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El primer libro que vendí, nunca lo olvidaría, fue Las bóvedas de acero, de Isaac Asimov. Más allá de la transacción económica, la afluencia de ejemplares que entraban y salían me parecía deliciosa. Las obras fluían en un intercambio de manos, historias transmitidas de generación en generación que proseguían su viaje mágico, estáticas en su contenido, mientras que quién sabía si alterarían los destinos de sus lectores una vez que pasasen por sus vidas.
Día a día, confirmé mi preferencia por los libros usados, ya que no se limitaban a explicar una narración impresa: también contaban una historia en la forma, en golpes y anotaciones, en subrayados y vértices plegados formando un triángulo como marca de lectura. Eran objetos que narraban vidas, pero eran también entes vivos que, como tales, habían evolucionado y envejecido, condicionados por el paso del tiempo. Cómo no celebrar mis días rodeado de ellos.
Y era un proceso de influencia mutua. Así como ya reconocía a clientes habituales, también comencé a comprender los gustos literarios de las firmas que habían marcado sus libros. Alguna de ellas aparecía con relativa frecuencia, como la de un tal P. López, quien, fuera quien fuera, tuvo que haber poseído una biblioteca de proporciones admirables.
Era probable que hubiese fallecido, o esa era la conclusión a la que había llegado. Cuidar de sus libros y ser intermediario de ellos con el resto del mundo era una manera de mantener a su antiguo propietario vivo, pues su lectura, su manera de pasar las páginas, de dejar el punto de libro, de guardarlo en un lugar seguro, también había moldeado el ejemplar a su semejanza. Había comprendido que mi trabajo, más allá del negocio en sí, conllevaba una gran responsabilidad.
La salud del señor Manuel no empeoró, pero distó mucho de mejorar. Se mantenía estable en un suspenso vital que solo se animaba con mis llamadas telefónicas informando sobre cómo había ido el día y consultando al respecto de este o aquel título. Sus consejos eran tan buenos que, cuando los escuchaba, me parecían, por obvios, la única respuesta posible, y no comprendía cómo no se me había ocurrido a mí antes. Así se lo hacía saber.
—Jovencito, sería una falta de respeto insinuar que el más de medio siglo que nos separa no me ha dado una cabeza o dos de ventaja. No tengas prisa, que todo llega.
¿Era eso verdad? ¿Todo llegaba?
Los días pasaban volando entre catalogaciones, redistribuciones, compras y ventas, lecturas y redactados propios que no iban a ninguna parte, pero que llenaban carpetas que me producían un orgullo que, visto con perspectiva, resultaba embarazoso. No eran escritos buenos, y si acaso me servían para canalizar ciertas situaciones que, si las narraba como si yo fuese un personaje, conseguiría interiorizar mejor. Eran páginas que, como una crónica carente de florituras que enriqueciesen el estilo, remitían a la oscuridad de la noche; en horarios en los que la librería estaba cerrada, mi mundo luminoso dormía hasta el día siguiente y solo quedaba mi vida, que por sí misma, a pesar de todo, seguía sin ser suficiente.
Esta noche se me ha acercado un hombre. Iba bien vestido, pero llevaba la corbata suelta, mal anudada, como si quisiese liberar el cuello de su presión. Sudaba y balbuceaba (borracho). Se ha puesto a hacerme preguntas: si iba mucho por allí, si estaba solo… Se encontraba de viaje de negocios, una convención (¿turismo? No lo recuerdo). Era de Zamora, creo que me dijo. Su mujer estaba en casa, con sus tres hijos. Mañana se reuniría con ellos, pero esta noche se lo quería pasar bien. No hacía ningún daño a nadie si no se enteraban. ¿Por qué me contaba todo eso? ¿Pensaría que así me iba a parecer más interesante?
Se acercaba mucho para hablar (demasiado), no sabía cómo quitármelo de encima. Se me insinuó, podríamos ir a su hotel. Lo pasaríamos bien. Le dije que no, y entonces me ofreció dinero. No tenía nada que hacer, por mucho que subiera la cantidad. Pon tú el precio, llegó a decir. Estaba MUY borracho. Cuando comprendió que era una batalla perdida, se puso a la defensiva. Yo vería, pero iba a acabar la noche liándome con cualquiera, y encima gratis. No era verdad, pero no tenía por qué darle explicaciones.
Ha sido surrealista y muy decepcionante. Cuando me he despertado esta mañana, he tenido que pensarlo dos veces para convencerme de que no me estaba imaginando lo que había pasado. ¿Debería sentirme orgulloso de que me hayan ofrecido dinero? Como me encuentro es muy dolido y solo. Yo no había pedido nada de todo eso.