Una plegaria a Saon •Capítulo 2•

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Los guardias no interrogaron al esclavo. No habrían podido hacerlo ni aunque lo hubieran encontrado sospechoso, porque el desdichado joven no dejó de llorar. Después de dar por finalizada la búsqueda del extranjero, volvieron al palacio y lo encontraron aún en el suelo, junto a la fuente. Lo escoltaron de vuelta a la habitación que compartía con las demás esclavas y los eunucos. En ningún momento cesaron sus sollozos desesperados. No lo golpearon, quizá por orden del rey, o porque en el fondo les quedaba algún resquicio de humanidad y se compadecían de su destino. Probablemente era lo primero. No le sirvieron cena porque se requería un día de ayuno antes de la cirugía, pero en cualquier caso tampoco habría podido comer. Si los lamentables gimoteos le hubieran dejado tragar algo, habría acabado vomitándolo. Solo pudo ahogar sus quejidos cuando cayó la noche, y no porque la oscuridad desdibujara su pena, sino porque prefería ahorrarse el odio de sus semejantes, que ya habían sufrido aquella desgracia, algunos cuando eran apenas unos niños. Si no se moría antes de tristeza, la mañana llegaría pronto. Después, si sobrevivía al infame cuchillo curvado con el que cercenarían su cuerpo, todavía tendría que cumplir una condena de por vida en ese palacio. Con ese panorama tan miserable, su único consuelo, árido y escaso, era conservar algún amigo. Quizá la vida como eunuco no sería tan mala si podía compartirla con otros en su misma situación. Podían curarse las heridas mutuamente y darse consuelo, porque nadie más entendería lo que ellos habían pasado.

Pero aquella triste esperanza no bastaba. Agana ya lo había visto en las líneas de sus manos, que el destino que le había tocado era pedregoso y oscuro. No lo amparaban ni los astros ni los espíritus. Y la noche era tan larga… Entre los temblores y el inestable duermevela, se asomaba constantemente una certeza nefasta: si el alba lo encontraba en ese camastro y un carnicero lo despojaba de aquello que era suyo, su cuerpo se acabaría marchitando de la pena. No sería capaz de soportarlo. Moriría como morían los que no superaban la castración: con el cuerpo febril y adolorido, y la cabeza llena de alucinaciones.

Cerró los ojos. Se encogió como una hoja seca y apretó la mordida para contener el llanto. Pensó en el extranjero. ¿Ya habría zarpado en su barco hacia tierras que no existían ni en su imaginación? ¿De dónde habían dicho los guardias que había venido? Era poco o nada lo que sabía sobre los reinos vecinos, aunque había escuchado a muchos hombres hablar en otras lenguas. Casi todos lo habían tratado bien, como si fuera un tesoro exótico por el que habían tenido que cruzar mares y escalar montañas. Cuando lo vio aparecer en los patios creyó por un momento que uno de los dioses a los que tanto les había rezado había bajado a socorrerlo, con una espada que podía partir el cielo y unas manos que podían quebrarlo sin esfuerzo. En su estado no le habría importado, porque prefería soportar los arrebatos de un dios colérico a morir como iba a hacerlo. Pero su fortuna se había terminado hacía mucho, desde que aquellos hombres lo capturaron y arrastraron ante el rey. Los dioses lo habían perdido de vista entre tantas columnas de mármol.

En cierto punto de la noche, consumido por el llanto y agotado por la falta de alimento, temblando aún de frío y de miedo, cayó rendido, como en una especie de desmayo. Así lo encontraron. Mientras tres hombres armados vigilaban que no hubiera nadie con los ojos abiertos —el que no durmiera fue suficientemente listo como para fingir que sí lo hacía—, el cuarto le cubrió la boca al único esclavo que aún estaba entero para acallar su chillido cuando se despertara sobresaltado. Abrió los ojos con espanto, con el corazón desbocado, y forcejeó en la oscuridad para quitarse de encima esa manaza y el brazo que lo inmovilizaba con un abrazo constrictor. Las lágrimas volvieron a precipitarse por sus ojos. Todavía le quedaban muchas, y tal parecía que lo acompañarían hasta el final. No quedaba mucho. Su hora había llegado, los hombres del rey habían ido a buscarlo, aunque todavía no hubiera asomado el sol. De pronto se quedó quieto. ¿Qué más podía hacer? No tenía fuerzas para luchar, y los hombres siempre mermaban su furia cuando él se convertía en carne mansa. Su captor hizo un gesto tosco con la cabeza a los otros hombres y entonces, entre lágrimas, el esclavo fue capaz de verle la cara. El asombro le dilató las pupilas. No era un hombre del rey, pero aun así estaba allí para matarlo. Para terminar lo que no había podido hacer antes por falta de tiempo. Tal vez era lo mejor.

El extranjero se acercó a su rostro y, con la misma mano con la que le cubría la boca, se puso un dedo en sus propios labios. Cuando tuvo su silencio, le destapó la boca con cautela, atento por si se le ocurría gritar. Tenía unos ojos claros, de un color difícil de distinguir en esa oscuridad, que no omitían detalle. Y era rápido como una sombra. De un momento a otro sacó un trozo de tela, ¿un trapo?, de a saber dónde y se lo embutió en la boca. Sacó al esclavo del camastro y se lo cargó a un hombro con pasmosa facilidad, como si fuera un bulto, y caminó con él hasta llegar a la ventana donde ya lo esperaban sus hombres. Entonces lo dejó en el suelo, le ataron una cuerda alrededor de la cintura y el extranjero volvió a cargarlo, esta vez subiéndoselo a la amplia espalda. Los hombres los amarraron el uno al otro y a continuación ellos mismos se ataron con otras cuerdas. Todas ellas pendían de la ventana.

Iban a salir del palacio trepando por la pared como unos monos.

El esclavo convulsionaba de miedo atado al ladrón. Aunque lo hubieran amarrado bien, hasta el punto de que sentía la quemazón de la cuerda, no temía descalabrarse si caían más de lo que temía su mala suerte. ¿Por qué el extranjero no le había cortado el cuello allí mismo, en el camastro? ¿Pensaba torturarlo primero? ¿O iba a dárselo como carroña a todos sus hombres? Empezó a empapar la tela con gemidos y sollozos, irremediablemente abrazado al fornido cuerpo de aquel hombre —se dio cuenta entonces de que no llevaba armadura, sino telas blandas, para ser más ligero y para no hacer ruido— mientras el descenso abrupto le hacía sentir vacíos en el cuerpo. Cerró los ojos para no ver aquellas manos tiranas deslizándose por la cuerda mientras las botas que había besado esa tarde chocaban una y otra vez contra la fachada del palacio. El palacio. Había salido del palacio. Por un momento temió tanto quedarse sin nada que enterró la cara en la nuca de su raptor. Y de haber podido hasta lo habría mordido para aferrarse a la vida con los dientes, si no sospechara que las represalias podían ser peores que la muerte.

El grupo tocó suelo sin ser advertido. El extranjero sacó su condenada daga para cortar la cuerda que pendía de la ventana, pero no soltó al esclavo. Echó a correr con él amarrado a la espalda y no paró hasta que llegaron a una pequeña playa donde los esperaba un bote, escondido entre las rocas. En él había otro hombre. No intercambiaron palabra en ningún momento. Saltaron a la pequeña embarcación desde el malecón y cuando hubieron soltado el amarre la hoja de la daga volvió a brillar a la luz de la luna. El extranjero la acercó a su abdomen y cortó la cuerda, luego se giró para liberar al esclavo. Ni siquiera lo miró. Caminó por el bote hasta llegar al navegante y le dijo algo. El esclavo no pudo oírlo. El viento, el oleaje y sus propios quejidos le llenaban los oídos. Las piernas le fallaron con el vaivén del bote y se dejó caer en un asiento, frente a los bandidos que acompañaban a aquel bárbaro. Aún tenía el trapo empapado en la boca, pero tuvo que reunir un poco de valor para quitárselo. No entendía su situación. Ya no estaba en el camastro esperando su hora, estaba en un bote rumbo a un destino incierto, rodeado de forasteros que bien podían comérselo a mordiscos. ¿Se había salvado o estaba a punto de conocer un destino peor que la castración? No, incluso si lo usaban entre todos era mejor que… Sus ojos llenos de lágrimas buscaron a aquel con el que había cruzado algunas palabras, pero solo encontró su espalda.

El barco empezó a alejarse de la costa, a merced del mar abierto. El esclavo miró la tierra que dejaba atrás. Belsia la Grande, la isla capital del archipiélago que componía el reino. No volvería a ver a las muchachas ni podría ofrecerles flores a sus dioses en el templo. Allí se quedaba todo lo que alguna vez había sido, las personas que había conocido y su rey. No. Suyo no. Un rey de un lugar al que ya no volvería, ¿verdad? Porque si lo dejaban vivir no sería en libertad.

Las náuseas le subieron por la garganta desde el estómago vacío. Empujaron las palabras que hasta el momento no se había atrevido a decir.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

Uno de los hombres que tenía delante sonrió. Le dio un codazo a su compañero y ambos se echaron a reír. Eran corpulentos y de tez morena, eso era todo lo que podía distinguir en la oscuridad. El primero señaló el vestido del esclavo, un paño blanco de dormir, y el otro negó con la cabeza, divertido. No le dijeron nada.

El esclavo no volvió a abrir la boca ni para llorar.

En breve subiremos el siguiente capítulo. Mientras tanto, recuerda que «Una plegaria a Saon» está en preventa hasta el 11 de mayo, con una tarjeta dedicada por las autoras y algunos detallitos.

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