La senda de los abrazos abandonados •Capítulo 1 (9)•

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El domingo quedamos para pasear. La cena con los compañeros no había estado mal, dijo, pero había sido tan prescindible y predecible que dudaba que ninguno de los asistentes tuviese ganas de repetirla, al menos a corto plazo.

—Si ahora nos dedicamos a hacer cosas solo por pasar el rato, ¿qué no haremos cuando tengamos treinta años? —protestó.

Deduje que pasear conmigo, y hablar de todo o de nada —literalmente, cuando compartíamos silencios—, no formaba parte de su concepción de pasar el rato, y me sentí reforzado para hacer lo que tenía en mente. Con todo, decidí someterme a una última criba cuando nos sentamos en el interior de una cafetería. Mientras él discurría sobre paradojas filosóficas imposibles, su último descubrimiento y, según sus palabras, lo único bueno que estaba sacando de la carrera, aproveché para fijarme en su físico.

Me sorprendí al preguntarme si me sentía atraído por él y no saber qué responder. No tenía un patrón de belleza establecido, nunca me había parado a pensar en eso. Tampoco estaba ciego, y sabía reconocer si un chico me resultaba atractivo o no. El padre de familia del relato que había escrito hacía unas semanas, no. El chico del pelo largo que me saludó la noche anterior en la discoteca, tampoco. Adrián, de hecho, tampoco.

En mi defensa diré que sí me había cruzado con chicos por la calle que me habían gustado, o estaban este actor o aquel cantante que eran monos, claro que sí. Pero con nadie quería abrazarme. Ni fundirme hasta convertirnos en uno. Ni acariciar su mejilla o besar la punta de sus dedos. Ni compartir la intimidad más desnuda de ropajes ni artificios, pensamiento hacia el que corría y del que huía a la misma velocidad. Con nadie que no fuese Adrián.

Ajeno a mis elucubraciones, mi estimado amigo pródigo hablaba de enigmas filosóficos irresolubles, de interrogantes que habían hecho correr ríos de tinta durante siglos, pero que él se empeñaba en resolver aquí y ahora. Se debatía entre la creencia de que esos planteamientos escondían las respuestas al secreto de la existencia y la sospecha de que eran unos galimatías que solo servían para desviar la atención de los temas que de verdad importaban. Era demasiado práctico como para ser un soñador, y demasiado soñador como para ser práctico. Y en esto también coincidíamos, y yo solo comprendía que era imperioso dar un paso más.

—Tengo algún escrito sobre estos debates, inspirado en un libro que leí. Pero no son buenos.

—Ya me gustaría escribir. Lo he intentado muchas veces, pero no es lo mío. Prefiero vivir las cosas antes que escribir sobre ellas.

—Sabia elección. Debería seguir tu ejemplo.

—¿Estás seguro? Me has hablado muchas veces de tus escritos, pero todavía no me has dejado leer ninguno. Siempre dices lo mismo, que no son buenos. ¿Por qué no me dejas decidirlo por mí mismo?

—Tus deseos son órdenes.

Del bolsillo de la chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de la silla, extraje un folio plegado. Era el relato en el que volqué sobre el papel mi encuentro en el Nube con el padre de familia.

—¿Oh? Bueno, ¡ya era hora!

Se abalanzó sobre el folio, pero lo aparté en el aire justo antes de que sus dedos lo atrapasen.

—No tan rápido. Lo podrás leer, pero cuando yo no esté presente. No quiero estar pendiente de tus expresiones faciales para tratar de intuir si te está gustando o no.

Lo que no quería era ver su reacción al contenido del texto. No estaba preparado para percibir muestras de decepción o rechazo. No tenía expectativas, solo la necesidad de compartir con él lo que me había pasado. Eso no implicaba que tuviese que estar delante cuando fuese partícipe de mis desventuras nocturnas. Fue el acto de valentía más cobarde de mi vida.

—Qué enigmático. De acuerdo, como quieras.

Le entregué el folio y se lo guardó en su cartera. Movió las manos en el aire, como queriendo decir que el tema quedaba zanjado. Su gesto me hizo recordar al chico de anoche, que comprendí que estaba tan solo como yo me había sentido en aquella discoteca. Ojalá encontrase lo que buscaba. Yo lo había hecho, pero la inseguridad era tan grande que era incapaz de pensar en lo que pudiese pasar después.

Al despedirnos, justo cuando nuestros caminos se iban a separar, se giró y me acarició la muñeca de manera casual, sin ninguna intención más allá de la de un gesto afectuoso. El roce inesperado, sin embargo, recorrería mi brazo hasta desplazarse por toda la espina dorsal como una descarga eléctrica de una calidez tan nítida que no me abandonaría durante los siguientes minutos.

Fui para casa. Lamenté haber dado el paso en domingo, ya que el haber estado en la librería me habría mantenido ocupado. ¡Qué tonto había sido! Ahora tenía por delante unas cuantas horas que distraer del pensamiento único, que oscilaría entre cuándo lo leerá, lo estará leyendo en este mismo momento y qué le habrá parecido, las tres formas verbales de una simple acción, entregar un escrito de una página, que irremediablemente iba a suponer un antes y un después.

Dediqué la tarde a pasear por la ciudad, tan tranquilo como podía estar, que era bien poco. Consultaba el móvil a cada momento. Era el primero que tenía, y me había mostrado muy reticente a este invento. Nunca había escrito ningún SMS, ni mucho menos recibido uno, y cargaba con él como una molestia más que como algo práctico. Ahora, me preguntaba cómo podría haber sobrevivido sin tener la posibilidad de contactar con Adrián en cualquier momento. Me enviaría un mensaje, sí, o me llamaría. Ya no me parecía tan engorroso este invento. Pero nadie contactaba conmigo, y mis pies estaban hartos de tanto caminar sin rumbo.

No contemplaba ninguna mala opción, eso lo tenía claro. Ni me juzgaría ni se enfadaría conmigo. ¿Por qué iba a hacerlo? Era Adrián. Éramos nosotros. Mentalmente narraba en forma de relato lo que estaría pasando por su cabeza. Así me resultaba más fácil, pero todo eran borradores imaginarios que acababan desechados en el limbo reservado a la basura del mundo de las ideas.

Cuando llegué a casa, las calles ya oscurecidas, me enfrenté a la perspectiva de una noche en vela. Rápidamente, pensé en libros que podría leer o releer. La lista de lecturas pendientes me relajaba, y en esta ocasión iba a ser algo más que una escapatoria.

Mis padres estaban haciendo lo propio en el salón, cada uno con un libro en su regazo. Fue mi madre quien me dio la noticia más inesperada.

—Ha venido Adrián. Preguntaba por ti. Le he dicho que no estabas y que si quería que te llamara, pero ha dicho que no era nada urgente y se ha ido. No sé por qué, pero pensaba que hoy habíais quedado y me ha extrañado ver que no estabais juntos.

Qué cara pondría que mi madre se levantó y se acercó a mí. Mi padre había dejado el libro a su lado y se había quitado las gafas.

—Toni, ¿va todo bien? —Nos quedamos mirando. La preocupación asomó a su rostro—. ¿Hay algo que no sepamos?

No me parecía justo que estuviesen preocupados por mi culpa, y menos por algo que nunca tuvo que haber sido un secreto. Todo lo contrario. Esta vez no iba a necesitar ninguna verdad disfrazada de relato.

—Estoy enamorado de Adrián.

Sostuve la mirada, que también dirigí a mi padre. Tras unos segundos interminables en los que parecieron sorprenderse por mis palabras, ambos se relajaron y sonrieron.

—Créeme, hijo, no has respondido a mi pregunta.

—En absoluto —convino mi padre sin dejar de sonreír. Se puso de nuevo las gafas y retomó la lectura—. Vaya un misterio, hijo. Pensábamos que había pasado algo.

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