Una plegaria a Saon •Capítulo 3•

3

 

Llegaron a un monumental navío que no era más que una sombra en la penumbra. Habían apagado todas las luces, así que era imposible verlo a menos que lo tuvieras en las narices, alzándose como un monstruo marino. Ni siquiera se podía intuir el color de las velas.

El hombre a cargo, esa bestia de ojos claros, agarró al esclavo por la cintura y lo alzó en brazos para que se encaramara a las escaleras del barco. Las subió detrás de él, seguido por toda su tropa. Cuando llegaron a cubierta, los cuatro hombres que lo acompañaban se quedaron atrás para recoger el bote. Él tomó al joven cautivo por debajo de un brazo y lo arrastró con él sin dedicarle ni una palabra. El esclavo trató de seguirle el paso, pero a duras penas le respondían las piernas, por no hablar de que no había estado en un barco en su vida, ni siquiera en un bote pequeño como del que acababa de bajarse. No soportó más. Se dobló hacia delante como un metal reblandecido al fuego y se sacudió víctima de arcadas y una tos atroz. Pero no tenía nada en el estómago para vomitar.

—Vamos —inquirió el extranjero, con un leve acento sureño.

Lo obligó a incorporarse y casi a rastras lo llevó hasta el colosal castillo de popa. Tocó a la puerta de la primera cubierta con menos fuerza de la que cabría esperar de un hombre así, demandante y poco civilizado.

Para sorpresa del esclavo, abrieron desde dentro una mirilla enrejada del tamaño de medio rostro, que estaba en el centro de la puerta, y se asomaron un par de ojos claros. De mujer. La luz en el interior de la cubierta era tan tenue que no dejaba adivinar mucho más.

La mirilla se cerró. Se escucharon unas voces dulces y opacadas en el interior y de repente unos pasos firmes en dirección a la puerta y las vueltas de la llave en el cerrojo. El esclavo estaba seguro de que quien iba a abrirla era un hombre.

Se equivocaba.

—¿Es él? —preguntó una joven de melena roja, ataviada con un sencillo vestido de dormir. No era la misma que los había observado por la mirilla—. Dámelo.

El esclavo pasó de unas manos a otras como si no fuera más que un saco.

—Mandaré a alguien.

—De eso nada —espetó ella—. No quiero a tus hombres merodeando por aquí. ¿Podemos encender las luces?

—Todavía no —respondió el hombre, con una voz de trueno incluso cuando no la alzaba—. Daremos la señal.

—Está bien. Retírate, Radan.

Antes de que cerrara la puerta, el esclavo alcanzó a ver cómo su captor hacía una leve reverencia.

La doncella de ojos claros se acercó a ellos con una vela que solo sirvió para iluminarles los rostros.

—No te preocupes —dijo la que podía darle órdenes a aquella montaña de hombre. Una noble, era evidente solo por su perfume y por su forma de hablar y de moverse—. Esos brutos no te pondrán una mano encima a menos que yo lo consienta.

Debía ser cierto, porque ninguna de ellas volvió a cerrar con llave. El esclavo fue incapaz de abrir la boca. Aunque llevaba casi toda la vida complaciendo a otros, llevaba poco tiempo privado de su libertad. De cualquier forma, siempre había pertenecido a hombres, nunca a una mujer. Un amasijo contradictorio se amontonó en su pecho, porque las mujeres que había conocido habían sido benevolentes, pero nunca había aprendido a complacer a una. Echó mano de la formación que había recibido cuando pasó a ser propiedad del rey: agachó la cabeza y se quedó a su disposición. Trató de disimular el movimiento que hacía su pecho al respirar para convertirse en un muñeco inanimado. Lástima que su cuerpo se rehusaba a cooperar. Insistía en temblar hasta el punto de hacer que le castañearan los dientes.

—Estás empapado —observó la noble, palpándole el vestido. Estaba húmedo por una mezcla de sudor y agua marina—. No toques nada. Dolza, prepara algo de tu ropa y una tina. Si te preguntan, ya sabes lo que tienes que decir.

La muchacha de ojos claros dejó la vela en la mesa que había en el centro de la alcoba y se movió en la oscuridad como un fantasma, abriendo y cerrando baúles. Poco después salió de la habitación con algo en brazos. A los pocos minutos se oyó el tintineo de una campana, dos veces. Venía de la cubierta principal.

—¡Por fin! —resopló la noble.

Empezó a encender las lámparas de la alcoba ella misma. Quizá no le encargó a él la tarea porque en su estado actual cabía la posibilidad de que prendiera fuego al barco. Apretó los puños para controlar las sacudidas que daba su cuerpo. No quería parecer un inútil. Fuera cual fuera su situación, dar a entender que no servía para nada la empeoraría.

Pronto toda la estancia estuvo iluminada. No se atrevió a mirarla para no resultar impertinente.

—Dame tu nombre, muchacho —le ordenó la noble dándole la espalda. El esclavo la espió entre los mechones que le caían sobre el rostro. Era una mujer alta y esbelta, y llevaba la melena roja recogida en un intrincado peinado. Era la primera vez que veía a alguien con el pelo de ese color.

—Shani —dijo con la voz rota. Entró en pánico al no encontrar ninguna palabra para engrandecer a la mujer. No le servían «caballero» ni «majestad». ¿Estaría casada? ¿Qué título ostentaba? No se había presentado. Tomó aire por la boca y repitió con más claridad—: Shani, mi señora.

—¿Sabes qué barco es este, Shani? Estás en el Auros, un navío de la flota de Altago.

Shani sabía poco del mundo, pero cualquier habitante de las islas de Belsia había oído hablar de Altago. Aparte de ser famoso por la temible Jauría, ambos reinos estaban destinados a unirse a través del matrimonio del príncipe belsa Astura III con la princesa Lysandra de Altago, pero unas semanas atrás un atentado había impedido dicha unión: el general Shahidi había secuestrado a la princesa y huido del reino. Shani tuvo que morderse la lengua para no preguntar si ese navío tan impresionante estaba ahí en labores de búsqueda. Quería alargar el buen trato que le estaban dando todo lo posible. A él no le importaba si Altago era un reino aliado o no. Estaba dispuesto a renunciar a las playas y a los campos floridos y vivir por siempre en ese barco con tal de no volver a las manos del rey de Belsia.

Asintió con la cabeza una vez, atento y disciplinado.

—Me han contado que llorabas por la castración. ¿Qué edad tienes?

—Veinte años, mi señora.

—¡Tantos! ¿Y cómo es que no estás castrado, criatura? —La noble lo agarró por la barbilla y le frotó el mentón con los dedos—. Bueno, quizá no es demasiado tarde. Eres lampiño. Por eso Radan te confundió con una mujer. —Soltó una carcajada divertida—. A ver, quítate el pelo de la cara. Deja que te vea.

A Shani se le habían ido los colores. Obedeció por miedo, porque no le quedaba otra, intentando disimular las náuseas. Se sentía mareado, al borde del desmayo. Se pasó las manos por la cara para apartarse los rizos y los confinó detrás de sus orejas.

—Mi señora, os juro que puedo serviros así como estoy, en cualquiera de vuestros deseos —imploró con un hilo de voz.

—Silencio. No seas atrevido. A ver… —La noble lo tomó por las mejillas y le alzó el rostro. Abrió los ojos con estupor. Sin previo aviso le metió una mano entre las piernas y apretó aquello que Shani estaba luchando por conservar. La noble jadeó con incredulidad—. Cielos, ¡de verdad eres un muchacho! Eres… Eres una belleza. Mírame, mírame bien. —Le giró el rostro de un lado a otro, le estiró la piel. Le metió el pulgar en la boca y lo obligó a enseñarle los dientes y las muelas. Tomó una de sus manos y comprobó sus dedos y sus uñas. Cuanto más lo miraba, menos salía de su asombro—. Por todos los dioses, ahora entiendo el empeño en hacerte eunuco. ¿Quién te usaría para fregar los suelos? Con esa preciosa melena negra… No hay nada más hermoso que una melena negra. Debieron pagarle una fortuna a tu anterior amo. ¿Por qué no te han castrado antes? ¿Tenían miedo de perderte en la operación?

Shani nunca había sentido unos dedos tan finos y gentiles recorriéndole el cuerpo, mucho menos entre las piernas. Solía engrandecerse cuando alababan su belleza. Soltaba una risa melodiosa y regalaba algún beso, hasta podía ponerse a bailar para quien lo hubiera elogiado tanto, si el caballero en cuestión lo merecía, pero todo eso era antes de que su apariencia se convirtiera en el motivo de su condena.

Vaciló antes de hablar. Pensó mejor sus palabras y cuidó el tono de su voz para resarcir su anterior desliz:

—No siempre he sido esclavo, mi señora. Hasta hace unas semanas aún gozaba de libertad. Unos hombres aparecieron, me… —El recuerdo le amargó la lengua. No pudo terminar la frase—. Me llevaron y me vendieron a su majestad.

—Eso explica tus modales. ¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido venderte antes?

Shani agachó la cabeza. Los ojos se le encharcaron.

—Me escondí en un burdel. Las mujeres que trabajaban allí me protegieron durante años.

—¿Y tú no trabajabas?

Shani asintió con la cabeza.

—La señora escogía a mis clientes. Eran personas de su confianza.

Tocaron a la puerta.

—Pasa —dijo la noble en voz alta.

Dolza entró, cabizbaja.

—El baño está listo, mi señora.

Shani sintió una punzada de alivio al descubrir que la otra esclava también se dirigía a ella de esa forma.

—Encárgate tú por esta vez, Dolza. Shani no se encuentra bien. ¿Desde cuándo no comes?

—Desde ayer, mi señora —respondió imitando el tono de Dolza y su manera de reducirse al hablar. Porque decir que él podía bañarse y vestirse por su cuenta, como bien se le ocurrió, habría sido otra idea nefasta.

—Bueno, Dolza, ya lo has oído. —La noble se acercó a ella y le acarició el pelo, castaño ceniza y liso como un alga—. Sé discreta. Tú también, Shani. Voy a pensar qué hacer contigo. De momento no hables con nadie, deja de pregonar que no te han castrado. Intenta ser un poco más inteligente.

Shani apartó la mirada de la cabeza de Dolza y asintió con vehemencia.

—Sí, mi señora.

En breve subiremos el siguiente capítulo, pero, si lo tienes claro, recuerda que «Una plegaria a Saon» ya está a la venta en papel.

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