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Estaba fechado el veintiséis de septiembre, domingo. Me sorprende la amargura que se dejaba entrever en estas líneas, que contrarrestaba frontalmente con la sincera felicidad con la que viví aquellas primeras semanas. Este desdoblamiento era el resultado de la frustración con la que regresaba a casa cada madrugada que me aventuraba en el Nube, la discoteca con la que me inicié en el mundo de la noche. En un periódico había visto el anuncio en el que se promocionaba como un lugar de ambiente. Era un nombre que me resultaba familiar desde los años de instituto, ya que lo había escuchado en el patio como un recurso fácil en las bromas escolares que se hacían entre compañeros y que bajo su punto de vista escondían intenciones crueles. «Me han dicho que te vieron en el Nube». «¿Qué tal te lo pasaste anoche en el Nube?». Al parecer, hasta ese punto era un lugar de referencia en el imaginario colectivo. Pues para allí que fui, a falta de otros referentes.
No me gustó lo que encontré, y muchas noches me quedaba en casa ante la perspectiva de pasar por lo mismo. Pero, cuando a mis dieciocho años se me caía el techo encima, salía y podía estar toda la noche sin hablar con nadie o intercambiando impresiones, sintiéndome un convidado de piedra en el relato escrito por otros.
Bailaba, eso sí, o lo intentaba, con vergüenza y los ojos cerrados, por evadirme de miradas que acentuasen mi soledad en aquella atmósfera caldeada. Y bebía zumo de piña a través de una caña de plástico, que era lo que de verdad me apetecía y lo que más desapercibido pasaba entre las demás consumiciones. Mis padres, por su parte, nunca me preguntaban con quién salía. Confiaban en mí, y sentirían cierto alivio al creer que tenía algo parecido a una vida social.
No era así ni me sentía cómodo con la situación. El problema de asumirlo con tanta naturalidad fue que no caí en la cuenta de que no era razonable pensar que toda la oferta nocturna se limitase a esa discoteca. Suponía que era lo que había, y ya está. Si no encajaba, mala suerte. No le di más vueltas. Pronto regresaría a la librería, me consolaba, y no me engañaba cuando experimentaba un alivio que me hacía recuperar el buen estado de ánimo. Hasta la siguiente noche en la que me obligaba a salir para acabar necesitando volver a la seguridad de mi soledad.
Y así podría haber seguido hasta quién sabe cuándo si no fuese porque el jueves catorce de octubre, hacia las seis y media de la tarde, en el instante de silencio del hilo musical que anunciaba el final de una melodía clásica y el inicio de la siguiente, se abrió la puerta y, tras el sonido característico de las campanillas que anunciaban la llegada de una visita, entró Adrián.
Durante estos años había proyectado mis cambios físicos en los suyos, haciendo cábalas sobre cómo sería ahora, en quién se habría convertido. No recuerdo si se parecía o no a lo que había imaginado, si su imagen actual encajaba en mis conjeturas, pero nada más verlo, más allá de lo mucho que había cambiado, supe que era él. Estaba en la ciudad, y de entre todas las librerías había decidido entrar en esta. ¿Cómo podría responsabilizar de un momento así a algo tan fútil como la casualidad? ¿Acaso podría haber un lugar mejor para reencontrarnos?
Murmuró algo —«hola» o «buenas»— sin fijarse en mí. Su mirada se había posado en los libros de los primeros muebles, y de ahí fue levitando de una balda a otra, acercando la mirada con la cabeza ladeada cuando quería leer un título, o situando el índice sobre el ejemplar en cuestión y aproximándolo lo justo hacia él para verlo mejor.
Lentamente se fue acercando al mostrador, lo que me permitió fijarme en nuevos detalles. Su complexión era más delgada que la que conocí en nuestra infancia. Ambos habíamos perdido en el crecimiento esas curvas propias de la niñez, y lo habíamos hecho de una manera tan similar que pareciera que habíamos estado cortados por el mismo patrón entonces y ahora. Sus facciones, aquí no coincidíamos, se habían endurecido, y me sorprendió ver cómo se le dibujaba en el rostro un mohín de tensión cuando forzaba la vista para concentrarse en un libro situado en las estanterías más altas.
Aunque no veía la televisión, era imposible abstraerme de las modas mediáticas, y Adrián vestía tan acorde con ellas que podría haber salido en cualquier programa del momento sin desentonar ni un ápice. Lo que me resultó más llamativo fue la correa de una pequeña cartera que cruzaba su pecho a modo de bolso. En esto tampoco teníamos nada que ver. Un detalle del que me había dado cuenta en el Nube es que nadie vestía como los podrías ver por la calle. Tenían su vestuario de día y otro muy distinto reservado para la noche, mientras que yo vestía de la misma manera siempre, ya fuese para venir a la librería o para ir a la discoteca. Era un desastre, sí, pero un desastre que se suponía que estaba muy bien encontrado. Pues estupendo.
Adrián vestía como imaginaba que lo harían durante el día los espíritus nocturnos con los que coincidía en la discoteca, lo que me produjo una sensación ambivalente que no tuve tiempo de procesar, como tampoco digerí al momento el pendiente que lucía en el lóbulo derecho. Cuando llegó a la sección de literatura francesa, una leve sonrisa ladeada asomó en su boca, iluminándola. Ese gesto solía hacerlo en nuestros juegos detectivescos, y verlo de nuevo hizo que se me humedecieran los ojos.
Entonces, cuando pasó por delante del mostrador con la intención de dirigirse al extremo contrario en su recorrido circular, se giró hacia mí de manera casual, para encontrarse con mi vigilancia fijada en él. Se detuvo, y nos quedamos quietos, en silencio. Perdido en su mirada, me sentí como si tuviésemos diez años y nuestra única preocupación fuese la de resolver el misterio de turno.
Ocho años, con sus días y sus noches, con sus tormentas y cielos despejados, sus sonrisas y tristezas, sus certezas y dudas; estos ocho años recogieron los bártulos de su paso por nuestras vidas y, sin excusarse, no fuesen a molestar, se marcharon en silencio, uniendo el lejano día de la despedida con este jueves que acababa de convertirse en cuatro de septiembre de 1991.
Lentamente, bordeé el mostrador y me situé frente a él. Todavía no nos habíamos dicho nada, y tampoco lo haríamos cuando nos fundimos en un abrazo sosegado, sin urgencia ni reparos, sin extrañeza ni necesidad de aclaraciones. Tampoco hubo drama que empañara el momento, o una excesiva ilusión que lo deslumbrase. Era así porque tenía que ser. Porque no podía ser de otra manera.
Nuestros cuerpos no eran los de entonces, pero seguían encajando a la perfección en los brazos del otro. Aspiré con la cara hundida en su cuello y me sorprendí reconociendo, bajo la fragancia afrutada con la que se había perfumado, el inconfundible olor de su piel.
El señor Manuel tenía razón: todo llegaba. Adrián había vuelto, y yo había regresado a casa.