divertida lujuria brillaba en sus ojos—. Estaba pensando en lo excitante y apropiado que era follarte encima del piano y no me he dado cuenta de que eso implica ciertos inconvenientes anatómicos. ¿Crees que la tapa nos aguantará a los dos?

Philippe contempló a Didier y comprendió a qué se refería. Estaba tendido en una superficie más elevada que una mesa al uso y, por lo tanto, muy alejada de la entrepierna de su amante. Sin darse cuenta, él también comenzó a reír.

—¡No lo pruebes! —exclamó entre risas—. Sería muy difícil de explicar. Sí, Louis —dijo con solemnidad fingida—, nos subimos al piano para forzar la resistencia del aparato.

—Espera un momento —dijo Didier. Le dio un beso en la barriga y desapareció de su campo de visión. Philippe se incorporó sobre los codos y lo vio peleándose con la butaca del piano.

—También puedo bajarme —sugirió, sin moverse realmente.

—¡Ni hablar! Tú… quédate ahí y no te enfríes.

El mueble era un asiento sin respaldo en el que cabrían dos personas con comodidad. Estaba hecho de madera maciza y tenía pinta de ser muy pesado. Didier lo arrastró hasta situarlo a sus pies y luego se subió encima. Philippe se había sentado para esperarlo y ahora el músico estaba entre sus muslos y lo miraba desde arriba.

—Ahora es perfecto —susurró contra sus labios, rozándolo con su aliento antes de besarlo con renovada pasión.

Philippe se echó hacia atrás acompañando el cuerpo de su amante, abrazándolo con las piernas. Podía notar la dureza de su entrepierna incluso tras la tela del pantalón. Gritaba en silencio pidiendo libertad y él movió las manos, buscando el cierre del cinturón, para concederle lo que clamaba con tanto anhelo. Mientras tanto, Didier le regalaba besos y caricias que se perdían por su cuerpo, incapaz de discernir dónde lo tocaba, sintiéndose envuelto en un halo desatado de frenesí. En algún momento le pareció notar unos dientes, mas si hubo dolor, este quedó ahogado en un mar de sensaciones.

No fue realmente consciente del momento exacto en el que Didier encontró la entrada y se abrió paso, introduciéndose en sus entrañas. Se quedaron inmóviles. El músico lo miró de nuevo y lo abrazó con fuerza, reduciendo, más aún, la distancia que los separaba. Philippe cerró los ojos y se concentró en la respiración. Podía notarlo palpitar dentro de él, pero la incomodidad solo duró unos segundos. Pasado ese tiempo, Didier empezó a moverse despertando en su interior sensaciones que habría creído imposibles.

Apretó los párpados y se aferró con más fuerza a la espalda de su amante; alzó las nalgas para favorecer las vigorosas embestidas. Una mano se escurrió entre los cuerpos y se agarró a su miembro, Didier lo besó de nuevo y, sin dejar de jugar con su lengua, acopló con maestría los movimientos de su mano y las acometidas de sus caderas. Philippe perdió el aliento y ahogó un gemido en la boca de su amante cuando sus defensas cedieron y su simiente se derramó sobre su vientre. Didier siguió besándolo y lo embistió un par de veces más antes de dejarse arrastrar por las contracciones de su orgasmo.

Solo entonces le dejó recuperar la respiración.

—¿Todo bien? —le preguntó.

Philippe asintió con la cabeza, Didier todavía estaba en su interior cuando le hizo esa pregunta. Con suavidad, con una dulzura que no conocía en él. No dejaba de mirarlo a los ojos, siempre, en todo momento había buscado su mirada. Ahora lo hacía de nuevo mientras le colocaba el cabello detrás de las orejas. Entonces, le besó la nariz y se apartó de él.

Sintió frío.

Bajó la cabeza y vio la sustancia que se extendía por su vientre. Miró a su alrededor, localizó la bata de franela y rebuscó en sus bolsillos hasta dar con uno de sus inseparables pañuelos. Se limpió de cualquier forma antes de empezar a vestirse. Didier lo tenía más fácil, él solo se había bajado los pantalones y, en ese momento, se abrochaba el cinturón.

Un fuerte desasosiego se hizo presa en su interior al ver como se colocaba bien la camisa y se ponía la chaqueta, como si nada hubiera pasado.

«¡Di algo, Philippe!».

—Ha estado bien —murmuró, con una sonrisa tímida—. ¿No? —añadió, algo inseguro.

Didier sonrió ampliamente sin dejar de vestirse.

—Sí —dijo, moviendo su melena al afirmar con la cabeza—. Desde luego; ha estado bien.

Sus palabras, la expresión de su rostro… Philippe se quitó un peso de encima, uno que no sabía que llevaba. Incluso le pareció sentir cómo el aire encontraba con más facilidad el camino a sus pulmones.

—Tengo que irme.

—¿Por qué? —preguntó, antes de ser consciente de lo que estaba diciendo.

—Pues… porque no vivo aquí, para empezar.

Eso tenía sentido.

—¿Quieres que…? —«¿… volvamos a vernos?», quiso decir, pero las palabras murieron en su garganta antes de ser pronunciadas—. Ha estado bien —dijo de nuevo—. Ha sido… una gran experiencia. Gracias.

Didier dejó de abotonarse el abrigo y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Gracias?

—Por… todo —dijo Philippe, sintiendo que se ruborizaba. ¿Por qué estaba actuando así si hacía un momento le estaba declarando su amor? «Bueno, amor no». De nuevo su vergüenza, su miedo al ridículo, la terrible certeza de que tenía muy poco que ofrecer. Didier le había dado tanto… No tenía ningún derecho a intentar retenerlo con un encaprichamiento infantil. Él no se merecía que lo angustiaran así.

—Philippe —dijo Didier—. Miente a todo el mundo, es la única forma de sobrevivir, pero nunca, nunca más, te mientas a ti mismo. Ni a mí. Dime la verdad, dime lo que quieres decirme.

—Quiero volver a verte —espetó sin dudar—. Es decir… —añadió, agachando la cabeza—, si tú quieres. Si no quieres no pasa nada, yo… puedo aceptarlo.

Didier sonrió satisfecho y se caló el sombrero. Philippe seguía medio desnudo, sentado en la tapa del piano, cuando se acercó a él y le dio un beso dulce, casi casto, en los labios.

—No te prometo amor eterno —le dijo en un susurro—, aunque por ahora no pienso renunciar a mi precioso Puck.

—Puck —repitió con una sonrisa boba—. ¿Como el de Shakespeare?

—Exactamente, mi querido duende.

—¿No eres un poco vanidoso al creerte Oberón? —replicó Philippe.

—No lo sé. —Didier se encogió de hombros—. Dímelo tú, ¿lo soy? —Philippe no contestó, se limitó a sonreír. Los últimos minutos habían puesto su vida patas arriba y no le importaba, por primera vez se sentía bien.

—Mentiré a todo el mundo —dijo—, menos a ti. Y a mí mismo.

—Encontraré la forma de que nos veamos —le dijo antes de abrir la puerta—, estate atento a mi señal.

—La estaré esperando —suspiró despidiéndolo con la mano.

Al quedarse solo, Philippe buscó las piezas de su pijama y acabó de vestirse. En todo ese tiempo, no borró ni un instante la sonrisa de sus labios.

—Puck, Puck —repitió, encantado ante su mote. «¿No eres un poco vanidoso al creerte Oberón?». Philippe pensó un momento el significado de su frase y su posible respuesta, y decidió que era demasiado pronto para decirla en voz alta.

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