El Caminante •Capítulo 11•

| La Conocedora de Misterios |

 

La extraña edificación asomaba entre las copas de los árboles, más alta que ninguno de ellos. De alguna forma, su oscura silueta le recordaba vagamente a su hogar en Vorgium; sin embargo, las formas de madera tallada que descendían de los costados y se alzaban sobre pabellones laterales se parecían más a las edificaciones que había visto en sus viajes por las frías tierras del norte.

Los cuervos de Babd saludaban desde el enorme dintel. Figuras de madera tallada que interrogaban al visitante sin formular palabra.

—No sé si hoy estará —comentó el Caminante con un aire jovial—. Podemos esperarla. Siempre aparece, tarde o temprano. Aunque no lo parezca, su casa es bastante acogedora. Cuando te acostumbras al olor, claro.

—He visto los cuervos —repuso Oz y señaló las aves de madera que había sobre la puerta—. ¿La bruja también es una caminante de la Corneja Gris[1]?

—Podría ser —respondió el guerrero encogiéndose de hombros—. En realidad, no tengo ni idea. ¿Eso importa?

—Nunca me he fiado de la Dama Roja —confesó el sidhe—. Decían cosas sobre ella. Cosas feas, cosas como que la sangre de los Fomoré corre por sus venas.

—También corre la sangre de los Altos —la defendió su caminante con una vehemencia que lo sobresaltó—. Ahora mismo es la única de los Altos que queda en Annwn. O… por lo menos, la única que he visto.

—Sigues siendo un humano, mortal e ignorante —gruñó Oz—. Qué se puede esperar de alguien que ha dado su alma a la Corneja.

—Bien, discútelo con ella cuando vayas a verla —replicó con desdén el joven guerrero. En todo el tiempo que llevaban juntos habían discutido varias veces, y la mayoría de ellas el aire burlón y despectivo del humano le había resultado irritante. En esa ocasión, en cambio, parecía ofendido de verdad—. ¿Quién te crees que mantiene a salvo los Salones del Agua? Si aún quedan de los tuyos en ese lugar, es gracias a ella. Si no fuera por ella, no serían más que ruinas y sombras como tu amada Ys.

—Calmaos, niños —dijo una voz en el viento—. La Dama Roja es poderosa, sí, pero no todos los cuervos trabajan para ella. Babd no es la primera ni será la última que utilice a estas bellas e inteligentes aves para llevar sus encargos.

Era difícil saber de dónde procedía la voz, parecía salir de todas partes a la vez, arrastrada por la corriente de aire como las hojas del otoño. El batir de cientos de alas la acompañaba. Sin embargo, cuando la mujer apareció se hizo el silencio.

—Hubo un tiempo en el que, cuando se hablaba de cuervos, todo el mundo invocaba el nombre de los mensajeros de mi padre. Ahora solo hay palabras para la pelirroja esa. Se están perdiendo las buenas costumbres. Hola, jovencito —dijo dirigiéndose con familiaridad al guerrero galo que lo acompañaba—. ¿Qué te trae por aquí?

Parecía joven, pero Oz sabía que era vieja. El cabello, de un gris uniforme, caía hasta su cintura, decorado con plumas y pequeñas trenzas anudadas con cintas de colores. Dibujos en ceniza y barro enmascaraban unas facciones agradables, pero no así su identidad.

Oz la conocía. La conocía bien. Habían pasado tres días encerrados en la misma cabaña. Días en los que habían compartido muchas cosas.

—Él, aya —dijo el Caminante señalándolo con la cabeza—. Ha sido tocado por la oscuridad.

—¿Sigrun? —Oz parpadeó sorprendido al reconocer a la bruja.

—¡Hijo de Ys! —exclamó la extraña mujer esbozando una amplia sonrisa que iluminó el cielo de sus ojos grises. En verdad parecía contenta de verlo—. Lo conseguiste, te dije que lo harías. Pudiste volver. ¿Eso significa que la otra parte de mi profecía también se hizo realidad? —preguntó con suavidad.

Oz apretó los puños y negó con la cabeza.

—Todavía no, pero solo es cuestión de tiempo. La piel…

—Vivir como un humano. Sentir como un humano. Morir como un humano —recitó ella y él se vio obligado a asentir—. El amor es veneno para los sidhe. Un veneno dulce y amargo al mismo tiempo.

—¿Los sidhe pueden enamorarse? —se extrañó el Caminante.

—La piel puede hacerte creer que sí —explicó Sigrun sin dejar de mirar a Oz—. Y si te lo repites mucho, puedes llegar a creer su mentira. La piel confiere a los sidhe la apariencia de un humano e imita muy bien sus emociones —explicó al guerrero—. Al principio no es más que una ilusión, una trampa para engañar a los mortales, pero si la vistes demasiado tiempo, llega a un punto en que no puedes arrancártela y ya no hay forma de distinguir la ilusión de la realidad. Pero… dejémonos de cosas siniestras. El niño dice que necesitas mi ayuda.

—¿Cómo es que estás aquí? —la interrumpió Oz ignorando su comentario, sintiendo cómo la ira reemplazaba a la sorpresa del reencuentro—. ¿Cómo puedes entrar y salir de Annwn? ¡Nos dijiste que no había ninguna otra forma de regresar!

—Es que… no he vuelto —dijo encogiéndose de hombros—. Deberíamos entrar, te lo explicaré todo con calma, hijo de Ys, pero ya te adelanto que vestir la piel puede tener más de una consecuencia. Vive como un humano, siente como un humano…, sueña como un humano.

—¿Puedes soñar? —preguntó extrañado.

Sigrun no le respondió. Le hizo un gesto para que la acompañara cuando se adentró en la oscuridad del umbral seguida por el Caminante. Oz dudó un momento antes de seguir sus pasos.

Una vez dentro reconoció la huella inequívoca de la magia en el lugar. Allá donde antes había visto una estructura piramidal que se elevaba entre los árboles, ahora veía el esqueleto de esa misma estructura rozando las estrellas. Cientos de ojos lo observaban desde las tinieblas sobre su cabeza.

Cuervos. Cientos de cuervos. Quizá miles. Observando en silencio. Vigilando.

Oz tragó saliva intimidado bajo el intenso escrutinio de las aves.

—Ignóralos —dijo Sigrun sin darle importancia—. Siempre están ahí. Al cabo de un rato, te acostumbras a ellos.

—Lo dudo —respondió con sequedad sin dejar de mirar la estructura pentagonal de vigas y ventanas que se repetía hasta el infinito.

—Voy a ponerme con lo tuyo mientras hablamos —informó Sigrun—. Tienes muchas preguntas, muchas más que la última vez, y yo tengo algunas respuestas, aunque no todas. Aún —añadió.

La bruja le pareció tan extraña como aquella primera vez que la vio. Era hermosa, o eso parecía, cuando su pelo dejaba entrever su rostro. Colocó una enorme olla llena de agua en el fuego y empezó a tirarle cosas sin dejar de hablar.

—Nadie sabe por qué sucedió, pero un día los Altos se marcharon. Eso ya lo sabías —dijo, y se giró para señalarlo con la cuchara de madera antes de volver a buscar ingredientes—. Un día estaban y al otro no, y nadie sabe por qué. ¿Se marcharon o murieron? Ni eso sabemos, pero queremos suponer que nuestros Altos eran demasiado poderosos para morir sin ruido, así que suponemos que, pasara lo que pasara, fue por su propia voluntad. Quizá se aburrían de sus hijos…, ¿quién sabe? ¿Y quién sabrá nunca si quien ha de responder la pregunta es el mismo que la plantea? Sea como fuere, ya no estaban cuando atacó la oscuridad. No había nadie.

—¿Cómo fue? —preguntó Oz—. Muchos de los míos eran guerreros. Mis hermanos habían colaborado en la expulsión de los Fomoré. Hablas de desaparecer en silencio… Me niego a creer que los míos no hicieran nada. Yo mismo he acabado con esa… oscuridad sin demasiados problemas. ¡Ys no pudo desaparecer a causa de eso!

—Es que no fue así como sucedió —repuso Sigrun dando vueltas al extraño guiso—. Te imaginas una batalla, te imaginas un enemigo, un gran ejército de sombras, un general comandando a sus soldados… No fue así. Nadie sabía lo que pasaba. Las plantas empezaron a pudrirse, pero… eran plantas, preocupaciones de jardineros. Las estatuas empezaron a caer, pero… levantarían otras. No se dieron cuenta de que la infección se estaba extendiendo y afectaba a la esencia misma de la magia. Parecía que brotara del mismísimo corazón de Annwn. Algunos caminantes intentaron avisarnos. Ellos lo vieron y nos lo dijeron, pero… si hay un rasgo común en todos los sidhe es la soberbia, y esa soberbia fue la que los cegó o no les permitió ver la razón que había en las palabras de los seres que mueren. Cansados de ser ignorados, los caminantes regresaron a su mundo y cerraron la puerta tras ellos.

—¿Cerraron la puerta? —Oz se incorporó sobresaltado—. ¿Estás diciendo que fueron los humanos los que cerraron la puerta? ¿No los sidhe? ¿No los Altos? ¿No la oscuridad? ¿Los humanos? ¡Ellos no tienen ese poder!

—He aquí la soberbia atacando de nuevo —observó la bruja y esbozó una sonrisa triste—. Parece mentira, ¿verdad? No debes subestimar a los mortales: su vida es corta y la exprimen al máximo. Aprenden, enseñan… Hacen todo lo posible para dejar huellas.

—Dejan huellas… —Oz meditó el significado de esas palabras y negó con la cabeza—. ¡Es imposible! He vivido trescientos años entre ellos y no saben nada de magia, ni de fronteras, ni de nosotros… Al principio era diferente, sí… ¡Aprenden, pero no recuerdan! Su memoria es corta, menos que una vida. Sus huellas son tan livianas como las que dejan los pies en la arena de la playa y duran menos de lo que tarda en subir la marea.

—Y, sin embargo, no siempre fue así —aceptó Sigrun con una voz preñada de nostalgia—. No siempre fueron… huellas en la arena. Quedan pocos caminantes, muy pocos. —Señaló al joven guerrero que permanecía en su asiento, ajeno a la conversación, más ocupado en reparar sus flechas que en descubrir los enigmas del mundo que recorría.

—Él está aquí —señaló el sidhe.

—Pero yo no sé nada —se apresuró a aclarar el Caminante antes de que hubiera más preguntas—. Te lo he dicho: no mantengo el contacto.

—¿Cómo puede ser eso? —se extrañó Oz—. Siempre pensé que los caminantes eran sabios que buscaban desvelar los misterios de nuestra tierra. Y él es…

—Ya, pregúntaselo a Rojita cuando la veas —se burló Sigrun y plantó un enorme tazón humeante delante de él—. Come.

Oz lo miró, suspicaz, cogió una cucharada y olfateó el contenido. Arrugó la nariz y negó con la cabeza mientras lo apartaba con las manos.

—No pretenderás que me beba eso, ¿verdad? —protestó—. Huele como… como… los pies de mi hermano y la mierda de caballo juntos.

El Caminante no reprimió una carcajada. Oz frunció el ceño y lo observó, tenía una sensación extraña. Muy extraña. Ese tipo le provocaba la incómoda impresión de que ya lo conocía. Eso le resultaba molesto e inquietante al mismo tiempo. Lo estudió con detenimiento intentando recordar dónde se podía haber cruzado con alguien así. No recordaba haber conocido a un caminante en todo el tiempo que llevaba viviendo entre los mortales. Los pocos con los que se había cruzado antes de quedar atrapado en el mundo del hierro, solían ser hombres de letras, no guerreros.

—No te dije que curarte fuera fácil —dijo Sigrun—. Para mí sí, pero tú tienes que tomarte el brebaje de pies y mierda de caballo. Es desagradable, pero funciona. Los zarcillos dejan de crecer. Es una receta humana, por cierto —añadió—. Tienen mucho que enseñar si quieres aprender.

—¿Humana? —Oz arrugó la nariz aún más—. Eso no inspira confianza.

—No te digo que le cuentes tus problemas, te digo que te la bebas —replicó la bruja—. Aparca la soberbia de los sidhe por un momento. Ellos no tienen un mundo que rebosa magia en cada piedra y cada flor y, sin embargo, aprendieron a usarla.

Oz apretó los dientes y se tragó el contenido del tazón con sorbos largos y rápidos que engulló sin saborear demasiado. Y, aun así, el sabor era mil veces peor que el olor. Hizo acopio de voluntad para contener las arcadas y mantener el brebaje en su estómago.

—Si quieres matarme, clávame algo en el corazón —balbuceó entre aspavientos—. ¡Esto es asqueroso! Voy a vomitar…

No había acabado de hablar cuando las náuseas se multiplicaron por mil y cayó de rodillas en el suelo. La voluntad no servía de nada. Las arcadas lo partían por la mitad y el contenido trepaba por su boca. Los espasmos sacudieron su pecho cuando el brebaje salió por su boca.

Pero no era el brebaje. Sorprendido y asustado, Oz vio como el contenido que salía de su interior era una pasta oscura y espesa como el alquitrán, que se derramaba por el suelo. Un barro pegajoso y negro como una noche sin lunas ni estrellas. Le pareció ver unos ojos y oír un silbido, un lamento.

—¿Qué…? —Oz retrocedió aterrorizado. Todavía notaba la boca entumecida por la frialdad del ser. Una frialdad que había nacido de su propio cuerpo y que empezaba a adquirir un aspecto vagamente humano.

Los cuervos aletearon inquietos y el grito de cientos de aves se elevó, un graznido ensordecedor que sacudía las paredes del edificio. Antes de que Oz pudiera reaccionar, el Caminante clavó su espada en la masa oscura y esta se deshizo en jirones que se perdieron entre las rendijas de las maderas del suelo.

Y entonces comprendió. Lo que había surgido de él era lo mismo que lo había herido. Una oscuridad que se alimentaba de su propia oscuridad, de su miedo, de su dolor, de su desesperación… Y, al mismo tiempo que supo eso, fue consciente de cómo y por qué había caído Ys.

 


[1] Babd, o la Dama Roja, es representada también como la Corneja Gris, un ave de la familia de los córvidos, al igual que los cuervos.

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